Más ocurrió
en este pueblo en los últimos días que en el resto de su historia. Para medir
como corresponde mi palabra recuerden ustedes que hablo de uno de los pueblos
viejos de la provincia, de uno en cuya vida abundan los hechos notables la
fundación, en pleno siglo xix;
algo después el cólera —un brote que felizmente no llegó a mayores— y el
peligro del malón, que si bien no se concretaría nunca, mantuvo a la gente en
jaque a lo largo de un lustro en que partidos limítrofes conocieron la
tribulación por el indio. Dejando atrás la época heroica, pasaré por alto
tantas otras visitas de gobernadores, diputados, candidatos de toda laya, amén
de cómicos y uno o dos gigantes del deporte. Para morderme la cola concluiré
esta breve lista con la fiesta del Centenario de la Fundación,
genuino torneo de oratoria y homenajes.
Como he de
comunicar un hecho de primer orden, presento mis credenciales al lector. De
espíritu amplio e ideas avanzadas, devoro cuanto libro atrapo en la librería
de mi amigo el gallego Villarroel, desde el doctor Jung hasta Hugo, Walter
Scott y Goldoni, sin olvidar el último tomito de Escenas matritenses. Mi
meta es la cultura, pero bordeo los “malditos treinta años” y de veras
temo que me quede por aprender más de lo que sé. En resumen, procuro seguir el
movimiento e inculcar las luces entre los vecinos, todos bellas personas,
platita labrada, eso sí muy afectos a la siesta que hereditariamente acunan
desde la edad media y el oscurantismo. Soy docente —maestro de escuela— y
periodista. Ejerzo la cátedra de la péndola en modestos órganos locales, ora factotum
de El Mirasol (título mal elegido, que provoca pullas y atrae una
enormidad de correspondencia errónea, pues nos toman por tribuna cerealista),
ora de Nueva Patria.
El tema de
esta crónica ofrece una particularidad que no quiero omitir: no sólo ocurrió el
hecho en mi pueblo; ocurrió en la manzana donde transcurre mi vida entera,
donde se halla mi hogar, mi escuelita —segundo hogar— y el bar de un hotel
frente a la estación, al que acudimos noche a noche, en altas horas, el núcleo
con inquietud de la juventud lugareña. El epicentro del fenómeno, el foco si
prefieren, fue el corralón de don Juan Camargo, cuyos fondos lindan por el
costado este con el hotel y por el norte con el patio de casa. Un par de
circunstancias, que no cualquiera vincularía, lo anunciaron: me refiero al
pedido de los libros y al retiro del molinete de riego.
Las
Margaritas, el petit-hotel
particular de don Juan, verdadero chalet provisto de florido jardín
a la calle, ocupa la mitad del frente y apenas parte del fondo del terreno del
corralón, donde se amontonan incalculables materiales, como reliquias de buques
en el fondo del mar. En cuanto al molinete, giró siempre en el apuntado jardín,
al extremo de configurar una de las más viejas tradiciones y una de las más
interesantes peculiaridades de nuestro pueblo.
Un día
domingo, a principios de mes, misteriosamente el molinete faltó. Como al cabo
de la semana no había reaparecido, el jardín perdió color
y brillo. Mientras muchos miraron sin ver, hubo uno a
quien la curiosidad embargó desde el
primer momento. Ese
uno infestó a otros, y a la noche, en
el bar, frente a la estación, la muchachada bullía
de preguntas y
comentarios. De tal modo,
al calor de
una comezón ingenua,
natural, destapamos algo que tenía poco de natural y resultó una
sorpresa. Bien sabíamos que don Juan no era hombre de cortar el agua del
jardín, por descuido, un verano seco.
Por de pronto lo reputamos pilar del pueblo. Con fidelidad la estampa
retrata el carácter de nuestro cincuentón, elevada estatura, porte corpulento,
cabello cano peinado en dóciles mitades, cuyas ondas dibujan arcos paralelos a
los del bigote y a los interiores de la cadena del reloj. Otros detalles
revelan al caballero chapado a la antigua: breeches, polainas de cuero,
botín. En su vida, regida por la moderación y el orden, nadie, que yo recuerde,
computó una debilidad, llámela borrachera, mujerzuela o traspié político. En un
ayer que de buen grado olvidaríamos —¿quién de nosotros, en materia de infamia,
no arrojó su canita al aire?— don Juan se mantuvo limpio. Por algo le reconocieron
autoridad los mismos interventores de la Cooperativa, etcétera, gente muy poco
espectable, francamente pelandrunes. Por algo en años ingratos aquel bigotazo
constituyó el manubrio del que la familia sana del pueblo se mantuvo colgada.
