viernes, 29 de abril de 2011
Grigori Perelman
Grigori Perelman, matemático ruso que ha logrado resolver la conjetura de Poincaré, propuesta en 1904 y considerada una de las hipótesis matemáticas más importantes y difíciles de demostrar.
http://tinyurl.com/323xo5s http://tinyurl.com/3gdp764
Es casi de mi edad y soltero. Si no fuese tan solitario y tan ascético le propondría matrimonio. He leído en algún lado que el problema matemático que le resultó más difícil de resolver en sus años de juventud fue calcular la velocidad con la que Jesucristo tendría que haber caminado sobre la superficie del agua para no hundirse. Con una persona así a mi lado seguro que no tendría un momento de aburrimiento. Un chico que es capaz de rechazar un premio de un millón de dolares y vivir tan modestamente supongo que tiene que ser extremadamente cuerdo y a mí siempre me han atraído los chicos sensatos.
jueves, 28 de abril de 2011
Aceite de perro
Me llamo Boffer Bings. Nací de padres honestos pero de la más humilde condición: mi padre era fabricante de aceite de perro y mi madre tenía un pequeño taller a la sombra de la iglesia del pueblo, donde se deshacía de los niños no deseados. En mi niñez me adiestraron en los hábitos del trabajo: no sólo ayudaba a padre proveyéndolo de perros para su caldera sino que ayudaba a mi madre a esconder los desechos de su trabajo en el taller. A veces, precisé de toda mi inteligencia natural para desempeñar esta obligación ya que todos los representantes de la ley se oponían al negocio de mi madre. No los habían elegido por oponerse al mismo y nunca se trató el tema como un asunto político; simplemente sucedió así.
Naturalmente, el negocio paterno de manufacturación de aceite de perro era menos impopular, pese a que los propietarios de perros extraviados lo miraban con recelo que, en cierto modo, me desacreditaba. Mi padre tenía, como cómplices silentes, a todos los médicos del pueblo, quienes rara vez extendían una receta que no contuviese lo que se complacían en designar como ol. can. Se trata, sin duda, de la medicina más valiosa que han descubierto. Pero la mayoría de la gente no está dispuesta a realizar sacrificios personales en favor de los afligidos y era patente que a los perros más lustrosos del pueblo se les había prohibido jugar conmigo, un hecho que hirió mi joven sensibilidad y, en un tiempo, estuvo a punto de empujarme a convertirme en un pirata.
Al volver la vista atrás hacia aquellos días, no puedo sino arrepentirme, a veces, de que al ocasionar indirectamente la muerte de mis queridos padres fuese el autor del infortunio que marcaría hondamente mi futuro.
Una tarde, mientras pasaba junto a la fábrica de aceite de mi padre con el cuerpo de uno de los expósitos del taller de mi madre, vi a un policía que parecía vigilar de cerca mis movimientos. Aunque era joven, había aprendido que los actos de un agente de la ley, por muy aparente que sea su carácter, obedecen a los motivos más censurables y yo lo evité colándome en la aceitería por una puerta lateral que permanecía entreabierta. Al punto, la cerré y me quedé a solas con mi cadáver. Mi padre se retiraba por las noches. La única luz del lugar procedía del horno, que brillaba con un profundo y espeso color carmesí emitiendo reflejos rojizos sobre las paredes. En el interior del caldero el aceite todavía burbujeaba con una ebullición indolente; ocasionalmente, empujaba a la superficie un pedazo de perro. Sentándome a esperar que el policía se marchase, sostuve el cuerpo desnudo del expósito en mi regazo y acaricié con ternura su cabello corto y sedoso. ¡Ah, qué hermoso era! Incluso a una edad tan temprana era extremadamente aficionado a los niños y, mientras contemplaba a ese querubín, casi pude hallar en mi corazón el deseo de que la herida diminuta y roja de su pecho, causada por mi querida madre, no hubiese sido mortal.
Había adquirido por costumbre arrojar los bebés al río con el que la naturaleza, sabiamente, me había provisto para tal propósito, pero aquella noche no me atrevía a salir de la aceitería por temor al agente. «Después de todo», me dije a mi mismo, «no existe mucha diferencia si lo meto dentro de este caldero. Mi padre nunca distinguirá sus huesos de los de un cachorro, y las pocas muertes que puedan producir por administrar otra clase de aceite en lugar del incomparable ol.
can. no son importantes en una población que crece tan rápidamente». Para abreviar, di mi primer paso en el crimen y acudieron a mí inenarrables pesares al arrojar al bebé al caldero.
