miércoles, 28 de marzo de 2012

Como la luz

  Llevaba Berte en la casa más de un año de servicio y aún no había visto un momento la sonrisa de sus amos. Había tenido la desgracia de entrar sucediendo a un golfo descarado, un ladronzuelo, que en pocos días hizo más estragos que un vendabal, y dieron por seguro que el nuevo botones sería, como el antiguo, un pillo de siete suelas. Así, desde el primer momento, la sospecha le envolvía como negra nube; todos se creían con derecho a vigilarle y a observar sus menores actos: si el gato se llevaba un filete, a Pancho le atribuían el desmán, y las travesuras de Federico, Riquín, el hijo de la casa, se las colgaban al servidorcillo con tanta más facilidad cuanto que éste se las dejaba colgar mansamente. ¿Qué no hubiese hecho él por favorecer a Riquín? El pescuezo que le cortasen.
  Y es que Riquín, dos años menor que el botones, era el único ser que le mostraba amistad. A escondidas de sus padres, que reprobaban tales familiaridades, galopineaba con él, le daba golosinas y le tiraba de las orejas. Esto último lo hacía porque lo había visto hacer a su padre; pero eran muy distintos los tirones del señor de los de Riquín. Aquellos dolían; estos tenían miel. Berte se hubiese arrodillado para suplicar a Riquín que le estirase las orejas un poco.
  Los dos chicos se juntaban para charlar, y Berte contaba cosas de la aldea. A Riquín, las cosas de la aldea le gustaban mucho. Sentía que su padre, en verano le enchiquerase en San Sebastián, en vez de llevarle buenamente a las Pereiras, su hermosa finca galiciana. De allí, de las Pereiras, era Pancho: allí trabajaba un lugar su familia. ¡Lo que se divertían en las Pereiras! Había un río, y en él se pescaban truchas, cangrejos de agua dulce, y en las represas, anguilas gordas; había prados, y en ellos, vacas rojas, ternerillos, yeguas peludas y salvajes, mariposas coloreadas, y, a miles, manzanos, perales, viñas, mimbrales; fresas rojas diminutas, llamadas amores, en el bosque, y nidos de oropéndolas, y tantos tesoros, que ambos niños no acababan de contarlos nunca.
  -Un día -declaró, gravemente, Riquín-, yo y tú nos escapamos y nos vamos, corre, corre, a las Pereiras.
  -¿Y el dinero para el tren? -objetó Berte, no desmintiendo la previsión económica de su raza.
  -Nos lo da papá, tonto.
  -No querrá, señorito...
  -Se lo cogeremos de la mesa de noche.
  -¡Madre del Corpiño! ¡Nos valga Dios! Al señorito bueno, no le pegarían; pero a mí me acababan a palos. Discurrid otra cosa, Don Riquín.
  Discurrían, discurrían... Y aplazaban el discurso definitivo para allá, cuando fuese el tiempo de las frutas, el tiempo gustoso de la aldea. Berte, diplomático, engañaba así la impaciencia de su amigo. En su cautela, de oprimido que se defiende, comprendía que todo el viaje a las Pereiras era un sueño. Y como sueño lo cultivaba, como sueño se recreaba en él. Cerrando los ojos, veía los castañares, la honda corriente del Ameige reflejando allá en su fondo la luna, la pradería de verde felpa, la yegua brava en que montaba en pelo, sin siquiera un ramal. Veía las caras amadas, aunque regañonas: la madre brusca, el padre descargándole con el zueco un sosquín, los hermanillos de rotos calzones y camisilla de estopa, la abuela impedida, siempre meneando la cabeza como un péndulo. Y todo esto le bullía en el corazón, le cosquilleaba en el alma, con un cosquilleo de ternura infinita. Pensaba que mejor fuera no haber salido de allí. Pero le dijeron: "Anda a ganarlo". ¡Ganarlo! Ni un
céntimo de salario le habían dado, por ahora. "Cuando sepas." Berte creía saber. Hasta por momentos suponía que nadie entre la servidumbre sabía tanto... Porque no existía labor que no le encomendaran. Sin obligación fija, hacía la general. La doncella le endosaba sacudido y cepillado de vestidos; a la cocinera no había cosa en que no tuviese que "echarle una mano"; el ayuda de cámara le encajaba el lustrado de botas; el criado de comedor le pasaba el sidol para la plata... Y, al mismo tiempo, la hostilidad contra el chiquillo era constante. Al acostarse, Berte lloraba resignado, pero muy triste. Riquín le llevaba dulces, piedras de azúcar, alcachofas finas de pan, que sustraía del canastillo.
  -No coja nada para mí, señorito, por Dios -rogaba el botones-. Mire que voy a llevar la culpa.
  -¡Será lila! Figúrate que esto me lo hubiese comido yo, ¿eh? ¡Pues era muy dueño, me parece, digo! Y si se me antoja regalarlos, ¿quién me lo impide? Al primero que chiste le doy una morrada.
  Era preciso atenerse a estas razones de pie de banco; pero el chico temblaba de miedo. Como le sucede a los desdichados, le asustaba más una pequeña caricia de la suerte que los diarios golpecillos. Creía, con ellos, evitar el definitivo, la expulsión, amenaza constante suspendida sobre su cabeza. Le echarían, y si le echaban por acusación de robo, ¿dónde le recibirían, vamos a ver? Y tocante a volver a las Pereiras, ¿con qué pagaba el billete? Se veía por las calles de Madrid, durmiendo en un banco, bajo la nieve; tendiendo la palma a problemática limosna... Pero, en especial, se veía separado definitivamente del señorito Riquín... Y esto era lo que le apretaba el corazón de terror. ¡Todo antes que eso!
  Acaeció que aquellos días, los de Navidad, hubo gran consumo de golosinas en la casa. Riquín llevó a su amigo peladillas, mandarinas, hasta una loncha de trufado. Por cierto, que habiendo desaparecido sin explicación plausible una caja de turrón de yema, el mozo de comedor dejó caer implícitas acusaciones a Berte: ¿quién sino un chiquillo es capaz de sustraer una caja de turrón? Pero el ama de casa, esta vez, se puso de parte del chico. Que no se disculpase el del comedor, que cada cual tiene su obligación, y de los postres él era el responsable.
  Y ante esta actitud apareció la caja en no sé qué rincón de la alacena. ¡Ojo! ¡Cuando la señora decía!
  La noche de Reyes, Riquín tardó en dormirse, porque esperaba los aguinaldos ansioso.
  -Eres talludo ya para juguetes -le había dicho su papá-. Los Reyes se olvidarán de ti, y harán bien.
  -Les disparo un tiro -contestó, resueltamente, con su viva acometividad, el pequeño.
  Y esperaba, acurrucado, no a los Reyes -¡vaya una tontería!, ¡ya no le daban a él ese camelo!-, sino a su mamá, que, de puntillas y a tientas, le dejaría sobre la cama chucherías preciosas... A eso de las doce -no habían dado aún- sintió, en efecto, Riquín como una catarata... Cajas, envoltorios... Dio luz... Quedó deslumbrado. Automóviles, aviones, cañones, soldados, caballos, molinos, cabras ordeñables, un teatro guignol... ¡El demontre! Nunca los Reyes habían sido tan espléndidos.
  Algunos instantes se embriagó del goce primero de la posesión... Y de pronto le asaltó una idea. Berte había dicho aquella tarde: "Los Reyes no hacen caso de los pobres, señorito. Aunque los Reyes fuesen verdad, para mí no traerían."
  Se levantó, cogió en brazo lo más que pudo, y por pasillos solitarios, débilmente alumbrados, subiendo escaleras angostas, buscó el zaquizamí en que su amigo dormía. Empujó suavemente la puerta y soltó su provisión de juguetes de rico, de niño mimado. Y como Pancho no se despertase, volvió furtivamente a su alcoba.
  Por la mañana, en la casa, ¡un revuelo! ¡Los juguetes bonitos de Riquín en poder del botones! Sí; la doncella lo había visto; el ayuda de cámara y, especialmente el de comedor, lo denunciaron... Y Berte fue traído a presencia de los señores, llorando y renqueando, porque el del comedor le había atizado una puntera. Llamaron a Riquín para el careo inevitable.
  Los nueve años de Riquín maduraron de pronto en virilidad, bajo una emoción de indignada cólera. Se encaró con sus papás. Rojo de furia, gritó:
  -Dejadle en paz, ¡ea! ¡Se acabó! ¡Esos juguetes se los han regalado los Reyes!
  -¡Valiente paparrucha! -protestó el padre.
  -¿Y por qué paparrucha, caramba?
  ¿No decís que los Reyes me han regalado otro a mí? Si los Reyes son personas de bien, deben regalar primero a los pobrecitos como éste, que no tienen nada. Y de seguro que lo hacen. Y esta vez lo han hecho. Berte, recoge tus regalos. Los Reyes han cumplido. ¡Vivan los Reyes!
  Y mientras estampaba en la mejilla del botones un beso fraternal, los papás no sabían qué replicar a aquella argumentación. No había que darle vueltas.