Obligatorio
es reconocer que este varón señero milita ideas de viejo cuño y que nuestras
filas, de suyo idealistas, hasta ahora no produjeron prohombres de temple
comparable. En un país nuevo, las ideas nuevas carecen de tradición. Ya se sabe, sin tradición no hay estabilidad.
Por arriba
de esta figura, nuestra jerarquía ad usum no pone a nadie, salvo a doña
Remedios, madre y consejera única de tan abultado hijo. Entre nosotros, no sólo
porque manu militari arregla cuanto conflicto le someten o no, la
llamamos Remedio Heroico. Aunque burlesco, el mote es cariñoso.
Para
completar el cuadro de quienes viven en el chalet, ya no falta sino un
apéndice indudablemente menor, el ahijado, don Tadeíto, alumno del turno de la
noche de mi escuela. Como doña Remedios y don Juan no toleran casi nunca
extraños en la casa, ni en calidad de colaboradores ni de invitados, el
muchacho reúne sobre la testa los títulos de peón y dependiente del corralón y
de sirvientillo de Las Margaritas. Agreguen a lo anterior que el pobre
diablo acude regularmente a mis clases y comprenderán por qué respondo con
cajas destempladas a cuantos, por pifia y maldad pura, le endosan el sonsonete
de un apodo. Que olímpicamente lo rechazaran del servicio militar me tiene sin
cuidado porque de envidioso no peco.
El domingo
en cuestión, a una hora que se me extravió entre las dos y las cuatro de la
tarde, llamaron a mi puerta, con el deliberado afán, a juzgar por los golpes,
de voltearla. Tambaleando me incorporé, murmuré “No es otro”, proferí palabras
que no están bien en boca de un maestro y como si esta no fuera época de
visitas desagradables abrí, seguro de encontrar a don Tadeíto. Tuve razón. Ahí
sonreía el alumno, con la cara tan flacucha que ni siquiera servía de pantalla
contra el sol, de lleno en mis ojos. A lo que entendí solicitaba a boca de
jarro y con esa voz que de pronto se ahuyenta, textos de primer grado, segundo
y tercero. Irritadamente inquirí:
—¿Podrías
informar para qué?
—Pide
padrino —contestó.
En el acto
entregué los libros y olvidé el episodio como si fuera parte de un sueño.
Horas después,
cuando me dirigía
a la estación
y alargaba el camino con una vuelta para matar el tiempo, advertí en Las
Margaritas la falta del molinete.
Lo comenté en el
andén, mientras esperábamos
el expreso de Plaza de las 19:30
que llegó a las 20:54, y lo comenté a la noche, en el bar. No me referí al pedido de textos ni menos aun
vinculé un hecho con otro, porque al primero, ya dije, lo registré apenas en la
memoria.
Supuse que
tras un día tan movido retomaríamos el tranco habitual. El lunes, a la hora de
la siesta, alborozadamente me dije: “Esta va de veras”, pero todavía
cosquilleaba el fleco del poncho la nariz, cuando empezó el estruendo.
Murmurando: “Y hoy qué le ha dado. Si lo pesco a las patadas en la puerta
pagará lágrimas de sangre", enfilé las alpargatas y me encaminé al zaguán.
—¿Ya es una
costumbre interrumpir a tu maestro? —espeté al recibir de vuelta la pila
de libros.
La sorpresa
me confundió enteramente, porque oí por toda contestación.
—Pide
padrino los de tercero, cuarto y quinto.
Logré
articular:
—¿Para qué?
—Pide
padrino —explicó don Tadeíto.
Entregué
los libros y volví al lecho, en pos del sueño. Admito que dormí, pero lo hice,
ruego que me crean, en el aire.
Luego,
camino de la estación, comprobé que el molinete no había retomado su puesto y
que el tono amarillo se difundía en el jardín. Conjeturé, por lógica, despropósitos
y en pleno andén, mientras el físico se lucía ante frívolas bandadas de
señoritas, la mente aún trabajaba en la interpretación del misterio.
Mirando la
luna, enorme allá por el cielo, uno de nosotros, creo que Di Pinto, entregado
siempre a la quimera romántica de quedar como hombre de campo (¡por favor, ante
los amigos de toda la vida!), comentó:
—La luna se
hizo de seca. No atribuyamos, pues, a un pronóstico de lluvia el retiro del
artefacto. ¡Su móvil habrá tenido nuestro don Juan!
