miércoles, 30 de noviembre de 2011

El Disco Rojo

La triste noche de invierno había cerrado. El coronel y su joven esposa habían agotado en una larga conversación el tema de sus preocupaciones y esperaban los acontecimientos. Sabían que esta espera no sería larga; lo sabían demasiado... y este pensamiento hacía temblar a la pobre mujer.
Tenían una criatura de siete años, Abigail. Dentro de breves instantes iba a aparecer para darles las buenas noches y ofrecer su frente cándida al beso de despedida. El coronel dijo a su mujer:
 -Enjuga tus lágrimas, querida, y en atención a ella tratemos de parecer felices. Olvidemos por un momento la desgracia que va a herirnos.
 -Tienes razón. Aceptemos nuestro destino; soportémoslo con valor y resignación.
 -Chist. Ahí está Abby.
 Una preciosa niñita de ensortijados cabellos, vestida con un largo camisón se deslizó por la puerta y corrió hacia el coronel; se apelotonó contra su pecho, y lo besó una vez, dos veces, tres veces.
 -Pero ¡papá!... no debes besarme así. Me enredas todo el pelo.
 -¡Oh! ¡Lo siento mucho, mucho! ¿Me perdonas querida?
 -Naturalmente papá. ¿Pero te pesa verdaderamente lo que has hecho? ¿Pero te pesa de veras, no en broma?
 -Eso lo puedes ver tú misma Abby.
 Y se cubrió el rostro con las manos, fingiendo estar llorando. La niña llena de remordimientos al ver que era causante de un pesar tan profundo, rompió a llorar y quiso apartar las manos de su padre, diciendo:
 -¡Oh, papá! ¡No llores, no llores así! Yo no he querido hacerte sufrir! no volveré a hacerlo!
 Y al separar las manos de su padre, descubrió inmediatamente sus ojos risueños y exclamó:
 -¡Oh, papá malo! No llorabas; te estabas burlando de mí. Ahora me voy con mamá.
 Y hacía esfuerzos para bajarse de las rodillas del padre; pero éste la estrechaba entre sus brazos.
 -No querida; quédate conmigo. He sido malo, lo reconozco y no lo haré nunca más. Tus lágrimas están secas ahora, y ni uno solo de tus rizos, está deshecho; sólo falta que me digas qué es lo que quiere.
 Un instante después la alegría había reaparecido y brillaba en el rostro de la niña. Acariciando las mejillas de su padre, Abby eligió el castigo.
 -¡Un cuento! ¡Un cuento!
 -¡Chist!
 Los padres callaron por un momento, y, reteniendo la respiración, aplicaron el oído.
 Se oía un rumor vago de pasos entre dos ráfagas del vendaval. Las pisadas aproximándose cada vez más a la casa, pasaron por delante de ésta, y se alejaron. El coronel y su esposa exhalaron un suspiro de alivio y el padre dijo a la niña:
 -¿Un cuento es lo que quieres? ¿Alegre o triste?
 -Papá -dijo Abby-, no hay que contarme siempre cuentos alegres. La niñera me ha dicho que no todo son rosas en la vida; que hay también en ella momentos tristes, muy tristes. ¿Es cierto eso?
 La madre suspiró y esa reflexión de su hija no hizo sino reavivar su pena. El padre respondió con dulzura:
 -Es cierto, hija mía. Pesares nunca faltan; eso es un fastidio pero es así.
 -¡Oh, papá! Entonces, cuéntame un cuento terrible, uno que nos haga temblar y creer que nos está sucediendo a nosotros mismos.
 -Bueno. Había una vez tres coroneles...
 -¡Oh, qué bueno! Yo sé muy bien lo que es un coronel, porque, tú eres un coronel, papá.
 -y, en una batalla habían cometido un acto grave de indisciplina. Se les había mandado que simulasen el ataque de una fuerte posición del enemigo, pero con la orden terminante de que no se comprometiesen. Ese ataque no tenía más objeto que distraer al enemigo, atraerlo hacia otro sitio y facilitar así la retirada de las tropas de la República. Pero, llevados por su entusiasmo, los tres coroneles se excedieron en su misión, porque cambiaron ese simulacro de ataque en un verdadero asalto; conquistaron la plaza y ganaron el honor de la jornada y la batalla. El General en Jefe, furioso por esta desobediencia, los felicitó por la hazaña y los mandó después a Londres para que los juzgasen.
 -¿Es el Gran General Cromwell, papá?
 -Sí.
 -¡Oh, papá! Yo lo he visto; y, cuando pasa por delante de casa, tan grande sobre su caballo tan hermoso a la cabeza de sus soldados, es tan... tan... no sé cómo decir que es.
 -Los coroneles prisioneros llegaron a Londres; se les dejó en libertad bajo palabra de honor y se les permitió que fuesen a ver a sus familias por última...
 -¿Quién anda ahí afuera?
 Los padres aplicaron el oído... Otra vez los pasos, que, como un momento antes, sonaron delante de la casa y se alejaron. La madre apoyó su cabeza en el hombro de su marido para disimular su palidez.
 -Llegaron esta mañana.
 La niña abrió desmesuradamente los ojos.
 -¿Entonces papá, es un cuento cierto?
 -Sí, hija mía.
 -¡Oh, qué suerte! Así es mucho más interesante. Sigue, papá. ¡Cómo mamá! ¿Estás llorando?
 -No es nada, hija mía...
 -Pero no llores mamá. Ya verás que todo acabará bien; todos los cuentos acaban siempre bien.
 -Al principio los llevaron a la Torre, antes de permitirles que fueran a sus casas. En la Torre, el Consejo de Guerra estuvo juzgándolos durante una hora, los declaró culpables y los condenó a ser fusilados.
 -¿Los conoces tú papá?
 -Sí, hija mía.
 -¡Oh! ¡Cómo querría conocerlos yo también! A mí me gustan los coroneles. ¿Crees tú que me permitirían que los besara?
 La voz del coronel temblaba un poco cuando respondió:
 -Uno de ellos te lo permitiría, con seguridad, querida mía. Vaya, bésame a mí por él.
 -Ahí está, papá... y estos otros dos besos son para los otros dos coroneles. Sigue, papá...
 -Todo el mundo estaba muy triste, todos sentían mucha pena en ese consejo de guerra; de modo que fueron a buscar al General en Jefe, aseguraron que habían cumplido con su "deber", y le pidieron gracia para dos de los coroneles, para que sólo uno de ellos fuese fusilado. Pero el General en Jefe acogió muy mal esta proposición:
 -"Si ustedes han cumplido su deber -les dijo-; si han obrado de acuerdo con su conciencia, ¿por qué tratan ahora de influir en mi decisión, en menoscabo de mi honor de General?"
 Entonces ellos le respondieron que lo que le proponían lo harían ellos mismos si estuvieran en su lugar y tuvieran, como él, en sus manos, la noble prerrogativa de la clemencia. Este argumento lo impresionó; se contuvo y meditó un momento. Su rostro parecía entonces menos sombrío. Después les pidió que esperasen y se retiró a su casa. Volvió luego, diciendo: "Que echen suertes para decidir la cuestión; dos de ellos serán indultados".
 -¿Y echaron suertes, papá?
 -No; no echaron suertes. Se negaron a hacerlo, porque consideraron que el que perdiese se habría condenado a sí mismo a muerte voluntariamente, y eso sería un suicidio, fuese como fuese. Al comunicar esta respuesta, agregaron que estaban preparados, que se podía dar cumplimiento a la sentencia.
 -¿Y eso qué quiere decir, papá?
 -Que... los tres iban a ser fusilados... ¡Silencio! ¿Qué es lo que oigo?... ¿Será?... No... son pasos.
 -Abran... En nombre del General en Jefe.
 -¡Oh! ¡Qué bueno, papá! ¡Son soldados! ¡Me gustan tanto los soldados! Déjame que vaya a abrirles la puerta yo misma.
 La niña bajó rápidamente, corrió a la puerta y la abrió, diciendo alborozada:
 --¡Entren, entren! Aquí están, papá. Los conozco bien a los granaderos.
 Los hombres entraron, se alinearon presentando las armas, y el oficial que los mandaba saludó. El coronel correspondió al saludo, con la cabeza alta. Su esposa, al lado de él, pálida y con las facciones trastornadas, se esforzaba por dominar su dolor, que ninguna señal exterior dejaba adivinar. La niña contemplaba la escena con grandes ojos sorprendidos...
 Un prolongado y silencioso abrazo del padre, de la madre, de la hija... Eso fue todo. Después se oyó la orden:
 -¡A la Torre! ¡Media vuelta, marchen!
 Entonces el coronel, rodeado por los granaderos, salió de la casa con paso firme y nervioso. La puerta se cerró tras él.
  -¡Oh, mamá! ¡Qué bien ha concluido el cuento! Bien te lo había dicho yo; y ahora se van a la Torre, y papá verá a los coroneles, y...
 -¡Ah! ¡Ven a mis brazos, pobre inocente criatura!...
 Al día siguiente, la madre, quebrantada por la emoción, no pudo levantarse; los médicos y enfermeras que rodeaban su lecho, cuchicheaban de tiempo en tiempo, bajando la voz todo lo posible. Se prohibió a Abby el acceso a la habitación, explicándosele que su madre estaba enferma; la mandaron a la puerta de la calle para que se entretuviese. Arropada en sus abrigos de invierno, la niña salió y estuvo un rato jugando en la acera; pero, enseguida, al pensar en su madre, se dijo que no estaría bien hecho dejar que su padre ignorase lo que estaba pasando en la casa. Había que ir a la Torre y darle noticias de lo que ocurría. ¿Por qué no iría ella misma?
 Una hora más tarde, el Consejo de Guerra volvía a reunirse en presencia del General en Jefe. Este estaba tieso y hosco, con las manos crispadas sobre la mesa; e hizo ademán de que se podía hablar. El relator dijo entonces:
 -Les hemos rogado empeñosamente que reflexionen; hemos insistido en esto a todo trance, pero ellos no ceden. No quieren absolutamente echar suertes. Prefieren morir.
 La fisonomía del Protector se obscureció, pero sus labios no se movieron. Después de un momento de meditación, habló:
 -No morirán los tres. La suerte se encargará de decidir por ellos.
 Los presentes sintieron una impresión de alivio al oír estas palabras.
 -Háganles entrar: que se coloquen uno al lado del otro con la cara contra la pared y las manos a la espalda. Y avísenme cuando estén listos.
 Al quedarse solo, el Protector se sentó, y momentos después dio una orden a uno de los guardias: "Haga entrar aquí a la primera criatura que pase por la calle".
 El hombre volvió enseguida, trayendo de la mano a... Abby cuyas ropas estaban ligeramente cubiertas de nieve. La niña se acercó resueltamente al Lord Protector, ese personaje formidable cuyo solo nombre hacía temblar las ciudades y a los grandes de la tierra, y, sin vacilar, se trepó sobre sus rodillas, y le dijo:
  -Yo lo conozco a usted, señor; usted es el General en Jefe. Lo he visto cuando pasaba por delante de mi casa. Todo el mundo tiene miedo de usted, pero yo no, porque usted no parecía enfadado cuando me miró. ¿Se acuerda?
  Una sonrisa se dibujó sobre las facciones severas del Protector, que trató de salir diestramente del paso respondiendo:
  -Sí, querida... Es muy posible... pero...
  La niña le interrumpió con un reproche:
  -Dígame francamente que se ha olvidado. Sin embargo, yo me acuerdo siempre.
  -Bueno, sí. Pero te prometo que no te volveré a olvidar, queridita; te doy mi palabra de honor. Me perdonarás por esta vez ¿no es cierto? Pídeme lo que quieras.
  -Sí, le perdono. Pero no sé cómo ha podido olvidar usted todo eso; debe usted tener muy poca memoria; yo también, a veces, no tengo memoria.
  En ese momento se oyó un ruido cada vez más cercano, como el paso de una partida de soldados en marcha.
  -¡Soldados, soldados! Yo quiero verlos!
  -Los verás, hija mía; pero espera un momento, tengo que pedirte una cosa.
  Entró un oficial, que saludó y dijo:
  -Grandeza, allí están.
  Volvió a saludar y se retiró.
  El Lord Protector dio entonces a Abby tres pequeños discos de cera, dos blancos y uno rojo. Este último iba a condenar a muerte al coronel que lo recibiera.
  -¡Oh! ¡Qué bonito es éste, el ro...! ¿Son para mí?
  -No, hija mía; son para otras personas. Alza la punta de esa cortina, y verás detrás una puerta abierta. Entra por ella y encontrarás tres hombres en línea, de cara contra la pared y con las manos a la espalda. Esas manos están abiertas, para recibir estos discos; pon uno de estos discos en cada una de ellas. Después, vuelve aquí.
  Abby desapareció detrás de la cortina, y el Protector se quedó solo. Con expresión satisfecha se dijo entonces a sí mismo: "En mi alma y conciencia, esta buena idea acaba de serme inspirada por Ese que no niega nunca su apoyo a los que acuden a El en los casos difíciles".
  La niña dejó caer la cortina detrás de ella y se detuvo un momento a contemplar la escena del Tribunal: miró atentamente a los soldados y a los prisioneros.
  -¡Pero aquí hay uno que es papá! -Exclamó-. Lo conozco aunque esté de espaldas. A él le daré el disco más bonito.
  Se adelantó con paso resuelto, puso los discos en las manos abiertas, y después, mirando a su padre por debajo del brazo de éste, le gritó con voz radiante de alegría:
  -¡Papá, papá! ¡Mira, pues, lo que te he dado! ¡Yo soy quien te lo ha dado!
  El coronel miró el disco fatal, y, cayendo de rodillas, estrechó a su inocente verdugo contra su corazón, loco de dolor y de amor...
  Los soldados, los oficiales y los prisioneros ya libres, todos se quedaron paralizados ante la intensidad de esta tragedia; la terrible escena les partía el corazón, y sus ojos se llenaron de lágrimas... Lloraron sin falsa vergüenza. Reinaba un silencio profundo y solemne; el oficial de guardia se levantó visiblemente conmovido, y, tocando el hombro al sentenciado, le dijo con dulzura:
  -Mi misión es muy penosa, señor, pero mi deber exige...
  -¿Exige qué? -Preguntó la niña.
  -Exige que me lo lleve. Lo siento mucho.
  -¿Que se lo lleve adónde?
  -A... a... a otra parte de la fortaleza.
  -¡Oh, no! ¡Eso no puede ser, porque mamá está muy enferma y papá tiene que ir ahora a casa!
  Abby se precipitó hacia su padre y le tomó las manos:
  -Vamos, papá. Vamos, yo estoy ya preparada.
  -Mi pobre hija, no puedo... Tengo que seguirlos...
  La niña echó a su alrededor una mirada de sorpresa. Después fue a plantarse delante del oficial, y, asentando el pie en el suelo con indignación, le dijo:
  -Le repito que mamá está enferma.
  -¡Ah, pobrecita!... Bien quisiera hacerlo, pero tengo que llevármelo. ¡Atención, guardias! ¡Presenten armas!
  Abby había desaparecido veloz como un relámpago. Un instante después volvía, trayendo al General en Jefe de la mano. Ante este dramático espectáculo, todos se estremecieron; los oficiales saludaron en tanto que los soldados presentaban sus armas.
  -Dígales que lo dejen. Mamá está enferma y papá tiene que ir a verla. Yo se lo he dicho, pero a mí no quieren hacerme caso. Y van a llevárselo.
  El General se había quedado inmóvil, paralizado.
  -¿Tu papá, hija mía? ¿Es ése tu papá?
  -¡Es cierto! ¡Siempre ha sido mi papá! ¡Por eso le he dado a él el disco más bonito, el disco rojo! ¿Se lo iba a dar acaso a otro? ¡Ah, no!
  Una expresión dolorosa contrajo las facciones del Protector, que exclamó:
  -¡Dios me favorezca! El espíritu del mal acaba de hacerme cometer el crimen más horrible de que un hombre puede ser culpable... Y no tiene remedio... no tiene remedio... ¿Qué hacer?
  Abby gemía y lloraba ya de impaciencia:
  -Lo único que tiene que hacer es dejar que papá se vaya. -Y sollozando agregó
  -Ordéneles que lo dejen. Me ha dicho usted que podía pedirle cualquier cosa, y ahora que le pido esto me lo niega.
 Un relámpago de ternura iluminó el semblante duro y seco del General, que puso una mano sobre la cabeza de su pequeño tirano, diciendo:
 -¡Alabado sea Dios por esa promesa fortuita que hice!... Y, después de El, tú también, criatura incomparable, que acabas de recordarme mi compromiso. Oficial,  hay que obedecer a esta niña. Sus órdenes son mías. El coronel queda indultado. Póngalo en libertad.