 Cuentos de la tierra- Emilia Pardo Bazán

Thinking of you



I used to think
About what's real and true
What can not be proven
What can be assumed
Once when I was younger
In the bloom of youth
I received an honest answer
When a lie would do

Chorus:
And now all I do is sit
In my darkened room
And on accasion break my silence
To howl at the moon
To curse every nerve
And neuron in my brain
That won't stop the pain I'm feeling
And let me stop thinking


I used to think
Galileo would agree
That the world was round
And you'd come round to me
But I have looked for you
And you're nowhere in sight
The world must be flat
The Babylonians were right

[Chorus]

I used to think
Consider gravity
If I placed you on a pedestal
You'd slip and fall for me
But you floated on the air
Far away at light speed
I guess some objects do defy
The laws that we conceive

[Chorus]

I used to think
It took all my time
Analysing you
Your mind on my mind
Your name my mantra
Repeated on my lips
That once tried to kiss you
A memory unrepressed

[Chorus]

Stop thinking of you
Stop thinking of you
Stop thinking of you

domingo, 25 de marzo de 2012

The red toy

Sostiene Pereira


Sostiene Pereira que le conoció un día de verano. Una magnífica jornada veraniega, soleada y aireada, y Lisboa resplandecía. Parece que Pereira se hallaba en la redacción, sin saber qué hacer, el director estaba de vacaciones, él se encontraba en el aprieto de organizar la página cultural, porque el Lisboa contaba ya con una página cultural, y se la habían encomendado a él. Y él, Pereira, reflexionaba sobre la muerte. En aquel hermoso día de verano, con aquella brisa atlántica que acariciaba las copas de los árboles y un sol resplandeciente, y con una ciudad que refulgía, que literalmente refulgía bajo su ventana, y un azul, un azul nunca visto, sostiene Pereira, de una nitidez que casi hería los ojos, él se puso a pensar en la muerte. ¿Por qué? Eso, a Pereira, le resulta imposible decirlo. Sería porque su padre, cuando él era pequeño, tenía una agencia de pompas fúnebres que se llamaba Pereira La Dolorosa, sería porque su mujer había muerto de tisis unos años antes, sería porque él estaba gordo, sufría del corazón y tenía la presión alta, y el médico le había dicho que de seguir así no duraría mucho, pero el hecho es que Pereira se puso a pensar en la muerte, sostiene. Y por casualidad, por pura casualidad, se puso a hojear una revista. Era una revista literaria pero que tenía una sección de filosofía. Una revista de vanguardia quizá, de eso Pereira no está seguro, pero que contaba con muchos colaboradores católicos. Y Pereira era católico, o al menos en aquel momento se sentía católico, un buen católico, pero en una cosa no conseguía creer, en la resurrección de la carne. En el alma, sí, claro, porque estaba seguro de poseer un alma, pero toda su carne, aquella chicha que circundaba su alma, pues bien, eso no, eso no volvería a renacer, y además ¿para qué?, se preguntaba Pereira. Todo aquel sebo que le acompañaba cotidianamente, el sudor, el jadeo al subir las escaleras, ¿para qué iban a renacer? No, no quería nada de aquello en la otra vida, para toda la eternidad, Pereira, y no quería creer en la resurrección de la carne. Así que se puso a hojear aquella revista, con indolencia, porque se estaba aburriendo, sostiene, y encontró un artículo que decía: «La siguiente reflexión acerca de la muerte procede de una tesina leída el mes pasado en la Universidad de Lisboa. Su autor es Francesco Monteiro Rossi, que se ha licenciado en filosofía con las más altas calificaciones; se trata únicamente de un fragmento de su ensayo, aunque quizá colabore nuevamente en el futuro con nosotros.»
Sostiene Pereira que al principio se puso a leer distraídamente el artículo, que no tenía título, después maquinalmente volvió hacia atrás y copió un trozo. ¿Por qué lo hizo? Eso Pereira no está en condiciones de decirlo. Tal vez porque aquella revista de vanguardia católica le contrariaba, tal vez porque aquel día se sentía harto de vanguardias y de catolicismos, aunque él fuera profundamente católico, o tal vez porque en aquel momento, en aquel verano refulgente sobre Lisboa, con toda aquella mole que soportaba encima, detestaba la idea de la resurrección de la carne, pero el caso es que se puso a copiar el artículo, quizá para poder tirar la revista a la papelera.
Sostiene que no lo copió todo, copió sólo algunas líneas, que son las siguientes y que puede aportar a la documentación: «La relación que caracteriza de una manera más profunda y general el sentido de nuestro ser es la que une la vida con la muerte, porque la limitación de nuestra existencia por la muerte es decisiva para la comprensión y la valoración de la vida.» Después cogió una guía telefónica y dijo para sí: Rossi, qué nombre más extraño, más de un Rossi no puede venir en la guía, sostiene que marcó un número, porque de aquel número se acuerda bien, y al otro lado oyó una voz que decía: ¿Diga? Oiga, dijo Pereira, le llamo del Lisboa. Y la voz dijo: ¿Sí? Verá, sostiene haber dicho Pereira, el Lisboa es un periódico de aquí, de Lisboa, sale desde hace unos meses, no sé si usted lo conoce, somos apolíticos e independientes, pero creemos en el alma, quiero decir que somos de tendencia católica, y quisiera hablar con el señor Monteiro Rossi. Pereira sostiene que al otro lado de la línea hubo un momento de silencio y después la voz dijo que Monteiro Rossi era él y que en realidad no es que pensara demasiado en el alma. Pereira permaneció a su vez algunos segundos en silencio, porque le parecía extraño, sostiene, que una persona que había escrito reflexiones tan profundas sobre la muerte no pensara en el alma. Y por lo tanto pensó que había un equívoco, e inmediatamente la idea le llevó a la resurrección de la carne, que era una fijación suya, y dijo que había leído un artículo de Monteiro Rossi acerca de la muerte, y después dijo que tampoco él, Pereira, creía en la resurrección de la carne, si era eso lo que el señor Monteiro Rossi quería decir. En resumen, Pereira se hizo un lío, sostiene, y eso le irritó, le irritó principalmente consigo mismo, porque se había tomado la molestia de telefonear a un desconocido y de hablarle de cosas tan delicadas, o mejor dicho tan íntimas, como el alma o la resurrección de la carne. Pereira se arrepintió, sostiene, y por un instante pensó en colgar el auricular, pero después, quién sabe por qué, halló fuerzas para continuar, de modo que dijo que él era el señor Pereira, que dirigía la página cultural del Lisboa y que, en efecto, por ahora el Lisboa era un periódico de la tarde, en fin, un periódico que naturalmente no podía competir con los demás periódicos de la capital, pero que estaba seguro de que tenía futuro, como se vería antes o después, y que era cierto que por ahora el Lisboa se ocupaba sobre todo de noticias propias de la prensa del corazón, pero bueno, ahora se habían decidido a publicar una página cultural que salía el sábado y la redacción no estaba completa todavía y por eso tenían necesidad de personal, de un colaborador externo que se ocupara de una sección fija.
Sostiene Pereira que el señor Monteiro Rossi farfulló enseguida que iría a la redacción aquel mismo día, dijo también que el trabajo le interesaba, que todos los trabajos le interesaban, porque, claro, le hacía verdadera falta trabajar ahora que había acabado la universidad y que nadie le mantenía, pero Pereira tuvo la precaución de decirle que en la redacción no, que por ahora era mejor que no, que si acaso podían encontrarse fuera, en la ciudad, y que era mejor que fijaran una cita. Le dijo eso, sostiene, porque no quería invitar a una persona desconocida a aquel triste cuartucho de Rua Rodrigo da Fonseca, en el que zumbaba un ventilador asmático y donde siempre había olor a frito por culpa de la portera, una bruja que miraba a todo el mundo con aire receloso y que se pasaba el día friendo. Y además no quería que un desconocido se diera cuenta de que la redacción cultural del Lisboa era sólo él, Pereira, un hombre que sudaba de calor y de malestar en aquel cuchitril, y en fin, sostiene Pereira, le preguntó si podían encontrarse en el centro, y él, Monteiro Rossi, le dijo: Esta noche, en la Paraça da Alegría, hay un baile popular con canciones y guitarras, a mí me han invitado a cantar una tonadilla napolitana, sabe, es que soy medio italiano, aunque no sé napolitano, de todas formas el propietario me ha reservado una mesa al aire libre, en mi mesa habrá un cartelito con mi nombre, Monteiro Rossi, ¿qué me dice?, ¿nos vemos allí? Y Pereira dijo que sí, sostiene, colgó el auricular, se secó el sudor y después se le ocurrió una idea magnífica, la de crear una breve sección titulada «Efemérides», y pensó en publicarla enseguida, para el sábado siguiente, y así, casi maquinalmente, quizá porque estaba pensando en Italia, escribió el título: Hace dos años desaparecía Luigi Pirandello. Y después, debajo, escribió el subtítulo: «El gran dramaturgo había estrenado en Lisboa su Un sueño (pero quizá no)».
Era el veinticinco de julio de mil novecientos treinta y ocho y Lisboa refulgía en el azul de la brisa atlántica, sostiene Pereira.
Antonio Tabucchi   