Al día siguiente, en parte para mi sorpresa, mi padre, frotándose las manos de satisfacción, nos informó a mi madre y a mí que había obtenido la más refinada calidad de aceite que se había visto y que los médicos a quienes había enseñado muestras así se habían pronunciado. Añadió que ignoraba cómo se había obtenido tal resultado, los perros habían sido tratados en todos los aspectos como de costumbre y eran de una raza ordinaria. Consideré mi deber explicarlo, cosa que hice, aunque mi lengua se hubiera paralizado si hubiese adivinado las consecuencias. Lamentando su ignorancia previa acerca de las ventajas de combinar sus respectivos negocios, mis padres tomaron medidas de inmediato para rectificar su error. Mi madre trasladó su taller a un ala del edificio de la aceitería y cesaron mis obligaciones relativas a su negocio; no se me requirió más para que me deshiciese de los cuerpos de los bebés sobrantes y no hubo necesidad de atraer perros a su perdición puesto que mi padre los descartó por completo, aunque mantuvieron un honroso lugar en la denominación del aceite. De modo que, súbitamente sumido en la ociosidad, por lógica podría haberme convertido en un tipo vicioso y disoluto, pero no lo hice. La bendita influencia de mi querida madre estuvo siempre a mi lado para protegerme de las tentaciones que asedian a lo jóvenes y mi padre era diácono en la iglesia. ¡Ay, que horror que por mi culpa estas personas tan dignas de estima tuvieran un final tan horrendo!
Entonces, al doblarse los beneficios de su negocio, mi madre se consagró al mismo con renovada diligencia. No sólo se hizo cargo de los niños indeseados o que sobraban sino que salía a las carreteras y caminos para recoger a niños más crecidos e incluso a adultos cuando podía atraerlos hasta la aceitería. Mi padre, encantado también con la calidad superior del aceite que refinaba, proveía sus calderas con diligencia y celo. En poco tiempo, la conversión de sus vecinos en aceite de perro se convirtió en la única pasión de sus vidas; una codicia absorbente e incontenible se apoderó de sus espíritus y los colmaba en vez de la esperanza de alcanzar el Cielo, que también los inspiraba.
Últimamente, se habían vuelto tan emprendedores que se convocó una reunión pública y se aprobaron resoluciones en las que se los censuraba severamente. El presidente dio a entender que cualquier nueva incursión contra la población sería recibido en un clima de hostilidad. Mis pobres padres abandonaron la reunión con el corazón destrozado, desesperados y, en mi opinión, no del todo cuerdos. De todos modos, consideré prudente no entrar con ellos en la aceitería aquella noche y dormí fuera, en un establo.
En torno a la media noche, un impulso misterioso me hizo levantarme y echar una ojeada a través de una ventana en la sala del horno, donde sabía que mi padre dormía ahora. Los fuegos ardían tan intensamente como si se esperase que la cosecha del día siguiente fuese abundante. Uno de los calderos más grandes se agitaba pausadamente con una extraña apariencia de autocontrol, como si aguardase el momento de liberar toda su energía. Mi padre no estaba acostado; se había levantado vistiendo sus ropas de noche y preparaba un lazo con un cuerda resistente. Por las miradas que lanzaba hacia la puerta del dormitorio de mi madre adiviné el propósito que tenía en mente. Enmudecido y paralizado por el pánico, no podía hacer nada para prevenirla o avisarla. Repentinamente, y sin hacer ruido alguno, se abrió la puerta del cuarto de mi madre y se encontraron uno frente al otro, ambos aparentemente sorprendidos. Ella también vestía ropas de noche y sostenía en su diestra el instrumento de su oficio: un cuchillo alargado de hoja estrecha.
Tampoco ella había sido capaz de negarse el último beneficio que la actitud poco amistosa de sus conciudadanos y mi ausencia le permitían. Se miraron de hito en hito, con los ojos centelleantes, durante un instante y entonces saltaron el uno sobre el otro con furia indescriptible. Rodaron dando tumbos por la habitación, el hombre maldiciendo, la mujer chillando, ambos peleando como demonios: ella quería atravesarlo con su daga, él intentaba estrangularla con sus grandes manos.
Ignoro cuánto tiempo tuve la desgracia de presenciar esta desagradable muestra de infortunio doméstico pero al final, tras un forcejeo más violento de lo habitual, los contendientes se separaron repentinamente.
