sábado, 31 de marzo de 2012
miércoles, 28 de marzo de 2012
Como la luz
Llevaba Berte en la casa más de un año de
servicio y aún no había visto un momento la sonrisa de sus amos. Había tenido
la desgracia de entrar sucediendo a un golfo descarado, un ladronzuelo, que en
pocos días hizo más estragos que un vendabal, y dieron por seguro que el nuevo
botones sería, como el antiguo, un pillo de siete suelas. Así, desde el primer
momento, la sospecha le envolvía como negra nube; todos se creían con derecho a
vigilarle y a observar sus menores actos: si el gato se llevaba un filete, a
Pancho le atribuían el desmán, y las travesuras de Federico, Riquín, el hijo de
la casa, se las colgaban al servidorcillo con tanta más facilidad cuanto que
éste se las dejaba colgar mansamente. ¿Qué no hubiese hecho él por favorecer a
Riquín? El pescuezo que le cortasen.
Y es que Riquín, dos años menor que el botones,
era el único ser que le mostraba amistad. A escondidas de sus padres, que
reprobaban tales familiaridades, galopineaba con él, le daba golosinas y le
tiraba de las orejas. Esto último lo hacía porque lo había visto hacer a su
padre; pero eran muy distintos los tirones del señor de los de Riquín. Aquellos
dolían; estos tenían miel. Berte se hubiese arrodillado para suplicar a Riquín
que le estirase las orejas un poco.
Los dos chicos se juntaban para charlar, y
Berte contaba cosas de la aldea. A Riquín, las cosas de la aldea le gustaban
mucho. Sentía que su padre, en verano le enchiquerase en San Sebastián, en vez
de llevarle buenamente a las Pereiras, su hermosa finca galiciana. De allí, de
las Pereiras, era Pancho: allí trabajaba un lugar su familia. ¡Lo que se
divertían en las Pereiras! Había un río, y en él se pescaban truchas, cangrejos
de agua dulce, y en las represas, anguilas gordas; había prados, y en ellos,
vacas rojas, ternerillos, yeguas peludas y salvajes, mariposas coloreadas, y, a
miles, manzanos, perales, viñas, mimbrales; fresas rojas diminutas, llamadas
amores, en el bosque, y nidos de oropéndolas, y tantos tesoros, que ambos niños
no acababan de contarlos nunca.
-Un día -declaró, gravemente, Riquín-, yo y
tú nos escapamos y nos vamos, corre, corre, a las Pereiras.
-¿Y el dinero para el tren? -objetó Berte, no
desmintiendo la previsión económica de su raza.
-Nos lo da papá, tonto.
-No querrá, señorito...
-Se lo cogeremos de la mesa de noche.
-¡Madre del Corpiño! ¡Nos valga Dios! Al
señorito bueno, no le pegarían; pero a mí me acababan a palos. Discurrid otra
cosa, Don Riquín.
Discurrían, discurrían... Y aplazaban el
discurso definitivo para allá, cuando fuese el tiempo de las frutas, el tiempo
gustoso de la aldea. Berte, diplomático, engañaba así la impaciencia de su
amigo. En su cautela, de oprimido que se defiende, comprendía que todo el viaje
a las Pereiras era un sueño. Y como sueño lo cultivaba, como sueño se recreaba
en él. Cerrando los ojos, veía los castañares, la honda corriente del Ameige
reflejando allá en su fondo la luna, la pradería de verde felpa, la yegua brava
en que montaba en pelo, sin siquiera un ramal. Veía las caras amadas, aunque
regañonas: la madre brusca, el padre descargándole con el zueco un sosquín, los
hermanillos de rotos calzones y camisilla de estopa, la abuela impedida,
siempre meneando la cabeza como un péndulo. Y todo esto le bullía en el
corazón, le cosquilleaba en el alma, con un cosquilleo de ternura infinita.
Pensaba que mejor fuera no haber salido de allí. Pero le dijeron: "Anda a
ganarlo". ¡Ganarlo! Ni un
céntimo
de salario le habían dado, por ahora. "Cuando sepas." Berte creía
saber. Hasta por momentos suponía que nadie entre la servidumbre sabía tanto...
Porque no existía labor que no le encomendaran. Sin obligación fija, hacía la
general. La doncella le endosaba sacudido y cepillado de vestidos; a la
cocinera no había cosa en que no tuviese que "echarle una mano"; el
ayuda de cámara le encajaba el lustrado de botas; el criado de comedor le
pasaba el sidol para la plata... Y, al mismo tiempo, la hostilidad contra el
chiquillo era constante. Al acostarse, Berte lloraba resignado, pero muy
triste. Riquín le llevaba dulces, piedras de azúcar, alcachofas finas de pan,
que sustraía del canastillo.
-No coja nada para mí, señorito, por Dios
-rogaba el botones-. Mire que voy a llevar la culpa.
-¡Será lila! Figúrate que esto me lo hubiese
comido yo, ¿eh? ¡Pues era muy dueño, me parece, digo! Y si se me antoja
regalarlos, ¿quién me lo impide? Al primero que chiste le doy una morrada.
Era preciso atenerse a estas razones de pie
de banco; pero el chico temblaba de miedo. Como le sucede a los desdichados, le
asustaba más una pequeña caricia de la suerte que los diarios golpecillos.
Creía, con ellos, evitar el definitivo, la expulsión, amenaza constante
suspendida sobre su cabeza. Le echarían, y si le echaban por acusación de robo,
¿dónde le recibirían, vamos a ver? Y tocante a volver a las Pereiras, ¿con qué
pagaba el billete? Se veía por las calles de Madrid, durmiendo en un banco,
bajo la nieve; tendiendo la palma a problemática limosna... Pero, en especial,
se veía separado definitivamente del señorito Riquín... Y esto era lo que le
apretaba el corazón de terror. ¡Todo antes que eso!
Acaeció que aquellos días, los de Navidad,
hubo gran consumo de golosinas en la casa. Riquín llevó a su amigo peladillas,
mandarinas, hasta una loncha de trufado. Por cierto, que habiendo desaparecido
sin explicación plausible una caja de turrón de yema, el mozo de comedor dejó
caer implícitas acusaciones a Berte: ¿quién sino un chiquillo es capaz de
sustraer una caja de turrón? Pero el ama de casa, esta vez, se puso de parte
del chico. Que no se disculpase el del comedor, que cada cual tiene su
obligación, y de los postres él era el responsable.
Y ante esta actitud apareció la caja en no sé
qué rincón de la alacena. ¡Ojo! ¡Cuando la señora decía!
La noche de Reyes, Riquín tardó en dormirse,
porque esperaba los aguinaldos ansioso.
-Eres talludo ya para juguetes -le había
dicho su papá-. Los Reyes se olvidarán de ti, y harán bien.
-Les disparo un tiro -contestó,
resueltamente, con su viva acometividad, el pequeño.
Y esperaba, acurrucado, no a los Reyes -¡vaya
una tontería!, ¡ya no le daban a él ese camelo!-, sino a su mamá, que, de
puntillas y a tientas, le dejaría sobre la cama chucherías preciosas... A eso
de las doce -no habían dado aún- sintió, en efecto, Riquín como una catarata...
Cajas, envoltorios... Dio luz... Quedó deslumbrado. Automóviles, aviones,
cañones, soldados, caballos, molinos, cabras ordeñables, un teatro guignol...
¡El demontre! Nunca los Reyes habían sido tan espléndidos.
Algunos instantes se embriagó del goce
primero de la posesión... Y de pronto le asaltó una idea. Berte había dicho aquella
tarde: "Los Reyes no hacen caso de los pobres, señorito. Aunque los Reyes
fuesen verdad, para mí no traerían."
Se levantó, cogió en brazo lo más que pudo, y
por pasillos solitarios, débilmente alumbrados, subiendo escaleras angostas,
buscó el zaquizamí en que su amigo dormía. Empujó suavemente la puerta y soltó
su provisión de juguetes de rico, de niño mimado. Y como Pancho no se
despertase, volvió furtivamente a su alcoba.
Por la mañana, en la casa, ¡un revuelo! ¡Los
juguetes bonitos de Riquín en poder del botones! Sí; la doncella lo había
visto; el ayuda de cámara y, especialmente el de comedor, lo denunciaron... Y
Berte fue traído a presencia de los señores, llorando y renqueando, porque el
del comedor le había atizado una puntera. Llamaron a Riquín para el careo
inevitable.