sábado, 24 de marzo de 2012

Visions of Perception









Acerca de nada

Toda la Tierra aguardaba a que el pequeño agujero negro la arrastrara hasta su fin. Había sido descubierto por el profesor Jerome Hieronymus a través del telescopio lunar en 2125, y a todas luces iba a acercarse lo suficiente como para crear una marea de destrucción total.
Toda la Tierra hizo testamento, y la gente lloró, los unos en los hombros de los otros, diciéndose «Adiós, adiós, adiós». Los maridos dijeron adiós a sus mujeres, los hermanos dijeron adiós a sus hermanas, los padres dijeron adiós a sus hijos, los amos dijeron adiós a sus animalitos de compañía, y los amantes se susurraron adiós al oído.
Sin embargo, a medida que el agujero negro se acercaba, Hieronymus notó que no había efecto gravitatorio. Lo estudió más atentamente y anunció, con una risita, que después de todo no se trataba en absoluto de un agujero negro.
-No es nada -dijo-. Simplemente un asteroide vulgar al que alguien pintó de negro.
Fue muerto por una multitud enfurecida, pero no por eso. Fue muerto tan sólo después de que anunciara públicamente que iba a escribir una gran y emocionante obra acerca del episodio.
Dijo:
-La titularé Mucho adiós acerca de nada.
Toda la humanidad aplaudió su muerte.
 Isaac Asimov

jueves, 22 de marzo de 2012

La ventana abierta


Mi tía bajará dentro de un momento, Sr. Nuttel – dijo una niña de 15 años muy dueña de si-.  Mientras tanto le tocará conformarse conmigo.
Framton Nuttel se esforzó por decir algo que halagara apropiadamente a la sobrina presente sin descartar de modo desconsiderado a la tía por venir.  Personalmente dudaba más que nunca de que esas visitas formales a una serie de personas completamente extrañas sirvieran mayor cosa para ayudar a la cura de nervios que, según se suponía, estaba siguiendo.
- Yo sé qué va a pasar – le dijo su hermana cuando él se estaba preparando para emigrar a ese retiro rural -; te vas a enterrar allá abajo sin hablar con un ser viviente, y con el atontamiento vas a tener los nervios peor que nunca.  Te voy a dar cartas de presentación para todas las personas que conozco allá.  Algunas hasta donde me acuerdo, eran muy agradables.
Framton se preguntaba si la Sra. Sappleton, a quien le traía una de las cartas de presentación, entraría en el departamento de las agradables.
- ¿Conoce mucha gente de por aquí? – le preguntó la sobrina cuando le pareció que ya habían tenido suficiente comunicación silenciosa.
- Casi a nadie – dijo Framton – mi hermana estuvo aquí en la parroquia, como sabe, hace unos cuatro años, y me dio cartas de presentación para la gente del lugar.  Dijo esto último en un tono evidente de excusa.
- ¿Entonces, prácticamente no sabe nada de mi tía? – continuó la segura jovencita. 
- Sólo su nombre y dirección – admitió el visitante.  No sabía si la señora Sappleton era casada o viuda.  Algo indefinible en la habitación parecía sugerir la idea de que allí viviera un hombre. 
- Su gran tragedia ocurrió apenas hace tres años – dijo la niña -, eso fue después de la época en que estaba su hermana.
- ¿Su tragedia? – preguntó Framton; le parecía de algún modo que encontrar tragedias en esa región de descanso estaba fuera de lugar.
- Usted se preguntará, tal vez, por qué mantenemos esa ventana abierta de par en par, en una tarde de octubre – dijo la sobrina,  indicando una gran puerta ventana que se abría sobre un prado.
- Hace mucho calor para esta época del año – dijo Framton -; ¿pero esa ventana tiene algo que ver con la tragedia?
- Por esa puertaventana, hace exactamente tres años, salieron el marido y los dos hermanos menores de mi tía, para su sesión de tiro del día.  Jamás volvieron.  Al cruzar el pantano para ir a su lugar favorito para tirarle a las becadas, a los tres se los tragó un fangal traicionero.  Había sido un verano húmedo espantoso y pedazos de terreno que otros años habían sido seguros, se hundían sin saber a qué horas.  Sus cuerpos nunca se recobraron.  Eso fue lo peor de todo.  – aquí la voz de la niña perdió su entonación segura y se quebró de modo muy humano -.  La pobre tía piensa que volverán algún día, ellos y el perrito de cacería que se hundió con ellos, y que van a volver a entrar por esa puerta como siempre lo hacen.  Por eso es que se deja abierta la puertaventana todas las tardes hasta cuando ya está completamente oscuro.  La pobre tía me ha dicho muchas veces cómo salieron, su esposo con su chaqueta impermeable blanca en el brazo, y Ronnie, su hermano menor, cantando “¿Bertie, por qué brincas?” como siempre lo hacía, en broma porque ella decía que la canción le ponía los nervios de punta.  ¿Sabe una cosa?, a veces en tardes tranquilas como esta tengo la idea soterrada de que van a entrar por esa puerta ventana...
Terminó con un ligero estremecimiento.  Para Framton fue un alivio ver entrar a la tía con un millón de excusas por demorarse tanto en aparecer. 
- Espero que Vera lo haya estado entreteniendo – dijo.
- Me ha dicho cosas muy interesantes – dijo Framton.
- Ojalá no le moleste la ventana abierta – dijo la señora Sappleton en tono ligero -, mi marido y mis hermanos ya regresas de su cacería, y siempre entran por allí.  Hoy han estado cazando becadas en los pantanos, de modo que me van a volver un asco mis pobres tapetes.  Como siempre los hombres, ¿cierto?.
Charló alegremente sobre la cacería y la escasez de aves, y sobre la esperanza de patos en el invierno.  A Framton, todo eso la parecía el horror puro.  Hizo un esfuerzo desesperado pero no completamente exitoso para llevar la conversación a un tema menos espantoso; se daba cuenta de que la dueña de casa le prestaba apenas un fragmento de su atención, y de que sus ojos constantemente miraban más allá de él hacia la ventana abierta y el prado que estaba detrás.  Era una coincidencia verdaderamente desgraciada que él estuviera haciendo su visita en ese trágico aniversario.
- Los médicos están de acuerdo en aconsejarme completo reposo, abstenerme de excitaciones mentales y evitar cualquier clase de ejercicio violento – anunció Framton,  quien partía de la base de esa ilusión bastante difundida, según la cual los complementos extraños y las amistades casuales están hambrientas de conocer, hasta el más insignificante detalle, las enfermedades de que uno sufre, sus causas y su manera de curarse -.  En materia de dietas no están tan de acuerdo – prosiguió.
- ¿No? – dijo la señora Sappleton, en una voz que fue reemplazada por un bostezo en el último momento.  Luego, de pronto, puso evidente atención pero no a lo que estaba diciendo Framton.
- ¡Por fin llegaron! – exclamó -.   ¡apenas a tiempo para el té, y no parecen venir embarrados hasta las cejas!.
Framton, un poco trémulo, se volvió hacia la sobrina con una mirada que pretendía llevarle su piadosa comprensión.  La niña miraba a través de la ventana abierta con ofuscación y horror en los ojos.  Con un escalofrío de miedo innombrable, Framton se dio vuelta en su asiento y miró en la misma dirección.
En la creciente penumbra tres figuras atravesaban el prado hacia la puertaventana, todos llevaban escopetas bajo el brazo, y uno de ellos, además, llevaba una chaqueta blanca colgando de los hombros.  Un cansado perro de cacería castaño los seguía pegado a sus talones.  Se acercaban a la casa sin hacer ruido, y de pronto una voz ronca y juvenil comenzó a cantar desde la sombra:  “Te lo dije Bertie, ¿por qué brincas así?”.  Framton agarró desesperadamente su bastón y su sombrero, apenas si notó la puerta del salón, la entrada de gravilla, y la puerta del frente en su retirada a la carrera.  Un ciclista que venía por el camino tuvo que estrellarse con seto para evitar atropellarlo.
- Aquí estamos, querida – dijo el que llevaba la chaqueta blanca al entrar por la puertaventana -; había bastante barro, pero la mayor parte está seca.
¿Quién era ese que salió corriendo apenas entramos?
- Un hombre sumamente extraño, un tal señor Nuttel – dijo la señora Sappleton -; no podía hablar sino de sus enfermedades, y salió corriendo sin decir una palabra para despedirse o excusarse cuando ustedes llegaron.  Parecía que hubiera visto un fantasma.   – Yo creo que fue el perro – dijo la sobrina tranquilamente -; me contó que les tenía terror a los perros.  Una vez lo persiguió una manada de perros Parias hasta un cementerio a orillas del Ganges, y tuvo que pasar la noche en una tumba recién abierta con los perros gruñendo y mostrándole los dientes o los hocicos llenos de espuma muy cerca de su cabeza.  Lo suficiente para acobardar a cualquiera.
La novela improvisada era la especialidad de la niña.
SAKI