Badaracco,
mozo despierto, que presenta un lunar, porque en otra época, aparte del sueldo
bancario, cobraba un tanto por delación, me preguntó:
—¿Por qué
no apestillas al respecto al taradito?
—¿A quién?
—interrogué por decoro.
—A tu
alumno —respondió.
Aprobé el
temperamento y lo apliqué esa misma noche, después de clase. Traté de marear
primero a don Tadeíto con la perogrullada de que la lluvia entona al vegetal,
para atacar por fin a fondo. El diálogo fue como sigue:
—¿Se
descompaginó el molinete?
—No.
—No lo veo
en el jardín.
—¿Cómo lo
va a ver?
—¿Por qué
cómo lo voy a ver?
—Porque
está regando el depósito.
Aclaro que
entre nosotros llamamos depósito "a la última barraca del corralón, donde
don Juan amontona los materiales de poca venta, por ejemplo, estrafalarias
estufas y estatuas, monolitos y malacates.
Urgido por
el deseo de notificar a los muchachos de la novedad sobre el molinete, ya
despachaba a mi alumno sin interrogarlo sobre el otro punto. Recordar y chillar
fue todo uno. Desde el zaguán don Tadeíto me miró con ojos de oveja.
—¿Qué hace
don Juan con los textos? —grité.
—Y...
—gritó de vuelta— los deposita en el depósito.
Alelado
corrí al hotel. Ante mis comunicaciones, tal como lo preví, cundió la
perplejidad entre la juventud. Todos formulamos alguna opinión, pues el buen
callar en aquel momento era un bochorno, y por fortuna nadie prestó oídos a
nadie. O quizá prestara oídos el patrón, el enorme don Pomponio del vientre
hidrópico, a quien los del grupo a gatas distinguimos de las columnas, mesas y
vajilla, porque la soberbia del intelecto nos ofusca. La voz de bronce, apagada
por ríos de ginebra, de don Pomponio, llamó al orden. Siete caras miraron para
arriba y catorce ojos quedaron pendientes de una sola cara roja y brillante,
que se partía en la boca, para inquirir:
—¿Por qué
no se dan traslado en comitiva y piden explicación a don Juan en persona?
El sarcasmo
despabiló a uno, de apellido Aldini, que estudia por correspondencia y lleva
corbata blanca. Enarcando cejas me dijo:
—¿Por qué
no ordenas a tu alumno que espíe las conversaciones entre doña Remedios y don
Juan? Después le aplicas la picana.
—¿Qué
picana?
—Tu
autoridad de maestro ciruela —aclaró con odio.
—¿Don
Tadeíto tiene memoria? —preguntó Badaracco.
—Tiene
—afirmé—. Lo que entra en su caletre, por un rato queda fotografiado.
—Don Juan
—continuó Aldini— para todo se aconseja de doña Remedios.
—Ante un
testigo como el ahijado —declaró Di Pinto— hablarán con entera libertad.
—Si hay
misterio, saldrá a relucir —vaticinó Toledo.
Chazarreta,
que trabaja de ayudante en la feria, gruñó:
—Si no hay
misterio ¿qué hay?
Como el
diálogo se desencaminaba, Badaracco, famoso por la ecuanimidad, contuvo a los
polemistas:
—Muchachos
—los reconvino—, no están en edad de malgastar energías.
Para tener
la última palabra, Toledo repitió:
—Si hay
misterio, saldrá a relucir.
Salió a
relucir pero no sin que antes giraran días enteros.
A la otra
siesta cuando me hundía en el sueño resonaron, cómo no, los golpes. A juzgar
por las palpitaciones, resonaron a un tiempo en la puerta y en mi corazón. Don
Tadeíto traía los libros de la víspera y reclamaba los de primer año, segundo y
tercero, del ciclo secundario. Porque el texto superior escapa a mi órbita,
hubo que comparecer en el negocio de librería de Villarroel, a vivo golpe en la
puerta despertar al gallego y aplacarlo posteriormente con la satisfacción de
que don Juan reclamaba los libros. Como era de temer e! gallego preguntó:
—¿Qué mosca pico al tío ese? En la perra vida compró un libro y a
la vejez viruela. Va de suyo que el muy chulo los pide en préstamo.
—No lo tome
a la tremenda, gallego — le razoné con palmaditas— Por lo amargado parece
criollo.
