Sostiene Pereira que le
conoció un día de verano. Una magnífica jornada veraniega, soleada y aireada, y
Lisboa resplandecía. Parece que Pereira se hallaba en la redacción, sin saber
qué hacer, el director estaba de vacaciones, él se encontraba en el aprieto de
organizar la página cultural, porque el Lisboa contaba ya con una página cultural, y se la habían
encomendado a él. Y él, Pereira, reflexionaba sobre la muerte. En aquel hermoso
día de verano, con aquella brisa atlántica que acariciaba las copas de los
árboles y un sol resplandeciente, y con una ciudad que refulgía, que
literalmente refulgía bajo su ventana, y un azul, un azul nunca visto, sostiene
Pereira, de una nitidez que casi hería los ojos, él se puso a pensar en la
muerte. ¿Por qué? Eso, a Pereira, le resulta imposible decirlo. Sería porque su
padre, cuando él era pequeño, tenía una agencia de pompas fúnebres que se
llamaba Pereira La Dolorosa, sería porque su mujer había muerto de tisis unos
años antes, sería porque él estaba gordo, sufría del corazón y tenía la presión
alta, y el médico le había dicho que de seguir así no
duraría mucho, pero el hecho es que Pereira se puso a pensar en la muerte,
sostiene. Y por casualidad, por pura casualidad, se puso a hojear una revista.
Era una revista literaria pero que tenía una sección de filosofía. Una revista
de vanguardia quizá, de eso Pereira no está seguro, pero que contaba con muchos
colaboradores católicos. Y Pereira era católico, o al menos en aquel momento se
sentía católico, un buen católico, pero en una cosa no conseguía creer, en la
resurrección de la carne. En el alma, sí, claro, porque estaba seguro de poseer
un alma, pero toda su carne, aquella chicha que circundaba su alma, pues bien,
eso no, eso no volvería a renacer, y además ¿para qué?, se preguntaba Pereira.
Todo aquel sebo que le acompañaba cotidianamente, el sudor, el jadeo al subir
las escaleras, ¿para qué iban a renacer? No, no quería nada de aquello en la
otra vida, para toda la eternidad, Pereira, y no quería creer en la
resurrección de la carne. Así que se puso a hojear aquella revista, con
indolencia, porque se estaba aburriendo, sostiene, y encontró un artículo que
decía: «La siguiente reflexión acerca de la muerte procede de una tesina leída
el mes pasado en la Universidad de Lisboa. Su autor es Francesco Monteiro
Rossi, que se ha licenciado en filosofía con las más altas calificaciones; se
trata únicamente de un fragmento de su ensayo, aunque quizá colabore nuevamente
en el futuro con nosotros.»
Sostiene Pereira que al
principio se puso a leer distraídamente el artículo, que no tenía título,
después maquinalmente volvió hacia atrás y copió un trozo. ¿Por qué lo hizo?
Eso Pereira no está en condiciones de decirlo. Tal vez porque aquella revista
de vanguardia católica le contrariaba, tal vez porque aquel día se sentía harto
de vanguardias y de catolicismos, aunque él fuera profundamente católico, o tal
vez porque en aquel momento, en aquel verano refulgente sobre Lisboa, con toda
aquella mole que soportaba encima, detestaba la idea de la resurrección de la
carne, pero el caso es que se puso a copiar el artículo, quizá para poder tirar
la revista a la papelera.
Sostiene que no lo copió
todo, copió sólo algunas líneas, que son las siguientes y que puede aportar a
la documentación: «La relación que caracteriza de una manera más profunda y
general el sentido de nuestro ser es la que une la vida con la muerte, porque
la limitación de nuestra existencia por la muerte es decisiva para la
comprensión y la valoración de la vida.» Después cogió una guía telefónica y
dijo para sí: Rossi, qué nombre más extraño, más de un Rossi no puede venir en
la guía, sostiene que marcó un número, porque de aquel número se acuerda bien,
y al otro lado oyó una voz que decía: ¿Diga? Oiga, dijo Pereira, le llamo del Lisboa.