Grupa Mocarta

martes, 20 de marzo de 2012

Fidelidad

Este cuento va dedicado a mi amigo Javier.

Nadie sabía que éramos amigos. Nadie oyó los diálogos, ni vio las miradas que nos sirvieron de vínculo. Nadie sabía que año tras año nos citábamos, a mediados de la primavera, en la glorieta silvestre de las barrancas que daban al río, y que estas entrevistas duraban hasta el fin del otoño, y que año tras año, como sucede en los cuen­tos y en la vida real, hablábamos de las mismas interminables, ín­timas cosas. No faltábamos jamás a las citas. Yo acudía a veces con un sombrero de paja sucio, cuyas alas pintaban sombras en mi ca­ra ovalada; ella, con un reflejo alado en sus ojos parpadeantes. No sé bien de qué hablábamos, pero me aventuro a evocarlo: yo, de un anzuelo con carne cruda en la punta del hilo de una caña de pescar; ella, de un hormiguero importante, con túneles y edificaciones sóli­das; yo, de una estatua de terracota y de un avión, y del avión a chorro; ella de las semillas que hay en la basura; yo, de las fornica­ciones debajo de los puentes; ella, de los gusanos, de las almendras, de las flores violetas de los paraísos, del estiércol dorado; yo, de los zafiros, de las esmeraldas, de los rubíes del reloj. La muerte no nos se­paraba. La muerte no interrumpía el coloquio inalterable de nues­tras voces. Sin embargo el tiempo pasa, suele pasar a veces.
-No me amas bastante -yo le decía-. A veces tengo que espe­rarte.
-¿Qué es amar? -me preguntaba-.
-Amar es una cosa siempre diferente -le respondía-.
-¿Pero qué sabor tiene?. ¿Qué hábitos?.
-Sabe a miel, a lluvia, a polvo, a barro, cuando llueve. Sus hábitos son múltiples, tan maravillosos como horribles a veces.
-¿De qué te servirá?.
-De nada.
-¿Para qué quieres que te ame, entonces? -Para que podamos hablar-.
-¿No hablamos?.
-No hacemos otra cosa.
-¿Entonces, te amo?.
-Me amas, sin duda me amas.
Cuando llegábamos a proferir estas últimas frases, la noche in­variablemente caía y el sueño nos tumbaba en nuestros lechos. A ve­ces soñábamos el uno con el otro. No soñábamos con otras cosas. El sueño no nos separaba, tampoco nos separaba la muerte, ni el tra­bajo, ni las distracciones, ni la crueldad, ni la familia. Sin embargo el tiempo pasaba y como suele acontecer pasaba junto a la felicidad, rozándola, carcomiéndola como si no hubiera existido. El sombrero de paja cada vez más sucio, amarillento como las hojas encendidas de una fogata, se rompía; la glorieta se resquebrajó en sucesivas tormentas. Yo cambié de vestiduras y de costumbres. Casi podría decirse, de cuerpo. La ingratitud no es necesariamente pura.
Distraído, ya borracho, acudía al Night Club y acariciaba con la punta de los dedos y de las miradas las alas de la amada ausente convertidas en otras alas, los ojos convertidos en otros ojos. ¿Se tra­taba de un ángel?. Una descripción minuciosa nos ayudaría tal vez a descubrirlo. Unos pequeños espejitos en forma de rombos o de triángulos pegados a un tul azul eléctrico relumbraban en las no­ches; sobre esas capas consecutivas de tul se hallaba un corselete verdoso de terciopelo, cuya suavidad se asemejaba a los pétalos de las rosas; un acerado relámpago de lentejuelas repetidas al infinito, irisaba el contorno del ruedo de esa falda que se plegaba y se des­plegaba al viento como dentro del agua las aletas de algunos peces, o algunas plumas de la cola, en abanico, del pavo real. Se trataba del vestido de una mujer, y como ese vestido revestía un cuerpo creía que me había enamorado del cuerpo.
Todo el mundo oyó las palabras que nos decíamos (sólo la infan­cia mantiene secretos inviolados). Para besarnos, a veces nos demo­rábamos en los zaguanes, en los corredores, en los ascensores, para ocultar los proyectos que nos decíamos al oído. Todo el mundo sabía que éramos amantes y que nos encerrábamos en los cuartos de una casa amarilla, con las persianas cerradas, para escondernos.
-No me amas bastante -yo le decía-. A veces tengo que espe­rarte, no compartes mi ansiedad.
-¿Qué es amar?.
-No me lo preguntes, el mundo está lleno de trampas. Amar es sufrir, pero también es la felicidad (o se le parece).
-¿Para qué quieres que te ame si amar es sufrir y la felicidad es ilusoria?.
-Para que hablemos. -¿No estamos hablando? -Sí.
-Entonces, te amo.
Y dejaron de hablar. El vestido estaba sucio, roto, no brillaba en la noche. ¿Dónde estaban sus alas, sus espejitos? -Un día me olvidaste.
-Nunca te olvidé. Amé tu recuerdo en un vestido -dijeron en la glorieta las dos voces que nadie oyó-.
Silvina Ocampo 