Los nueve años de Riquín maduraron de pronto
en virilidad, bajo una emoción de indignada cólera. Se encaró con sus papás.
Rojo de furia, gritó:
-Dejadle en paz, ¡ea! ¡Se acabó! ¡Esos
juguetes se los han regalado los Reyes!
-¡Valiente paparrucha! -protestó el padre.
-¿Y por qué paparrucha, caramba?
¿No decís que los Reyes me han regalado otro
a mí? Si los Reyes son personas de bien, deben regalar primero a los pobrecitos
como éste, que no tienen nada. Y de seguro que lo hacen. Y esta vez lo han
hecho. Berte, recoge tus regalos. Los Reyes han cumplido. ¡Vivan los Reyes!
Y mientras estampaba en la mejilla del
botones un beso fraternal, los papás no sabían qué replicar a aquella
argumentación. No había que darle vueltas.
Cuentos de la tierra- Emilia Pardo Bazán
Thinking of you
I used to think
About what's real and true
What can not be proven
What can be assumed
Once when I was younger
In the bloom of youth
I received an honest answer
When a lie would do
Chorus:
And now all I do is sit
In my darkened room
And on accasion break my silence
To howl at the moon
To curse every nerve
And neuron in my brain
That won't stop the pain I'm feeling
And let me stop thinking
I used to think
Galileo would agree
That the world was round
And you'd come round to me
But I have looked for you
And you're nowhere in sight
The world must be flat
The Babylonians were right
[Chorus]
I used to think
Consider gravity
If I placed you on a pedestal
You'd slip and fall for me
But you floated on the air
Far away at light speed
I guess some objects do defy
The laws that we conceive
[Chorus]
I used to think
It took all my time
Analysing you
Your mind on my mind
Your name my mantra
Repeated on my lips
That once tried to kiss you
A memory unrepressed
[Chorus]
Stop thinking of you
Stop thinking of you
Stop thinking of you
domingo, 25 de marzo de 2012
Sostiene Pereira
Sostiene Pereira que le
conoció un día de verano. Una magnífica jornada veraniega, soleada y aireada, y
Lisboa resplandecía. Parece que Pereira se hallaba en la redacción, sin saber
qué hacer, el director estaba de vacaciones, él se encontraba en el aprieto de
organizar la página cultural, porque el Lisboa contaba ya con una página cultural, y se la habían
encomendado a él. Y él, Pereira, reflexionaba sobre la muerte. En aquel hermoso
día de verano, con aquella brisa atlántica que acariciaba las copas de los
árboles y un sol resplandeciente, y con una ciudad que refulgía, que
literalmente refulgía bajo su ventana, y un azul, un azul nunca visto, sostiene
Pereira, de una nitidez que casi hería los ojos, él se puso a pensar en la
muerte. ¿Por qué? Eso, a Pereira, le resulta imposible decirlo. Sería porque su
padre, cuando él era pequeño, tenía una agencia de pompas fúnebres que se
llamaba Pereira La Dolorosa, sería porque su mujer había muerto de tisis unos
años antes, sería porque él estaba gordo, sufría del corazón y tenía la presión
alta, y el médico le había dicho que de seguir así no
duraría mucho, pero el hecho es que Pereira se puso a pensar en la muerte,
sostiene. Y por casualidad, por pura casualidad, se puso a hojear una revista.
Era una revista literaria pero que tenía una sección de filosofía. Una revista
de vanguardia quizá, de eso Pereira no está seguro, pero que contaba con muchos
colaboradores católicos. Y Pereira era católico, o al menos en aquel momento se
sentía católico, un buen católico, pero en una cosa no conseguía creer, en la
resurrección de la carne. En el alma, sí, claro, porque estaba seguro de poseer
un alma, pero toda su carne, aquella chicha que circundaba su alma, pues bien,
eso no, eso no volvería a renacer, y además ¿para qué?, se preguntaba Pereira.
Todo aquel sebo que le acompañaba cotidianamente, el sudor, el jadeo al subir
las escaleras, ¿para qué iban a renacer? No, no quería nada de aquello en la
otra vida, para toda la eternidad, Pereira, y no quería creer en la
resurrección de la carne. Así que se puso a hojear aquella revista, con
indolencia, porque se estaba aburriendo, sostiene, y encontró un artículo que
decía: «La siguiente reflexión acerca de la muerte procede de una tesina leída
el mes pasado en la Universidad de Lisboa. Su autor es Francesco Monteiro
Rossi, que se ha licenciado en filosofía con las más altas calificaciones; se
trata únicamente de un fragmento de su ensayo, aunque quizá colabore nuevamente
en el futuro con nosotros.»
Sostiene Pereira que al
principio se puso a leer distraídamente el artículo, que no tenía título,
después maquinalmente volvió hacia atrás y copió un trozo. ¿Por qué lo hizo?
Eso Pereira no está en condiciones de decirlo. Tal vez porque aquella revista
de vanguardia católica le contrariaba, tal vez porque aquel día se sentía harto
de vanguardias y de catolicismos, aunque él fuera profundamente católico, o tal
vez porque en aquel momento, en aquel verano refulgente sobre Lisboa, con toda
aquella mole que soportaba encima, detestaba la idea de la resurrección de la
carne, pero el caso es que se puso a copiar el artículo, quizá para poder tirar
la revista a la papelera.
Sostiene que no lo copió
todo, copió sólo algunas líneas, que son las siguientes y que puede aportar a
la documentación: «La relación que caracteriza de una manera más profunda y
general el sentido de nuestro ser es la que une la vida con la muerte, porque
la limitación de nuestra existencia por la muerte es decisiva para la
comprensión y la valoración de la vida.» Después cogió una guía telefónica y
dijo para sí: Rossi, qué nombre más extraño, más de un Rossi no puede venir en
la guía, sostiene que marcó un número, porque de aquel número se acuerda bien,
y al otro lado oyó una voz que decía: ¿Diga? Oiga, dijo Pereira, le llamo del Lisboa.
Y la voz dijo: ¿Sí? Verá, sostiene haber dicho
Pereira, el Lisboa es un periódico de aquí, de
Lisboa, sale desde hace unos meses, no sé si usted lo conoce, somos apolíticos
e independientes, pero creemos en el alma, quiero decir que somos de tendencia
católica, y quisiera hablar con el señor Monteiro Rossi. Pereira sostiene que
al otro lado de la línea hubo un momento de silencio y después la voz dijo que
Monteiro Rossi era él y que en realidad no es que pensara demasiado en el alma.
Pereira permaneció a su vez algunos segundos en silencio, porque le parecía
extraño, sostiene, que una persona que había escrito reflexiones tan profundas
sobre la muerte no pensara en el alma. Y por lo tanto pensó que había un
equívoco, e inmediatamente la idea le llevó a la resurrección de la carne, que
era una fijación suya, y dijo que había leído un artículo de Monteiro Rossi
acerca de la muerte, y después dijo que tampoco él, Pereira, creía en la
resurrección de la carne, si era eso lo que el señor Monteiro Rossi quería
decir. En resumen, Pereira se hizo un lío, sostiene, y eso le irritó, le irritó
principalmente consigo mismo, porque se había tomado la molestia de telefonear
a un desconocido y de hablarle de cosas tan delicadas, o mejor dicho tan
íntimas, como el alma o la resurrección de la carne. Pereira se arrepintió,
sostiene, y por un instante pensó en colgar el auricular, pero después, quién
sabe por qué, halló fuerzas para continuar, de modo que dijo que él era el
señor Pereira, que dirigía la página cultural del Lisboa y que, en efecto, por ahora el Lisboa era un periódico de la tarde, en fin, un periódico que
naturalmente no podía competir con los demás periódicos de la capital, pero que
estaba seguro de que tenía futuro, como se vería antes o después, y que era
cierto que por ahora el Lisboa se
ocupaba sobre todo de noticias propias de la prensa del corazón, pero bueno,
ahora se habían decidido a publicar una página cultural que salía el sábado y
la redacción no estaba completa todavía y por eso tenían necesidad de personal,
de un colaborador externo que se ocupara de una sección fija.