Y la voz dijo: ¿Sí? Verá, sostiene haber dicho
Pereira, el Lisboa es un periódico de aquí, de
Lisboa, sale desde hace unos meses, no sé si usted lo conoce, somos apolíticos
e independientes, pero creemos en el alma, quiero decir que somos de tendencia
católica, y quisiera hablar con el señor Monteiro Rossi. Pereira sostiene que
al otro lado de la línea hubo un momento de silencio y después la voz dijo que
Monteiro Rossi era él y que en realidad no es que pensara demasiado en el alma.
Pereira permaneció a su vez algunos segundos en silencio, porque le parecía
extraño, sostiene, que una persona que había escrito reflexiones tan profundas
sobre la muerte no pensara en el alma. Y por lo tanto pensó que había un
equívoco, e inmediatamente la idea le llevó a la resurrección de la carne, que
era una fijación suya, y dijo que había leído un artículo de Monteiro Rossi
acerca de la muerte, y después dijo que tampoco él, Pereira, creía en la
resurrección de la carne, si era eso lo que el señor Monteiro Rossi quería
decir. En resumen, Pereira se hizo un lío, sostiene, y eso le irritó, le irritó
principalmente consigo mismo, porque se había tomado la molestia de telefonear
a un desconocido y de hablarle de cosas tan delicadas, o mejor dicho tan
íntimas, como el alma o la resurrección de la carne. Pereira se arrepintió,
sostiene, y por un instante pensó en colgar el auricular, pero después, quién
sabe por qué, halló fuerzas para continuar, de modo que dijo que él era el
señor Pereira, que dirigía la página cultural del Lisboa y que, en efecto, por ahora el Lisboa era un periódico de la tarde, en fin, un periódico que
naturalmente no podía competir con los demás periódicos de la capital, pero que
estaba seguro de que tenía futuro, como se vería antes o después, y que era
cierto que por ahora el Lisboa se
ocupaba sobre todo de noticias propias de la prensa del corazón, pero bueno,
ahora se habían decidido a publicar una página cultural que salía el sábado y
la redacción no estaba completa todavía y por eso tenían necesidad de personal,
de un colaborador externo que se ocupara de una sección fija.
Sostiene Pereira que el
señor Monteiro Rossi farfulló enseguida que iría a la redacción aquel mismo
día, dijo también que el trabajo le interesaba, que todos los trabajos le
interesaban, porque, claro, le hacía verdadera falta trabajar ahora que había
acabado la universidad y que nadie le mantenía, pero Pereira tuvo la precaución
de decirle que en la redacción no, que por ahora era mejor que no, que si acaso
podían encontrarse fuera, en la ciudad, y que era mejor que fijaran una cita.
Le dijo eso, sostiene, porque no quería invitar a una persona desconocida a
aquel triste cuartucho de Rua Rodrigo da Fonseca, en el que zumbaba un
ventilador asmático y donde siempre había olor a frito por culpa de la portera,
una bruja que miraba a todo el mundo con aire receloso y que se pasaba el día
friendo. Y además no quería que un desconocido se diera cuenta de que la
redacción cultural del Lisboa era
sólo él, Pereira, un hombre que sudaba de calor y de malestar en aquel
cuchitril, y en fin, sostiene Pereira, le preguntó si podían encontrarse en el
centro, y él, Monteiro Rossi, le dijo: Esta noche, en la Paraça da Alegría, hay
un baile popular con canciones y guitarras, a mí me han invitado a cantar una
tonadilla napolitana, sabe, es que soy medio italiano, aunque no sé napolitano,
de todas formas el propietario me ha reservado una mesa al aire libre, en mi
mesa habrá un cartelito con mi nombre, Monteiro Rossi, ¿qué me dice?, ¿nos
vemos allí? Y Pereira dijo que sí, sostiene, colgó el auricular, se secó el
sudor y después se le ocurrió una idea magnífica, la de crear una breve sección
titulada «Efemérides», y pensó en publicarla enseguida, para el sábado
siguiente, y así, casi maquinalmente, quizá porque estaba pensando en Italia,
escribió el título: Hace dos años desaparecía Luigi Pirandello. Y después, debajo, escribió el subtítulo: «El gran
dramaturgo había estrenado en Lisboa su Un sueño (pero quizá
no)».
Era el veinticinco de julio
de mil novecientos treinta y ocho y Lisboa refulgía en el azul de la brisa atlántica, sostiene Pereira.
Antonio Tabucchi
No hay comentarios:
Publicar un comentario