Feliz Primavera

domingo, 18 de marzo de 2012

Los fugitivos

El rastro moría al pie de un árbol. Cierto era que había un fuerte olor a negro en el aire, cada vez que la brisa levantaba las moscas que trabajaban en oquedades de frutas podridas. Pero el perro —nunca le habían llamado sino Perro— estaba cansado. Se revoleó entre las yerbas para desrizarse el lomo y aflojar los músculos. Muy lejos, los gritos de los de la cuadrilla se perdían en el atardecer. Seguía oliendo a negro. Tal vez el cimarrón estaba escondido arriba, en alguna parte, a horcajadas sobre una rama, escuchando con los ojos. Sin embargo, Perro no pensaba ya en la batida. Había otro olor ahí, en la tierra vestida de bejuqueras que un próximo roce borraría tal vez para siempre. Olor a hembra. Olor que Perro se prendía, retorciéndose patas arriba, riendo por el colmillo, para llevarlo encima y poder alargar una lengua demasiado corta hacia el hueco que separaba sus omoplatos. Las sombras se hacían más húmedas. Perro se volteó, cayendo sobre sus patas. Las campanas del ingenio, volando despacio, le enderezaron las orejas. En el valle, la neblina y el humo eran una misma inmovilidad azulosa, sobre la que flotaban cada vez más siluetas, una chimenea de ladrillos, un techo de grandes aleros, la torre de la iglesia, y las luces que parecían encenderse en el fondo de un lago. Perro tenía hambre. Pero hacia allá, había olor a hembra. A veces lo envolvía aún el olor a negro. Pero el olor de su propio celo, llamado por el olor de otro celo, se imponía a todos los demás. Las patas traseras de Perro se espigaron, haciéndole alargar el cuello. Su vientre se hundía, al pie del costillar, en el ritmo de un jadeo corto y ansioso. Las frutas, demasiado llenas de sol, caían aquí y allá, con un ruido mojado, esparciendo, a ras del suelo, efluvios de pulpas tibias.
Perro se echó a correr hacia el monte, con la cola gacha, como perseguido por la tralla del mayoral, contrariando su propio sentido de orientación. Pero olía a hembra. Su hocico seguía una estela sinuosa que a veces volvía sobre sí misma, abandonaba el sendero, se intensificaba en las espinas de un aromo, se perdía en las hojas demasiado agriadas por la fermentación, y renacía, con inesperada fuerza, sobre un poco de tierra, recién barrida por una cola. De pronto, Perro se desvió de la pista invisible, del hilo que se torcía y destorcía, para arrojarse sobre un hurón. Con dos sacudidas, que sonaron a castañuela en un guante, le quebró la columna vertebral, arrojándolo contra un tronco... Pero se detuvo de súbito, dejando una pata en suspenso. Unos ladridos, muy lejanos, descendían de la montaña.
No eran los de la jauría del ingenio. El acento era distinto, mucho más áspero y desgarrado, salido del fondo del gaznate, enronquecido por fauces potentes. En alguna parte se libraba una batalla de machos que no llevaban, como Perro, un collar con púas de cobre con una placa numerada. Ante esas voces desconocidas, mucho más alubonadas que todo lo que hasta entonces había oído, Perro tuvo miedo. Echó a correr en sentido inverso, hasta que las plantas se pintaron de luna. Ya no olía a hembra. Olía a negro. Y ahí estaba el negro, en efecto, con su calzón rayado, boca abajo, dormido. Perro estuvo por lanzarse sobre él siguiendo una consigna lanzada de madrugada, en medio de un gran revuelo de látigos, allá donde había calderos y literas de paja. Pero arriba, no se sabía dónde, proseguía la pelea de los machos. Al lado del cimarrón quedaban huesos de costillas roídas. Perro se acercó lentamente, con las orejas desconfiadas, decidido a arrebatar a las hormigas algún sabor de carne. Además aquellos otros perros de un ladrar tan feroz, lo asustaban. Más valía permanecer, por ahora, al lado del hombre. Y escuchar. El viento del sur, sin embargo, acabó por llevarse la amenaza. Perro dio tres vueltas sobre sí mismo y se ovilló, rendido. Sus patas corrieron un sueño malo. Al alba, Cimarrón le echó un brazo por encima, con gesto de quien ha dormido mucho con mujeres. Perro se arrimó a su pecho, buscando calor. Ambos seguían en plena fuga, con los nervios estremecidos por una misma pesadilla, tina araña, que había descendido para ver mejor, recogió el hilo y se perdió en la copa del almendro, cuyas hojas comenzaban a salir de la noche.

 

II

Por hábito, Cimarrón y Perro se despertaron cuando sonó la campana del ingenio. La revelación de que habían dormido juntos, cuerpo con cuerpo, los enderezó de un salto. Después de adosarse a dos troncos, se miraron largamente. Perro ofreciéndose a tomar dueño. El negro ansioso de recuperar alguna amistad. El valle se desperezaba. A la apremiante espadaña, destinada a los esclavos, respondía ahora, más lento, el bordón armoriado de la capilla, cuyo verdín se mecía de sombra a sol sobre un fondo de mugidos y de relinchos, como indulgente aviso a los que dormían en altos lechos de caoba. Las gallos rondaban a las gallinas para cubrirlas temprano, en espera de que el meñique de la mayorala se cerciorase de la presencia de huevos aún sin poner. Un pavo real hacía la rueda sobre la casa-vivienda, encendiéndose con un grito, en cada vuelta y revuelta. Los caballos del trapiche iniciaban su largo viaje en redondo. Los esclavos oraban frente a cazuelas llenas de pan con guarapo. Cimarrón se abrió la bragueta, dejando un reguero de espuma entre las raíces de una ceiba. Perro alzó la pata sobre un guayabo tierno. Ya asomaban machetazos en los cortes de caña. Los dogos de la jauría cazadora de negros sacudían sus cadenas, impacientes por ser sacados del batey.
—¿Te vas conmigo? —preguntó Cimarrón.
Perro lo siguió dócilmente. Allá abajo había demasiados látigos, demasiadas cadenas, para quienes regresaban arrepentidos. Ya no olía a hembra. Pero tampoco olía a negro. Ahora Perro estaba mucho más atento al olor a blanco, olor a peligro. Porque el mayoral olía a blanco, a pesar del almidón planchado de sus guayaberas y del betún acre de sus polainas de piel de cerdo. Era el mismo olor de las señoritas de la casa, a pesar del perfume que despedían sus encajes. El olor del cura, a pesar del tufo de cera derretida y de incienso, que hacía tan desagradable la sombra, tan fresca, sin embargo, de la capilla. El mismo que llevaba el organista encima, a pesar de que los fuelles del armonio le hubieran echado tantos y tantos soplos de fieltro apolillado. Había que huir ahora del olor a blanco. Perro había cambiado de bando.