Mark Twain

viernes, 25 de noviembre de 2011

El futuro está en el porno




El Clérigo Malvado


Un hombre grave que parecía inteligente, con ropa discreta y barba gris, me hizo pasar a la habitación del ático, y me habló en estos términos:

            -Sí, aquí vivió él..., pero le aconsejo que no toque nada. Su curiosidad le vuelve irresponsable. Nosotros jamás subimos aquí de noche; y si lo conservamos todo tal cual está, es sólo por su testamento. Ya sabe lo que hizo. Esa abominable sociedad se hizo cargo de todo al final, y no sabemos donde está enterrado. Ni la ley ni nada lograron llegar hasta esa sociedad.

            -Espero que no se quede aquí hasta el anochecer. Le ruego que no toque lo que hay en la mesa, eso que parece una caja de fósforos. No sabemos qué es, pero sospechamos que tiene que ver con lo que hizo. Incluso evitamos mirarlo demasiado fijamente.

Poco después, el hombre me dejó solo en la habitación del ático. Estaba muy sucia, polvorienta y primitivamente amueblada, pero tenía una elegancia que indicaba que no era el tugurio de un plebeyo. Había estantes repletos de libros clásicos y de teología, y otra librería con tratados de magia: de Paracelso, Alberto Magno, Tritemius, Hermes Trismegisto, Borellus y demás, en extraños caracteres cuyos títulos no fui capaz de descifrar. Los muebles eran muy sencillos. Había una puerta, pero daba acceso tan sólo a un armario empotrado. La única salida era la abertura del suelo, hasta la que llegaba la escalera tosca y empinada. Las ventanas eran de ojo de buey, y las vigas de negro roble revelaban una increíble antigüedad. Evidentemente, esta casa pertenecía a la vieja Europa. Me parecía saber dónde me encontraba, aunque no puedo recordar lo que entonces sabía. Desde luego, la ciudad no era Londres. Mi impresión es que se trataba de un pequeño puerto de mar.

El objeto de la mesa me fascinó totalmente. Creo que sabía manejarlo, porque saqué una linterna eléctrica -o algo que parecía una linterna- del bolsillo, y comprobé nervioso sus destellos. La luz no era blanca, sino violeta, y el haz que proyectaba era menos un rayo de luz que una especie de bombardeo radiactivo. Recuerdo que yo no la consideraba una linterna corriente: en efecto, llevaba una normal en el otro bolsillo.

Estaba oscureciendo, y los antiguos tejados y chimeneas, afuera, parecían muy extraños tras los cristales de las ventanas de ojo de buey. Finalmente, haciendo acopio de valor, apoyé en mi libro el pequeño objeto de la mesa y enfoqué hacia él los rayos de la peculiar luz violeta. La luz pareció asemejarse aún más a una lluvia o granizo de minúsculas partículas violeta que a un haz continuo de luz. Al chocar dichas partículas con la vítrea superficie del extraño objeto parecieron producir una crepitación, como el chisporroteo de un tubo vacío al ser atravesado por una lluvia de chispas. La oscura superficie adquirió una incandescencia rojiza, y una forma vaga y blancuzca pareció tomar forma en su centro. Entonces me di cuenta de que no estaba solo en la habitación... y me guardé el proyector de rayos en el bolsillo.

Pero el recién llegado no habló, ni oí ningún ruido durante los momentos que siguieron. Todo era una vaga pantomima como vista desde inmensa distancia, a través de una neblina... Aunque, por otra parte, el recién llegado y todos los que fueron viniendo a continuación aparecían grandes y próximos, como si estuviesen a la vez lejos y cerca, obedeciendo a alguna geometría anormal.

El recién llegado era un hombre flaco y moreno, de estatura media, vestido con un traje clerical de la iglesia anglicana. Aparentaba unos treinta años y tenía la tez cetrina, olivácea, y un rostro agradable, pero su frente era anormalmente alta. Su cabello negro estaba bien cortado y pulcramente peinado y su barba afeitada, si bien le azuleaba el mentón debido al pelo crecido. Usaba gafas sin montura, con aros de acero. Su figura y las facciones de la mitad inferior de la cara eran como la de los clérigos que yo había visto, pero su frente era asombrosamente alta, y tenía una expresión más hosca e inteligente, a la vez que más sutil y secretamente perversa. En ese momento -acababa de encender una lámpara de aceite- parecía nervioso; y antes de que yo me diese cuenta había empezado a arrojar los libros de magia a una chimenea que había junto a una ventana de la habitación (donde la pared se inclinaba pronunciadamente), en la que no había reparado yo hasta entonces. Las llamas consumían los volúmenes con avidez, saltando en extraños colores y despidiendo un olor indeciblemente nauseabundo mientras las páginas de misteriosos jeroglíficos y las carcomidas encuadernaciones eran devoradas por el elemento devastador. De repente, observé que había otras personas en la estancia: hombres con aspecto grave, vestidos de clérigo, entre los que había uno que llevaba corbatín y calzones de obispo. Aunque no conseguía oír nada, me di cuenta de que estaban comunicando una decisión de enorme trascendencia al primero de los llegados. Parecía que le odiaban y le temían al mismo tiempo, y que tales sentimientos eran recíprocos. Su rostro mantenía una expresión severa; pero observé que, al tratar de agarrar el respaldo de una silla, le temblaba la mano derecha. El obispo le señaló la estantería vacía y la chimenea (donde las llamas se habían apagado en medio de un montón de residuos carbonizados e informes), preso al parecer de especial disgusto. El primero de los recién llegados esbozó entonces una sonrisa forzada, y extendió la mano izquierda hacia el pequeño objeto de la mesa. Todos parecieron sobresaltarse. El cortejo de clérigos comenzó a desfilar por la empinada escalera, a través de la trampa del suelo, al tiempo que se volvían y hacían gestos amenazadores al desaparecer. El obispo fue el último en abandonar la habitación.

