Otra, como tantas veces, llegó Mateo a su
casa cayéndose de borracho. Llamó a su mujer y a su hija. Cogió dos cuchillos y
se puso a amolarlos, uno con otro, porque le daba placer asustar a la gente más
débil que él; después, hundió el filo de los cuchillos en un horcón. Vomitó
unas palabrotas y, entre los azules Mamarones del alcohol, dijo lo que muchas
veces tuvo ganas de decir:
—¡Ya me aburrí de vos, Antonia!...
¡Tengo... otra mujer!... ¡Ahi te dejo con esa... mocosa!...
Y se fue garabateando su borrachera sobre
el polvazal del camino.
Antonia lo miró alejarse y se refugió en
los brazos de su hija, quien tuvo el acierto de no decir nada.
“Flor d’itabo”, llamaban a la hija de Mateo
y Antonia, porque alguien dijo que “era palideja y amarga como flor d’itabo, y
que había brotao entre cuchillos enconosos”.
También, como la flor del itabo, gustaba de
los parajes altos, para mirar, hacia el poniente, los trapos multicolores de
que se despoja el día.
—¿Por qué, m’hijita, te gusta tanto ver
ponerse’l sol?
Y Flor d’itabo trató de explicarlo con la
limitación de su lenguaje.
Dijo, a su modo, que le gustaba ver cómo se
fundían los colores en el cielo, originando nuevos y variados matices, y que
ella poseía la facultad de descubrir armonías cromáticas donde nadie las veía,
o que quizás los colores estaban dentro de ella misma.
La madre no comprendió nada de aquello y
tuvo miedo por la salud de su hija.
Por ahí cerca estaba la fábrica de carretas
de Gabino Sojo.
Flor d’itabo pidió permiso a su madre para
buscar trabajo en el taller. Quería... decorar carretas. Quería trabajar en lo
suyo, en lo que le salía de adentro, porque su sensibilidad estaba llena de
colores.
La fábrica de carretas estaba en una vieja
casona, sobre una altiplanicie, desde donde se veía una vasta extensión de
potreros, rastrojos y sembrados caprichosamente dispuestos en triángulos,
manchas y cuadriláteros, iluminados con los brochazos del sol, como uno de esos
seductores cuadros que nadie entiende.
Una veranera roja extendía su sombra
violeta sobre el camino amarillo. Flor d’itabo dibujaba nuevas plantillas,
coloreando luego laterales y compuertas con trazos estilizados... y todas las
carretas se iban llenando de ritmos ornamentales, con dibujos y colores
inspirados en las yerbas y en las nubes.
Después, pasaban aquellas carretas como una
exposición ambulante de dibujos decorativos, invitando a las gentes con el
rítmico cacareo de las bocinas.
—¡Qué bonita carreta!... ¿Onde te la
pintaron?
—¿Onde iba’ser?... Onde Gabino Sojo. La
pintó Flor d’itabo.
Y la fama de la decoradora de carretas se
había extendido por todo el pueblo, por todos los pueblos vecinos y más allá,
mucho más allá, de uno a otro lado, hasta donde verdean los mares.
Otro de tantos días, Mateo resolvió
quitarle su hija a la madre, y hacia el atardecer fue llegando a la fábrica de
carretas. Iba con aspecto dominante y decidido. Al llegar a la tranquera del
taller, vio á su mujer que le llevaba el café a la muchacha.
La llamó.
—Vengo por Flor d’itabo —dijo, sin mis
rodeos.
—¿Me la querés quitar?
—¡Sí!
—¡Note la doy!
—¡Es m’hija!
Antonia lo pensó y dijo resueltamente:
—Flor d’itabo no es hija tuya.
Mateo quedó un momento desconcertado. Luego
resolvió echarse sobre su mujer para golpearla, pero de pronto se contuvo.
—¿Quién es entonces el tata pa...?
—¡Es hija mía, yo soy el tata! —lo
interrumpió la voz de Gabino Sojo que en aquel momento se aproximaba.
Mateo abrió la boca para decir un insulto,
pero se arrepintió al mirar que Gabino desenvainaba una larga cruceta.
—¡Mi’alegro! —dijo Mateo cobardemente—. Así
no tengo nada que ver con ninguna de las dos.
Y se marchó balanceando los brazos más de
la cuenta.
El dueño de la fábrica de carretas y la
madre de Flor d’itabo quedaron frente a frente.
—Perdóneme, Antonia —dijo él.
—Gracias, Gabino —dijo ella.
Carlos Salazar Herrera
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