Sostiene Pereira que el
señor Monteiro Rossi farfulló enseguida que iría a la redacción aquel mismo
día, dijo también que el trabajo le interesaba, que todos los trabajos le
interesaban, porque, claro, le hacía verdadera falta trabajar ahora que había
acabado la universidad y que nadie le mantenía, pero Pereira tuvo la precaución
de decirle que en la redacción no, que por ahora era mejor que no, que si acaso
podían encontrarse fuera, en la ciudad, y que era mejor que fijaran una cita.
Le dijo eso, sostiene, porque no quería invitar a una persona desconocida a
aquel triste cuartucho de Rua Rodrigo da Fonseca, en el que zumbaba un
ventilador asmático y donde siempre había olor a frito por culpa de la portera,
una bruja que miraba a todo el mundo con aire receloso y que se pasaba el día
friendo. Y además no quería que un desconocido se diera cuenta de que la
redacción cultural del Lisboa era
sólo él, Pereira, un hombre que sudaba de calor y de malestar en aquel
cuchitril, y en fin, sostiene Pereira, le preguntó si podían encontrarse en el
centro, y él, Monteiro Rossi, le dijo: Esta noche, en la Paraça da Alegría, hay
un baile popular con canciones y guitarras, a mí me han invitado a cantar una
tonadilla napolitana, sabe, es que soy medio italiano, aunque no sé napolitano,
de todas formas el propietario me ha reservado una mesa al aire libre, en mi
mesa habrá un cartelito con mi nombre, Monteiro Rossi, ¿qué me dice?, ¿nos
vemos allí? Y Pereira dijo que sí, sostiene, colgó el auricular, se secó el
sudor y después se le ocurrió una idea magnífica, la de crear una breve sección
titulada «Efemérides», y pensó en publicarla enseguida, para el sábado
siguiente, y así, casi maquinalmente, quizá porque estaba pensando en Italia,
escribió el título: Hace dos años desaparecía Luigi Pirandello. Y después, debajo, escribió el subtítulo: «El gran
dramaturgo había estrenado en Lisboa su Un sueño (pero quizá
no)».
Era el veinticinco de julio
de mil novecientos treinta y ocho y Lisboa refulgía en el azul de la brisa atlántica, sostiene Pereira.
Antonio Tabucchi
sábado, 24 de marzo de 2012
Acerca de nada
Toda la Tierra aguardaba a que el pequeño agujero negro la arrastrara hasta su fin. Había sido descubierto por el profesor Jerome Hieronymus a través del telescopio lunar en 2125, y a todas luces iba a acercarse lo suficiente como para crear una marea de destrucción total.
Toda la Tierra hizo testamento, y la gente lloró, los unos en los hombros de los otros, diciéndose «Adiós, adiós, adiós». Los maridos dijeron adiós a sus mujeres, los hermanos dijeron adiós a sus hermanas, los padres dijeron adiós a sus hijos, los amos dijeron adiós a sus animalitos de compañía, y los amantes se susurraron adiós al oído.
Sin embargo, a medida que el agujero negro se acercaba, Hieronymus notó que no había efecto gravitatorio. Lo estudió más atentamente y anunció, con una risita, que después de todo no se trataba en absoluto de un agujero negro.
-No es nada -dijo-. Simplemente un asteroide vulgar al que alguien pintó de negro.
Fue muerto por una multitud enfurecida, pero no por eso. Fue muerto tan sólo después de que anunciara públicamente que iba a escribir una gran y emocionante obra acerca del episodio.
Dijo:
-La titularé Mucho adiós acerca de nada.
Toda la humanidad aplaudió su muerte.
Isaac Asimov
Toda la Tierra hizo testamento, y la gente lloró, los unos en los hombros de los otros, diciéndose «Adiós, adiós, adiós». Los maridos dijeron adiós a sus mujeres, los hermanos dijeron adiós a sus hermanas, los padres dijeron adiós a sus hijos, los amos dijeron adiós a sus animalitos de compañía, y los amantes se susurraron adiós al oído.
Sin embargo, a medida que el agujero negro se acercaba, Hieronymus notó que no había efecto gravitatorio. Lo estudió más atentamente y anunció, con una risita, que después de todo no se trataba en absoluto de un agujero negro.
-No es nada -dijo-. Simplemente un asteroide vulgar al que alguien pintó de negro.
Fue muerto por una multitud enfurecida, pero no por eso. Fue muerto tan sólo después de que anunciara públicamente que iba a escribir una gran y emocionante obra acerca del episodio.
Dijo:
-La titularé Mucho adiós acerca de nada.
Toda la humanidad aplaudió su muerte.
Isaac Asimov
viernes, 23 de marzo de 2012
jueves, 22 de marzo de 2012
La ventana abierta
Mi tía bajará
dentro de un momento, Sr. Nuttel – dijo una niña de 15 años muy dueña de
si-. Mientras tanto le tocará conformarse
conmigo.
Framton Nuttel
se esforzó por decir algo que halagara apropiadamente a la sobrina presente sin
descartar de modo desconsiderado a la tía por venir. Personalmente dudaba más que nunca de que
esas visitas formales a una serie de personas completamente extrañas sirvieran
mayor cosa para ayudar a la cura de nervios que, según se suponía, estaba
siguiendo.
- Yo sé qué va a
pasar – le dijo su hermana cuando él se estaba preparando para emigrar a ese
retiro rural -; te vas a enterrar allá abajo sin hablar con un ser viviente, y
con el atontamiento vas a tener los nervios peor que nunca. Te voy a dar cartas de presentación para
todas las personas que conozco allá. Algunas
hasta donde me acuerdo, eran muy agradables.
Framton se
preguntaba si la Sra. Sappleton, a quien le traía una de las cartas de
presentación, entraría en el departamento de las agradables.
- ¿Conoce mucha
gente de por aquí? – le preguntó la sobrina cuando le pareció que ya habían
tenido suficiente comunicación silenciosa.
- Casi a nadie –
dijo Framton – mi hermana estuvo aquí en la parroquia, como sabe, hace unos
cuatro años, y me dio cartas de presentación para la gente del lugar. Dijo esto último en un tono evidente de
excusa.
- ¿Entonces,
prácticamente no sabe nada de mi tía? – continuó la segura jovencita.
- Sólo su nombre
y dirección – admitió el visitante. No
sabía si la señora Sappleton era casada o viuda. Algo indefinible en la habitación parecía
sugerir la idea de que allí viviera un hombre.
- Su gran
tragedia ocurrió apenas hace tres años – dijo la niña -, eso fue después de la
época en que estaba su hermana.
- ¿Su tragedia?
– preguntó Framton; le parecía de algún modo que encontrar tragedias en esa
región de descanso estaba fuera de lugar.
- Usted se
preguntará, tal vez, por qué mantenemos esa ventana abierta de par en par, en
una tarde de octubre – dijo la sobrina,
indicando una gran puerta ventana que se abría sobre un prado.
- Hace mucho
calor para esta época del año – dijo Framton -; ¿pero esa ventana tiene algo
que ver con la tragedia?
- Por esa
puertaventana, hace exactamente tres años, salieron el marido y los dos
hermanos menores de mi tía, para su sesión de tiro del día. Jamás volvieron. Al cruzar el pantano para ir a su lugar
favorito para tirarle a las becadas, a los tres se los tragó un fangal
traicionero. Había sido un verano húmedo
espantoso y pedazos de terreno que otros años habían sido seguros, se hundían
sin saber a qué horas. Sus cuerpos nunca
se recobraron. Eso fue lo peor de
todo. – aquí la voz de la niña perdió su
entonación segura y se quebró de modo muy humano -. La pobre tía piensa que volverán algún día,
ellos y el perrito de cacería que se hundió con ellos, y que van a volver a
entrar por esa puerta como siempre lo hacen.
Por eso es que se deja abierta la puertaventana todas las tardes hasta
cuando ya está completamente oscuro. La
pobre tía me ha dicho muchas veces cómo salieron, su esposo con su chaqueta
impermeable blanca en el brazo, y Ronnie, su hermano menor, cantando “¿Bertie,
por qué brincas?” como siempre lo hacía, en broma porque ella decía que la
canción le ponía los nervios de punta.
¿Sabe una cosa?, a veces en tardes tranquilas como esta tengo la idea
soterrada de que van a entrar por esa puerta ventana...
Terminó con un
ligero estremecimiento. Para Framton fue
un alivio ver entrar a la tía con un millón de excusas por demorarse tanto en
aparecer.
- Espero que
Vera lo haya estado entreteniendo – dijo.