El que había llegado primero fue a un armario del fondo y sacó un rollo de cuerda. Subió a una silla, ató un extremo a un gancho que colgaba de la gran viga central de negro roble y empezó a hacer un nudo corredizo en el otro extremo. Comprendiendo que se iba a ahorcar, corrí con la idea de disuadirle o salvarle. Entonces me vio, suspendió los preparativos y miró con una especie de triunfo que me desconcertó y me llenó de inquietud. Descendió lentamente de la silla y empezó a avanzar hacia mí con una sonrisa claramente lobuna en su rostro oscuro de delgados labios.

Sentí que me encontraba en un peligro mortal y saqué el extraño proyector de rayos como arma de defensa. No sé por qué, pensaba que me sería de ayuda. Se lo enfoqué de lleno a la cara y vi inflamarse sus facciones cetrinas, con una luz violeta primero, y luego rosada. Su expresión de exultación lobuna empezó a dejar paso a otra de profundo temor, aunque no llegó a borrársele enteramente. Se detuvo en seco; y agitando los brazos violentamente en el aire, empezó a retroceder tambaleante. Vi que se acercaba a la abertura del suelo y grité para prevenirle; pero no me oyó. Un instante después, trastabilló hacia atrás, cayó por la abertura y desapareció de mi vista.

Me costó avanzar hasta la trampilla de la escalera, pero al llegar descubrí que no había ningún cuerpo aplastado en el piso de abajo. En vez de eso me llegó el rumor de gentes que subían con linternas; se había roto el momento de silencio fantasmal y otra vez oía ruidos y veía figuras normalmente tridimensionales. Era evidente que algo había atraído a la multitud a este lugar. ¿Se había producido algún ruido que yo no había oído? A continuación, los dos hombres (simples vecinos del pueblo, al parecer) que iban a la cabeza me vieron de lejos, y se quedaron paralizados. Uno de ellos gritó de forma atronadora:
-¡Ahhh! ¿Conque eres tú? ¿Otra vez?

Entonces dieron media vuelta y huyeron frenéticamente. Todos menos uno. Cuando la multitud hubo desaparecido, vi al hombre grave de barba gris que me había traído a este lugar, de pie, solo, con una linterna. Me miraba boquiabierto, fascinado, pero no con temor. Luego empezó a subir la escalera, y se reunió conmigo en el ático. Dijo:
-¡Así que no ha dejado eso en paz! Lo siento. Sé lo que ha pasado. Ya ocurrió en otra ocasión, pero el hombre se asustó y se pegó un tiro. No debía haberle hecho volver. Usted sabe que es lo que él quiere. Pero no debe asustarse como se asustó el otro. Le ha sucedido algo muy extraño y terrible, aunque no hasta el extremo de dañarle la mente y la personalidad. Si conserva la sangre fría, y acepta la necesidad de efectuar ciertos reajustes radicales en su vida, podrá seguir gozando de la existencia y de los frutos de su saber. Pero no puede vivir aquí, y no creo que desee regresar a Londres. Mi consejo es que se vaya a América.

            -No debe volver a tocar ese... objeto. Ahora, ya nada puede ser como antes. El hacer -o invocar- cualquier cosa no serviría sino para empeorar la situación. No ha salido usted tan mal parado como habría podido ocurrir..., pero tiene que marcharse de aquí inmediatamente y establecerse en otra parte. Puede dar gracias al cielo de que no haya sido más grave.

            -Se lo explicaré con la mayor franqueza posible. Se ha operado cierto cambio en... su aspecto personal. Es algo que él siempre provoca. Pero en un país nuevo, usted puede acostumbrarse a ese cambio. Allí, en el otro extremo de la habitación, hay un espejo; se lo traeré. Va a sufrir una fuerte impresión..., aunque no será nada repulsivo.

Me eché a temblar, dominado por un miedo mortal; el hombre barbado casi tuvo que sostenerme mientras me acompañaba hasta el espejo, con una débil lámpara (es decir, la que antes estaba sobre la mesa, no el farol, más débil aún, que él había traído) en la mano. Y lo que vi en el espejo fue esto:

Un hombre flaco y moreno, de estatura media, y vestido con un traje clerical de la iglesia anglicana, de unos treinta años, y con unos lentes sin montura y aros de acero, cuyos cristales brillaban bajo su frente cetrina, olivácea, anormalmente alta.

Era el individuo silencioso que había llegado primero y había quemado los libros.

Durante el resto de mi vida, físicamente, yo iba a ser ese hombre.

H.P. Lovercraft

miércoles, 23 de noviembre de 2011

A Timelapse Journey with Nature




Hombre De Acero, Mujer De Kleenex

Es más rápido que una bala toda velocidad. Es más poderoso que una locomotora. Es capaz de rebasar los edificios más altos de un solo salto. ¿Por qué no puede conseguir una chica?
A la madura edad de treinta y un años, Kal-El (alias Superman, alias Clark Kent) sigue aún soltero. Casi con toda seguridad aún es virgen. Esto es un asunto serio. ¡La propia especie está en peligro!
Un Superman sin lazos familiares es un Superman móvil. Ésa, han argumentado quienes redactan la crónica de las aventuras del Hombre de Acero, es la causa de su condición. Pero no hay que culpar a los guionistas y dibujantes de cómics.
Por lo demás, Superman no padece ningún problema psicológico.
De acuerdo en que el pobre tonto no está enteramente cuerdo. ¿Cómo podría estarlo? Es un huérfano, un refugiado y un alienígena. Su hogar ya no existe en ninguna forma, excepto en gigatoneladas sobre gigatoneladas de peligrosas y lindamente coloreadas rocas.
Tanto de niño como de joven, Kal-El debió hallar difícil encontrar una adecuada figura paterna. ¿Qué humano podía controlar su comportamiento antisocial? ¿Qué humano se atrevía a intentar castigarle? Su comportamiento real, muy social durante aquel período, indica una contención inhumana.
¿Sería extraño que Superman derivara gradualmente hacia la esquizofrenia? Desgarrado entre sus identidades humana y kriptoniana, eligió ser ambas cosas, y mantuvo sus personalidades escindidas rígidamente separadas. Es evidente una desesperación psicópata en su defensa de su "identidad secreta".
Pero los problemas sexuales de Superman son estrictamente fisiológicos, y absolutamente reales.
La finalidad de este artículo es señalar algunos inconvenientes médicos de ser un kriptoniano entre seres humanos, y sugerir algunas posibles soluciones. No se debe permitir que el humanoide kriptoniano siga el mismo camino que el pterodáctilo y la paloma silvestre norteamericana.

I

¿Qué significa ser un kriptoniano?
Superman es un alienígena un extraterrestre. Su constitución bumanoide es sin duda el resultado de una evolución paralela, como los marsupiales de Australia se parecen a sus contrapartidas mamíferas. Un nicho específico en la ecología requiere cierta forma, cierto tamaño, ciertas capacidades, ciertos hábitos alimentarios.
No nos dejemos engañar por las apariencias, Superman no es un pariente del Homo sapiens.
¿Qué despierta el ansia de apareamiento de Kal-El? ¿Exhibían las mujeres kriptonianas algún sutil indicio de apareamiento en momentos determinados del año? Sea lo que sea, es probable que Lois Lane no lo tenga. Podemos especular que su olor no es el correcto, menos parecido al de una mujer kriptoniana que al de un mono terrestre. Un apareamiento entre Superman y Lois Lane parecería sodomía.. y lo sería, por supuesto, tanto para la iglesia como para la ley común.

