jueves, 11 de agosto de 2011
Sobre el arte de andar
Una anciana dama italiana, de ilustre familia toscana, preguntada a su regreso de los Estados Unidos por lo que en Nueva York más le había llamado la atención, respondió: «Que la gente no sabe andar. Quien ha visto pasear a la gente en Florencia y en Pisa, en Siena o en Parma, en los primeros años de este siglo, sabe cuan bella y armoniosamente puede caminar el ser humano». Sin duda, en los paseos provincianos de la vieja Europa, en las alamedas y en las pinetas, se dan las últimas lecciones de bien andar. El elogio de esta gracia es muy antiguo, y se podría fácilmente ser erudito ahora, haciendo un resumen de citas. Pero de lo que se trata es de preguntarse si al tiempo en que hay que abrir escuela para enseñar a las gentes esa facultad del alma que es el diálogo, también hay que hacerlo para esa facultad del cuerpo que es el andar. Ya se enseñó a andar, y por los jesuitas precisamente, en el siglo XVIII, en los colegios en los que había cátedra de danza. Paul Hazard y Baldensperger le han dedicado al programa de esta cátedra en los colegios de la Compañía deliciosas páginas; se enseñaba a andar como introducción a la danza, y salían los alumnos con un caminar grave y civil, y humanamente reverencioso. En Viena se enseñó el arte de andar en la Escuela de Pajes, y a subir reposado, erguido el cuerpo, las imperiales escaleras; se enseñaba a andar a la italiana, es decir, a la milanesa, con un braceo airoso, que Metternich conservó hasta el final de su vida; pero en Viena las reverencias se hacían a la española, con los tiempos que marcaba el ceremonial borgoñón de los Austrias, y que falta hacía ese corsé para sujetarnos a los españoles —vale decir a la gente de Toledo, Sevilla y Madrid—, que según Lope parecíamos «hijos del aire en el aire del andar».
Yo no tengo a mano el estupendo libro de Hans Roger Madol, Godoy, el primer dictador de nuestro tiempo, para copiar literalmente la escena que presenció en Roma el caballero Hauser, agente de Viena, hallándose desterrados en la Ciudad Eterna Carlos IV y María Luisa, y con ellos el príncipe de la Paz. Godoy, que fue el último español que supo andar y hacer reverencias a la borgoñona, a instancias de María Luisa, se vistió de gran gala por distraer a sus señores y para que Hauser lo viese en todo su esplendor, aunque melancólico exiliado. Exil umbral, dijo el latino. «El exiliado es como una sombra». Entraba Godoy vestido de capitán general, vicioso de bandas y placas, y la reina le mandaba caminar, porque luciera su insólita gentileza. ¡Mucho mejor caminaba que Metternich! Y decía la reina:
—¡Qué hermoso es!
—¡Sí, qué hermoso es!—, respondía Carlos IV.
Y en verdad debía ser tan hermoso como ver evolucionar en el picadero a un caballo español de la alta escuela. En Viena se sabía apreciar eso, y Hauser era un conocedor.
En Brünn, la capital de Moravia, está el castillo de Spielberg, donde encerraban a los patriotas italianos que combatían al Austria en Venecia y en Milán. Silvia Pellico tuvo prisiones allí. Pues de un policía austriaco es esta observación: «Aún vestidos de harapos, sucios, enflaquecidos por la miseria y el dolor, hacen del patio del castillo un salón cuando se les deja subir a tomar el sol». Tanta era la animada gracia de sus conversaciones, de sus paseos, de sus juegos. Eran los más lombardos, vénetos, tridentinos.
Y volviendo a Godoy y a los Borbones: éstos podían ser jueces excelentes en maneras de andar en corte, campo y paseo. Era de rigor que se les enseñase a los infantes el andar de Nápoles, corregido en Versalles nada menos que por un mariscal de Francia, el señor mariscal de Villeroy, ayo de Luis XV. Pierre Gaxotte, en su extraordinario libro Le siécle de Louis XV, reproduce un informe del embajador turco en París, Mehemet Efiendi, el año 1720. «El rey —escribe el turco a la Sublime Puerta— parecía encantado examinando nuestros trajes y nuestras armas. El mariscal me preguntó:
—¿Qué decís de la hermosura de mi rey?
—¡Que Dios sea alabado —le respondí yo— y lo libre del mal de ojo!
—No tiene más que once años y cuatro meses —añadió él—. ¿No os parece maravillosamente proporcionado? Notad cuan hermosos son sus cabellos.
Diciendo esto, hizo girar al rey, y yo consideré sus cabellos de jacinto, acariciándolos. Eran como hilos de oro, bien iguales, y le llegaban a la cintura.
—Su marcha —dijo el ayo real—, es muy bella.
Y pidió al rey:
—Señor, caminad, que se os vea bien.
El rey, con el andar majestuoso de la perdiz, avanzó hacia el centro del salón y regresó hacia nosotros».
La escena, como ha comentado el propio Gaxotte en otro lugar, tient du piquante. El turco se retiró pidiendo a Dios que conservase tan hermosa y gentil criatura. .. Yo no digo que para consuelo de la ilustre dama italiana que regresa decepcionada de Nueva York, se enseñe el andar borgoñón y el de Nápoles, ni la démarche del señor mariscal. Pero el caminar sosegado, mientras se conversa, por las alamedas y las plazas de las ciudades provincianas de Europa, eso sí. Es una asignatura importante de la escuela civil de buenas maneras, en un siglo entregado a la barbarie de la prisa, el codazo y el empujón.
Álvaro Cunqueiro
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