sábado, 25 de febrero de 2012

Inspirations


INSPIRATIONS from Cristóbal Vila on Vimeo.

Los colores


Otra, como tantas veces, llegó Mateo a su casa cayéndose de borracho. Llamó a su mujer y a su hija. Cogió dos cuchillos y se puso a amolarlos, uno con otro, porque le daba placer asustar a la gente más débil que él; después, hundió el filo de los cuchillos en un horcón. Vomitó unas palabrotas y, entre los azules Mamarones del alcohol, dijo lo que muchas veces tuvo ganas de decir:
—¡Ya me aburrí de vos, Antonia!... ¡Tengo... otra mujer!... ¡Ahi te dejo con esa... mocosa!...
Y se fue garabateando su borrachera sobre el polvazal del camino.
Antonia lo miró alejarse y se refugió en los brazos de su hija, quien tuvo el acierto de no decir nada.
“Flor d’itabo”, llamaban a la hija de Mateo y Antonia, porque alguien dijo que “era palideja y amarga como flor d’itabo, y que había brotao entre cuchillos enconosos”.
También, como la flor del itabo, gustaba de los parajes altos, para mirar, hacia el poniente, los trapos multicolores de que se despoja el día.
—¿Por qué, m’hijita, te gusta tanto ver ponerse’l sol?
Y Flor d’itabo trató de explicarlo con la limitación de su lenguaje.
Dijo, a su modo, que le gustaba ver cómo se fundían los colores en el cielo, originando nuevos y variados matices, y que ella poseía la facultad de descubrir armonías cromáticas donde nadie las veía, o que quizás los colores estaban dentro de ella misma.
La madre no comprendió nada de aquello y tuvo miedo por la salud de su hija.
Por ahí cerca estaba la fábrica de carretas de Gabino Sojo.
Flor d’itabo pidió permiso a su madre para buscar trabajo en el taller. Quería... decorar carretas. Quería trabajar en lo suyo, en lo que le salía de adentro, porque su sensibilidad estaba llena de colores.
La fábrica de carretas estaba en una vieja casona, sobre una altiplanicie, desde donde se veía una vasta extensión de potreros, rastrojos y sembrados caprichosamente dispuestos en triángulos, manchas y cuadriláteros, iluminados con los brochazos del sol, como uno de esos seductores cuadros que nadie entiende.
Una veranera roja extendía su sombra violeta sobre el camino amarillo. Flor d’itabo dibujaba nuevas plantillas, coloreando luego laterales y compuertas con trazos estilizados... y todas las carretas se iban llenando de ritmos ornamentales, con dibujos y colores inspirados en las yerbas y en las nubes.
Después, pasaban aquellas carretas como una exposición ambulante de dibujos decorativos, invitando a las gentes con el rítmico cacareo de las bocinas.
—¡Qué bonita carreta!... ¿Onde te la pintaron?
—¿Onde iba’ser?... Onde Gabino Sojo. La pintó Flor d’itabo.
Y la fama de la decoradora de carretas se había extendido por todo el pueblo, por todos los pueblos vecinos y más allá, mucho más allá, de uno a otro lado, hasta donde verdean los mares.
Otro de tantos días, Mateo resolvió quitarle su hija a la madre, y hacia el atardecer fue llegando a la fábrica de carretas. Iba con aspecto dominante y decidido. Al llegar a la tranquera del taller, vio á su mujer que le llevaba el café a la muchacha.
La llamó.
—Vengo por Flor d’itabo —dijo, sin mis rodeos.
—¿Me la querés quitar?
—¡Sí!
—¡Note la doy!
—¡Es m’hija!
Antonia lo pensó y dijo resueltamente:
—Flor d’itabo no es hija tuya.
Mateo quedó un momento desconcertado. Luego resolvió echarse sobre su mujer para golpearla, pero de pronto se contuvo.
—¿Quién es entonces el tata pa...?
—¡Es hija mía, yo soy el tata! —lo interrumpió la voz de Gabino Sojo que en aquel momento se aproximaba.
Mateo abrió la boca para decir un insulto, pero se arrepintió al mirar que Gabino desenvainaba una larga cruceta.
—¡Mi’alegro! —dijo Mateo cobardemente—. Así no tengo nada que ver con ninguna de las dos.
Y se marchó balanceando los brazos más de la cuenta.
El dueño de la fábrica de carretas y la madre de Flor d’itabo quedaron frente a frente.
—Perdóneme, Antonia —dijo él.
—Gracias, Gabino —dijo ella.

Carlos Salazar Herrera

martes, 21 de febrero de 2012

Epic Skies

   