- Me ha dicho
cosas muy interesantes – dijo Framton.
- Ojalá no le
moleste la ventana abierta – dijo la señora Sappleton en tono ligero -, mi
marido y mis hermanos ya regresas de su cacería, y siempre entran por
allí. Hoy han estado cazando becadas en
los pantanos, de modo que me van a volver un asco mis pobres tapetes. Como siempre los hombres, ¿cierto?.
Charló
alegremente sobre la cacería y la escasez de aves, y sobre la esperanza de
patos en el invierno. A Framton, todo
eso la parecía el horror puro. Hizo un
esfuerzo desesperado pero no completamente exitoso para llevar la conversación
a un tema menos espantoso; se daba cuenta de que la dueña de casa le prestaba
apenas un fragmento de su atención, y de que sus ojos constantemente miraban
más allá de él hacia la ventana abierta y el prado que estaba detrás. Era una coincidencia verdaderamente
desgraciada que él estuviera haciendo su visita en ese trágico aniversario.
- Los médicos
están de acuerdo en aconsejarme completo reposo, abstenerme de excitaciones
mentales y evitar cualquier clase de ejercicio violento – anunció Framton, quien partía de la base de esa ilusión
bastante difundida, según la cual los complementos extraños y las amistades
casuales están hambrientas de conocer, hasta el más insignificante detalle, las
enfermedades de que uno sufre, sus causas y su manera de curarse -. En materia de dietas no están tan de acuerdo
– prosiguió.
- ¿No? – dijo la
señora Sappleton, en una voz que fue reemplazada por un bostezo en el último
momento. Luego, de pronto, puso evidente
atención pero no a lo que estaba diciendo Framton.
- ¡Por fin
llegaron! – exclamó -. ¡apenas a tiempo
para el té, y no parecen venir embarrados hasta las cejas!.
Framton, un poco
trémulo, se volvió hacia la sobrina con una mirada que pretendía llevarle su
piadosa comprensión. La niña miraba a
través de la ventana abierta con ofuscación y horror en los ojos. Con un escalofrío de miedo innombrable,
Framton se dio vuelta en su asiento y miró en la misma dirección.
En la creciente
penumbra tres figuras atravesaban el prado hacia la puertaventana, todos
llevaban escopetas bajo el brazo, y uno de ellos, además, llevaba una chaqueta
blanca colgando de los hombros. Un
cansado perro de cacería castaño los seguía pegado a sus talones. Se acercaban a la casa sin hacer ruido, y de
pronto una voz ronca y juvenil comenzó a cantar desde la sombra: “Te lo dije Bertie, ¿por qué brincas
así?”. Framton agarró desesperadamente
su bastón y su sombrero, apenas si notó la puerta del salón, la entrada de
gravilla, y la puerta del frente en su retirada a la carrera. Un ciclista que venía por el camino tuvo que
estrellarse con seto para evitar atropellarlo.
- Aquí estamos,
querida – dijo el que llevaba la chaqueta blanca al entrar por la puertaventana
-; había bastante barro, pero la mayor parte está seca.
¿Quién era ese
que salió corriendo apenas entramos?
- Un hombre
sumamente extraño, un tal señor Nuttel – dijo la señora Sappleton -; no podía
hablar sino de sus enfermedades, y salió corriendo sin decir una palabra para
despedirse o excusarse cuando ustedes llegaron.
Parecía que hubiera visto un fantasma.
– Yo creo que fue el perro – dijo la sobrina tranquilamente -; me contó
que les tenía terror a los perros. Una
vez lo persiguió una manada de perros Parias hasta un cementerio a orillas del
Ganges, y tuvo que pasar la noche en una tumba recién abierta con los perros
gruñendo y mostrándole los dientes o los hocicos llenos de espuma muy cerca de
su cabeza. Lo suficiente para acobardar
a cualquiera.
La novela
improvisada era la especialidad de la niña.
SAKI
martes, 20 de marzo de 2012
Fidelidad
Este cuento va dedicado a mi amigo Javier.
Nadie sabía que éramos amigos. Nadie oyó los diálogos, ni vio las miradas que nos sirvieron de vínculo. Nadie sabía que año tras año nos citábamos, a mediados de la primavera, en la glorieta silvestre de las barrancas que daban al río, y que estas entrevistas duraban hasta el fin del otoño, y que año tras año, como sucede en los cuentos y en la vida real, hablábamos de las mismas interminables, íntimas cosas. No faltábamos jamás a las citas. Yo acudía a veces con un sombrero de paja sucio, cuyas alas pintaban sombras en mi cara ovalada; ella, con un reflejo alado en sus ojos parpadeantes. No sé bien de qué hablábamos, pero me aventuro a evocarlo: yo, de un anzuelo con carne cruda en la punta del hilo de una caña de pescar; ella, de un hormiguero importante, con túneles y edificaciones sólidas; yo, de una estatua de terracota y de un avión, y del avión a chorro; ella de las semillas que hay en la basura; yo, de las fornicaciones debajo de los puentes; ella, de los gusanos, de las almendras, de las flores violetas de los paraísos, del estiércol dorado; yo, de los zafiros, de las esmeraldas, de los rubíes del reloj. La muerte no nos separaba. La muerte no interrumpía el coloquio inalterable de nuestras voces. Sin embargo el tiempo pasa, suele pasar a veces.
Nadie sabía que éramos amigos. Nadie oyó los diálogos, ni vio las miradas que nos sirvieron de vínculo. Nadie sabía que año tras año nos citábamos, a mediados de la primavera, en la glorieta silvestre de las barrancas que daban al río, y que estas entrevistas duraban hasta el fin del otoño, y que año tras año, como sucede en los cuentos y en la vida real, hablábamos de las mismas interminables, íntimas cosas. No faltábamos jamás a las citas. Yo acudía a veces con un sombrero de paja sucio, cuyas alas pintaban sombras en mi cara ovalada; ella, con un reflejo alado en sus ojos parpadeantes. No sé bien de qué hablábamos, pero me aventuro a evocarlo: yo, de un anzuelo con carne cruda en la punta del hilo de una caña de pescar; ella, de un hormiguero importante, con túneles y edificaciones sólidas; yo, de una estatua de terracota y de un avión, y del avión a chorro; ella de las semillas que hay en la basura; yo, de las fornicaciones debajo de los puentes; ella, de los gusanos, de las almendras, de las flores violetas de los paraísos, del estiércol dorado; yo, de los zafiros, de las esmeraldas, de los rubíes del reloj. La muerte no nos separaba. La muerte no interrumpía el coloquio inalterable de nuestras voces. Sin embargo el tiempo pasa, suele pasar a veces.
-No me amas bastante -yo le
decía-. A veces tengo que esperarte.
-¿Qué es amar? -me preguntaba-.
-Amar es una cosa siempre
diferente -le respondía-.
-¿Pero qué sabor tiene?. ¿Qué
hábitos?.
-Sabe a miel, a lluvia, a polvo,
a barro, cuando llueve. Sus hábitos son múltiples, tan maravillosos como
horribles a veces.
-¿De qué te servirá?.
-De nada.
-¿Para qué quieres que te ame,
entonces? -Para que podamos hablar-.
-¿No hablamos?.
-No hacemos otra cosa.
-¿Entonces, te amo?.
-Me amas, sin duda me amas.
Cuando llegábamos a proferir
estas últimas frases, la noche invariablemente caía y el sueño nos tumbaba en
nuestros lechos. A veces soñábamos el uno con el otro. No soñábamos con otras
cosas. El sueño no nos separaba, tampoco nos separaba la muerte, ni el trabajo,
ni las distracciones, ni la crueldad, ni la familia. Sin embargo el tiempo pasaba
y como suele acontecer pasaba junto a la felicidad, rozándola, carcomiéndola
como si no hubiera existido. El sombrero de paja cada vez más sucio,
amarillento como las hojas encendidas de una fogata, se rompía; la glorieta se
resquebrajó en sucesivas tormentas. Yo cambié de vestiduras y de costumbres.
Casi podría decirse, de cuerpo. La ingratitud no es necesariamente pura.