II

Supongamos un apareamiento entre Superman y una mujer humana, designada LL por conveniencia.
O bien Superman se ha vuelto completamente esquizo y cree realmente ser Clark Kent, o sabe lo que está haciendo pero ya no le importa un pimiento. Tiene visión de rayos X; sabe exactamente qué es lo que se está perdiendo.
El problema es éste. Los electroencefalogramas tomados a hombres y mujeres durante las relaciones sexuales muestran que el orgasmo se parece a "una especie de ataque epiléptico placentero". Uno pierde el control sobre sus músculos.
Se sabe que Superman deja accidentalmente sus huellas dactilares en el acero y en el cemento endurecido. ¿Qué le haría a la mujer que tuviera entre sus brazos durante ese momento de ataque epiléptico?

III

Consideremos la urgencia de embestidas que se establece entre un hombre y una mujer, la monomaníaca urgencia de conseguir una mayor y mayor penetración. Recordemos también que estamos hablando de músculos kriptonianos.
Superman aplastaría literalmente el cuerpo de LL en sus brazos, al tiempo que la abriría en canal desde la ingle hasta el esternón, destripándola como una trucha.

IV

Finalmente, le saltaría la tapa de los sesos.
La eyaculación del semen es enteramente involuntaria en el macho humano y en todas las demás formas de vida terrestre, Sería irrazonable suponer otra cosa de un kriptoniano. Pero, con los músculos kriptonianos detrás, el semen de Kal-El emergería con la velocidad con que una bala de ametralladora sale de la boca del arma.
En vista de lo antedicho, el sexo normal es imposible entre LL y Superman.
La inseminación artificial puede darnos mejores resultados.

V

Primero debemos recoger el semen. Los glóbulos emergerán a velocidades transsónicas. Superman debe primero eyacular, luego volar frenéticamente tras su semen para atraparlo en un tubo de ensayo. Suponemos que hará todo esto en la Luna, tanto por intimidad como para impedir que el semen estalle en vapor al golpear el aire a tales velocidades.
Puede atrapar el semen, por supuesto, antes de que se evapore en el vacío. Él es más rápido que una bala a toda velocidad.
Pero, ¿podrá conservarlo?
Todas las formas conocidas de vida kriptoniana tienen superpoderes. Lo mismo ha de ser cierto para los espermatozoides kriptonianos vivos. Podemos suponer razonablemente que los espermatozoides kriptonianos son vulnerable sólo al hambre y a la kriptonita verde; que pueden viajar con igual facilidad a través del agua, aire, vacío, cristal, ladrillo, acero hirviendo, acero sólido, helio líquido o el núcleo de una estrella; y que son capaces de velocidades translumínicas.
¿Qué tipo de tubo de ensayo contendrá a un organismo así?
Los espermatozoides kriptonianos y sus inusuales poderes nos proporcionarán más problemas. Por el momento supondremos (porque debemos hacerlo) que tienden a permanecer en el líquido seminal, que a su vez tiende a mantenerse en reposo en un simple tubo de ensayo de cristal. Así, Superman y LL podrán realizar la inseminación artificial.
Al menos habrá otra generación de kriptonianos.
¿O no?

VI

Un óvulo maduro pero no fertilizado abandona el ovario de LL e inicia su viaje hacia abajo por la trompa de Falopio.
Algún tiempo más tarde, decenas de millones de espermatozoides, liberados de un tubo de ensayo, inician su viaje hacia arriba por la trompa de Falopio de LL.
El momento mágico se acerca...
¿Pueden los humanos procrear con kriptonianos? ¿Usamos el mismo código genético? En este aspecto, LL podría procrear más fácilmente con una mazorca de maíz que con Kal-El. Pero puede producirse una coincidencia. Si los genes se corresponden...
Un espermatozoide llega antes que los otros. Penetra en el óvulo, forma un bulto en su superficie. La pared celular se engrosa para impedir que entren otros espermatozoides. Dentro del ahora fertilizado óvulo empiezan a producirse cambios..,
Y diez millones de espermatozoides kriptonianos llegan ligeramente tarde.
Si fueran espermatozoides humanos, habrían tenido mala suerte. Pero esas pequeñas cosas ciegas son más poderosas que una locomotora. La pared engrosada de una célula no las detendrá. Todos penetrarán en el óvulo, arrasándolo por completo en una orgía de microscópica violación en masa. Primer problema para la inseminación artificial.
Pero los problemas de LL recién acaban de empezar.

VII

Dentro de su cuerpo hay aún decenas de millones de frustrados espermatozoides kriptonianos. El único óvulo es ahora demasiado difuso para constituir un blanco. Los espermatozoides se dispersan.
Se dispersan sin tener en cuenta lo que hay en su camino. Dejan curvos canales, microscópicamente pequeños. Finalmente todos hallarán su camino al aire libre.
Eso deja a LL con varios millones' de microscópicas perforaciones que conducen todas ellas hasta lo más profundo de su abdomen. La mayoría de esos canales intersectarán una o más vueltas del intestino.
La peritonitis es inevitable. LL se pone desesperadamente enferma.
Mientras tanto, decenas de millones de espermatozoides flotan en enjambre en el aire sobre Metrópolis.

VIII

Esto es más serio de lo que parece.
Tengamos en cuenta que esos espermatozoides son virtualmente indestructibles. Al cabo de unos pocos días o semanas morirán por falta de alimento. Mientras tanto, sin embargo, son invulnerables al calor, el frío, el vacío, las toxinas o cualquier otra cosa excepto la kriptonita verde. Ahí están, minúsculos pero peligrosos; porque cada uno de ellos tiene poderes supernormales.
Metrópolis se ve sacudida por diminutas explosiones sónicas. Agujeros de gusano carbonizados por el calor meteórico, brotan mágicamente en todo tipo de cosas: superficies de cristal, obras de albañilería, cerámica antigua, batidoras eléctricas, madera, animales domésticos y ciudadanos. Algunos de los espermatozoides impactarán a la velocidad de la luz. La noche de Metrópolis cobra vida con una red de finas y fantasmagóricas líneas azules de radiación de Cherenkov.
Y mujeres a las que Superman no ha conocido nunca se descubren de pronto en una delicada situación.
Consideremos: LL no quedará embarazada debido a que hay demasiados de esos ciegos bichos sin mente. Pero cada vez que un espermatozoide se aproxime a un óvulo humano no fertilizado en su frenética huida, atacará.
¿Cuán cerca es bastante cerca? ¿Unos cuantos centímetros? ¿Se sienten atraídos los es espermatozoides por indicadores químicos? Parece probable. Metrópolis tiene una población de millones de habitantes; y un espermatozoide kriptoniano puede viajar siguiendo un camino largo y tortuoso, miles de millones de kilómetros, antes de renunciar y morir.
Varios miles de benditos acontecimientos de este tipo no parecen improbables.
A todo lo cual seguirán varios miles de demandas judiciales. No es que Superman no pueda permitirse pagar. Existe un truco cuando uno estruja un trozo de carbón hasta darle la forma de un diamante alotrópico...

IX

El análisis anterior nos proporciona parte de la respuesta. En nuestro experimento de inseminación artificial, debemos usar un solo espermatozoide. Esto no presenta ninguna dificultad. Superman puede utilizar su visión microscópica y unas pinzas diminutas para escoger un espermatozoide de entre el enjambre.