Después del baile


-Usted sostiene que un hombre no puede comprender por sí mismo lo que está bien y lo que está mal, que todo es resultado del ambiente y que éste absorbe al ser humano. Yo creo, en cambio, que todo depende de las circunstancias. Me refiero a mí mismo.
Así habló el respetable Iván Vasilevich, después de una conversación en que habíamos sostenido que, para perfeccionarse, es necesario, ante todo, cambiar las condiciones del ambiente en que se vive. En realidad, nadie había dicho que uno mismo no puede comprender lo que está bien y lo que está mal; pero Iván Vasilevich tenía costumbre de contestar a las ideas que se le ocurrían y, con ese motivo, relatar episodios de su propia vida. A menudo, se apasionaba tanto, que llegaba a olvidar por qué había empezado el relato. Solía hablar con gran velocidad. Así lo hizo también estaba vez.
-Hablaré de mí mismo. Si mi vida ha tomado este rumbo no es por el ambiente, sino por algo muy distinto.
-¿Por qué? –preguntamos.
-Es una historia muy larga. Para comprenderla había que contar muchas cosas.
-Pues, cuéntelas.
Iván Vasilevich movió la cabeza, sumiéndose en reflexiones.
-Mi vida entera ha cambiado por una noche, o mejor dicho, por un amanecer.
-¿Qué le ocurrió?
-Estaba muy enamorado. Antes ya lo había estado muchas veces; pero aquél fue mi gran amor. Esto pertenece al pasado. Ella tiene y a hijas casadas. Se traba de B*** Sí de Varenka V***… -Iván Vasilevich nos dijo el apellido-. A los quince años era ya una belleza notable, y a los dieciocho esta encantadora: era esbelta, llena de gracia y majestad, sobre todo de majestad. Se mantenía muy erguida, como si no pudiera tener otra actitud. Llevaba la cabeza alta, lo que, unido a su belleza y a su estatura, a pesar de su extremada delgadez, le daba un aire regio que hubiera infundido respeto, a no ser por la sonrisa, alegre y afectuosa, de sus labios y de sus encantadores y brillantes ojos. Todo su ser emanaba juventud y dulzura.
.Qué bien la describe, Iván Vasilevich.
-Por mucho que me esmere, nunca podrá hacerlo de modo que comprendan ustedes cómo era. Lo que voy a contarles ocurrió entre los años 1840 y 1850. En aquella época, yo era estudiante de una universidad de provincia. No sé si eso estaba bien o mal; pero el caso es que, por aquel entonces, los estudiantes no tenían círculos ni teoría política alguna. Éramos jóvenes y vivíamos como le es propio a la juventud: estudiábamos y nos divertíamos. Yo era un muchacho alegre y vivaracho y, además, tenía dinero. Poseía un magnífico caballo, paseaba en trineo con las muchachas -aún no estaba de moda patinar-, me divertía con mis camaradas y bebía champaña. Si no había dinero, no bebíamos nada; pero no como ahora, que se debe vodka. Las veladas y los bailes constituían mi mayor placer. Bailaba perfectamente y era un hombre bien parecido.
-No se haga el modesto –lo interrumpió una dama, que estaba entre nosotros-. Hemos visto su fotografía de aquella época. No es que estuviera bastante bien; era un hombre muy guapo.
-Bueno, como quiera; pero no se trata de eso. Por aquel entonces estaba muy enamorado de Varenka. El último día de carnaval asistí a un baile en casa del mariscal de la nobleza de la provincia, un viejo chambelán de la corte, rico, bondadoso y muy hospitalario. Su mujer, tan amable como él, recibió a los invitados luciendo una diadema de brillantes y un vestido de terciopelo, que dejaba al descubierto su pecho y sus hombros, blancos y gruesos, que recordaban los retratos de la emperatriz Elizaveta Petrovna. Fue un baile magnífico. En la espléndida sala había un coro, una célebre orquesta compuesta por los siervos de un propietario aficionado a la música, un buffet exquisito y un mar de champaña. No bebía, a pesar de ser aficionado al champaña, porque estaba ebrio de amor. Pero, en cambio, bailé cuadrillas, valses y polkas, hasta extenuarme; y, como es natural, siempre que era posible, con Varenka. Llevaba un vestido blanco con cinturón rosa y guantes blancos de cabritilla, que le llegaban hasta los codos agudos, y escarpines de satín blancos. Un antipático ingeniero, llamado Anisimov, me birló la mazurca –aún no he podido perdonárselo- invitando a Varenka en cuanto entró en la sala; yo me había entretenido en la peluquería y en comprar un par de guantes. Bailé esa mazurca con una muchachita alemana, a la que antaño había cortejado un poco. Me figuro que aquella noche fui muy descortés con ella; no le hablé ni la miré, siguiendo constantemente la esbelta figura de Varenka, vestida de blanco, y su resplandeciente rostro encendido con hoyuelos en las mejillas y sus bellos ojos cariñosos. Y no era el único. Todos la contemplaban, tanto los hombres como las mujeres, a pesar de que las eclipsaba. Era imposible no admirarla.
Según las reglas, no bailé con Varenka aquella mazurca; pero, en realidad, bailamos juntos casi todo el tiempo. Sin turbarse atravesaba la sala, dirigiéndose a mí y yo me levantaba de un salto, antes que me invitara. Varenka me agradecía mi perspicacia con una sonrisa. Cuando no adivinaba mi “cualidad”, mientras daba la mano a otro, se encogía de hombros y me sonreía con expresión compasiva, como si quisiera consolarme.
Cuando bailábamos algún vals, Varenka sonreía diciéndome, con respiración entrecortada: “Encore.” Y yo seguía dando vueltas y más vueltas sin sentir mi propio cuerpo.
-¿Cómo no lo iba a sentir? Supongo que, al enlazar el talle de Varenka, hasta sentiría el cuerpo de ella –dijo uno de los presentes.
Súbitamente, Iván Vasilevich enrojeció y exclamó, casi a voz en grito:
-¡Así son ustedes, los jóvenes de hoy día! No ven nada excepto el cuerpo. En nuestros tiempos era distinto. Cuanto más enamorado estaba, tanto más inmaterial era Varenka, para mí. Ustedes sólo ven los tobillos, las piernas y otras cosas; suelen desnudar a la mujer de la que están enamorados. En cambio, para mí, como decía Alfonso Karr- ¡qué buen escrito era!- el objeto de mi amor se me aparecía con vestiduras de bronce. En vez de desnudar a la mujer, tratábamos de cubrir su desnudez, lo mismo que el buen hijo de Noé. Ustedes no pueden comprender esto…
-No le haga caso; siga usted –intervino uno de nosotros.
-Bailé casi toda la noche, sin darme cuenta de cómo pasaba el tiempo. Los músicos ya repetían sin cesar el mismo tema de una mazurca, como suele suceder al final de un baile. Los papás y las mamás, que jugaban a las cartas en los salones, se habían levantado ya, en espera de la cena; y los lacayos pasaban, cada vez con mayor frecuencia, llevando cosas. Eran más de las dos de la madrugada. Era preciso aprovechar los últimos momentos. Volví a invitar a Varenka y bailamos por centésima vez.