Distraído, ya borracho, acudía al Night Club y acariciaba con la punta
de los dedos y de las miradas las alas de la amada ausente convertidas en otras
alas, los ojos convertidos en otros ojos. ¿Se trataba de un ángel?. Una
descripción minuciosa nos ayudaría tal vez a descubrirlo. Unos pequeños
espejitos en forma de rombos o de triángulos pegados a un tul azul eléctrico
relumbraban en las noches; sobre esas capas consecutivas de tul se hallaba un
corselete verdoso de terciopelo, cuya suavidad se asemejaba a los pétalos de
las rosas; un acerado relámpago de lentejuelas repetidas al infinito, irisaba
el contorno del ruedo de esa falda que se plegaba y se desplegaba al viento
como dentro del agua las aletas de algunos peces, o algunas plumas de la cola,
en abanico, del pavo real. Se trataba del vestido de una mujer, y como ese
vestido revestía un cuerpo creía que me había enamorado del cuerpo.
Todo el mundo oyó las palabras
que nos decíamos (sólo la infancia mantiene secretos inviolados). Para
besarnos, a veces nos demorábamos en los zaguanes, en los corredores, en los
ascensores, para ocultar los proyectos que nos decíamos al oído. Todo el mundo
sabía que éramos amantes y que nos encerrábamos en los cuartos de una casa
amarilla, con las persianas cerradas, para escondernos.
-No me amas bastante -yo le
decía-. A veces tengo que esperarte, no compartes mi ansiedad.
-¿Qué es amar?.
-No me lo preguntes, el mundo
está lleno de trampas. Amar es sufrir, pero también es la felicidad (o se le
parece).
-¿Para qué quieres que te ame si
amar es sufrir y la felicidad es ilusoria?.
-Para que hablemos. -¿No estamos
hablando? -Sí.
-Entonces, te amo.
Y dejaron de hablar. El vestido
estaba sucio, roto, no brillaba en la noche. ¿Dónde estaban sus alas, sus espejitos?
-Un día me olvidaste.
-Nunca te olvidé. Amé tu
recuerdo en un vestido -dijeron en la glorieta las dos voces que nadie oyó-.
Silvina Ocampo
domingo, 18 de marzo de 2012
Los fugitivos
El rastro moría al pie de un árbol. Cierto era que
había un fuerte olor a negro en el aire, cada vez que la brisa levantaba las
moscas que trabajaban en oquedades de frutas podridas. Pero el perro —nunca le
habían llamado sino Perro— estaba cansado. Se revoleó entre las yerbas para
desrizarse el lomo y aflojar los músculos. Muy lejos, los gritos de los de la
cuadrilla se perdían en el atardecer. Seguía oliendo a negro. Tal vez el
cimarrón estaba escondido arriba, en alguna parte, a horcajadas sobre una rama,
escuchando con los ojos. Sin embargo, Perro no pensaba ya en la batida. Había
otro olor ahí, en la tierra vestida de bejuqueras que un próximo roce borraría
tal vez para siempre. Olor a hembra. Olor que Perro se prendía, retorciéndose
patas arriba, riendo por el colmillo, para llevarlo encima y poder alargar una
lengua demasiado corta hacia el hueco que separaba sus omoplatos. Las sombras
se hacían más húmedas. Perro se volteó, cayendo sobre sus patas. Las campanas
del ingenio, volando despacio, le enderezaron las orejas. En el valle, la
neblina y el humo eran una misma inmovilidad azulosa, sobre la que flotaban
cada vez más siluetas, una chimenea de ladrillos, un techo de grandes aleros,
la torre de la iglesia, y las luces que parecían encenderse en el fondo de un
lago. Perro tenía hambre. Pero hacia allá, había olor a hembra. A veces lo
envolvía aún el olor a negro. Pero el
olor de su propio celo, llamado por el olor de otro celo, se imponía a todos
los demás. Las patas traseras de Perro se espigaron, haciéndole alargar el
cuello. Su vientre se hundía, al pie del costillar, en el ritmo de un jadeo
corto y ansioso. Las frutas, demasiado llenas de sol, caían aquí y allá, con un
ruido mojado, esparciendo, a ras del suelo, efluvios de pulpas tibias.
Alejo Carpentier
Perro se echó a correr hacia el monte, con la cola
gacha, como perseguido por la tralla del mayoral, contrariando su propio
sentido de orientación. Pero olía a hembra. Su hocico seguía una estela sinuosa
que a veces volvía sobre sí misma, abandonaba el sendero, se intensificaba en
las espinas de un aromo, se perdía en las hojas demasiado agriadas por la
fermentación, y renacía, con inesperada fuerza, sobre un poco de tierra, recién
barrida por una cola. De pronto, Perro se desvió de la pista invisible, del
hilo que se torcía y destorcía, para arrojarse sobre un hurón. Con dos
sacudidas, que sonaron a castañuela en un guante, le quebró la columna
vertebral, arrojándolo contra un tronco... Pero se detuvo de súbito, dejando una
pata en suspenso. Unos ladridos, muy lejanos, descendían de la montaña.
No eran los de la jauría del ingenio. El acento era
distinto, mucho más áspero y desgarrado, salido del fondo del gaznate,
enronquecido por fauces potentes. En alguna parte se libraba una batalla de
machos que no llevaban, como Perro, un collar con púas de cobre con una placa
numerada. Ante esas voces desconocidas, mucho más alubonadas que todo lo que
hasta entonces había oído, Perro tuvo miedo. Echó a correr en sentido inverso,
hasta que las plantas se pintaron de luna. Ya no olía a hembra. Olía a negro. Y
ahí estaba el negro, en efecto, con su calzón rayado, boca abajo, dormido.
Perro estuvo por lanzarse sobre él siguiendo una consigna lanzada de madrugada,
en medio de un gran revuelo de látigos, allá donde había calderos y literas de
paja. Pero arriba, no se sabía dónde, proseguía la pelea de los machos. Al lado
del cimarrón quedaban huesos de costillas roídas. Perro se acercó lentamente,
con las orejas desconfiadas, decidido a arrebatar a las hormigas algún sabor de
carne. Además aquellos otros perros de un ladrar tan feroz, lo asustaban. Más
valía permanecer, por ahora, al lado del hombre. Y escuchar. El viento del sur,
sin embargo, acabó por llevarse la amenaza. Perro dio tres vueltas sobre sí
mismo y se ovilló, rendido. Sus patas corrieron un sueño malo. Al alba,
Cimarrón le echó un brazo por encima, con gesto de quien ha dormido mucho con
mujeres. Perro se arrimó a su pecho, buscando calor. Ambos seguían en plena
fuga, con los nervios estremecidos por una misma pesadilla, tina araña, que
había descendido para ver mejor, recogió el hilo y se perdió en la copa del
almendro, cuyas hojas comenzaban a salir de la noche.
II
Por hábito, Cimarrón y Perro se despertaron cuando
sonó la campana del ingenio. La revelación de que habían dormido juntos, cuerpo
con cuerpo, los enderezó de un salto. Después de adosarse a dos troncos, se
miraron largamente. Perro ofreciéndose a tomar dueño. El negro ansioso de
recuperar alguna amistad. El valle se desperezaba. A la apremiante espadaña,
destinada a los esclavos, respondía ahora, más lento, el bordón armoriado de la
capilla, cuyo verdín se mecía de sombra a sol sobre un fondo de mugidos y de
relinchos, como indulgente aviso a los que dormían en altos lechos de caoba.
Las gallos rondaban a las gallinas para cubrirlas temprano, en espera de que el
meñique de la mayorala se cerciorase de la presencia de huevos aún sin poner.
Un pavo real hacía la rueda sobre la casa-vivienda, encendiéndose con un grito,
en cada vuelta y revuelta. Los caballos del trapiche iniciaban su largo viaje
en redondo. Los esclavos oraban frente a cazuelas llenas de pan con guarapo.
Cimarrón se abrió la bragueta, dejando un reguero de espuma entre las raíces de
una ceiba. Perro alzó la pata sobre un guayabo tierno. Ya asomaban machetazos
en los cortes de caña. Los dogos de la jauría cazadora de negros sacudían sus
cadenas, impacientes por ser sacados del batey.
—¿Te vas conmigo? —preguntó Cimarrón.
Perro lo siguió dócilmente. Allá abajo había
demasiados látigos, demasiadas cadenas, para quienes regresaban arrepentidos.