III

En los primeros días. Perro y Cimarrón echaron de menos la seguridad del condumio. Perro recordaba los huesos vaciados por cubos, en el batey, al caer la tarde. Cimarrón añoraba el congrí, traído en cubos a los barracones, después del toque de oración o cuando se guardaban los tambores del domingo. Por ello, después de dormir demasiado en las mañanas, sin campanas ni patadas, se habituaron a ponerse a la caza desde el alba. Perro olfateaba una jutía oculta entre las hojas de un cedro; Cimarrón la tumbaba a pedradas. El día en que se daba con el rastro de un cochino jíbaro, había para horas y horas, hasta que la bestia, desgarradas las orejas, aturdida por tantos ladridos, pero acometiendo aún, era acorralada al pie de una peña y derribada a garrotazos. Poco a poco Perro y Cimarrón olvidaron los tiempos en que habían comido con regularidad. Se devoraba lo que se agarrara, de una vez, engullendo lo más posible, a sabiendas de que mañana podría llover y que el agua de arriba correría entre las peñas para alfombrar mejor el fondo del valle. Por suerte, Perro sabía comer frutas. Cuando Cimarrón daba con un árbol de mango o de mamey, Perro también se pintaba el hocico de amarillo o de rojo. Además, como siempre había sido huevero, se desquitaba, con algún nido de codorniz, de la incomprensible afición del amo por los langostinos que dormían a contracorriente a la salida del río subterráneo que se alumbraba de una boca de caracoles petrificados.
Vivían en una caverna, bien oculta por una cortina de helechos arborescentes. Las estalactitas lloraban isócronamente, llenando las sombras frías de un ruido de relojes. Un día Perro comenzó a escarbar al pie de una de las paredes. Pronto sus dientes sacaron un fémur y unas costillas tan antiguas que ya no tenían sabor, rompiéndose sobre la lengua con desabrimiento de polvo amasado. Luego llevó a Cimarrón, que se tallaba un cinto de piel de majá, un cráneo humano. A pesar de que quedasen en el hoyo restos de alfarería y unos rascadores de piedra que hubieran podido aprovecharse, Cimarrón, aterrorizado por la presencia de muertos en su casa, abandonó la caverna esa misma tarde, mascullando oraciones sin pensar en la lluvia. Ambos durmieron entre raíces y semillas envueltos en un mismo olor a perro mojado. Al amanecer buscaron una cueva de techo más bajo, donde el hombre tuvo que entrar a cuatro patas. Allí, al menos, no había huesos de aquellos que para nada servían, y sólo podían traer ñeques y apariciones de cosas malas...
Al no haber sabido de batidas en mucho tiempo, ambos empezaron a aventurarse hacia el camino. A veces pasaba un carretero conocido, una beata vestida con el hábito de Nazareno o un punteador de guitarra, de esos que conocen al patrón de cada pueblo, a quienes contemplaban, de lejos, en silencio. Era indudable que Cimarrón esperaba algo. Solía permanecer varias horas, de bruces, entre las yerbas de Guinea, mirando ese camino poco transitado, que una rana toro podía medir de un gran salto. Perro se distraía en esas esperas dispersando enjambres de mariposas blancas, o intentando, a brincos, la imposible caza de un zunzún vestido de lentejuelas.
Un día que Cimarrón esperaba, así, algo que no llegaba, un cascabeleo de cascos lo levantó sobre las muñecas. Una volanta venía a todo trote, tirada por la jaca torda del ingenio. De pie sobre las varas, el calesero Gregorio hacía restallar el cuero, mientras el párroco agitaba la campanilla del viático a sus espaldas. Hacía tanto tiempo que Perro no se divertía en correr más pronto que los caballos, que se olvidó al punto de la discreción a que estaba obligado. Bajó la cuesta a las cuatro patas, espigado, azul bajo el sol, alcanzó el coche y se dio a ladrar por los corvejones de la jaca, a la derecha, a la izquierda, delante, pasando y volviendo a pasar, enseñando los dientes al calesero y al sacerdote. La jaca se abrió a galopar por lo alto, sacudiendo las anteojeras y tirando del bocado.
De pronto, quebró una vara, arrancando el tiro. Luego de aspaventarse como peleles, el párroco y el calesero se fueron de cabeza contra el puentecillo de piedra. El polvo se tiñó de sangre.
Cimarrón llegó corriendo. Blandía un bejuco para azocar a Perro, que ya se arrastraba pidiendo perdón. Pero el negro detuvo el gesto, sorprendido por la idea de que no todo era malo en aquel percance. Se apoderó de la estola y de las ropas del cura, de la chaqueta y de las altas botas del calesero. En bolsillos y bolsillos había casi cinco duros. Además, la campanilla de plata. Los ladrones regresaron al monte. Aquella noche, arropado en la sotana, Cimarrón se dio a soñar con placeres olvidados. Recordó los quinqués, llenos de insectos muertos, que tan tarde ardían en las últimas casas del pueblo, allí donde, por dos veces, lo habían dejado, tras pedir el aguinaldo de Reyes, gastárselo como mejor le pareciere. El negro, desde luego, había optado por las mujeres.


IV

La primavera los agarró a los dos al amanecer. Perro despertó con una tirantez insoportable entre las patas traseras y una mala expresión en los ojos. Jadeaba sin tener calor, alargando entre los colmillos una lengua que tenía filosas blanduras de lapa. Cimarrón hablaba solo. Ambos estaban de pésimo genio. Sin pensar en la caza, fueron temprano hacia el camino. Perro corría desordenadamente, buscando en vano un olor rastreable... Mataba insectos que siempre lo habían asqueado, por el placer de destruir, desgranaba espigas entre sus dientes, arrancaba arbustos tiernos. Acabó de exasperarse cuando un sapo le escupió a los ojos. Cimarrón esperaba como nunca había esperado.
Pero aquel día nadie pasó por el camino. Al caer la noche, cuando los primeros murciélagos volaron como pedradas sobre el campo, Cimarrón echó a andar lentamente hacia el caserío del ingenio. Perro lo siguió, desafiando la misma tralla y las mismas cadenas. Se fueron acercando a los barracones por el cauce de la cañada. Ya se percibía un olor, antaño familiar, de leña quemada, de lejía, de melaza, de limaduras de cascos de caballo. Debían estarse haciendo las pastas de guayaba, ya que un interminable dulzor de mermelada era esparcido por el terral. Perro y Cimarrón seguían acercándose, lado a lado, la cabeza del hombre a la altura de la cabeza del perro.
De pronto, una negra de la dotación atravesó el sendero de la herrería. Cimarrón se arrojó sobre ella, derribándola entre las albahacas. Una ancha mano ahogó los gritos. Perro avanzó, solo, hasta el lindero del batey. La perra inglesa adquirida por don Marcial en una exposición de París estaba allí. Hubo un intento de fuga. Perro le cortó el camino, erizado de la cola a la cabeza. Su olor a macho era tan envolvente que la inglesa olvidó que la habían bañado, horas antes, con jabón de Castilla.
Cuando Perro regresó a la caverna, clareaba. Cimarrón dormía, arrebozado en la sotana del párroco. Allá abajo, en el río, dos manatíes retozaban entre los juncos, enturbiando la corriente con sus saltos que abrían nubes de espuma entre los linos.