-¿Bailará conmigo la primera cuadrilla, después de cenar? –le pregunté, mientras la acompañaba a su sitio.
-Desde luego, si mis padres no deciden irse en seguida –me replicó, con una sonrisa.
-No lo permitiré –exclamé.
-Devuélvame el abanico –dijo Varenka.
-Me da pena dárselo –contesté, tendiéndole su abanico blanco, de poco valor.
-Tenga; para que no le dé pena –exclamó Varenka, arrancando una pluma, que me entregó.
La cogí; pero únicamente pude expresarle mi agradecimiento y mi entusiasmo con una mirada. No sólo estaba alegre y satisfecho, sino que me sentía feliz y experimentaba una sensación de beatitud. En aquel momento, yo no era yo, sino un ser que no pertenecía a la tierra, que desconocía el mal y sólo era capaz de hacer el bien.
Guardé la pluma en un guante; y permanecí junto a Varenka, sin fuerzas para alejarme.
-Fíjese; quieren que baile papá –me dijo señalando la alta figura de su padre, un coronel con charreteras plateadas, que se hallaba en la puerta de la sala con la dueña de la casa y otras damas.
-Varenka, ven aquí –oímos decir a aquélla.
Varenka se acercó a la puerta y yo la seguí.
-Ma chère, convence a tu padre para que baile contigo. Ande, haga el favor, Piotr Vasilevich –añadió la dueña de la casa, dirigiéndose al coronel.
El padre de Varenka era un hombre erguido, bien conservado, alto y apuesto, de mejillas sonrosadas. Llevaba el canoso bigote à lo Nicolás I, y tenía las patillas blancas y el cabello de las sienes peinado hacia delante. Una sonrisa alegre, igual que la de su hija, iluminaba tanto su boca como sus ojos. Estaba muy bien formado; su pecho –en el que ostentaba alguna condecoraciones- y sus hombros eran anchos, y sus piernas, largas y delgadas. Era un representante de ese tipo de militar que ha producido la disciplina del emperador Nicolás.
Cuando nos acercamos a la puerta, el coronel se negaba diciendo que había perdido la costumbre de bailar. Sin embargo, pasando la mano al costado izquierdo, desenvainó la espada, que entregó a un joven servicial y, poniéndose el guante en la mano derecha –en aquel momento dijo con una sonrisa: “Todo debe hacerse según las reglas”-, tomó la mano de su hija, se volvió de medio lado y esperó para entrar al compás.
A las primeras notas del aire de la mazurca, dio un golpe con un pie, avanzó el otro y su alta figura giró en torno a la sala, ora despacio y en silencio, ora ruidosa e impetuosamente. Varenka giraba y tan pronto acortaba, tan pronto alargaba los pasos, para adaptarlos a los de su padre. Todos los asistentes seguían los movimientos de la pareja. En cuanto a mí, no sólo los admiraba, sino que sentía un enternecimiento lleno de entusiasmo. Me gustaron sobre todo las botas del coronel, que no eran puntiagudas, como las de moda, sino antiguas, de punta cuadrada y sin tacones. Por lo visto, habían sido fabricadas por el zapatero del batallón. “Para poder vestir a su hija y hacerla alternar, se conforma con unas botas de fabricación casera y no se compra las que están de moda”, pensé, particularmente enternecido por aquellas puntas cuadradas. Sin duda, el coronel había bailado bien en sus tiempos; pero entonces era pesado y sus piernas no tenían bastante agilidad para los bellos y rápidos pasos que quería realizar. Sin embargo, dio dos vueltas a la sala. Finalmente separó las piernas, volvió a juntarlas y, aunque con cierta dificultad, hincó una rodilla en tierra y Varenka pasó graciosamente junto a él con una sonrisa, mientras se arreglaba el vestido, que se le había enganchado. Entonces todos aplaudieron con entusiasmo. Haciendo un esfuerzo, el coronel se levantó; y, cogiendo delicadamente a su hija por las orejas, la besó en la frente y la acercó a mí, creyendo que me tocaba bailar con ella. Le dije que yo no era su pareja.
-Es igual, baile con Varenka –replicó, con una sonrisa llena de afecto, mientras colocaba la espada en la vaina.
Lo mismo que el contenido de un frasco sale a borbotones después de haber caído la primera gota, mi amor por Varenka parecía haber desencadenado la capacidad de amar, oculta en mi alma. En aquel momento, mi amor abarcaba al mundo entero, Quería a la dueña de la casa con su diadema y su busto semejante al de la emperatriz Elizaveta, a su marido, a los invitados, a los lacayos e incluso al ingeniero Anisimov, que estaba resentido conmigo. Y el padre de Varenka, con sus botas y su sonrisa afectuosa parecida a la de ella, me provocaba un sentimiento lleno de ternura y entusiasmo.
Terminó la mazurca; los dueños de la casa invitaron a los presentes a cenar; pero el coronel B*** no aceptó, diciendo que tenía que madrugar al día siguiente. Me asusté, creyendo que se llevaría a Varenka; pero ésta se quedó con su madre.
Después de cenar, bailamos la cuadrilla que me había prometido. Me sentía infinitamente dichoso; y, sin embargo, mi dicha aumentaba sin cesar. No hablamos de amor, no pregunté a Varenka ni me pregunté a mí mismo si me amaba. Me bastaba quererla a ella. Lo único que temía era que algo echase a perder mi felicidad.
Al volver a mi casa, pensé acostarme; pero comprendí que era imposible. Tenía en la mano la pluma de su abanico y uno de sus guantes, que me había dado al marcharse, cuando la ayudé a subir al coche, tras de su madre. Miraba estos objetos y, sin cerrar los ojos, veía a Varenka ante mí. Me la representaba en el momento en que, eligiéndome entre otros hombres, adivinaba mi “cualidad”, diciendo con su voz agradable: “¿El orgullo? ¿No es eso?”, mientras me daba la mano con expresión alegre; o bien, cuando se llevaba la copa de champaña a los labios y me miraba de reojo, con afecto. Pero, sobre todo, la veía bailando con su padre, con sus movimientos graciosos, mirando, orgullosa y satisfecha, a los espectadores que los admiraban. E involuntariamente, los unía en aquel sentimiento tierno y delicado que me embargaba.
Vivía solo con mi difunto hermano. No le gustaba la sociedad y no asistía a los bailes; además, en aquella época, preparaba su licenciatura, y hacía una vida muy metódica. Estaba durmiendo. Contemplé su cabeza, hundida en la almohada, casi cubierta con una manta de franela, y sentí pena porque no conociera ni compartiera mi felicidad. Nuestro criado Petroshka, un siervo, me salió al encuentro, con una vela, y quiso ayudarme a los preparativos de la noche; pero lo despedí. Su cara adormilada y sus cabellos revueltos me emocionaron. Procurando no hacer ruido, me dirigí, de puntillas, a mi habitación, donde me senté en la cama. No podía dormir; era demasiado feliz. Además, tenía calor en aquella habitación, tan bien caldeada. Sin pensarlo más, me dirigí silenciosamente a la antesala, me puso el gabán y salí a la calle.
