martes, 20 de marzo de 2012

Fidelidad

Este cuento va dedicado a mi amigo Javier.

Nadie sabía que éramos amigos. Nadie oyó los diálogos, ni vio las miradas que nos sirvieron de vínculo. Nadie sabía que año tras año nos citábamos, a mediados de la primavera, en la glorieta silvestre de las barrancas que daban al río, y que estas entrevistas duraban hasta el fin del otoño, y que año tras año, como sucede en los cuen­tos y en la vida real, hablábamos de las mismas interminables, ín­timas cosas. No faltábamos jamás a las citas. Yo acudía a veces con un sombrero de paja sucio, cuyas alas pintaban sombras en mi ca­ra ovalada; ella, con un reflejo alado en sus ojos parpadeantes. No sé bien de qué hablábamos, pero me aventuro a evocarlo: yo, de un anzuelo con carne cruda en la punta del hilo de una caña de pescar; ella, de un hormiguero importante, con túneles y edificaciones sóli­das; yo, de una estatua de terracota y de un avión, y del avión a chorro; ella de las semillas que hay en la basura; yo, de las fornica­ciones debajo de los puentes; ella, de los gusanos, de las almendras, de las flores violetas de los paraísos, del estiércol dorado; yo, de los zafiros, de las esmeraldas, de los rubíes del reloj. La muerte no nos se­paraba. La muerte no interrumpía el coloquio inalterable de nues­tras voces. Sin embargo el tiempo pasa, suele pasar a veces.
-No me amas bastante -yo le decía-. A veces tengo que espe­rarte.
-¿Qué es amar? -me preguntaba-.
-Amar es una cosa siempre diferente -le respondía-.
-¿Pero qué sabor tiene?. ¿Qué hábitos?.
-Sabe a miel, a lluvia, a polvo, a barro, cuando llueve. Sus hábitos son múltiples, tan maravillosos como horribles a veces.
-¿De qué te servirá?.
-De nada.
-¿Para qué quieres que te ame, entonces? -Para que podamos hablar-.
-¿No hablamos?.
-No hacemos otra cosa.
-¿Entonces, te amo?.
-Me amas, sin duda me amas.
Cuando llegábamos a proferir estas últimas frases, la noche in­variablemente caía y el sueño nos tumbaba en nuestros lechos. A ve­ces soñábamos el uno con el otro. No soñábamos con otras cosas. El sueño no nos separaba, tampoco nos separaba la muerte, ni el tra­bajo, ni las distracciones, ni la crueldad, ni la familia. Sin embargo el tiempo pasaba y como suele acontecer pasaba junto a la felicidad, rozándola, carcomiéndola como si no hubiera existido. El sombrero de paja cada vez más sucio, amarillento como las hojas encendidas de una fogata, se rompía; la glorieta se resquebrajó en sucesivas tormentas. Yo cambié de vestiduras y de costumbres. Casi podría decirse, de cuerpo. La ingratitud no es necesariamente pura.
Distraído, ya borracho, acudía al Night Club y acariciaba con la punta de los dedos y de las miradas las alas de la amada ausente convertidas en otras alas, los ojos convertidos en otros ojos. ¿Se tra­taba de un ángel?. Una descripción minuciosa nos ayudaría tal vez a descubrirlo. Unos pequeños espejitos en forma de rombos o de triángulos pegados a un tul azul eléctrico relumbraban en las no­ches; sobre esas capas consecutivas de tul se hallaba un corselete verdoso de terciopelo, cuya suavidad se asemejaba a los pétalos de las rosas; un acerado relámpago de lentejuelas repetidas al infinito, irisaba el contorno del ruedo de esa falda que se plegaba y se des­plegaba al viento como dentro del agua las aletas de algunos peces, o algunas plumas de la cola, en abanico, del pavo real. Se trataba del vestido de una mujer, y como ese vestido revestía un cuerpo creía que me había enamorado del cuerpo.
Todo el mundo oyó las palabras que nos decíamos (sólo la infan­cia mantiene secretos inviolados). Para besarnos, a veces nos demo­rábamos en los zaguanes, en los corredores, en los ascensores, para ocultar los proyectos que nos decíamos al oído. Todo el mundo sabía que éramos amantes y que nos encerrábamos en los cuartos de una casa amarilla, con las persianas cerradas, para escondernos.
-No me amas bastante -yo le decía-. A veces tengo que espe­rarte, no compartes mi ansiedad.
-¿Qué es amar?.
-No me lo preguntes, el mundo está lleno de trampas. Amar es sufrir, pero también es la felicidad (o se le parece).
-¿Para qué quieres que te ame si amar es sufrir y la felicidad es ilusoria?.
-Para que hablemos. -¿No estamos hablando? -Sí.
-Entonces, te amo.
Y dejaron de hablar. El vestido estaba sucio, roto, no brillaba en la noche. ¿Dónde estaban sus alas, sus espejitos? -Un día me olvidaste.
-Nunca te olvidé. Amé tu recuerdo en un vestido -dijeron en la glorieta las dos voces que nadie oyó-.
Silvina Ocampo 

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