Ya no olía a hembra. Pero tampoco olía a negro. Ahora Perro estaba mucho más
atento al olor a blanco, olor a peligro. Porque el mayoral olía a blanco, a
pesar del almidón planchado de sus guayaberas y del betún acre de sus polainas
de piel de cerdo. Era el mismo olor de las señoritas de la casa, a pesar del
perfume que despedían sus encajes. El olor del cura, a pesar del tufo de cera
derretida y de incienso, que hacía tan desagradable la sombra, tan fresca, sin
embargo, de la capilla. El mismo que llevaba el organista encima, a pesar de
que los fuelles del armonio le hubieran echado tantos y tantos soplos de
fieltro apolillado. Había que huir ahora del olor a blanco. Perro había
cambiado de bando.
III
En los primeros días. Perro y Cimarrón echaron de
menos la seguridad del condumio. Perro recordaba los huesos vaciados por cubos,
en el batey, al caer la tarde. Cimarrón añoraba el congrí, traído en cubos a
los barracones, después del toque de oración o cuando se guardaban los tambores
del domingo. Por ello, después de dormir demasiado en las mañanas, sin campanas
ni patadas, se habituaron a ponerse a la caza desde el alba. Perro olfateaba
una jutía oculta entre las hojas de un cedro; Cimarrón la tumbaba a pedradas.
El día en que se daba con el rastro de un cochino jíbaro, había para horas y
horas, hasta que la bestia, desgarradas las orejas, aturdida por tantos
ladridos, pero acometiendo aún, era acorralada al pie de una peña y derribada a
garrotazos. Poco a poco Perro y Cimarrón olvidaron los tiempos en que habían
comido con regularidad. Se devoraba lo que se agarrara, de una vez, engullendo
lo más posible, a sabiendas de que mañana podría llover y que el agua de arriba
correría entre las peñas para alfombrar mejor el fondo del valle. Por suerte,
Perro sabía comer frutas. Cuando Cimarrón daba con un árbol de mango o de
mamey, Perro también se pintaba el hocico de amarillo o de rojo. Además, como
siempre había sido huevero, se desquitaba, con algún nido de codorniz, de la
incomprensible afición del amo por los langostinos que dormían a
contracorriente a la salida del río subterráneo que se alumbraba de una boca de
caracoles petrificados.
Vivían en una caverna, bien oculta por una cortina
de helechos arborescentes. Las estalactitas lloraban isócronamente, llenando
las sombras frías de un ruido de relojes. Un día Perro comenzó a escarbar al
pie de una de las paredes. Pronto sus dientes sacaron un fémur y unas costillas
tan antiguas que ya no tenían sabor, rompiéndose sobre la lengua con
desabrimiento de polvo amasado. Luego llevó a Cimarrón, que se tallaba un cinto
de piel de majá, un cráneo humano. A pesar de que quedasen en el hoyo restos de
alfarería y unos rascadores de piedra que hubieran podido aprovecharse,
Cimarrón, aterrorizado por la presencia de muertos en su casa, abandonó la
caverna esa misma tarde, mascullando oraciones sin pensar en la lluvia. Ambos
durmieron entre raíces y semillas envueltos en un mismo olor a perro mojado. Al
amanecer buscaron una cueva de techo más bajo, donde el hombre tuvo que entrar
a cuatro patas. Allí, al menos, no había huesos de aquellos que para nada
servían, y sólo podían traer ñeques y apariciones de cosas malas...
Al no haber sabido de batidas en mucho tiempo, ambos
empezaron a aventurarse hacia el camino. A veces pasaba un carretero conocido,
una beata vestida con el hábito de Nazareno o un punteador de guitarra, de esos
que conocen al patrón de cada pueblo, a quienes contemplaban, de lejos, en
silencio. Era indudable que Cimarrón esperaba algo. Solía permanecer varias
horas, de bruces, entre las yerbas de Guinea, mirando ese camino poco
transitado, que una rana toro podía medir de un gran salto. Perro se distraía
en esas esperas dispersando enjambres de mariposas blancas, o intentando, a
brincos, la imposible caza de un zunzún vestido de lentejuelas.
Un día que Cimarrón esperaba, así, algo que no
llegaba, un cascabeleo de cascos lo levantó sobre las muñecas. Una volanta
venía a todo trote, tirada por la jaca torda del ingenio. De pie sobre las
varas, el calesero Gregorio hacía restallar el cuero, mientras el párroco
agitaba la campanilla del viático a sus espaldas. Hacía tanto tiempo que Perro
no se divertía en correr más pronto que los caballos, que se olvidó al punto de
la discreción a que estaba obligado. Bajó la cuesta a las cuatro patas,
espigado, azul bajo el sol, alcanzó el coche y se dio a ladrar por los corvejones de la jaca, a la derecha, a
la izquierda, delante, pasando y
volviendo a pasar, enseñando los dientes al calesero y al sacerdote. La jaca se
abrió a galopar por lo alto,
sacudiendo las anteojeras y tirando del bocado.
De pronto, quebró una vara, arrancando el tiro.
Luego de aspaventarse como peleles, el párroco y el calesero se fueron de
cabeza contra el puentecillo de piedra. El polvo se tiñó de sangre.
Cimarrón llegó corriendo. Blandía un bejuco para
azocar a Perro, que ya se arrastraba pidiendo perdón. Pero el negro detuvo el
gesto, sorprendido por la idea de que no todo era malo en aquel percance. Se
apoderó de la estola y de las ropas del cura, de la chaqueta y de las altas
botas del calesero. En bolsillos y bolsillos había casi cinco duros. Además, la
campanilla de plata. Los ladrones regresaron al monte. Aquella noche, arropado
en la sotana, Cimarrón se dio a soñar con placeres olvidados. Recordó los
quinqués, llenos de insectos muertos, que tan tarde ardían en las últimas casas
del pueblo, allí donde, por dos veces, lo habían dejado, tras pedir el
aguinaldo de Reyes, gastárselo como mejor le pareciere. El negro, desde luego,
había optado por las mujeres.
IV
La primavera los agarró a los dos al amanecer. Perro
despertó con una tirantez insoportable entre las patas traseras y una mala
expresión en los ojos. Jadeaba sin tener calor, alargando entre los colmillos
una lengua que tenía filosas blanduras de lapa. Cimarrón hablaba solo. Ambos
estaban de pésimo genio. Sin pensar en la caza, fueron temprano hacia el
camino. Perro corría desordenadamente, buscando en vano un olor rastreable...
Mataba insectos que siempre lo habían asqueado, por el placer de destruir,
desgranaba espigas entre sus dientes, arrancaba arbustos tiernos. Acabó de
exasperarse cuando un sapo le escupió a los ojos. Cimarrón esperaba como nunca
había esperado.
Pero aquel día nadie pasó por el camino. Al caer la
noche, cuando los primeros murciélagos volaron como pedradas sobre el campo,
Cimarrón echó a andar lentamente hacia el caserío del ingenio. Perro lo siguió,
desafiando la misma tralla y las mismas cadenas. Se fueron acercando a los
barracones por el cauce de la cañada. Ya se percibía un olor, antaño familiar,
de leña quemada, de lejía, de melaza, de limaduras de cascos de caballo. Debían
estarse haciendo las pastas de guayaba, ya que un interminable dulzor de
mermelada era esparcido por el terral. Perro y Cimarrón seguían acercándose,
lado a lado, la cabeza del hombre a la altura de la cabeza del perro.
De pronto, una negra de la dotación atravesó el
sendero de la herrería. Cimarrón se arrojó sobre ella, derribándola entre las
albahacas. Una ancha mano ahogó los gritos. Perro avanzó, solo, hasta el
lindero del batey. La perra inglesa adquirida por don Marcial en una exposición
de París estaba allí. Hubo un intento de fuga. Perro le cortó el camino, erizado
de la cola a la cabeza. Su olor a macho era tan envolvente que la inglesa
olvidó que la habían bañado, horas antes, con jabón de Castilla.
Cuando Perro regresó a la caverna, clareaba.
Cimarrón dormía, arrebozado en la sotana del párroco. Allá abajo, en el río,
dos manatíes retozaban entre los juncos, enturbiando la corriente con sus
saltos que abrían nubes de espuma entre los linos.