El baile había terminado después de las cuatro. Y ya habían transcurrido dos horas, de manera que ya era de día. Hacía un tiempo típico de Carnaval; había niebla, la nieve se deshelaba por doquier, y caían gotas de los tejados. Los B*** vivían entonces en un extremo de la ciudad, cerca de una gran plaza, en la que a un lado había paseos y al otro un instituto de muchachas. Atravesé nuestra callejuela, completamente desierta, desembocando en una gran calle, donde me encontré con algunos peatones y algunos trineos que transportaban leña. Tanto los caballos que avanzaban con paso regular, balanceando sus cabezas mojadas bajo las dugas brillantes, como los cocheros cubiertos con harpilleras, que chapoteaban en la nieve deshelada, con sus enormes botas, y las casas, que daban la impresión de ser muy altas entre la niebla, me parecieron importantes y agradables.
Cuando llegué a la plaza, al otro extremo, en dirección a los paseos, distinguí una gran masa negra y oí sones de una flauta y de un tambor. En mi fuero interno oía constantemente el tema de la mazurca. Pero estos sones eran distintos; se trataba de una música ruda y desagradable.
“¿Qué es eso?”, pensé, mientras me dirigía por el camino resbaladizo en dirección a aquellos sones. Cuando hube recorrido unos cien pasos, vislumbré a través de la niebla muchas siluetas negras. Debían de ser soldados. “Probablemente, están haciendo la instrucción”, me dije, acercándome a ellos en pos de un herrero con pelliza y delantal mugrientos, que llevaba algo en la mano. Los soldados, con sus uniformes negros, formaban dos filas, una frente a la otra, con los fusiles en descanso. Tras de ellos, el tambor y la flauta repetían sin cesar una melodía desagradable y chillona.
-¿Qué hacen? –pregunté al herrero que estaba junto a mí.
-Están castigando a un tártaro, por desertor –me contestó, con expresión de enojo, mientras fijaba la vista en un extremo de la filas.
Miré en aquella dirección y ví algo horrible que se acercaba entre las dos filas de soldados, Era un hombre con el torso desnudo, atado a los fusiles de dos soldados que lo conducían. A su lado avanzaba un militar alto, con gorra y capote, que no me fue desconocido. Debatiéndose con todo el cuerpo chapoteando en la nieve, deshelada, la víctima venía hacia mí bajo una lluvia de golpes que le caían encima por ambos lados. Tan pronto se echaba hacia atrás y entonces los soldados lo empujaban, tan pronto hacia delante y, entonces, tiraban de él. El militar alto seguía, con sus andares firmes, sin rezagarse. Era el padre de Varenka, con sus mejillas sonrosadas y sus bigotes blancos.
A cada vergajazo, el tártaro se volvía con expresión de dolor y de asombro hacia el lado de donde provenía, repitiendo unas palabras y enseñando sus dientes blancos. Cuando estuvo más cerca, pude distinguirlas. Exclamaba sollozando: “¡Hermanos, tened compasión!, ¡Hermanos, tened compasión!” Pero sus hermanos no se apiadaban de él. Cuando la comitiva llegó a la altura en que me encontraba, el soldado que estaba frente a mí dio un paso con gran decisión y, blandiendo con energía el vergajo, que silbó, lo dejó caer sobre la espalda del tártaro. Este se echó hacia delante, pero los soldados lo retuvieron y recibió un golpe igual desde el otro lado. De nuevo llovieron los vergajos, ora desde la derecha, ora desde la izquierda… El coronel seguía andando, a ratos miraba a la víctima, a ratos bajo sus propios pies; aspiraba el aire y lo expelía, despacio, por encima de su labio inferior. Cuando hubieron pasado, vislumbré la espalda de la víctima entre la fila de soldados. La tenía magullada, húmeda y tan roja que me resistí a creer que pudiera ser la espalda de un hombre.
-¡Oh Dios mío! –pronunció el herrero.
La comitiva se iba alejando. Los golpes seguían cayendo por ambos lados sobre aquel hombre, que se encogía y tropezaba. El tambor redoblaba lo mismo que antes y se oía el son de la flauta. Y lo mismo que antes, la apuesta figura del coronel avanzaba junto a la víctima. Pero, de pronto, se detuvo; y, acercándose apresuradamente a uno de los soldados, exclamó:
-¡Ya te enseñaré! ¿Aún no sabes azotar como es debido?
Ví cómo abofeteaba con su mano enguantada a aquel soldado atemorizado, enclenque y bajito, porque no había dejado caer el vergajo con bastante fuerza sobre la espalda enrojecida del tártaro.
-¡Que traigan vergajos nuevos! –ordenó.
Al volverse se fijó en mí y, fingiendo que no me había conocido, frunció el ceño, con expresión severa e iracunda, y me dio la espalda. Me sentí tan avergonzado como si me hubiesen sorprendido haciendo algo reprensible. Sin saber dónde mirar, bajé la vista y me dirigí apresuradamente a casa. Durante el camino, no cesaba de oír el redoble del tambor, el son de la flauta, las palabras de la víctima “Hermanos, tener compasión”, y la voz irritada y firme del coronel gritando. “¿Aún no sabes azotar como es debido?”. Una angustia casi física, que llegó a provocarme náuseas, me obligó a detenerme varias veces. Me parecía que iba a devolver todo el horror que me había producido aquel espectáculo. No recuerdo cómo llegué a casa ni cómo me acosté. Pero en cuanto empecé a conciliar el sueño, volví a oír y a ver aquello y tuve que levantarme.
“El coronel debe de saber algo que yo ignoro –pensé-. Si supiera lo que él sabe, podría comprender y no sufriría por lo que acabo de ver.” Pero, por más que reflexioné, no pude descifrar lo que sabía el coronel. Me quedé dormido por la noche, y sólo después de haber estado en casa de un amigo, donde bebí hasta emborracharme.
¿Creen ustedes que entonces llegué a la conclusión de que había presenciado un acto reprensible? ¡Nada de eso! “Si esto se hace con tal seguridad, y todos admiten que es necesario, es que saben algo que yo ignoro”, me decía, procurando averiguar lo que era. Sin embargo, nunca lo conseguí. Por tanto, no pude ser militar como había sido mi deseo. Tampoco pude desempeñar ningún cargo público, ni he servido para nada, como ustedes saben.
-¡Bien conocemos su inutilidad! –exclamó uno de nosotros-. Es mejor que nos diga cuántos seres inútiles existirían, a no ser por usted.
-¡Qué tonterías! –replicó Iván Vasilevich con sincero enojo.
-¿Y qué pasó con su amor? –preguntamos.
-¿Mi amor? Desde aquel día empezó a decrecer. Cuando Varenka y yo íbamos por la calle y se quedaba pensativa, con una sonrisa, cosa que le ocurría a menudo, inmediatamente recordaba al coronel en la plaza; y me sentía violento y a disgusto. Empecé a visitarla con menos frecuencia. Así fue como se extinguió mi amor. Ya ven ustedes cómo las circunstancias pueden cambiar el rumbo de la vida de un hombre. Y usted dice… -concluyó.

