El
primer ayudante accionó la palanca, despacio, pero con pulso firme. Los
ayudantes segundo y tercero vigilaban atentamente sus respectivos contadores, y
el ayudante número cuatro, cuyo trabajo se había limitado a los preparativos
rutinarios, miraba por encima del hombro del profesor Martín.
Detrás
del cristal se formó una niebla luminosa; partículas rojizas danzaron locamente
de un lado a otro, y la opacidad central empezó a tomar forma. Bastaron dos
minutos.
—Bien
—dijo el profesor Martín—. Aquí está el conejo.
Y
allí estaba el conejo. Un conejo vulgar con una brizna de hierba en la boca.
Los
ayudantes uno, dos, tres y cuatro se limitaron a contemplar el conejo con
inquietud. No acababan de acostumbrarse a la prodigiosa máquina ni a la
imperturbabilidad del profesor ni a los conejos.
—Éste ha
traído hierba. Pero ¿de qué siglo?
—No
parece afectado —dijo el primer ayudante.
El
profesor Martín asintió gravemente.
—Ya
estamos seguros de que todos vuelven en perfecto estado. Ha llegado el momento
de la experiencia definitiva.
Los
ayudantes se miraron unos a otros y un escalofrío recorrió las cuatro espaldas.
Desde
que la máquina del tiempo fuera construida, cinco conejos habían sido
trasladados a épocas más o menos remotas. El primero fue enviado al año
anterior, estuvo allí durante tres minutos y se le hizo volver con sencillez.
Pero no parecía el mismo. Algo le había impresionado tremendamente; parte de su
pelo castaño era blanco ahora y en su mirada destellaba la ira, mezclada con
una sombra de espanto... Cuando quisieron tocarlo se agazapó en un rincón
enseñando los dientes, amenazador. Dio tres vueltas sobre sí mismo y murió. Al
hacerle la autopsia encontraron una pequeña bobina de inducción perfectamente
empalmada a su intestino.
—Alguien
ha sufrido una distracción —dijo el profesor Martín mirando severamente al ayudante
número dos, que era el electricista.
—No
volverá a suceder —prometió el ayudante, ruborizado.
Se
hicieron nuevas conexiones, se ajustó la instalación y todo fue revisado
minuciosamente en busca de bobinas de inducción o cualquier otra clase de
material eléctrico fácil de olvidar.
El
segundo conejo volvió sin novedad.
Es
decir, no tenía ninguna incrustación mecánica en su organismo, pero estaba
tiritando. Al tocarlo advirtieron la humedad.
—Nieve
—dijo el profesor Martín—. Es imposible. El año pasado, el día... —miró el
calendario de pared— el día siete de agosto no nevó por estos alrededores.
—Tal
vez ha ido a parar lejos de aquí... —insinuó el ayudante número uno.
—O
no habrá caído en agosto. ¿Lo habremos proyectado al invierno pasado?
De
un modo u otro, la máquina no funcionaba con la exactitud que todos esperaban.
Había que rendirse a la evidencia. Los conejos eran trasladados en el tiempo,
sin duda, puesto que el conejo colocado en la cámara encristalada desaparecía
al accionar la palanca y volvía a aparecer en el momento preciso. ¿Pero a qué
época o a qué lugar iban aquellos inocentes animales?
Se
hicieron nuevas verificaciones. Se ajustó la máquina y un tercer conejo ocupó
su puesto en la cámara. Se esfumó en la neblina dorada con destino al siglo VIII.
—Lo
he proyectado muchos siglos atrás, cuando aquí no había más que bosques. No me
gustaría recuperarlo atropellado por un Ford T.
Sin
embargo, el conejo regresó ensangrentado e inquieto. Dio un salto fuera de la
cámara en cuanto abrieron la puerta y los cinco científicos lo persiguieron por
todo el laboratorio hasta acorralarlo.
—Le
han mordido —dijo el profesor Martín—. Tiene la señal clarísima de unos
colmillos. Un perro, seguramente.