X

En su ansiedad, este espermatozoide aislado puede lanzarse a través del abdomen de LL a velocidades transsónicas, causando estragos a su paso. ¿Hay alguna forma de frenarlo?
La hay. Podemos exponerlo a la kriptonita dorada.
La kriptonita dorada, recordemos, despoja permanentemente a un kriptoniano de todos sus poderes supernormales. Si expusiéramos al propio Superman a la kriptonita dorada, resolveríamos todos sus problemas sexuales, pero se convertiría en Clark Kent para siempre. Puede que consideremos esta solución un tanto drástica.
Pero podemos exponer el tubo de ensayo de fluido seminal a la kriptonita dorada y luego utilizar técnicas estándar para la inseminación artificial.
Con cualquiera de estos métodos podemos dejar a LL embarazada sin matarla. ¿Hemos resuelto ya todos los problemas?

XI

Pese a la exposición a la kriptonita, el espermatozoide sigue siendo portador de genes kriptonianos. Si son recesivos, entones LL desarrollará un feto humano. No habrá más Superman, pero al menos no tendremos que preocuparnos por la salud de la madre.
Pero si alguno o todos los genes kriptonianos son dominantes...
¿Puede el niño usar su visión de rayos X antes del nacimiento? Después de todo, con ese poder, probablemente pueda ver a través de sus propios párpados cerrados. Eso dejaría a LL estéril. Si el niño empieza a usar su visión de calor, entonces las cosas pueden ponerse peores.
Pero cuando empiece a dar patadas, todo habrá terminado. Se abrirá camino a patadas al exterior, matándose a sí mismo y a su madre.

XII

¿Hay alguna solución?
Hay varias. Cada una de ellas tiene sus inconvenientes. Podemos hacer que LL lleve un cinturón de kriptonita alrededor de su talle. Pero demasiada poca kriptonita puede permitir al niño hacerle daño, mientras que demasiada cantidad puede dañar o matar al niño. ¡Las cantidades intermedias pueden hacer ambas cosas! Y no hay ninguna forma segura de experimentar.
Lo mejor es hallar una madre anfitriona.
Todavía no hemos tomado en consideración la existencia de Supergirl. Ella podría gestar al niño sin ningún problema. Pero Supergirl tiene una identidad secreta, y su identidad secreta no está más casada que la propia Supergirl. Si se exhibiera embarazada, probablemente sería expulsada de la escuela.
Una solución mejor puede ser implantar el feto en desarrollo en el propio Superman. En el abdomen de un hombre hay lugares donde un feto podría extraer el alimento adecuado, creciendo como un parásito, y donde no causaría ningún daño indebido a los órganos que lo rodearan. Presumiblemente Clark Kent puede tomarse unas largas vacaciones más fácilmente que el alter ego escolar de Supergirl.
Cuando llegara el momento, el niño podría ser extraído mediante una cesárea. Tendría que ser extraído pronto, pero no habría ningún problema con las incubadoras en tanto fuera alimentado. Dejo el problema de cortar la piel de Superman como un ejercicio para el lector alerta.
La mente se tambalea ante la imagen de un Superman embarazado patrullando los cielos de Metrópolis. Batman rechazaría ser visto con él; extraños nuevos chistes circularían en las prisiones..., y la raza de Kripton estaría segura al fin.

Larry Niven

lunes, 21 de noviembre de 2011

Uno de cada tres

Más querría encontrar quién oyera las mías que a quién me narre las suyas.
PLAUTO