León Tostoi
Yasnia Poliana, 20 de agosto de 1903.

miércoles, 15 de febrero de 2012

El calamar opta por su tinta


Más ocurrió en este pueblo en los últimos días que en el resto de su historia. Para medir como corresponde mi palabra recuerden ustedes que hablo de uno de los pueblos viejos de la provincia, de uno en cuya vida abundan los hechos notables la fundación, en pleno siglo xix; algo después el cólera —un brote que felizmente no llegó a mayores— y el peligro del malón, que si bien no se concretaría nunca, mantuvo a la gente en jaque a lo largo de un lustro en que partidos limítrofes conocieron la tribulación por el indio. Dejando atrás la época heroica, pasaré por alto tantas otras visitas de gobernadores, diputados, candidatos de toda laya, amén de cómicos y uno o dos gigantes del deporte. Para morderme la cola concluiré esta breve lista con la fiesta del Centenario de la Fundación, genuino torneo de oratoria y  homenajes.
Como he de comunicar un hecho de primer orden, presento mis credenciales al lector. De espíritu amplio e ideas avanzadas, devoro cuanto libro atrapo en la li­brería de mi amigo el gallego Villarroel, desde el doctor Jung hasta Hugo, Walter Scott y Goldoni, sin olvidar el último tomito de Escenas matritenses. Mi meta es la cultura, pero bordeo los “malditos treinta años” y de veras temo que me quede por aprender más de lo que sé. En resumen, procuro seguir el movimiento e inculcar las luces entre los vecinos, todos bellas personas, platita labrada, eso sí muy afectos a la siesta que hereditariamente acunan desde la edad media y el oscurantismo. Soy docente —maestro de escuela— y periodista. Ejerzo la cátedra de la péndola en modestos órganos locales, ora factotum de El Mirasol (título mal elegido, que provoca pullas y atrae una enormidad de correspondencia errónea, pues nos toman por tribuna cerealista), ora de Nueva Patria.
El tema de esta crónica ofrece una particularidad que no quiero omitir: no sólo ocurrió el hecho en mi pueblo; ocurrió en la manzana donde transcurre mi vida entera, donde se halla mi hogar, mi escuelita —segundo hogar— y el bar de un hotel frente a la estación, al que acudimos noche a noche, en altas horas, el núcleo con inquietud de la juventud lugareña. El epicentro del fenómeno, el foco si prefieren, fue el corralón de don Juan Camargo, cuyos fondos lindan por el costado este con el hotel y por el norte con el patio de casa. Un par de circunstancias, que no cualquiera vincularía, lo anunciaron: me refiero al pedido de los libros y al retiro del molinete de riego.
Las Margaritas, el petit-hotel particular de don Juan, verdadero chalet provisto de florido jardín a la calle, ocupa la mitad del frente y apenas parte del fondo del terreno del corralón, donde se amontonan incalculables materiales, como reliquias de buques en el fondo del mar. En cuanto al molinete, giró siempre en el apuntado jardín, al extremo de configurar una de las más viejas tradiciones y una de las más interesantes peculiaridades de nuestro pueblo.
Un día domingo, a principios de mes, misteriosamente el molinete faltó. Como al cabo de la semana no había reaparecido, el jardín perdió  color   y   brillo.    Mientras muchos miraron sin ver, hubo uno a quien la curiosidad embargó   desde   el   primer   momento.    Ese   uno   infestó a otros, y a la noche,  en  el  bar,  frente a la estación, la muchachada  bullía  de  preguntas  y  comentarios.   De tal  modo,  al  calor  de   una  comezón   ingenua,   natural, destapamos algo que tenía poco de natural y resultó una sorpresa. Bien sabíamos que don Juan no era hombre de cortar el agua del jardín, por descuido, un verano seco.  Por de pronto lo reputamos pilar del pueblo. Con fidelidad la estampa retrata el carácter de nuestro cincuentón, elevada estatura, porte corpulento, cabello cano peinado en dóciles mitades, cuyas ondas dibujan arcos paralelos a los del bigote y a los interiores de la cadena del reloj. Otros detalles revelan al caballero chapado a la antigua: breeches, polainas de cuero, botín. En su vida, regida por la moderación y el orden, nadie, que yo recuerde, computó una debilidad, llámela borrachera, mujerzuela o traspié político. En un ayer que de buen grado olvidaríamos —¿quién de nosotros, en materia de infamia, no arrojó su canita al aire?— don Juan se mantuvo limpio. Por algo le reconocieron autoridad los mismos interventores de la Cooperativa, etcétera, gente muy poco espectable, francamente pelandrunes. Por algo en años ingratos aquel bigotazo constituyó el manubrio del que la familia sana del pueblo se mantuvo colgada.
Obligatorio es reconocer que este varón señero milita ideas de viejo cuño y que nuestras filas, de suyo idealis­tas, hasta ahora no produjeron prohombres de temple comparable. En un país nuevo, las ideas nuevas carecen de tradición.  Ya se sabe, sin tradición no hay estabilidad.
Por arriba de esta figura, nuestra jerarquía ad usum no pone a nadie, salvo a doña Remedios, madre y consejera única de tan abultado hijo. Entre nosotros, no sólo porque manu militari arregla cuanto conflicto le someten o no, la llamamos Remedio Heroico. Aunque burlesco, el mote es cariñoso.
Para completar el cuadro de quienes viven en el chalet, ya no falta sino un apéndice indudablemente menor, el ahijado, don Tadeíto, alumno del turno de la noche de mi escuela. Como doña Remedios y don Juan no toleran casi nunca extraños en la casa, ni en calidad de colaboradores ni de invitados, el muchacho reúne sobre la testa los títulos de peón y dependiente del corralón y de sirvientillo de Las Margaritas. Agreguen a lo anterior que el pobre diablo acude regularmente a mis clases y comprenderán por qué respondo con cajas destempladas a cuantos, por pifia y maldad pura, le endosan el sonsonete de un apodo. Que olímpicamente lo rechazaran del servicio militar me tiene sin cuidado porque de envidioso no peco.