V

Cimarrón se hacía cada vez más imprudente. Rondaba ahora en torno a los caseríos, acechando, a cualquier hora, una lavandera solitaria o una santera que buscaba culantrillo, retamas o pitahayas para algún despojo. También, desde la noche en que había tenido la audacia de beberse los duros del capellán en un parador del camino carretera, se hacía ávido de monedas. Más de una vez en los atajos se había llevado el cinturón de un guajiro, luego de derribarlo de su caballo y de acallarlo con una estaca. Perro lo acompañaba en esas correrías, ayudando en lo posible. Sin embargo, se comía peor que antes, y más que nunca era necesario desquitarse con huevos de codorniz, de gallinuela o de garza. Además, Cimarrón vivía en un continuo sobresalto. Al menor ladrido de Perro, echaba mano al machete robado o se trepaba a un árbol.
Pasada la crisis de primavera, Perro se mostraba cada vez más reacio a acercarse a los pueblos. Había demasiados niños que tiraban piedras, gente siempre dispuesta a dar patadas y, al oler su proximidad, todos los perros de los patios lanzaban gritos de guerra. Además, Cimarrón volvía esas noches con el paso inseguro, y su boca despedía un olor que Perro detestaba tanto como el del tabaco. Por ello, cuando el amo entraba en una casa mal alumbrada, Perro lo esperaba a una distancia prudente. Así se fue viviendo hasta la noche en que Cimarrón se encerró demasiado tiempo en el cuarto de una mondonguera. Pronto, la choza fue rodeada por hombres cautelosos, que llevaban mochas en claro. Al poco rato Cimarrón fue sacado a la calle, desnudo, dando tremendos alaridos. Perro, que acababa de oler al mayoral del ingenio, echó a correr al monte por la vereda de los cañaverales.
Al día siguiente vio pasar a Cimarrón por el camino. Estaba cubierto de heridas curadas con sal. Tenía hierros en el cuello y los tobillos. Y lo conducían cuatro números de la Benemérita de San Fernando, que le daban un baquetazo a cada dos pasos, tratándolo de ladrón, de borracho y de malcriado.


VI

Sentado sobre una cornisa rocosa que dominaba el valle, Perro aullaba a la luna. Una honda tristeza se apoderaba de él a veces, cuando aquel gran sol frío alcanzaba su total redondez, poniendo tan desvaídos reflejos sobre las plantas. Se habían terminado para él las hogueras que solían iluminar la caverna en noches de lluvia. Ya no conocería el calor del hombre en el invierno que se aproximaba, ni habría ya quien le quitara el collar de púas de cobre, que tanto le molestaba para dormir —a pesar de que hubiera heredado la sotana del párroco—. Cazando sin cesar, se había hecho más tolerante, en cambio, con los seres que no servían para ser comidos. Dejaba escapar el maia entre las piedras calientes, sin ladrar siquiera, desde que Cimarrón no estaba allí para azuzarlo, con la esperanza de hacerse un cinturón o de recoger manteca para untos. Además, el olor de las serpientes lo asqueaba; cuando había agarrado alguna por la cola, era en virtud de esas obligaciones a que todo ser que depende de alguien se ve constreñido. Tampoco —salvo en casos de hambre extrema— podía atreverse ya con el cochino jíbaro. Se contentaba ahora con aves de agua, hurones, ratas y una que otra gallina escapada de los corrales aldeanos. Sin embargo, el ingenio estaba olvidado. Su campana había perdido todo sentido. Perro buscaba ahora el amparo de mogotos casi inaccesibles al hombre, viviendo en un mundo de dragos que el viento mecía con ruidos de albarca nueva, de orquídeas, de bejucos lombriz, donde se arrastraban lagartos verdes, de orejeras blancas, de esos que tan mal saben y, por lo mismo, permanecen donde están. Había enflaquecido. Sobre sus costillares marcados en hueco, la lana apresaba guisazos que ya no tenían espinas.
Con los aguinaldos volvió la primavera. Una tarde en que lo desvelaba un extraño desasosiego, Perro dio nuevamente con aquel misterioso olor a hembra, tan fuerte, tan penetrante, que había sido la causa primera de su fuga al monte. También ahora caían ladridos de la montaña. Esta vez Perro agarró el rastro en firme, recobrándolo luego de pasar un arroyo a nado. Ya no tenía miedo. Toda la noche siguió la huella, con la nariz pegada al suelo, largando baba por el canto de la lengua. Al amanecer, el olor llenaba toda una quebrada. El rastreador estaba frente a una jauría de perros jíbaros. Varios machos, con perfil de lobos, se apretaban ahí, relucientes los ojos, tensos sobre sus patas, listos para atacar. Detrás de ellos se cerraba el olor a hembra.
Perro dio un gran salto. Los jíbaros se le echaron encima. Los cuerpos se encajaron, unos en otros, en un confuso remolino de ladridos. Pero pronto se oyeron los aullidos abiertos por las púas del collar. Las bocas se llenaban de sangre. Había orejas desgarradas. Cuando Perro soltó al más viejo, con la garganta desgajada, los demás retrocedieron, gruñendo de rabia inútil. Perro corrió entonces al centro del palenque, para librar la última batalla a la perra gris, de pelo duro, que lo esperaba con los colmillos de fuera. El rastro moría a la sombra de su vientre.


VII

Los jíbaros cazaban en bandada. Por ello buscaban las piezas grandes, de más carne y más huesos. Cuando daban con un venado, era tarea de días. Primero al acoso. Luego, si la bestia lograba salvar una barranca de un salto, el atajo. Luego, cuando una caverna venía en ayuda de la presa, el asedio. A pesar de herir y entornar, el animal moría siempre en dientes de la jauría, que iniciaba la ralea sobre un cuerpo vivo aún, arrancándole tiras de pelo pardo, y bebiendo una sangre fresca a pesar de su tibieza, en las arterias del cuello o en las raíces de una oreja arrancada. Muchos de los jíbaros habían perdido un ojo, sacado por un asta, y todos estaban cubiertos de cicatrices, mataduras y peladas rojas. En los días del celo, los perros combatían entre sí, mientras las hembras esperaban, echadas, con sorprendente indiferencia, el resultado de la lucha. La campana del ingenio, cuyo diapasón era traído a veces por la brisa, no despertaba en el perro el menor recuerdo.
Un día los jíbaros agarraron un rastro habitual en aquellas selvas de bejucos, de espinas, de plantas malvadas que envenenaban al herir. Olía a negro. Cautelosamente, los perros avanzaron por el desfiladero de los caracoles, donde se alzaba una piedra con cara de muerto. Los hombres suelen dejar huesos y desperdicios por donde pasan. Pero es mejor cuidarse de ellos, porque son los animales más peligrosos, por ese andar sobre las patas traseras que les permite alargar sus gestos con palos y objetos. La jauría había dejado de ladrar.
De pronto, el hombre apareció. Olía a negro. Unas cadenas rotas, que le colgaban de las muñecas, ritmaban su paso. Otros eslabones, más gruesos, sonaban bajo los flecos de su pantalón rayado. Perro reconoció a Cimarrón.
—¡Perro! —alborozó el negro—. ¡Perro!
Perro se le acercó lentamente. Le olió los pies, aunque sin dejarse tocar. Daba vueltas en torno a él, moviendo la cola; cuándo era llamado, huía. Y cuando no era llamado, parecía buscar aquel sonido de voz humana, que había entendido un poco en otros tiempos, pero que ahora le sonaba tan raro, tan peligrosamente evocador de obediencias. Al fin, Cimarrón dio un paso, adelantando una mano blanda hacia su cabeza. Perro lanzó un extraño grito, mezcla de ladrido sordo y de aullido, y saltó al cuello del negro.
Había recordado, de súbito, una vieja consigna del mayoral del ingenio, el día que un esclavo huía al monte.


VIII

Como no olía a hembra y los tiempos eran apacibles, los jíbaros durmieron hasta el hartazgo durante dos días. Arriba, las auras pesaban sobre las ramas, esperando que la jauría se marchara, sin concluir el trabajo. Perro y la perra gris se divertían como nunca, jugando con la camisa listada de Cimarrón. Cada uno halaba por un lado, para probar la solidez de los colmillos. Cuando se desprendía una costura, ambos rodaban en el polvo. Y volvían a empezar, con un harapo cada vez más menguado, mirándose a los ojos, las narices casi juntas. Al fin se dio la orden de partida. Los ladridos se perdieron en lo alto de las crestas arboladas.
Durante muchos años los monteros evitaron de noche aquel atajo, dañado por huesos y cadenas.

