Era yo sólo un muchacho
cuando sucedió. Y ahora, cuando ya unas tenues guedejas blancas ornan apenas mi
cabeza de anciano venerable, aún me estremezco de emoción al recordar aquel
episodio que fue la revelación de un político y la manifestación de la grandeza
de ánimo de un hombre.
Se
celebraban en Tejeruela de la Empastación elecciones municipales con el
entusiasmo cívico con que los tejeruelenses acogían siempre el trascendente
evento, entusiasmo reforzado aquel año por el interés que despertaba la
aparición del nuevo Partido Agrario Equitativo, formación política derivada del
pepino, es decir, de la grave crisis por la que atravesaba la comercialización
de la rica cucurbitácea, cultivo casi único en Tejeruela y tradicional sostén
de su economía.
A
pesar del prestigio de que disfrutaba el pepino tejeruelense desde tiempo
inmemorial, incluso desde antes de que la famosa soprano Lola Puentedeume
estuviera a las puertas de la muerte por un cólico grandioso, debido a su
desmedida afición al riquísimo fruto ingerido por la artista en enormes
cantidades proporcionales a su volumen, lo que le produjo una irreductible
oclusión intestinal que estuvo a punto de privar al género lírico de una de sus
más brillantes luminarias; a pesar, digo, de ese prestigio, el mercado
hortícola español mostraba hacia el pepino del país un creciente desinterés.
Lo
cual se achacaba, por supuesto, a la incompetencia de los políticos locales,
más ocupados por el momento en promocionar el balneario que había de alzarse
alrededor de un manantial de aguas sulfurosas con supuestas virtudes curativas,
muy pregonadas por el alcalde, casualmente propietario de los terrenos donde se
proyectaba —lo proyectaba mayormente el alcalde— construir el hotel y edificios
anejos.
Se
había dividido el pueblo por entonces en balnearistas y pepinistas, según la
costumbre inmemorial de dividirse cuando el tema lo requería, dados los dos
tradicionalmente opuestos puntos de vista con que los tejeruelenses demostraban
su agudeza de juicio y su desenvoltura en la opinión. (Los sociólogos de la
localidad definían el eterno conflicto como el de «las dos Tejeruelas»).
Los
progresistas optaban por el balneario como signo de modernidad y desarrollo
económico. Entre ellos se encontraba el cuñado del alcalde, maestro de obras
que había de hacerse cargo de la construcción, algunos comerciantes del ramo
del ajuar y el mobiliario y muchos jornaleros del campo, cansados de un trabajo
aburrido y escasamente provechoso y dispuestos, en cambio, a irrumpir en el
mucho más lucido gremio de la hostelería.
En
las filas conservadoras militaban importantes propietarios agrícolas,
preocupados por la suerte del pepino en general y de sus pepinos en particular;
reaccionarios temerosos del auge de las disolutas costumbres que habrían de
importar con toda seguridad los agüistas del balneario, pues ya se sabe que los
balnearios facilitan el relajo y la promiscuidad; y aquellos a quienes el
alcalde les resultaba antipático, puesto que el poder suscita enconos. Todos
ellos capitaneados por don Tadeo Perinola, propietario de varias hectáreas de
pepinar y del acreditado establecimiento «EL COHOMBRO DORADO. Almacén de
Coloniales y Maquinaria Agrícola».
—¡Loemos
y admiremos y, sobre todo, comercialicemos provechosamente nuestro pepino!
—proclamó don Tadeo en el mitin fundacional—. Nuestro pepino vernáculo. ¡Qué
digo vernáculo! ¡Ancestral diría yo! Ese pepino orgullo de este pueblo y fuente
de bienestar para muchas generaciones de tejeruelenses, nuestros padres,
nuestros abuelos, ¡vuestros abuelos también, jóvenes insensatos, locos por el
balompié y el fox-trot, ajenos
a los valores tradicionales de nuestra raza! ¡Hernán Cortés saboreó el pepino
de nuestra tierra! ¡Y muchos otros, todos héroes a cual más!
A
pesar de los hermosos discursos y emocionantes apelaciones a la tradición y al
heroísmo, llegadas las elecciones y hecho el recuento de los votos, los
pepinistas sólo alcanzaron los justos para media concejalía.