El pecho de mi padre y el arma de mi madre mostraban signos de contacto mutuo. Se miraron durante un instante de forma poco amistosa; entonces mi pobre padre herido, sintiendo la mano de la muerte sobre él, se lanzó hacia delante sin atender a cualquier tipo de resistencia, agarró a mi querida madre entre sus brazos, la arrastró junto al caldero hirviente, hizo acopio de sus escasas fuerzas y ¡se tiró al caldero con ella! En un momento, ambos habían desaparecido y su aceite se añadió al de la comisión de ciudadanos que habían acudido el día anterior con una invitación para la asamblea.
Persuadido de que estos desafortunados acontecimientos me habían cerrado todas las puertas para reanudar una carrera honorable en aquel pueblo, me marché a la famosa ciudad de Otumwee, donde he escrito estas memorias con el corazón lleno de remordimiento ante el insensato arrebato que había producido un desastre comercial tan desalentador.
Ambrose Bierce
Naturalmente, el negocio paterno de manufacturación de aceite de perro era menos impopular, pese a que los propietarios de perros extraviados lo miraban con recelo que, en cierto modo, me desacreditaba. Mi padre tenía, como cómplices silentes, a todos los médicos del pueblo, quienes rara vez extendían una receta que no contuviese lo que se complacían en designar como ol. can. Se trata, sin duda, de la medicina más valiosa que han descubierto. Pero la mayoría de la gente no está dispuesta a realizar sacrificios personales en favor de los afligidos y era patente que a los perros más lustrosos del pueblo se les había prohibido jugar conmigo, un hecho que hirió mi joven sensibilidad y, en un tiempo, estuvo a punto de empujarme a convertirme en un pirata.
Al volver la vista atrás hacia aquellos días, no puedo sino arrepentirme, a veces, de que al ocasionar indirectamente la muerte de mis queridos padres fuese el autor del infortunio que marcaría hondamente mi futuro.
Una tarde, mientras pasaba junto a la fábrica de aceite de mi padre con el cuerpo de uno de los expósitos del taller de mi madre, vi a un policía que parecía vigilar de cerca mis movimientos. Aunque era joven, había aprendido que los actos de un agente de la ley, por muy aparente que sea su carácter, obedecen a los motivos más censurables y yo lo evité colándome en la aceitería por una puerta lateral que permanecía entreabierta. Al punto, la cerré y me quedé a solas con mi cadáver. Mi padre se retiraba por las noches. La única luz del lugar procedía del horno, que brillaba con un profundo y espeso color carmesí emitiendo reflejos rojizos sobre las paredes. En el interior del caldero el aceite todavía burbujeaba con una ebullición indolente; ocasionalmente, empujaba a la superficie un pedazo de perro. Sentándome a esperar que el policía se marchase, sostuve el cuerpo desnudo del expósito en mi regazo y acaricié con ternura su cabello corto y sedoso. ¡Ah, qué hermoso era! Incluso a una edad tan temprana era extremadamente aficionado a los niños y, mientras contemplaba a ese querubín, casi pude hallar en mi corazón el deseo de que la herida diminuta y roja de su pecho, causada por mi querida madre, no hubiese sido mortal.
Había adquirido por costumbre arrojar los bebés al río con el que la naturaleza, sabiamente, me había provisto para tal propósito, pero aquella noche no me atrevía a salir de la aceitería por temor al agente. «Después de todo», me dije a mi mismo, «no existe mucha diferencia si lo meto dentro de este caldero. Mi padre nunca distinguirá sus huesos de los de un cachorro, y las pocas muertes que puedan producir por administrar otra clase de aceite en lugar del incomparable ol.
can. no son importantes en una población que crece tan rápidamente». Para abreviar, di mi primer paso en el crimen y acudieron a mí inenarrables pesares al arrojar al bebé al caldero.
Al día siguiente, en parte para mi sorpresa, mi padre, frotándose las manos de satisfacción, nos informó a mi madre y a mí que había obtenido la más refinada calidad de aceite que se había visto y que los médicos a quienes había enseñado muestras así se habían pronunciado. Añadió que ignoraba cómo se había obtenido tal resultado, los perros habían sido tratados en todos los aspectos como de costumbre y eran de una raza ordinaria. Consideré mi deber explicarlo, cosa que hice, aunque mi lengua se hubiera paralizado si hubiese adivinado las consecuencias. Lamentando su ignorancia previa acerca de las ventajas de combinar sus respectivos negocios, mis padres tomaron medidas de inmediato para rectificar su error. Mi madre trasladó su taller a un ala del edificio de la aceitería y cesaron mis obligaciones relativas a su negocio; no se me requirió más para que me deshiciese de los cuerpos de los bebés sobrantes y no hubo necesidad de atraer perros a su perdición puesto que mi padre los descartó por completo, aunque mantuvieron un honroso lugar en la denominación del aceite. De modo que, súbitamente sumido en la ociosidad, por lógica podría haberme convertido en un tipo vicioso y disoluto, pero no lo hice. La bendita influencia de mi querida madre estuvo siempre a mi lado para protegerme de las tentaciones que asedian a lo jóvenes y mi padre era diácono en la iglesia. ¡Ay, que horror que por mi culpa estas personas tan dignas de estima tuvieran un final tan horrendo!