V
Cimarrón se hacía cada vez más imprudente. Rondaba
ahora en torno a los caseríos, acechando, a cualquier hora, una lavandera
solitaria o una santera que buscaba culantrillo, retamas o pitahayas para algún
despojo. También, desde la noche en que había tenido la audacia de beberse los
duros del capellán en un parador del camino carretera, se hacía ávido de
monedas. Más de una vez en los atajos se había llevado el cinturón de un
guajiro, luego de derribarlo de su caballo y de acallarlo con una estaca. Perro
lo acompañaba en esas correrías, ayudando en lo posible. Sin embargo, se comía
peor que antes, y más que nunca era necesario desquitarse con huevos de
codorniz, de gallinuela o de garza. Además, Cimarrón vivía en un continuo
sobresalto. Al menor ladrido de Perro, echaba mano al machete robado o se
trepaba a un árbol.
Pasada la crisis de primavera, Perro se mostraba cada
vez más reacio a acercarse a los pueblos. Había demasiados niños que tiraban
piedras, gente siempre dispuesta a dar patadas y, al oler su proximidad, todos
los perros de los patios lanzaban gritos de guerra. Además, Cimarrón volvía
esas noches con el paso inseguro, y su boca despedía un olor que Perro
detestaba tanto como el del tabaco. Por ello, cuando el amo entraba en una casa
mal alumbrada, Perro lo esperaba a una distancia prudente. Así se fue viviendo
hasta la noche en que Cimarrón se encerró demasiado tiempo en el cuarto de una
mondonguera. Pronto, la choza fue rodeada por hombres cautelosos, que llevaban
mochas en claro. Al poco rato Cimarrón fue sacado a la calle, desnudo, dando
tremendos alaridos. Perro, que acababa de oler al mayoral del ingenio, echó a
correr al monte por la vereda de los cañaverales.
Al día siguiente vio pasar a Cimarrón por el camino.
Estaba cubierto de heridas curadas con sal. Tenía hierros en el cuello y los
tobillos. Y lo conducían cuatro números de la Benemérita de San Fernando, que
le daban un baquetazo a cada dos pasos, tratándolo de ladrón, de borracho y de
malcriado.
VI
Sentado sobre una cornisa rocosa que dominaba el
valle, Perro aullaba a la luna. Una honda tristeza se apoderaba de él a veces,
cuando aquel gran sol frío alcanzaba su total redondez, poniendo tan desvaídos
reflejos sobre las plantas. Se habían terminado para él las hogueras que solían
iluminar la caverna en noches de lluvia. Ya no conocería el calor del hombre en
el invierno que se aproximaba, ni habría ya quien le quitara el collar de púas
de cobre, que tanto le molestaba para dormir —a pesar de que hubiera heredado
la sotana del párroco—. Cazando sin cesar, se había hecho más tolerante, en
cambio, con los seres que no servían para ser comidos. Dejaba escapar el maia
entre las piedras calientes, sin ladrar siquiera, desde que Cimarrón no estaba
allí para azuzarlo, con la esperanza de hacerse un cinturón o de recoger
manteca para untos. Además, el olor de las serpientes lo asqueaba; cuando había
agarrado alguna por la cola, era en virtud de esas obligaciones a que todo ser
que depende de alguien se ve constreñido. Tampoco —salvo en casos de hambre
extrema— podía atreverse ya con el cochino jíbaro. Se contentaba ahora con aves
de agua, hurones, ratas y una que otra gallina escapada de los corrales
aldeanos. Sin embargo, el ingenio estaba olvidado. Su campana había perdido
todo sentido. Perro buscaba ahora el amparo de mogotos casi inaccesibles al
hombre, viviendo en un mundo de dragos que el viento mecía con ruidos de
albarca nueva, de orquídeas, de bejucos lombriz, donde se arrastraban lagartos
verdes, de orejeras blancas, de esos que tan mal saben y, por lo mismo,
permanecen donde están. Había enflaquecido. Sobre sus costillares marcados en
hueco, la lana apresaba guisazos que ya no tenían espinas.
Con los aguinaldos volvió la primavera. Una tarde en
que lo desvelaba un extraño desasosiego, Perro dio nuevamente con aquel
misterioso olor a hembra, tan fuerte, tan penetrante, que había sido la causa
primera de su fuga al monte. También ahora caían ladridos de la montaña. Esta
vez Perro agarró el rastro en firme, recobrándolo luego de pasar un arroyo a
nado. Ya no tenía miedo. Toda la noche siguió la huella, con la nariz pegada al
suelo, largando baba por el canto de la lengua. Al amanecer, el olor llenaba
toda una quebrada. El rastreador estaba frente a una jauría de perros jíbaros.
Varios machos, con perfil de lobos, se apretaban ahí, relucientes los ojos,
tensos sobre sus patas, listos para atacar. Detrás de ellos se cerraba el olor
a hembra.
Perro dio un gran salto. Los jíbaros se le echaron
encima. Los cuerpos se encajaron, unos en otros, en un confuso remolino de
ladridos. Pero pronto se oyeron los aullidos abiertos por las púas del collar.
Las bocas se llenaban de sangre. Había orejas desgarradas. Cuando Perro soltó
al más viejo, con la garganta desgajada, los demás retrocedieron, gruñendo de
rabia inútil. Perro corrió entonces al centro del palenque, para librar la
última batalla a la perra gris, de pelo duro, que lo esperaba con los colmillos
de fuera. El rastro moría a la sombra de su vientre.
VII
Los jíbaros cazaban en bandada. Por ello buscaban
las piezas grandes, de más carne y más huesos. Cuando daban con un venado, era
tarea de días. Primero al acoso. Luego, si la bestia lograba salvar una
barranca de un salto, el atajo. Luego, cuando una caverna venía en ayuda de la
presa, el asedio. A pesar de herir y entornar, el animal moría siempre en
dientes de la jauría, que iniciaba la ralea sobre un cuerpo vivo aún,
arrancándole tiras de pelo pardo, y bebiendo una sangre fresca a pesar de su
tibieza, en las arterias del cuello o en las raíces de una oreja arrancada.
Muchos de los jíbaros habían perdido un ojo, sacado por un asta, y todos
estaban cubiertos de cicatrices, mataduras y peladas rojas. En los días del
celo, los perros combatían entre sí, mientras las hembras esperaban, echadas,
con sorprendente indiferencia, el resultado de la lucha. La campana del
ingenio, cuyo diapasón era traído a veces por la brisa, no despertaba en el
perro el menor recuerdo.
Un día los jíbaros agarraron un rastro habitual en
aquellas selvas de bejucos, de espinas, de plantas malvadas que envenenaban al
herir. Olía a negro. Cautelosamente, los perros avanzaron por el desfiladero de
los caracoles, donde se alzaba una piedra con cara de muerto. Los hombres
suelen dejar huesos y desperdicios por donde pasan. Pero es mejor cuidarse de
ellos, porque son los animales más peligrosos, por ese andar sobre las patas
traseras que les permite alargar sus gestos con palos y objetos. La jauría
había dejado de ladrar.
De pronto, el hombre apareció. Olía a negro. Unas
cadenas rotas, que le colgaban de las muñecas, ritmaban su paso. Otros
eslabones, más gruesos, sonaban bajo los flecos de su pantalón rayado. Perro
reconoció a Cimarrón.
—¡Perro! —alborozó el negro—. ¡Perro!
Perro se le acercó lentamente. Le olió los pies,
aunque sin dejarse tocar. Daba vueltas en torno a él, moviendo la cola; cuándo
era llamado, huía. Y cuando no era llamado, parecía buscar aquel sonido de voz
humana, que había entendido un poco en otros tiempos, pero que ahora le sonaba
tan raro, tan peligrosamente evocador de obediencias. Al fin, Cimarrón dio un
paso, adelantando una mano blanda hacia su cabeza. Perro lanzó un extraño
grito, mezcla de ladrido sordo y de aullido, y saltó al cuello del negro.
Había recordado, de súbito, una vieja consigna del
mayoral del ingenio, el día que un esclavo huía al monte.
VIII
Como no olía a hembra y los tiempos eran apacibles,
los jíbaros durmieron hasta el hartazgo durante dos días. Arriba, las auras
pesaban sobre las ramas, esperando que la jauría se marchara, sin concluir el
trabajo. Perro y la perra gris se divertían como nunca, jugando con la camisa
listada de Cimarrón. Cada uno halaba por un lado, para probar la solidez de los
colmillos. Cuando se desprendía una costura, ambos rodaban en el polvo. Y
volvían a empezar, con un harapo cada vez más menguado, mirándose a los ojos,
las narices casi juntas. Al fin se dio la orden de partida. Los ladridos se
perdieron en lo alto de las crestas arboladas.