El
partido designó para el semicargo a don Tadeo Perinola, que además de líder era
el más bajito de los pepinistas, el cual aceptó disciplinadamente la decisión
de sus correligionarios.
—Seré
medio concejal si así lo quiere el pueblo —declaró el ilustre político—. ¡No
hay cargo pequeño para una voluntad grande!
Para
celebrar el éxito se organizó un baile al que asistió toda la juventud de
Tejeruela, incluso los insensatos locos por el balompié y el fox-trot, que
demostraron así su voluntad de confraternización democrática y que no se debe
despreciar un buen baile cuando se presenta.
Una
infausta noticia llegó de pronto a ensombrecer la alegría de la concurrencia; o
de parte de la concurrencia; o de algunos de los concurrentes: la Junta
Electoral se negaba a aprobar el nombramiento de don Tadeo Perinola como
semiconcejal, arguyendo que si bien la estatura del candidato era
verdaderamente insignificante, su peso excedía de lo discreto, es decir, estaba
demasiado gordo para ser considerado como la mitad de cualquier cosa.
El
asunto pasó a la consideración del Tribunal Constitucional.
Cuya
sentencia no se hizo esperar. Ratificaba el alto tribunal lo acordado por la
Junta, aunque accedía a aprobar el nombramiento de semiconcejal sólo en el caso
de que en la fecha señalada para el inicio de la nueva legislatura don Tadeo
hubiera perdido los veinte kilos que le sobraban...
Y
fue entonces cuando don Tadeo demostró su grandeza de ánimo y su temple de
político lleno de recursos.
—Mire
usted, doctor —le dijo al médico, a quien había mandado llamar con urgencia—.
Tengo en este pie una tremenda inflamación que se insinúa ya por el tobillo,
como si un extraño topo se estuviera abriendo camino entre la grasa hasta no se
sabe qué lejanos objetivos.
Impresionado
por la elocuente descripción, el médico se apresuró a examinar el pie dañado.
—Bah, no
es nada. Un simple panadizo.
—¡Cómo
simple!
—Le
recetaré los cocimientos y emplastos oportunos.
—Cocimientos
y emplastos... —murmuró don Tadeo, visiblemente molesto.
—¡Siempre
han dado resultado satisfactorio!
—Tal vez,
tal vez. Pero ¿y la cirugía?
Se
asombró el doctor.
—¿Cirugía?
¿Quiere decir una sajadura?
—Una
sajadura no evita la gangrena.
—¿Entonces?
—¡Amputación!
—¡No
exagere usted, amigo Perinola!
Sin
embargo, después de una larga charla en la que el político desplegó sus muy
acreditadas dotes de persuasión, reforzadas por la insinuada amenaza de poner
en circulación cierto dossier sobre las intimidades del médico con la
esposa del veterinario, el doctor accedió a amputar el miembro dañado por donde
su legítimo propietario señaló: dos centímetros más abajo de la ingle.
La
pierna dio en la báscula veintiún kilos con trescientos gramos.
La
labor de don Tadeo en la media concejalía que le fue justamente adjudicada fue
brillantísima, y sus preciosos discursos en defensa del pepino y en contra del
balneario —a pesar de no disponer en la tribuna sino de la mitad de tiempo de
un concejal corriente—, aún se recordaban con admiración muchos años después de
que el cultivo del pepino hubiera sido totalmente abandonado y cuando ya el
balneario estaba acreditado como muy beneficioso en toda la provincia y en
algún otro lugar de por ahí.
El
acervo cultural de Tejeruela de la Empastación, y por supuesto la biblioteca
del balneario, se enriqueció con un precioso libro: «CÓMO GANAR UNAS ELECCIONES MUNICIPALES. Recuerdos
y añoranzas» por don Tadeo Perinola. Un libro muy útil para políticos y
aspirantes.
Se
anunció por entonces la aparición de otra obra del mismo autor: «CÓMO PERDER
PESO SIN DEJAR DE COMER.» Pero no llegó a publicarse. Lástima.
Antonio Mingote
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