El domingo en cuestión, a una hora que se me extravió entre las dos y las cuatro de la tarde, llamaron a mi puerta, con el deliberado afán, a juzgar por los golpes, de voltearla. Tambaleando me incorporé, murmuré “No es otro”, proferí palabras que no están bien en boca de un maestro y como si esta no fuera época de visitas desagradables abrí, seguro de encontrar a don Tadeíto. Tuve razón. Ahí sonreía el alumno, con la cara tan flacucha que ni siquiera servía de pantalla contra el sol, de lleno en mis ojos. A lo que entendí solicitaba a boca de jarro y con esa voz que de pronto se ahuyenta, textos de primer grado, segundo y tercero. Irritadamente inquirí:
—¿Podrías informar para qué?
—Pide padrino —contestó.
En el acto entregué los libros y olvidé el episodio como si fuera parte de un sueño.
Horas  después,  cuando  me  dirigía  a  la  estación  y alargaba el camino con una vuelta para matar el tiempo, advertí en Las Margaritas la falta del molinete.   Lo comenté  en   el   andén,  mientras  esperábamos  el  expreso de Plaza de las 19:30 que llegó a las 20:54, y lo comenté a la noche, en el bar.  No me referí al pedido de textos ni menos aun vinculé un hecho con otro, porque al primero, ya dije, lo registré apenas en la memoria.
Supuse que tras un día tan movido retomaríamos el tranco habitual. El lunes, a la hora de la siesta, alboro­zadamente me dije: “Esta va de veras”, pero todavía cosquilleaba el fleco del poncho la nariz, cuando empezó el estruendo. Murmurando: “Y hoy qué le ha dado. Si lo pesco a las patadas en la puerta pagará lágrimas de sangre", enfilé las alpargatas y me encaminé al zaguán.
—¿Ya es una costumbre interrumpir a tu maestro? —espeté al recibir de vuelta la pila de libros.
La sorpresa me confundió enteramente, porque oí por toda contestación.
—Pide padrino los de tercero, cuarto y quinto.
Logré articular:
—¿Para qué?
—Pide padrino —explicó don Tadeíto.
Entregué los libros y volví al lecho, en pos del sueño. Admito que dormí, pero lo hice, ruego que me crean, en el aire.
Luego, camino de la estación, comprobé que el mo­linete no había retomado su puesto y que el tono amarillo se difundía en el jardín. Conjeturé, por lógica, despro­pósitos y en pleno andén, mientras el físico se lucía ante frívolas bandadas de señoritas, la mente aún traba­jaba en la interpretación del misterio.
Mirando la luna, enorme allá por el cielo, uno de nosotros, creo que Di Pinto, entregado siempre a la quimera romántica de quedar como hombre de campo (¡por favor, ante los amigos de toda la vida!), comentó:
—La luna se hizo de seca. No atribuyamos, pues, a un pronóstico de lluvia el retiro del artefacto. ¡Su móvil habrá tenido nuestro don Juan!
Badaracco, mozo despierto, que presenta un lunar, por­que en otra época, aparte del sueldo bancario, cobraba un tanto por delación, me preguntó:
—¿Por qué no apestillas al respecto al taradito?
—¿A quién? —interrogué por decoro.
—A tu alumno —respondió.
Aprobé el temperamento y lo apliqué esa misma no­che, después de clase. Traté de marear primero a don Tadeíto con la perogrullada de que la lluvia entona al vegetal, para atacar por fin a fondo. El diálogo fue como sigue:
—¿Se descompaginó el molinete?
—No.
—No lo veo en el jardín.
—¿Cómo lo va a ver?
—¿Por qué cómo lo voy a ver?
—Porque está regando el depósito.
Aclaro que entre nosotros llamamos depósito "a la última barraca del corralón, donde don Juan amontona los materiales de poca venta, por ejemplo, estrafalarias estufas y estatuas, monolitos y malacates.
Urgido por el deseo de notificar a los muchachos de la novedad sobre el molinete, ya despachaba a mi alumno sin interrogarlo sobre el otro punto. Recordar y chillar fue todo uno. Desde el zaguán don Tadeíto me miró con ojos de oveja.
—¿Qué hace don Juan con los textos? —grité.
—Y... —gritó de vuelta— los deposita en el de­pósito.
Alelado corrí al hotel. Ante mis comunicaciones, tal como lo preví, cundió la perplejidad entre la juventud. Todos formulamos alguna opinión, pues el buen callar en aquel momento era un bochorno, y por fortuna nadie prestó oídos a nadie. O quizá prestara oídos el patrón, el enorme don Pomponio del vientre hidrópico, a quien los del grupo a gatas distinguimos de las columnas, mesas y vajilla, porque la soberbia del intelecto nos ofusca. La voz de bronce, apagada por ríos de ginebra, de don Pomponio, llamó al orden. Siete caras miraron para arriba y catorce ojos quedaron pendientes de una sola cara roja y brillante, que se partía en la boca, para inquirir:
—¿Por qué no se dan traslado en comitiva y piden explicación a don Juan en persona?
El sarcasmo despabiló a uno, de apellido Aldini, que estudia por correspondencia y lleva corbata blanca. Enar­cando cejas me dijo:
—¿Por qué no ordenas a tu alumno que espíe las conversaciones entre doña Remedios y don Juan? Des­pués le aplicas la picana.
—¿Qué picana?
—Tu autoridad de maestro ciruela —aclaró con odio.
—¿Don Tadeíto tiene memoria? —preguntó Badaracco.
—Tiene —afirmé—. Lo que entra en su caletre, por un rato queda fotografiado.
—Don Juan —continuó Aldini— para todo se acon­seja de doña Remedios.
—Ante un testigo como el ahijado —declaró Di Pinto— hablarán con entera libertad.
—Si hay misterio, saldrá a relucir —vaticinó Toledo.
Chazarreta, que trabaja de ayudante en la feria, gruñó:
—Si no hay misterio ¿qué hay?
Como el diálogo se desencaminaba, Badaracco, famoso por la ecuanimidad, contuvo a los polemistas:
—Muchachos —los reconvino—, no están en edad de malgastar energías.
Para tener la última palabra, Toledo repitió:
—Si hay misterio, saldrá a relucir.
Salió a relucir pero no sin que antes giraran días enteros.
A la otra siesta cuando me hundía en el sueño resonaron, cómo no, los golpes. A juzgar por las palpitaciones, resonaron a un tiempo en la puerta y en mi corazón. Don Tadeíto traía los libros de la víspera y reclamaba los de primer año, segundo y tercero, del ciclo secundario. Porque el texto superior escapa a mi órbita, hubo que comparecer en el negocio de librería de Villarroel, a vivo golpe en la puerta despertar al gallego y aplacarlo posteriormente con la satisfacción de que don Juan reclamaba los libros. Como era de temer e! gallego preguntó:
—¿Qué mosca pico al tío ese? En la perra vida compró un libro y a la vejez viruela. Va de suyo que el muy chulo los pide en préstamo.