Durante muchos años los monteros evitaron de noche
aquel atajo, dañado por huesos y cadenas.
sábado, 17 de marzo de 2012
El médico concejal
Era yo sólo un muchacho
cuando sucedió. Y ahora, cuando ya unas tenues guedejas blancas ornan apenas mi
cabeza de anciano venerable, aún me estremezco de emoción al recordar aquel
episodio que fue la revelación de un político y la manifestación de la grandeza
de ánimo de un hombre.
Se
celebraban en Tejeruela de la Empastación elecciones municipales con el
entusiasmo cívico con que los tejeruelenses acogían siempre el trascendente
evento, entusiasmo reforzado aquel año por el interés que despertaba la
aparición del nuevo Partido Agrario Equitativo, formación política derivada del
pepino, es decir, de la grave crisis por la que atravesaba la comercialización
de la rica cucurbitácea, cultivo casi único en Tejeruela y tradicional sostén
de su economía.
A
pesar del prestigio de que disfrutaba el pepino tejeruelense desde tiempo
inmemorial, incluso desde antes de que la famosa soprano Lola Puentedeume
estuviera a las puertas de la muerte por un cólico grandioso, debido a su
desmedida afición al riquísimo fruto ingerido por la artista en enormes
cantidades proporcionales a su volumen, lo que le produjo una irreductible
oclusión intestinal que estuvo a punto de privar al género lírico de una de sus
más brillantes luminarias; a pesar, digo, de ese prestigio, el mercado
hortícola español mostraba hacia el pepino del país un creciente desinterés.
Lo
cual se achacaba, por supuesto, a la incompetencia de los políticos locales,
más ocupados por el momento en promocionar el balneario que había de alzarse
alrededor de un manantial de aguas sulfurosas con supuestas virtudes curativas,
muy pregonadas por el alcalde, casualmente propietario de los terrenos donde se
proyectaba —lo proyectaba mayormente el alcalde— construir el hotel y edificios
anejos.
Se
había dividido el pueblo por entonces en balnearistas y pepinistas, según la
costumbre inmemorial de dividirse cuando el tema lo requería, dados los dos
tradicionalmente opuestos puntos de vista con que los tejeruelenses demostraban
su agudeza de juicio y su desenvoltura en la opinión. (Los sociólogos de la
localidad definían el eterno conflicto como el de «las dos Tejeruelas»).
Los
progresistas optaban por el balneario como signo de modernidad y desarrollo
económico. Entre ellos se encontraba el cuñado del alcalde, maestro de obras
que había de hacerse cargo de la construcción, algunos comerciantes del ramo
del ajuar y el mobiliario y muchos jornaleros del campo, cansados de un trabajo
aburrido y escasamente provechoso y dispuestos, en cambio, a irrumpir en el
mucho más lucido gremio de la hostelería.
En
las filas conservadoras militaban importantes propietarios agrícolas,
preocupados por la suerte del pepino en general y de sus pepinos en particular;
reaccionarios temerosos del auge de las disolutas costumbres que habrían de
importar con toda seguridad los agüistas del balneario, pues ya se sabe que los
balnearios facilitan el relajo y la promiscuidad; y aquellos a quienes el
alcalde les resultaba antipático, puesto que el poder suscita enconos. Todos
ellos capitaneados por don Tadeo Perinola, propietario de varias hectáreas de
pepinar y del acreditado establecimiento «EL COHOMBRO DORADO. Almacén de
Coloniales y Maquinaria Agrícola».
—¡Loemos
y admiremos y, sobre todo, comercialicemos provechosamente nuestro pepino!
—proclamó don Tadeo en el mitin fundacional—. Nuestro pepino vernáculo. ¡Qué
digo vernáculo! ¡Ancestral diría yo! Ese pepino orgullo de este pueblo y fuente
de bienestar para muchas generaciones de tejeruelenses, nuestros padres,
nuestros abuelos, ¡vuestros abuelos también, jóvenes insensatos, locos por el
balompié y el fox-trot, ajenos
a los valores tradicionales de nuestra raza! ¡Hernán Cortés saboreó el pepino
de nuestra tierra! ¡Y muchos otros, todos héroes a cual más!
A
pesar de los hermosos discursos y emocionantes apelaciones a la tradición y al
heroísmo, llegadas las elecciones y hecho el recuento de los votos, los
pepinistas sólo alcanzaron los justos para media concejalía.
El
partido designó para el semicargo a don Tadeo Perinola, que además de líder era
el más bajito de los pepinistas, el cual aceptó disciplinadamente la decisión
de sus correligionarios.
—Seré
medio concejal si así lo quiere el pueblo —declaró el ilustre político—. ¡No
hay cargo pequeño para una voluntad grande!
Para
celebrar el éxito se organizó un baile al que asistió toda la juventud de
Tejeruela, incluso los insensatos locos por el balompié y el fox-trot, que
demostraron así su voluntad de confraternización democrática y que no se debe
despreciar un buen baile cuando se presenta.
Una
infausta noticia llegó de pronto a ensombrecer la alegría de la concurrencia; o
de parte de la concurrencia; o de algunos de los concurrentes: la Junta
Electoral se negaba a aprobar el nombramiento de don Tadeo Perinola como
semiconcejal, arguyendo que si bien la estatura del candidato era
verdaderamente insignificante, su peso excedía de lo discreto, es decir, estaba
demasiado gordo para ser considerado como la mitad de cualquier cosa.
El
asunto pasó a la consideración del Tribunal Constitucional.
Cuya
sentencia no se hizo esperar. Ratificaba el alto tribunal lo acordado por la
Junta, aunque accedía a aprobar el nombramiento de semiconcejal sólo en el caso
de que en la fecha señalada para el inicio de la nueva legislatura don Tadeo
hubiera perdido los veinte kilos que le sobraban...
Y
fue entonces cuando don Tadeo demostró su grandeza de ánimo y su temple de
político lleno de recursos.
—Mire
usted, doctor —le dijo al médico, a quien había mandado llamar con urgencia—.
Tengo en este pie una tremenda inflamación que se insinúa ya por el tobillo,
como si un extraño topo se estuviera abriendo camino entre la grasa hasta no se
sabe qué lejanos objetivos.
Impresionado
por la elocuente descripción, el médico se apresuró a examinar el pie dañado.
—Bah, no
es nada. Un simple panadizo.
—¡Cómo
simple!
—Le
recetaré los cocimientos y emplastos oportunos.
—Cocimientos
y emplastos... —murmuró don Tadeo, visiblemente molesto.
—¡Siempre
han dado resultado satisfactorio!
—Tal vez,
tal vez. Pero ¿y la cirugía?
Se
asombró el doctor.
—¿Cirugía?
¿Quiere decir una sajadura?
—Una
sajadura no evita la gangrena.
—¿Entonces?
—¡Amputación!
—¡No
exagere usted, amigo Perinola!
Sin
embargo, después de una larga charla en la que el político desplegó sus muy
acreditadas dotes de persuasión, reforzadas por la insinuada amenaza de poner
en circulación cierto dossier sobre las intimidades del médico con la
esposa del veterinario, el doctor accedió a amputar el miembro dañado por donde
su legítimo propietario señaló: dos centímetros más abajo de la ingle.
La
pierna dio en la báscula veintiún kilos con trescientos gramos.
La
labor de don Tadeo en la media concejalía que le fue justamente adjudicada fue
brillantísima, y sus preciosos discursos en defensa del pepino y en contra del
balneario —a pesar de no disponer en la tribuna sino de la mitad de tiempo de
un concejal corriente—, aún se recordaban con admiración muchos años después de
que el cultivo del pepino hubiera sido totalmente abandonado y cuando ya el
balneario estaba acreditado como muy beneficioso en toda la provincia y en
algún otro lugar de por ahí.
El
acervo cultural de Tejeruela de la Empastación, y por supuesto la biblioteca
del balneario, se enriqueció con un precioso libro: «CÓMO GANAR UNAS ELECCIONES MUNICIPALES. Recuerdos
y añoranzas» por don Tadeo Perinola. Un libro muy útil para políticos y
aspirantes.
Se
anunció por entonces la aparición de otra obra del mismo autor: «CÓMO PERDER
PESO SIN DEJAR DE COMER.» Pero no llegó a publicarse. Lástima.
Antonio Mingote
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