Está dentro de mis cálculos que usted se sorprenda al recibir esta carta. Es probable, también, que al principio la tome como una broma sangrienta, y casi seguro que su primer impulso sea el de destruirla y arrojarla lejos de sí. Y, no obstante, difícilmente caería en un error más grave. Vaya en su descargo que no sería el primero en cometerlo, ni el último, desde luego, en arrepentirse.
Se lo diré con toda franqueza: me da usted lástima. Pero este sentimiento no sólo resulta natural, sino que está de acuerdo con sus deseos. Pertenece usted a esa taciturna porción de seres humanos que encuentran en la conmiseración ajena un lenitivo a su dolor. Le ruego que se consuele: su caso nada tiene de extraño.
Uno, de cada tres, no busca otra cosa, en las más disimuladas formas. Quien se queja de una enfermedad tan cruel como imaginaria, la que se anuncia abrumada por el pesado fardo de los deberes domésticos, aquel que publica versos quejumbrosos (no importa si buenos o malos) todos están implorando, en el interés de los demás, un poco de la compasión que no se atreven a prodigarse a sí mismos. Usted es más honrado: desdeña versificar su amargura, encubre con elegante decoro el derroche de energía que le exige el pan cotidiano, no se finge enfermo. Simplemente cuenta su historia, y, como haciendo un gracioso favor a sus amigos, les pide consejos con el oscuro ánimo de no seguirlos.
A usted le intrigará cómo me he enterado de su problema. Nada más sencillo: es mi oficio. Pronto le revelaré qué oficio sea ése.
Continúo. Hace tres días, bajo un sol matinal poco común, abordó usted un autobús en la esquina de Reforma y Sevilla. Con frecuencia las personas que afrontan esos vehículos lo hacen con expresión desconcertada y se sorprenden cuando encuentran en ellos un rostro familiar. ¡Qué diferencia en usted! Me bastó ver el fulgor con que brillaron sus ojos al descubrir una cara conocida entre los sudorosos pasajeros, para tener la seguridad de haberme topado con uno de mis favorecedores.
Obedeciendo a un hábito profesional agucé furtivamente el oído. Y en efecto, no bien había usted cumplido, de prisa, con los saludos de rigor, se produjo el inevitable relato de sus desgracias. Ya no me cupo duda. Expuso los hechos en tal forma que era fácil ver que su amigo había recibido las mismas confidencias no más allá de veinticuatro horas antes. Seguirlo durante todo el día hasta descubrir su domicilio fue como de costumbre la parte de mis disciplinas que, me gustaría saber la razón, cumplo con más placer.
Ignoro si esto le servirá de enojo o de alegría; pero me veo en la urgencia de repetirle que su caso no es singular. Voy a exponerle en dos palabras el proceso de su situación presente. Y si, aunque lo dudo, me equivoco, tal error no será otra cosa que la confirmación de la infalible regla.
Padece usted una de las dolencias más normales en el género humano: la necesidad de comunicarse con sus semejantes. Desde que comenzó a hablar, el hombre no ha encontrado nada más grato que una amistad capaz de escucharlo con interés, ya sea para el dolor como para la dicha. Ni aun el amor se iguala a este sentimiento. Hay quienes se conforman con un amigo. Existen aquellos a quienes no les bastan mil. Usted corresponde a los últimos, y en esa simple correspondencia se originan su desgracia y mi oficio.
Me atrevería a jurar que se inició usted refiriendo su conflicto amoroso a un amigo íntimo, y que éste lo escuchó atento hasta el fin y le ofreció las soluciones que creyó oportunas. Pero usted, y de aquí arranca el interminable encadenamiento, no consideró acertadas esas fórmulas. Si le propuso con firmeza cortar, como se dice, por lo sano, usted encontró más de un motivo para no dar por perdida la batalla; si, por el contrario, su consejo fue seguir el asedio hasta la conquista de la plaza, usted se inundó de pesimismo y lo vio todo negro y perdido. De ahí a buscar el remedio en otra persona apenas si hay algo más que un paso. ¿Cuántos dio usted?
Emprendió un esperanzado peregrinaje, hasta agotar su concurrida libreta de direcciones. Incluso trató (con éxito creciente) de entablar nuevas relaciones para apurar el tema. No es extraño que de pronto reparara en que el día tiene tan sólo veinticuatro horas, y en que esa desconsideración astronómica constituía un monstruoso factor en su contra. Fue preciso multiplicar los medios de locomoción y planear un horario de sutil exactitud. El uso metódico del teléfono vino en su auxilio y ensanchó, es cierto, sus posibilidades; pero este anticuado sistema todavía es un lujo, y el setenta por ciento de aquellos a quienes usted quiere mantener enterados carecen de esa dudosa ventaja.
No contento con los desvelos y el insomnio, principió usted a madrugar para ganar un tiempo cada vez más fugitivo e irreparable. El descuido de su aseo personal se hizo notorio: la barba le creció montaraz; sus pantalones, antes impecables, se vieron invadidos por las rodilleras, y un terco polvo gris cubrió de pesadumbre sus zapatos. Le pareció injusto, pero tuvo que aceptar el hecho de que, si bien usted madrugaba lleno de entusiasmo, escaseaban los amigos dispuestos a compartir esa vehemencia matinal. Así, ¿hay que decirlo?, ha llegado el momento ineludible en que usted es físicamente incapaz de conservar bien informado al amplio círculo de sus relaciones sociales.
Ese momento es también mi momento. Por una modesta suma mensual yo le ofrezco la solución más apropiada. Si usted la acepta—y puedo asegurar que lo hará porque no le queda otro remedio—relegará al olvido el incesante deambular, las rodilleras, el polvo, la barba, los fatigosos telefonemas.
En pocas palabras: estoy en condiciones de poner a su disposición una excelente radiodifusora especializada. Dispongo en la actualidad (por el sensible fallecimiento de un antiguo cliente afectado por la Reforma Agraria) de un cuarto de hora que si tomamos en cuenta lo avanzado de sus confidencias, sería más que suficiente para sostener a sus amistades ya no digamos al día, pero al minuto, de su apasionante caso.
Creo de más enumerar a usted las ventajas de mi método. Sin embargo, le insinuaré algunas.
l.a El efecto sedante sobre el sistema nervioso está garantizado desde el primer día.
2.a Discreción asegurada. Aun cuando su voz podrá ser recibida por cualquier sujeto poseedor de un aparato de radio, juzgo improbable que personas ajenas a su amistad quieran seguir una confidencia cuyos antecedentes desconocen. Así, se descarta toda posibilidad de curiosidad malsana.
3.a Muchos de sus amigos (que hoy escuchan con desgano la versión directa) se interesarán vivamente por la audición radiofónica con sólo que usted mencione en ella sus nombres en forma abierta o alusiva.
4.a Todos sus conocidos estarán informados al mismo tiempo de los mismos hechos.
Circunstancia que evita celos y reclamaciones posteriores, pues solamente un descuido, o un azaroso desperfecto en el aparato propio, colocaría a alguno en desventaja respecto de los demás. Para eliminar esa contingencia deprimente cada programa se inicia con una breve sinopsis de lo narrado con anterioridad.
5.a E1 relato cobra mayor interés y variedad, y puede amenizarse, cuando así se considere oportuno, con ilustrativas selecciones de arias de ópera (no insistiré sobre la riqueza sentimental de las italianas) y trozos de los grandes maestros.
Un fondo musical adecuado es obligatorio por reglamento. Además, una amplia discoteca, en la que se recogen hasta los más increíbles ruidos que el hombre y la naturaleza producen, está al servicio del suscriptor.
6.a E1 relator no ve la cara de los oyentes, lo que evita toda suerte de inhibiciones, tanto para él como para los que lo escuchan.
7.a Siendo la audición una vez al día y por un cuarto de hora, el confidente dispone de veintitrés horas y tres cuartos de hora adicionales para preparar sus textos, impidiendo así, en absoluto, contradicciones molestas y olvidos involuntarios:
8.a Si el relato alcanza éxito y al número de amigos y conocidos se suma una considerable cantidad de oyentes espontáneos, no es difícil encontrar casa patrocinadora, lo que une a las ventajas ya registradas cierta factible ganancia monetaria que, de ir creciendo, abriría las posibilidades de absorber las veinticuatro horas del día y convertir, así, una simple audición de quince minutos en un programa ininterrumpido de duración perpetua. Mi honestidad me obliga a confesar que hasta ahora no se ha producido este caso, pero ¿por qué no esperarlo de su talento?
Este es un mensaje de esperanza. Tenga fe. Por lo pronto, piense con fuerza en esto: el mundo está poblado de seres como usted. Sintonice su aparato receptor exactamente en los 1373 kilociclos, en la banda de 720 metros. A cualquier hora del día o de la noche, en invierno o en verano, con lluvia o con sol, podrá escuchar las voces más diversas e inesperadas, pero también más llenas de melancólica serenidad: la de un capitán que refiere, desde hace más de catorce años, cómo se hundió su barco bajo la aciaga tormenta sin que él se decidiera a compartir su suerte; la de una mujer minuciosa que extravió a su único hijo en la poblada noche de un 15 de septiembre; la de un delator atormentado por el remordimiento; la de un ex dictador centroamericano, la de un ventrílocuo. Todos contando interminablemente su historia, todos pidiendo compasión.

Augusto Monterroso

No es nada

La otra tarde pasaba una negra vieja, pero muy vieja, cargada de años y achuras, con un sucio atado de las mismas, y mendrugos, y virutas sobre las motas que sus muchos años blanqueaban, por el mentidero público, cuando al resbalar en una cáscara de naran­ja, cayó la infeliz largo a largo, midiendo con su flaca humanidad el umbral, sobre el que los desocupados de toda hora, así cortan sayas como arañan honras de cuantas pasan.
El negrito que camina con las rodillas, permanente en la puerta de la Confitería del Aguila[1], se agachó a levantarla, pero como dos marinos de tierra, per­petuamente anclados en aquel apostadero, y un otro oficial de caballería a pie, trataran de hacer lo mis­mo, este amontonamiento enredóse de tal manera, que no pudo impedir se enpujaran unos con otros. cayendo sobre ellos otros tantos pasantes de la vereda a la hora que más pasan.
Atravesaron el jardín de enfrente, sin flores, que en veinte varas cuadradas exhibe más que cultiva Dordoni, y ya el grupo primitivo de cinco, diez. veinte personas, seguía aumentándose y creciendo y rebalsando el arroyo, sin saber los de atrás, última­mente llegados, qué había sucedido a los primerizos, ni lo que significaba tal enmarañamiento de negros y blancos, hombres y mujeres, civiles y militares, en­tre gritos y confusión.
Y como en los tiempos que corren se vive con el Jesús en la boca, pues sin aviso previo se mete el tiempo en agua o en revuelta, sonó el pito del vigi­lante en la esquina, repitió la señal de alarma el gallo de la otra cuadra, pitó el de más allá, y por las cuatro bocacalles viéronse correr hacia el mismo punto vigilantes y particulares, preguntando azorados a la vez: "¿Qué hay? ¿Qué hay?", sin que se atinara a responder. El grupo iba engrosando, alargándose y prolongando la cola, aumentada por la obstrucción de "tramways" entrecruzados (calle Cangallo y Flo­rida), sin poder seguir, cuando uno de los vende­mentiras gateando bajo las piernas de la multitud compacta, sofocado y jadeante salió precipitadamente contando a los más alejados:
-¡No es nada! La tía Marica que pasaba cargada de astillas para calentar el puchero de los negritos que tiene en su rancho del Paso Colón está furiosa, porque el resbalar se le ha roto el pito.
-Si en esta tierra no gana uno para sustos -decía un extranjero de encendida nariz color coñac, de los que siempre andan denigrando al país en que enri­quecen...
Y el grupo crecía, y [se] arremolinaba, viéndose venir a mata caballo, en dirección del Retiro, al oficial de policía que saltando en el mismo, al tirar su cigarro recién encendido, murmuraba:
-Maldito oficio éste, que ni tiempo deja para encender el pucho, cuando ya está la revolución de vuelta.
Llegaba por el opuesto extremo otro oficial de esos que siempre llegan cuando se acaba de acabar todo sucedido, gritando muy apurado:
-A ver, a ver: ¡paso a la autoridad!
Al oír "autoridad", por la de sí mismo el pueblo soberano más se encrespaba, atropellándose, y como en oleadas humanas, condensábase o se dilataba en pequeño grupo primitivo, no ya de veinte o cuarenta, sino de ochenta o doscientas personas, empinándose los de más atrás, sin conseguir averiguar mejor que los inmediatos el motivo de tal. confusión, atropello y gritería.
La hora, el lugar, la situación, los estudiantes del "Instituto Libre", demasiado libres en esa calle, que parece estudiaran en la misma por lo mucho que la frecuentan, y los no jóvenes del Club Político de la vuelta, los vendedores de sustos o mentiras, de flores y de cuanto se vende o no se vende en las cuatro esquinas, larga cola y muy larga, añadían al numeroso grupo petrificado sobre los umbrales de la Confitería del Aguila, y más compacta y apiñada sin poder penetrarla, ni conseguir saber lo que había o no había.
Gritos y exclamaciones por todas partes; la gangolina subía y crecía de diapasón, percibiéndose ape­nas los ecos: "¿Qué hay?", "¡No es nada!", "¡Ya lo agarraron!", sin [poder] nadie darse cuenta de la verdad, tan lejos se estaba del principio...
A la otra cuadra se comentaba:
-¡No es nada! ¡Si es una negra vieja que resbaló en una cáscara de naranja, con su atado de desperdi­cios llevados para sus negritos! Parece una merienda de negros.
-No insulte -contestó un negro muy currutaco y encopetado que pasaba-, pues los blancos lo hacen peor.
Pero como el cierra-puertas se propalaba por toda la calle al oír el estrépito con que cerrábanse las de la susodicha Confitería, y ruido como de cañones resonando hacia la calle adyacente producido por la "artillería de Bollini", en retirada, y el timbre de la comisaría inmediata seguía pidiendo auxilio, se divisó al confín de la calle y a paso de carga, un piquete de bomberos con el activo coronel Calaza a la cabeza, de quien se cuenta duerme sólo con un ojo y [con la] mano en la manguera.
Allá por la Plaza del Retiro hablábase de pedir fuerzas a Palermo. Los más asustados asomaban a las barrancas, observando si la escuadra había cambiado de fondeadero, o ido a echar anclas en Chivilcoy, como en otra ocasión leímos en la pizarra de la Bolsa de Liverpool.
En el Departamento Central de Policía se repetían los toques de alarma, reconcentrando allí todos los vigilantes de las comisarías.