Referí los
pedidos previos de textos primarios y mantuve la más estricta reserva en cuanto
al molinete, de cuya desaparición, según él mismo me dio a entender, estaba
perfectamente compenetrado. Con los libracos
de bajo del brazo, agregué:
—A la noche
nos reunimos en el bar del hotel para debatir todo esto. Si quiere aportar su
grano de arena, allá nos encuentra.
En el
trayecto de ida y vuelta no vimos un alma, salvo al perro barcino del
carnicero, que debía de estar de nuevo empachado, porque en sus cabales ni el
más humilde irracional se expone a la resolana de las dos de la tarde.
Adoctriné
al discípulo para que me reportara verbatim las conversaciones entre don
Juan y doña Remedios. Por algo afirman que en el pecado está el castigo. Esa
misma noche emprendí una tortura que, en mi gula de curioso, no había previsto
escuchar aquellos coloquios puntualmente comunicados, interminables y de lo
más insulsos. De cuando en cuando llegó a la punta de mi lengua alguna ironía
cruel sobre que me tenían sin cuidado las opiniones de doña Remedios acerca de
la última partida de jabón amarillo y la franeleta para el reuma de don Juan,
pero me refrené, pues ¿cómo delegar en el criterio del mozo la estimación de lo
que era importante o no?
Por
descontado que al otro día me interrumpió la siesta con los libros en
devolución para Villarroel. Ahí se produjo la primera novedad: don Juan dijo
don Tadeíto, ya no quería textos; quería diarios viejos, que él debía procurar
al kilo, en la mercería, la carnicería y la panadería. A su debido tiempo me
enteré de que los diarios, como antes los libros, iban a parar al depósito.
Después hubo
un período en que no
ocurrió nada. El alma
no tiene arreglo: eché de menos los mismos golpes que antes me arrancaban de
la siesta. Quería que pasara algo, bueno o malo. Habituado a la vida intensa,
ya no me resignaba a la pachorra. Por fin una noche el alumno, tras un prolijo
inventario de los efectos de la sal y otras materias nutritivas en el organismo
de doña Remedios, sin la más leve alteración de tono que preparara para un
cambio de tema, recitó:
—Padrino
dijo a doña Remedios que tienen una visita viviendo en el depósito y que por
poco no se la lleva por delante los otros días, porque miraba a una especie de
columpio de parque de diversiones al que no había dado entrada en los libros y
que él no perdió el aplomo aunque el estado de la misma daba lástima y le
recordaba un bagre boqueando fuera de la laguna. Dijo que atinó a traer un
balde lleno de agua, porque sin pensarlo comprendió que le pedían agua y él no
iba a permitir cruzado de brazos que un semejante muriera. No obtuvo resultado
apreciable y prefirió acercar un bebedero a tocar la visita. Llenó el bebedero
a baldazos y no obtuvo resultado apreciable. De pronto se acordó del molinete y
como el médico de cabecera que prueba, dijo, a tientas los remedios para salvar
a un moribundo, corrió a buscar el molinete y lo conectó. A ojos vista el
resultado fue apreciable porque el moribundo revivió como si le cayera de lo
más bien respirar el aire mojado. Padrino dijo que perdió un rato con su
visita, porque le preguntó como pudo si necesitaba algo y que la visita era
francamente avispada y al cabo de un cuartito de hora ya picoteaba por acá y
por allá alguna palabra en castilla y le pedía los rudimentos para instruirse.
Padrino dijo que mandó al ahijado a pedir los textos de los primeros grados al
maestro. Como la visita era francamente avispada aprendió todos los grados en
dos días y en uno lo que tuvo ganas del bachillerato. Después, dijo padrino, se
puso a leer los diarios para enterarse de cómo andaba el mundo.
Aventuré la
pregunta:
—¿La conversación fue hoy?
—Y, claro —contestó—, mientras
tomaban el café.
—¿Dijo algo
más tu padrino?
—Y, claro,
pero no me acuerdo.
—¿Cómo no
me acuerdo? —protesté airadamente.
—Y, usted
me interrumpió —explicó el alumno.
-Te doy la razón. Pero no me vas a dejar así —argumenté—, muerto
de curiosidad. A ver, un esfuerzo.
—Y, usted
me interrumpió.
—Ya sé. Te
interrumpí. Yo tengo toda la culpa.
—Toda la
culpa —repitió.
—Don
Tadeíto es bueno. No va a dejar así al maestro, en la mitad de la charla, para
seguir mañana o nunca.
