Este cuento va dedicado a mi amigo Javier.
Nadie sabía que éramos amigos. Nadie oyó los diálogos, ni vio las miradas que nos sirvieron de vínculo. Nadie sabía que año tras año nos citábamos, a mediados de la primavera, en la glorieta silvestre de las barrancas que daban al río, y que estas entrevistas duraban hasta el fin del otoño, y que año tras año, como sucede en los cuentos y en la vida real, hablábamos de las mismas interminables, íntimas cosas. No faltábamos jamás a las citas. Yo acudía a veces con un sombrero de paja sucio, cuyas alas pintaban sombras en mi cara ovalada; ella, con un reflejo alado en sus ojos parpadeantes. No sé bien de qué hablábamos, pero me aventuro a evocarlo: yo, de un anzuelo con carne cruda en la punta del hilo de una caña de pescar; ella, de un hormiguero importante, con túneles y edificaciones sólidas; yo, de una estatua de terracota y de un avión, y del avión a chorro; ella de las semillas que hay en la basura; yo, de las fornicaciones debajo de los puentes; ella, de los gusanos, de las almendras, de las flores violetas de los paraísos, del estiércol dorado; yo, de los zafiros, de las esmeraldas, de los rubíes del reloj. La muerte no nos separaba. La muerte no interrumpía el coloquio inalterable de nuestras voces. Sin embargo el tiempo pasa, suele pasar a veces.
Nadie sabía que éramos amigos. Nadie oyó los diálogos, ni vio las miradas que nos sirvieron de vínculo. Nadie sabía que año tras año nos citábamos, a mediados de la primavera, en la glorieta silvestre de las barrancas que daban al río, y que estas entrevistas duraban hasta el fin del otoño, y que año tras año, como sucede en los cuentos y en la vida real, hablábamos de las mismas interminables, íntimas cosas. No faltábamos jamás a las citas. Yo acudía a veces con un sombrero de paja sucio, cuyas alas pintaban sombras en mi cara ovalada; ella, con un reflejo alado en sus ojos parpadeantes. No sé bien de qué hablábamos, pero me aventuro a evocarlo: yo, de un anzuelo con carne cruda en la punta del hilo de una caña de pescar; ella, de un hormiguero importante, con túneles y edificaciones sólidas; yo, de una estatua de terracota y de un avión, y del avión a chorro; ella de las semillas que hay en la basura; yo, de las fornicaciones debajo de los puentes; ella, de los gusanos, de las almendras, de las flores violetas de los paraísos, del estiércol dorado; yo, de los zafiros, de las esmeraldas, de los rubíes del reloj. La muerte no nos separaba. La muerte no interrumpía el coloquio inalterable de nuestras voces. Sin embargo el tiempo pasa, suele pasar a veces.
-No me amas bastante -yo le
decía-. A veces tengo que esperarte.
-¿Qué es amar? -me preguntaba-.
-Amar es una cosa siempre
diferente -le respondía-.
-¿Pero qué sabor tiene?. ¿Qué
hábitos?.
-Sabe a miel, a lluvia, a polvo,
a barro, cuando llueve. Sus hábitos son múltiples, tan maravillosos como
horribles a veces.
-¿De qué te servirá?.
-De nada.
-¿Para qué quieres que te ame,
entonces? -Para que podamos hablar-.
-¿No hablamos?.
-No hacemos otra cosa.
-¿Entonces, te amo?.
-Me amas, sin duda me amas.
Cuando llegábamos a proferir
estas últimas frases, la noche invariablemente caía y el sueño nos tumbaba en
nuestros lechos. A veces soñábamos el uno con el otro. No soñábamos con otras
cosas. El sueño no nos separaba, tampoco nos separaba la muerte, ni el trabajo,
ni las distracciones, ni la crueldad, ni la familia. Sin embargo el tiempo pasaba
y como suele acontecer pasaba junto a la felicidad, rozándola, carcomiéndola
como si no hubiera existido. El sombrero de paja cada vez más sucio,
amarillento como las hojas encendidas de una fogata, se rompía; la glorieta se
resquebrajó en sucesivas tormentas. Yo cambié de vestiduras y de costumbres.
Casi podría decirse, de cuerpo. La ingratitud no es necesariamente pura.
Distraído, ya borracho, acudía al Night Club y acariciaba con la punta
de los dedos y de las miradas las alas de la amada ausente convertidas en otras
alas, los ojos convertidos en otros ojos. ¿Se trataba de un ángel?. Una
descripción minuciosa nos ayudaría tal vez a descubrirlo. Unos pequeños
espejitos en forma de rombos o de triángulos pegados a un tul azul eléctrico
relumbraban en las noches; sobre esas capas consecutivas de tul se hallaba un
corselete verdoso de terciopelo, cuya suavidad se asemejaba a los pétalos de
las rosas; un acerado relámpago de lentejuelas repetidas al infinito, irisaba
el contorno del ruedo de esa falda que se plegaba y se desplegaba al viento
como dentro del agua las aletas de algunos peces, o algunas plumas de la cola,
en abanico, del pavo real. Se trataba del vestido de una mujer, y como ese
vestido revestía un cuerpo creía que me había enamorado del cuerpo.
Todo el mundo oyó las palabras
que nos decíamos (sólo la infancia mantiene secretos inviolados). Para
besarnos, a veces nos demorábamos en los zaguanes, en los corredores, en los
ascensores, para ocultar los proyectos que nos decíamos al oído. Todo el mundo
sabía que éramos amantes y que nos encerrábamos en los cuartos de una casa
amarilla, con las persianas cerradas, para escondernos.
-No me amas bastante -yo le
decía-. A veces tengo que esperarte, no compartes mi ansiedad.
-¿Qué es amar?.
-No me lo preguntes, el mundo
está lleno de trampas. Amar es sufrir, pero también es la felicidad (o se le
parece).
-¿Para qué quieres que te ame si
amar es sufrir y la felicidad es ilusoria?.
-Para que hablemos. -¿No estamos
hablando? -Sí.
-Entonces, te amo.
Y dejaron de hablar. El vestido
estaba sucio, roto, no brillaba en la noche. ¿Dónde estaban sus alas, sus espejitos?
-Un día me olvidaste.
-Nunca te olvidé. Amé tu
recuerdo en un vestido -dijeron en la glorieta las dos voces que nadie oyó-.
Silvina Ocampo
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