2


Y entre explicaciones mal dadas y comentarios adulterados y exageraciones aumentadas, disputas de cívicos y radicales que a pretexto de cualquier cosa se enciende el fuego cuando está el aire im­pregnado de materias inflamables, seguía y proseguía aumentando aquella larga cola, sin cabeza.
Los más flojos de los pasantes corrieron a guardar el sustazo en casita, mientras que los más guapos -cuando no ven peligro- gritaban:
-¡Revolución! ¡Revolución! ¡Ya se armó la gorda! ¡Que se aten los calzones, ladronazos politiqueros!
-¡Hasta cuándo hemos de vivir en perpetua revo­lución! -exclamaban-. ¡Si esto no es vivir!
Todos gritaban a un tiempo, hormigueaban y gangolineaban; y unos porque nada sabían, y otros por­que sabían demasiado, el tumulto continuaba, oyén­dose en los grupos más lejanos diversas exclama­ciones:
-¡Parece que es una bomba de dinamita que ha reventado! -dijo uno.
-¡Es un revolucionario que ha muerto a tres de un revés! -agregó otro.
-¡No es nada! Si es una negra vieja que llevaba para sus negritos.. .
En esto se oyó en el confín de la calle, al boletinero:
-¡Ultima hora! ¡Revolución en la calle Florida! ... Boletín con el suceso ocurrido en la Confitería del Aguila! ... ¡Revolución.. .
-A ver muchacho: ¿Qué llevas ahí? trai pa cá esos papeles; ¿por qué gritas "revolución"? -decía, v procedía el vigilante de más tonada, rompiendo los boletines, a tiempo que dos ingleses que venían de la bolsa, comentaban entre sí, el porqué había subido el oro quinientos por ciento.
Y el tumulto inexplicable crecía y seguía y la cola se aumentaba, mientras los bomberos asegura­ban mangueras en las boca-mangas del agua co­rriente.
Una hora no había pasado del malhadado resbalón de la negra vieja Marica, cuando distintos eran sus comentarios en apartados barrios de la ciudad.
Como al través de inmenso vidrio de aumento en anteojo de larga, pero de muy larga vista, que repro­dujera en gigantescas proporciones lo que lejano descubre, el primitivo grupo, tropezón de los cinco en la puerta de la Confitería del Aguila, creíase en el Retiro; bomba estallada en Palermo; motín del Cuartel en el Rosario; revolución en la Capital (vista desde Mendoza) y derrocamiento del gobierno, oído desde Londres, cuya Bolsa tiene largo oído para hacer subir hasta quinientos el cambio de oro, según las vibraciones eléctricas que hasta allí llegan.
En la Casa Rosada, el Intendente  Don Manolito mandó trancar las puertas y ventanas, menos para impedir entrasen los imaginarios revolucionarios. que para evitar saliera el Presidente a la calle, ni sus ministros, dispuestos a morir al pie de una silla que no ambicionaron.
En la casa de enfrente (Congreso), el diputado general Mansilla m con su vehemente impetuosidad, al oír la queja que exponía un boletinero:
-¿En qué país estamos? -exclamó-. ¿En qué tiempos vivimos, señores diputados? ¿Por qué se coarta así la libertad de la prensa, y se impide la circulación de la palabra impresa? ¿No blasonamos ser apóstoles de la libertad? ¡Muramos por ella, y con ella! ... Hago moción previa para que interpele al ministerio, con qué derecho agentes de policía se permiten secuestrar boletines que circulan por las calles...
Del Rosario llegó un telegrama al diario más men­tiroso de esta capital:
"¿Digan qué hay? Aquí corre que una negra bomba ha caído en el umbral de la Confitería del Aguila."
Poco después, otro de Mendoza:
"¡Listos! He mandado encender la máquina, nos penemos ya en marcha. Parece que el movimiento revolucionario que ha asomado en la calle Florida. tiene ramificaciones en Santa Fe, Corrientes y San­tiago. Aquí todos los amigos están prontos para con­currir a la primera seña..".

…………………………………………………………………………………………


¡Mucho por nada, y todo porque al pasar una negra vieja con su atado de astillas y virutas para calentar el puchero de sus negritos en el bajo de Colón, res­baló en una cáscara de naranja!
Y chorros de agua, y cargas de caballería, y vigi­lantes a todo escape, para deshacer el grupo primi­tivo en que enredáronse sobre una negra caída, mu­chachos y marinos, caballeros y reporteros, pasantes y espectadores, formando enmarañamiento tal, que vigilantes, sargentos e inspectores, comisarios, ofi­ciales y bomberos no pudieron desenredar, aumentan­do la inacabable gangolinería de "¡No es nada!, ¡No es nada!". y recién después de ímprobo trabajo consiguióse apaciguar el tumulto.
En momentos de sobresaltos, de intranquilidad intermitente, cuántas ocasiones los vende-mentiras, alar­mistas v politiqueros, creen ver una termpestad dentro de una tetera…