Con honda
pena repitió:
—O nunca.
Yo estaba
contrariado, como si me sustrajeran una ganancia de gran valor. No sé por qué
reflexioné que nuestro diálogo consistía en repeticiones y de repente entreví
en eso mismo una esperanza. Repetí la última frase del relato de don Tadeíto:
—Leyó los
diarios para enterarse de cómo andaba el mundo.
Mi alumno continuó indiferentemente:
—Dijo
padrino que la visita quedó pasmada al enterarse de que el gobierno de este
mundo no estaba en manos de gente de lo mejorcito, sino más bien de medias
cucharas, cuando no de pelafustanes. Que tal morralla tuviera a su arbitrio la
bomba atómica, dijo la visita, era de alquilar balcones. Que si la tuviera a su
arbitrio la gente de lo mejorcito, acabaría por tirarla, porque está visto que
si alguien la tiene, la tira; pero que la tuviera esa morralla no era serio.
Dijo que en otros mundos antes de ahora descubrieron la bomba y que tales
mundos fatalmente reventaron. Que los tuvo sin cuidado que reventaran, porque
estaban lejos, pero que nuestro mundo está cerca y que ellos temen que una explosión
en cadena los envuelva.
La
increíble sospecha de que don Tadeíto se burlaba de mí, me llevó a interrogarlo
con severidad:
—¿Estuviste
leyendo Sobre cosas que se ven en el cielo del doctor Jung?
Por fortuna
no oyó la interrupción y prosiguió:
—Dijo
padrino que la visita dijo que vino de su planeta en un vehículo especialmente
fabricado a puro pulmón, porque por allá escasea el material adecuado y que es
el fruto de años de investigación y trabajo. Que vino como amigo y como
libertador, y que pedía el pleno apoyo de padrino para llevar adelante un plan
para salvar el mundo. Dijo padrino que la entrevista con la visita tuvo lugar
esta tarde y que él, ante la gravedad, no trepidó en molestar a doña Remedios,
para recabarle su opinión, que desde ya descontaba era la suya.
Como la
pausa inmediata no concluía, pregunté cuál fue la respuesta de la señora.
—Ah, no sé
—contestó.
—¿Cómo ah
no sé? —repetí enojado de nuevo.
—Los dejé
hablando y me vine, porque era hora de clase. Pensé yo solo: cuando no llego
tarde el maestro se pone contento.
Envanecida
la cara de oveja esperaba congratulaciones. Con admirable presencia de ánimo
reflexioné que los muchachos no creerían mi relato, si no llevaba como testigo
a don Tadeíto. Violentamente lo empuñé de un brazo y a empujones lo llevé hasta
el bar. Ahí estaban los amigos, con el agregado del gallego Villarroel.
Mientras tenga memoria
no olvidaré aquella noche.
—Señores
—grité, a tiempo que proyectaba a don Tadeíto contra nuestra mesa—. Traigo la
explicación de todo, una novedad de envergadura y un testigo que no me dejará
mentir Con lujo de detalle don Juan comunicó el hecho a su señora madre y mi
fiel alumno no perdió palabra. En el depósito del corralón, aquí nomás, pared
por medio, está alojado —¿adivinen quién?— un habitante de otro mundo. No se
alarmen, señores aparentemente el viajero no dispone de constitución robusta,
ya que tolera mal el aire seco de nuestra ciudad —todavía resultaremos
competidores de Córdoba— y para que no muera como pescado fuera del agua, don
Juan le enchufó el molinete, que de continuo humedece el ambiente del depósito.
Es más, aparentemente el móvil del arribo del monstruo no debe provocar
inquietud. Llegó para salvarnos, persuadido de que el mundo va camino de
estallar por la bomba atómica y a calzón quitado informó a don Juan de su punto
de vista. Naturalmente, don Juan, mientras degustaba el café, consultó con
doña Remedios. Es de lamentar que este mozo aquí presente —agité a don Tadeíto,
como si fuera monigote— se retiró justo a tiempo de no oír la opinión de doña
Remedios, de modo que no sabemos qué resolvieron.
—Sabemos
—dijo el librero, moviendo como trompa labios mojados y gordos.
Me incomodó
que me corrigieran la plana en una novedad de la que me creía único
depositario Inquirí:
—¿Qué
sabemos?