—No lo tome a la tremenda, gallego — le razoné con palmaditas— Por lo amargado parece criollo.
Referí los pedidos previos de textos primarios y mantuve la más estricta reserva en cuanto al molinete, de cuya desaparición, según él mismo me dio a entender, estaba perfectamente compenetrado.  Con los libracos de bajo del brazo, agregué:
—A la noche nos reunimos en el bar del hotel para debatir todo esto. Si quiere aportar su grano de arena, allá nos encuentra.
En el trayecto de ida y vuelta no vimos un alma, salvo al perro barcino del carnicero, que debía de estar de nuevo empachado, porque en sus cabales ni el más humilde irracional se expone a la resolana de las dos de la tarde.
Adoctriné al discípulo para que me reportara verbatim las conversaciones entre don Juan y doña Remedios. Por algo afirman que en el pecado está el castigo. Esa misma noche emprendí una tortura que, en mi gula de curioso, no había previsto escuchar aquellos coloquios puntual­mente comunicados, interminables y de lo más insulsos. De cuando en cuando llegó a la punta de mi lengua alguna ironía cruel sobre que me tenían sin cuidado las opiniones de doña Remedios acerca de la última partida de jabón amarillo y la franeleta para el reuma de don Juan, pero me refrené, pues ¿cómo delegar en el criterio del mozo la estimación de lo que era importante o no?
Por descontado que al otro día me interrumpió la siesta con los libros en devolución para Villarroel. Ahí se produjo la primera novedad: don Juan dijo don Tadeíto, ya no quería textos; quería diarios viejos, que él debía procurar al kilo, en la mercería, la carnicería y la panadería. A su debido tiempo me enteré de que los diarios, como antes los libros, iban a parar al depósito.
Después  hubo  un  período en  que  no ocurrió  nada. El  alma  no  tiene  arreglo: eché de menos  los mismos golpes que antes me arrancaban de la siesta. Quería que pasara algo, bueno o malo. Habituado a la vida intensa, ya no me resignaba a la pachorra. Por fin una noche el alumno, tras un prolijo inventario de los efectos de la sal y otras materias nutritivas en el organismo de doña Remedios, sin la más leve alteración de tono que preparara para un cambio de tema, recitó:
—Padrino dijo a doña Remedios que tienen una visita viviendo en el depósito y que por poco no se la lleva por delante los otros días, porque miraba a una especie de columpio de parque de diversiones al que no había dado entrada en los libros y que él no perdió el aplomo aunque el estado de la misma daba lástima y le recordaba un bagre boqueando fuera de la laguna. Dijo que atinó a traer un balde lleno de agua, porque sin pensarlo comprendió que le pedían agua y él no iba a permitir cruzado de brazos que un semejante muriera. No obtuvo resultado apreciable y prefirió acercar un bebedero a tocar la visita. Llenó el bebedero a baldazos y no obtuvo resultado apreciable. De pronto se acordó del molinete y como el médico de cabecera que prueba, dijo, a tientas los remedios para salvar a un moribundo, corrió a buscar el molinete y lo conectó. A ojos vista el resultado fue apreciable porque el moribundo revivió como si le cayera de lo más bien respirar el aire mojado. Padrino dijo que perdió un rato con su visita, porque le preguntó como pudo si necesitaba algo y que la visita era francamente avispada y al cabo de un cuartito de hora ya picoteaba por acá y por allá alguna palabra en castilla y le pedía los rudimentos para instruirse. Pa­drino dijo que mandó al ahijado a pedir los textos de los primeros grados al maestro. Como la visita era franca­mente avispada aprendió todos los grados en dos días y en uno lo que tuvo ganas del bachillerato. Después, dijo padrino, se puso a leer los diarios para enterarse de cómo andaba el mundo.
Aventuré la pregunta:
—¿La  conversación fue hoy?
—Y,  claro —contestó—,  mientras  tomaban  el  café.
—¿Dijo algo más tu padrino?
—Y, claro, pero no me acuerdo.
—¿Cómo no me acuerdo? —protesté airadamente.
—Y, usted me interrumpió —explicó el alumno.
-Te doy la razón. Pero no me vas a dejar así —argu­menté—, muerto de curiosidad. A ver, un esfuerzo.
—Y, usted me interrumpió.
—Ya sé. Te interrumpí. Yo tengo toda la culpa.
—Toda la culpa —repitió.
—Don Tadeíto es bueno. No va a dejar así al maestro, en la mitad de la charla, para seguir mañana o nunca.
Con honda pena repitió:
—O nunca.
Yo estaba contrariado, como si me sustrajeran una ganancia de gran valor. No sé por qué reflexioné que nuestro diálogo consistía en repeticiones y de repente entreví en eso mismo una esperanza. Repetí la última frase del relato de don Tadeíto:
—Leyó los diarios para enterarse de cómo andaba el mundo.
Mi alumno continuó indiferentemente:
—Dijo padrino que la visita quedó pasmada al ente­rarse de que el gobierno de este mundo no estaba en manos de gente de lo mejorcito, sino más bien de me­dias cucharas, cuando no de pelafustanes. Que tal mo­rralla tuviera a su arbitrio la bomba atómica, dijo la visita, era de alquilar balcones. Que si la tuviera a su arbitrio la gente de lo mejorcito, acabaría por tirarla, porque está visto que si alguien la tiene, la tira; pero que la tuviera esa morralla no era serio. Dijo que en otros mundos antes de ahora descubrieron la bomba y que tales mundos fatalmente reventaron. Que los tuvo sin cuidado que reventaran, porque estaban lejos, pero que nuestro mundo está cerca y que ellos temen que una explosión en cadena los envuelva.
La increíble sospecha de que don Tadeíto se burlaba de mí, me llevó a interrogarlo con severidad:
—¿Estuviste leyendo Sobre cosas que se ven en el cielo del doctor Jung?
Por fortuna no oyó la  interrupción y prosiguió:
—Dijo padrino que la visita dijo que vino de su pla­neta en un vehículo especialmente fabricado a puro pul­món, porque por allá escasea el material adecuado y que es el fruto de años de investigación y trabajo. Que vino como amigo y como libertador, y que pedía el pleno apoyo de padrino para llevar adelante un plan para salvar el mundo. Dijo padrino que la entrevista con la visita tuvo lugar esta tarde y que él, ante la grave­dad, no trepidó en molestar a doña Remedios, para reca­barle su opinión, que desde ya descontaba era la suya.