Alejo Carpentier

sábado, 17 de marzo de 2012

15 Días





El médico concejal

Era yo sólo un muchacho cuando sucedió. Y ahora, cuando ya unas tenues guedejas blancas ornan apenas mi cabeza de anciano venerable, aún me estremezco de emoción al recordar aquel episodio que fue la revelación de un político y la manifestación de la grandeza de ánimo de un hombre.
Se celebraban en Tejeruela de la Empastación elecciones municipales con el entusiasmo cívico con que los tejeruelenses acogían siempre el trascendente evento, entusiasmo reforzado aquel año por el interés que despertaba la aparición del nuevo Partido Agrario Equitativo, formación política derivada del pepino, es decir, de la grave crisis por la que atravesaba la comercialización de la rica cucurbitácea, cultivo casi único en Tejeruela y tradicional sostén de su economía.
A pesar del prestigio de que disfrutaba el pepino tejeruelense desde tiempo inmemorial, incluso desde antes de que la famosa soprano Lola Puentedeume estuviera a las puertas de la muerte por un cólico grandioso, debido a su desmedida afición al riquísimo fruto ingerido por la artista en enormes cantidades proporcionales a su volumen, lo que le produjo una irreductible oclusión intestinal que estuvo a punto de privar al género lírico de una de sus más brillantes luminarias; a pesar, digo, de ese prestigio, el mercado hortícola español mostraba hacia el pepino del país un creciente desinterés.
Lo cual se achacaba, por supuesto, a la incompetencia de los políticos locales, más ocupados por el momento en promocionar el balneario que había de alzarse alrededor de un manantial de aguas sulfurosas con supuestas virtudes curativas, muy pregonadas por el alcalde, casualmente propietario de los terrenos donde se proyectaba —lo proyectaba mayormente el alcalde— construir el hotel y edificios anejos.
Se había dividido el pueblo por entonces en balnearistas y pepinistas, según la costumbre inmemorial de dividirse cuando el tema lo requería, dados los dos tradicionalmente opuestos puntos de vista con que los tejeruelenses demostraban su agudeza de juicio y su desenvoltura en la opinión. (Los sociólogos de la localidad definían el eterno conflicto como el de «las dos Tejeruelas»).
Los progresistas optaban por el balneario como signo de modernidad y desarrollo económico. Entre ellos se encontraba el cuñado del alcalde, maestro de obras que había de hacerse cargo de la construcción, algunos comerciantes del ramo del ajuar y el mobiliario y muchos jornaleros del campo, cansados de un trabajo aburrido y escasamente provechoso y dispuestos, en cambio, a irrumpir en el mucho más lucido gremio de la hostelería.


En las filas conservadoras militaban importantes propietarios agrícolas, preocupados por la suerte del pepino en general y de sus pepinos en particular; reaccionarios temerosos del auge de las disolutas costumbres que habrían de importar con toda seguridad los agüistas del balneario, pues ya se sabe que los balnearios facilitan el relajo y la promiscuidad; y aquellos a quienes el alcalde les resultaba antipático, puesto que el poder suscita enconos. Todos ellos capitaneados por don Tadeo Perinola, propietario de varias hectáreas de pepinar y del acreditado establecimiento «EL COHOMBRO DORADO. Almacén de Coloniales y Maquinaria Agrícola».
—¡Loemos y admiremos y, sobre todo, comercialicemos provechosamente nuestro pepino! —proclamó don Tadeo en el mitin fundacional—. Nuestro pepino vernáculo. ¡Qué digo vernáculo! ¡Ancestral diría yo! Ese pepino orgullo de este pueblo y fuente de bienestar para muchas generaciones de tejeruelenses, nuestros padres, nuestros abuelos, ¡vuestros abuelos también, jóvenes insensatos, locos por el balompié y el fox-trot, ajenos a los valores tradicionales de nuestra raza! ¡Hernán Cortés saboreó el pepino de nuestra tierra! ¡Y muchos otros, todos héroes a cual más!
A pesar de los hermosos discursos y emocionantes apelaciones a la tradición y al heroísmo, llegadas las elecciones y hecho el recuento de los votos, los pepinistas sólo alcanzaron los justos para media concejalía.
El partido designó para el semicargo a don Tadeo Perinola, que además de líder era el más bajito de los pepinistas, el cual aceptó disciplinadamente la decisión de sus correligionarios.
—Seré medio concejal si así lo quiere el pueblo —declaró el ilustre político—. ¡No hay cargo pequeño para una voluntad grande!
Para celebrar el éxito se organizó un baile al que asistió toda la juventud de Tejeruela, incluso los insensatos locos por el balompié y el fox-trot, que demostraron así su voluntad de confraternización democrática y que no se debe despreciar un buen baile cuando se presenta.
Una infausta noticia llegó de pronto a ensombrecer la alegría de la concurrencia; o de parte de la concurrencia; o de algunos de los concurrentes: la Junta Electoral se negaba a aprobar el nombramiento de don Tadeo Perinola como semiconcejal, arguyendo que si bien la estatura del candidato era verdaderamente insignificante, su peso excedía de lo discreto, es decir, estaba demasiado gordo para ser considerado como la mitad de cualquier cosa.
El asunto pasó a la consideración del Tribunal Constitucional.
Cuya sentencia no se hizo esperar. Ratificaba el alto tribunal lo acordado por la Junta, aunque accedía a aprobar el nombramiento de semiconcejal sólo en el caso de que en la fecha señalada para el inicio de la nueva legislatura don Tadeo hubiera perdido los veinte kilos que le sobraban...
Y fue entonces cuando don Tadeo demostró su grandeza de ánimo y su temple de político lleno de recursos.
—Mire usted, doctor —le dijo al médico, a quien había mandado llamar con urgencia—. Tengo en este pie una tremenda inflamación que se insinúa ya por el tobillo, como si un extraño topo se estuviera abriendo camino entre la grasa hasta no se sabe qué lejanos objetivos.
Impresionado por la elocuente descripción, el médico se apresuró a examinar el pie dañado.
—Bah, no es nada. Un simple panadizo.
—¡Cómo simple!
—Le recetaré los cocimientos y emplastos oportunos.
—Cocimientos y emplastos... —murmuró don Tadeo, visiblemente molesto.
—¡Siempre han dado resultado satisfactorio!
—Tal vez, tal vez. Pero ¿y la cirugía?
Se asombró el doctor.
—¿Cirugía? ¿Quiere decir una sajadura?
—Una sajadura no evita la gangrena.
—¿Entonces?
—¡Amputación!
—¡No exagere usted, amigo Perinola!
Sin embargo, después de una larga charla en la que el político desplegó sus muy acreditadas dotes de persuasión, reforzadas por la insinuada amenaza de poner en circulación cierto dossier sobre las intimidades del médico con la esposa del veterinario, el doctor accedió a amputar el miembro dañado por donde su legítimo propietario señaló: dos centímetros más abajo de la ingle.
La pierna dio en la báscula veintiún kilos con trescientos gramos.
La labor de don Tadeo en la media concejalía que le fue justamente adjudicada fue brillantísima, y sus preciosos discursos en defensa del pepino y en contra del balneario —a pesar de no disponer en la tribuna sino de la mitad de tiempo de un concejal corriente—, aún se recordaban con admiración muchos años después de que el cultivo del pepino hubiera sido totalmente abandonado y cuando ya el balneario estaba acreditado como muy beneficioso en toda la provincia y en algún otro lugar de por ahí.
El acervo cultural de Tejeruela de la Empastación, y por supuesto la biblioteca del balneario, se enriqueció con un precioso libro: «CÓMO GANAR UNAS ELECCIONES MUNICIPALES. Recuerdos y añoranzas» por don Tadeo Perinola. Un libro muy útil para políticos y aspirantes.
Se anunció por entonces la aparición de otra obra del mismo autor: «CÓMO PERDER PESO SIN DEJAR DE COMER.» Pero no llegó a publicarse. Lástima.

Antonio Mingote