—No se
amosque usted —pidió Villarroel, que ve bajo el agua—. Si es como usted dice
aquello de que el viajero muere si le
quitan el molinete, don Juan le condenó a morir. De casa acá pasé frente a Las
Margaritas y a la luz de la luna vi perfectamente el molinete que regaba
el jardín como antes.
—Yo también
lo vi —confirmó Chazarreta.
—Con la
mano en el corazón —murmuró Aldini— les
digo que el viajero no mintió.
Tarde o temprano reventamos con la bomba atómica. No veo escapatoria.
Como
hablando solo preguntó Badaracco:
—No me
digan que esos viejos, entre ellos, liquidaron nuestra última esperanza.
—Don Juan
no quiere que le cambien su composición de lugar —opinó el gallego—. Prefiere
que este mundo estalle, a que la salvación venga de otros. Vea usted, es una
manera de amar a la humanidad.
—Asco por
lo desconocido —comenté—. Oscurantismo.
Afirman que
el miedo aviva la mente. La verdad es que algo extraño flotaba en el bar
aquella noche, y que todos aportábamos ideas.
—Coraje,
muchachos, hagamos algo —exhortó Badaracco—. Por amor a la humanidad.
—¿Por qué
tiene usted, señor Badaracco, tanto amor a
la humanidad?— preguntó el gallego.
Ruborizado, Badaracco balbuceó:
—No sé.
Todos sabemos.
—¿Qué sabemos,
señor Badaracco? ¿Si usted piensa en los hombres, los encuentra admirables? Yo
todo lo contrario: estúpidos, crueles, mezquinos, envidiosos —declaró
Villarroel.
—Cuando hay
elecciones —reconoció Chazarreta—, tu bonita humanidad se desnuda rápidamente y
se muestra tal cual es. Gana siempre el peor.
—¿El amor por
la humanidad es una frase hueca?
—No, señor
maestro —respondió Villarroel— Llamamos amor a la humanidad, a la compasión por
el dolor ajeno y a la veneración por las obras de nuestros grandes ingenios,
por el Quijote del Manco Inmortal, por los cuadros de Velázquez y de
Murillo. En ninguna de ambas formas vale ese amor como argumento para demorar
el fin del mundo. Sólo para los hombres existen las obras y después del fin del
mundo —el día llegará, por la bomba o por muerte natural— no tendrán ni justificación
ni asidero, créame usted. En cuanto a la compasión, sale gananciosa con un fin
próximo... Como de ninguna manera nadie escapará a la muerte ¡qué venga pronto,
para todos, que así la suma del dolor será la mínima!
—Perdemos
tiempo en el preciosismo de una charla académica y aquí nomás, pared por medio,
muere nuestra última esperanza —dije con una elocuencia que fui el primero en
admirar.
—Hay que
obrar ahora —observó Badaracco—. Pronto será tarde.
—Si le
invadimos el corralón, don Juan a lo mejor se enoja —apuntó Di Pinto.
Don
Pomponio, que se arrimó sin que lo oyéramos y por poco nos derriba con el
susto, propuso:
—¿Por qué
no destacan a este mozo don Tadeíto como piquete de avanzada? Sería lo
prudente.
—Bueno
—aprobó Toledo—. Que don Tadeíto conecte el molinete en el depósito y que
espíe, para contarnos cómo es el viajero de otro planeta.
En tropel
salimos a la noche, iluminada por la impasible luna. Casi llorando rogaba Badaracco:
—Generosidad,
muchachos. No importa que pongamos en peligro el pellejo. Están pendientes de
nosotros todas las madres y todas las criaturas del mundo.
Frente al
corralón nos arremolinamos, hubo marchas y contramarchas, cabildeos y corridas.
Por fin Badaracco juntó coraje y empujó adentro a don Tadeíto. Mi alumno volvió
después de un rato interminable, para comunicar:
—El bagre
se murió.
Nos
desbandamos tristemente. El librero regresó conmigo. Por una razón que no
entiendo del todo su compañía me confortaba.
Frente a Las
Margaritas, mientras el molinete monótonamente regaba el jardín, exclamé:
—Yo le echo en cara la falta de curiosidad —para agregar con la
mirada absorta en las constelaciones—. Cuántas Américas y Terranovas infinitas
perdimos esta noche.
—Don Juan
—dijo Villarroel— prefirió vivir en su ley de hombre limitado. Yo le admiro el
coraje. Nosotros dos, ni siquiera a entrar aquí nos atrevemos.
Dije:
—Es tarde.
—Es tarde
—repitió.
Adolfo
Bioy Casases: El
lado de la sombra (1962).
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