Como la pausa inmediata no concluía, pregunté cuál fue la respuesta de la señora.
—Ah, no sé —contestó.
—¿Cómo ah no sé? —repetí enojado de nuevo.
—Los dejé hablando y me vine, porque era hora de clase. Pensé yo solo: cuando no llego tarde el maestro se pone contento.
Envanecida la cara de oveja esperaba congratulacio­nes. Con admirable presencia de ánimo reflexioné que los muchachos no creerían mi relato, si no llevaba como testigo a don Tadeíto. Violentamente lo empuñé de un brazo y a empujones lo llevé hasta el bar. Ahí estaban los amigos, con el agregado del gallego Villarroel.
Mientras  tenga memoria  no  olvidaré aquella  noche.
—Señores —grité, a tiempo que proyectaba a don Tadeíto contra nuestra mesa—. Traigo la explicación de todo, una novedad de envergadura y un testigo que no me dejará mentir Con lujo de detalle don Juan co­municó el hecho a su señora madre y mi fiel alumno no perdió palabra. En el depósito del corralón, aquí nomás, pared por medio, está alojado —¿adivinen quién?— un habitante de otro mundo. No se alarmen, señores aparentemente el viajero no dispone de constitución ro­busta, ya que tolera mal el aire seco de nuestra ciudad —todavía resultaremos competidores de Córdoba— y para que no muera como pescado fuera del agua, don Juan le enchufó el molinete, que de continuo humedece el ambiente del depósito. Es más, aparentemente el mó­vil del arribo del monstruo no debe provocar inquietud. Llegó para salvarnos, persuadido de que el mundo va camino de estallar por la bomba atómica y a calzón quitado informó a don Juan de su punto de vista. Na­turalmente, don Juan, mientras degustaba el café, con­sultó con doña Remedios. Es de lamentar que este mozo aquí presente —agité a don Tadeíto, como si fuera monigote— se retiró justo a tiempo de no oír la opinión de doña Remedios, de modo que no sabemos qué resolvieron.
—Sabemos —dijo el librero, moviendo como trompa labios mojados y gordos.
Me incomodó que me corrigieran la plana en una novedad de la que me creía único depositario   Inquirí:
—¿Qué sabemos?
—No se amosque usted —pidió Villarroel, que ve bajo el agua—. Si es como usted dice aquello de que el viajero muere si  le quitan el molinete, don Juan le condenó a morir. De casa acá pasé frente a Las Marga­ritas y a la luz de la luna vi perfectamente el molinete que regaba el jardín como antes.
—Yo también lo vi —confirmó Chazarreta.
—Con la mano en el corazón —murmuró Aldini— les  digo que el  viajero no mintió. Tarde o temprano reventamos con la bomba atómica. No veo escapatoria.
Como hablando solo preguntó Badaracco:
—No me digan que esos viejos, entre ellos, liquidaron nuestra última esperanza.
—Don Juan no quiere que le cambien su composición de lugar —opinó el gallego—. Prefiere que este mundo estalle, a que la salvación venga de otros. Vea usted, es una manera de amar a la humanidad.
—Asco por lo desconocido —comenté—. Oscuran­tismo.
Afirman que el miedo aviva la mente. La verdad es que algo extraño flotaba en el bar aquella noche, y que todos aportábamos ideas.
—Coraje, muchachos, hagamos algo —exhortó Bada­racco—. Por amor a la humanidad.
—¿Por qué tiene usted, señor Badaracco, tanto amor a  la humanidad?— preguntó el gallego.
Ruborizado,  Badaracco balbuceó:
—No sé. Todos sabemos.
—¿Qué sabemos, señor Badaracco? ¿Si usted piensa en los hombres, los encuentra admirables? Yo todo lo contrario: estúpidos, crueles, mezquinos, envidiosos —de­claró Villarroel.
—Cuando hay elecciones —reconoció Chazarreta—, tu bonita humanidad se desnuda rápidamente y se muestra tal cual es. Gana siempre el peor.
—¿El  amor por  la  humanidad  es  una  frase hueca?
—No, señor maestro —respondió Villarroel— Llamamos amor a la humanidad, a la compasión por el dolor ajeno y a la veneración por las obras de nuestros grandes ingenios, por el Quijote del Manco Inmortal, por los cuadros de Velázquez y de Murillo. En ninguna de ambas formas vale ese amor como argumento para demorar el fin del mundo. Sólo para los hombres existen las obras y después del fin del mundo —el día llegará, por la bomba o por muerte natural— no tendrán ni justifi­cación ni asidero, créame usted. En cuanto a la com­pasión, sale gananciosa con un fin próximo... Como de ninguna manera nadie escapará a la muerte ¡qué venga pronto, para todos, que así la suma del dolor será la mínima!
—Perdemos tiempo en el preciosismo de una charla académica y aquí nomás, pared por medio, muere nues­tra última esperanza —dije con una elocuencia que fui el primero en admirar.
—Hay que obrar ahora —observó Badaracco—. Pronto será tarde.
—Si le invadimos el corralón, don Juan a lo mejor se enoja —apuntó Di  Pinto.
Don Pomponio, que se arrimó sin que lo oyéramos y por poco nos derriba con el susto, propuso:
—¿Por qué no destacan a este mozo don Tadeíto como piquete de avanzada? Sería lo prudente.
—Bueno —aprobó Toledo—. Que don Tadeíto co­necte el molinete en el depósito y que espíe, para con­tarnos cómo es el viajero de otro planeta.
En tropel salimos a la noche, iluminada por la im­pasible luna. Casi llorando rogaba Badaracco:
—Generosidad, muchachos. No importa que ponga­mos en peligro el pellejo. Están pendientes de nosotros todas las madres y todas las criaturas del mundo.
Frente al corralón nos arremolinamos, hubo marchas y contramarchas, cabildeos y corridas. Por fin Badaracco juntó coraje y empujó adentro a don Tadeíto. Mi alumno volvió después de un rato interminable, para comunicar:
—El bagre se murió.
Nos desbandamos tristemente. El librero regresó con­migo. Por una razón que no entiendo del todo su com­pañía me confortaba.
Frente a Las Margaritas, mientras el molinete monó­tonamente regaba el jardín, exclamé:
—Yo le echo en cara la falta de curiosidad —para agregar con la mirada absorta en las constelaciones—. Cuántas Américas y Terranovas infinitas perdimos esta noche.
—Don Juan —dijo Villarroel— prefirió vivir en su ley de hombre limitado. Yo le admiro el coraje. Nosotros dos, ni siquiera a entrar aquí nos atrevemos.
Dije:
—Es tarde.
—Es tarde —repitió.

Adolfo Bioy Casases: El lado de la sombra (1962).