Aquel
conejo curó de sus heridas, pero conservó toda su vida un aire de pasmo. Ni
siquiera un sedentario conejo de laboratorio puede admitir con calma que se le
traslade a un bosque antiguo y que además le muerdan.
—¿Pero
estamos seguros que ha sido en el siglo ocho?
El
ayudante número cuatro, que era quien tenía menos trabajo, apareció al día
siguiente con un grueso libro en las manos y un gesto de inquietud en el
rostro.
—No había
bosque —anunció tímidamente.
El
profesor Martín dio un respingo.
—¿Cómo?
¿Qué quiere decir?
El
libro lo explicaba claramente. En aquel lugar hubo desde siempre un gran lago
que desapareció en el siglo XVII, cuando el
río fue desviado hacia las posesiones del Gran Duque Luis. Nada de bosque,
pues, en el siglo VIII.
—Entonces
las mordeduras...
—¡Habrá
sido un pez!
La
idea fue rechazada de plano. Había que admitir que la máquina seguía siendo
imperfecta. Si estaba ajustada en el tiempo, cosa que tampoco se podía saber
con seguridad, las coordenadas del lugar no coincidían. O viceversa.
—Necesitamos
un hombre —anunció el profesor después de una larga meditación—. Un hombre que
nos diga dónde ha ido a parar y en qué época. No desprecio a los conejos, pero
tenemos que admitir su ineficacia como informadores. Alguien tiene que ir
allá...
—Yo mismo
—dijo el primer ayudante.
—No,
no. Usted es necesario aquí. Sus conocimientos sobre el metabolismo último y
las divergencias nucleicas...
—Entonces
yo —se apresuró a decir el segundo ayudante.
—De
ninguna manera. ¿Quién iba a controlar los corpúsculos
épsilon y la carga psicodinámica y...?
Fue
rechazado el segundo ayudante. Y también el tercero, y desde luego, el cuarto.
—Iría yo
mismo —dijo el profesor—, pero...
Pero
quedaban aún muchas maravillas por realizar en aquel escondido laboratorio y
así lo comprendieron todos. El profesor era demasiado importante para
arriesgarse a perderlo.
—¿Y si
enviáramos a Arsenio?
—¿Arsenio?
Sí, podría ser una solución... Pero ¿querrá él colaborar con nosotros?
—Yo
me encargaré de sondearle —dijo el cuarto ayudante.
El
cuarto ayudante encontró a Arsenio escardando los macizos de margaritas enanas,
de las que estaba orgulloso.
—Puede
que no sean lo bastante enanas para un científico como usted —dijo Arsenio,
pasando el dorso de la mano por su áspera barba gris—. Pero son bonitas. ¿O no?
—Claro.
Son preciosas.
—Comprendo
que un torpe jardinero no pueda aspirar al aplauso de un sabio como el profesor
Martín, pero si él se dignara...
—Precisamente
el profesor está muy interesado por usted.
—¿De
veras?
—Se trata
de un experimento...
Arsenio
escuchó la explicación con calma. La cosa era fácil. Saldría bien, desde luego.
Si los conejos habían vuelto con buena salud (el cuarto ayudante no descendió a
dar detalles innecesarios), no había razón para que un jardinero fracasara. El
profesor esperaba mucho de aquella colaboración.
—Bien,
bien... —dijo Arsenio, quitándose el sombrero de paja para frotarse con un
pañuelo su reluciente calva—. Si creen que yo sirvo para eso...
A
pesar de todo, el profesor quiso experimentar con dos conejos más. Quería tener
la seguridad de que Arsenio iba a ser recuperado vivo, aunque no supieran, por
el momento, desde dónde.
El
cuarto conejo regresó del siglo XIII (se
suponía) con encomiable desenvoltura. Y el quinto, enviado a una época muy
lejana, pero absolutamente indeterminada, era el que ahora ramoneaba su pretérito
hierbajo tras los cristales de la cámara, como si aquello no tuviera nada de
particular.
—¡Bien!
—exclamó el profesor Martín frotándose las manos—. No hay duda de que esto
funciona. Y ahora... ¡Arsenio!
—Su
trabajo se limitará a ver, oír y contárnoslo todo a la vuelta.
—Parece
fácil —dijo Arsenio.
El
profesor Martín adoptó un tono grave, sin dejar de ser afectuoso.
—Va
usted a participar en un prodigio, Arsenio. Espero que conservará su serenidad.
Sepa que cuenta con nuestra admiración y nuestro agradecimiento anticipado.
—Gracias,
profesor. Estoy dispuesto.
Los
preparativos fueron esta vez más prolijos que nunca. Entre enviar al pasado un
conejo o un jardinero había una diferencia, que incluso aquellos ocupadísimos
hombres de ciencia sabían apreciar. Trabajaban en silencio, con el ánimo
oscilante entre el orgullo y el temor. Por fin instalaron a Arsenio en la
cámara. Todo estaba a punto. No faltaba más que accionar la palanca.
—Bien,
Arsenio —dijo el profesor—. Ánimo y hasta luego.
—Hasta
luego, profesor —dijo Arsenio.
Y
aquel saludo, en boca de un hombre que se disponía a viajar a través de un
puñado de siglos (¿diez?, ¿quince?, ¿veinte?), parecía absolutamente natural.
El
primer ayudante tragó saliva, tal vez más trabajosamente que en las ocasiones
anteriores, y, con la firmeza de siempre, empezó a bajar lentamente la palanca. Se produjo la bien
conocida neblina dorada. Brillantes corpúsculos empezaron a danzar locamente
alrededor de Arsenio. Sin perder la sonrisa, el jardinero fue esfumándose poco
a poco hasta desaparecer.
—¿Ha
dicho si sabía nadar? —preguntó el profesor, que por primera vez parecía
anhelante.
—Sabe.
Habían
previsto que apareciera en el agua, o en un desierto, o en los hielos de una
montaña, o en una ciudad exótica.
—Está
perfectamente instruido. Sabrá afrontar cualquier contingencia.
—Y en
cinco minutos, ¿qué le puede suceder?
Habían
pasado tres y ya la mano del profesor se crispó sobre los conmutadores.
Necesitó
hacer un gran esfuerzo para esperar dos minutos más.
En
el momento justo, el primer ayudante empuñó la palanca. La neblina, la danza de
los corpúsculos y una opacidad que se fue perfilando poco a poco... ¡Arsenio!
Allí estaba otra vez.
No
había perdido su aire tranquilo, su sonrisa... En la mano traía algo. ¿Un
pedazo de pan? Arsenio lo mordió con satisfacción.
—¡Hola!
—dijo con la boca llena.
—¡Vamos,
sáquenlo, pronto!
Le
ayudaron a salir de la máquina y le hicieron sentar en una silla.
—¿Se
encuentra bien? ¿Qué ha pasado? Hable.
—Ha sido
estupendo —dijo el jardinero.
—¿Dónde
ha ido a parar? Vamos, cuéntelo todo.
—Pues
verá...
Arsenio
hizo una pausa, sonriente; parecía disfrutar de la expectación.
—¿Lo
ha mirado todo bien? ¿Se ha fijado en los detalles?
—Creo
que sí. De pronto me he encontrado en el campo. No era éste, desde luego. Un
campo distinto, con otra vegetación, otro color, seguramente lejos de aquí. Y
había gente...
—¿Llevaban
armaduras, golas, redingote...?
—Iban
vestidos... bueno, con vestidos antiguos, como los que se ven en los cuadros,
pero era gente corriente y tranquila. Me han hablado, pero no los he entendido.
Seguramente hablaban inglés, puede que fuera catalán, no sé... Habían ido al
campo a merendar. Algunos me miraban, seguramente por mi traje que les ha
debido de resultar chocante, y uno de ellos me ha dado esto. Está rico —Arsenio
masticaba con la mirada perdida en un paisaje lejanísimo—. Me he acordado de
usted, profesor. Me dijo que iba a participar en un prodigio. ¿Se refería a
eso? Porque allí estaban unos miles de personas merendando, y toda la comida ha
salido de una cesta donde apenas había cinco panes y dos peces...
Antonio Mingote