Entonces, al doblarse los beneficios de su negocio, mi madre se consagró al mismo con renovada diligencia. No sólo se hizo cargo de los niños indeseados o que sobraban sino que salía a las carreteras y caminos para recoger a niños más crecidos e incluso a adultos cuando podía atraerlos hasta la aceitería. Mi padre, encantado también con la calidad superior del aceite que refinaba, proveía sus calderas con diligencia y celo. En poco tiempo, la conversión de sus vecinos en aceite de perro se convirtió en la única pasión de sus vidas; una codicia absorbente e incontenible se apoderó de sus espíritus y los colmaba en vez de la esperanza de alcanzar el Cielo, que también los inspiraba.
Últimamente, se habían vuelto tan emprendedores que se convocó una reunión pública y se aprobaron resoluciones en las que se los censuraba severamente. El presidente dio a entender que cualquier nueva incursión contra la población sería recibido en un clima de hostilidad. Mis pobres padres abandonaron la reunión con el corazón destrozado, desesperados y, en mi opinión, no del todo cuerdos. De todos modos, consideré prudente no entrar con ellos en la aceitería aquella noche y dormí fuera, en un establo.
En torno a la media noche, un impulso misterioso me hizo levantarme y echar una ojeada a través de una ventana en la sala del horno, donde sabía que mi padre dormía ahora. Los fuegos ardían tan intensamente como si se esperase que la cosecha del día siguiente fuese abundante. Uno de los calderos más grandes se agitaba pausadamente con una extraña apariencia de autocontrol, como si aguardase el momento de liberar toda su energía. Mi padre no estaba acostado; se había levantado vistiendo sus ropas de noche y preparaba un lazo con un cuerda resistente. Por las miradas que lanzaba hacia la puerta del dormitorio de mi madre adiviné el propósito que tenía en mente. Enmudecido y paralizado por el pánico, no podía hacer nada para prevenirla o avisarla. Repentinamente, y sin hacer ruido alguno, se abrió la puerta del cuarto de mi madre y se encontraron uno frente al otro, ambos aparentemente sorprendidos. Ella también vestía ropas de noche y sostenía en su diestra el instrumento de su oficio: un cuchillo alargado de hoja estrecha.
Tampoco ella había sido capaz de negarse el último beneficio que la actitud poco amistosa de sus conciudadanos y mi ausencia le permitían. Se miraron de hito en hito, con los ojos centelleantes, durante un instante y entonces saltaron el uno sobre el otro con furia indescriptible. Rodaron dando tumbos por la habitación, el hombre maldiciendo, la mujer chillando, ambos peleando como demonios: ella quería atravesarlo con su daga, él intentaba estrangularla con sus grandes manos.
Ignoro cuánto tiempo tuve la desgracia de presenciar esta desagradable muestra de infortunio doméstico pero al final, tras un forcejeo más violento de lo habitual, los contendientes se separaron repentinamente.
El pecho de mi padre y el arma de mi madre mostraban signos de contacto mutuo. Se miraron durante un instante de forma poco amistosa; entonces mi pobre padre herido, sintiendo la mano de la muerte sobre él, se lanzó hacia delante sin atender a cualquier tipo de resistencia, agarró a mi querida madre entre sus brazos, la arrastró junto al caldero hirviente, hizo acopio de sus escasas fuerzas y ¡se tiró al caldero con ella! En un momento, ambos habían desaparecido y su aceite se añadió al de la comisión de ciudadanos que habían acudido el día anterior con una invitación para la asamblea.
Persuadido de que estos desafortunados acontecimientos me habían cerrado todas las puertas para reanudar una carrera honorable en aquel pueblo, me marché a la famosa ciudad de Otumwee, donde he escrito estas memorias con el corazón lleno de remordimiento ante el insensato arrebato que había producido un desastre comercial tan desalentador.
Ambrose Bierce
martes, 26 de abril de 2011
Tumbas
Cuando me muera no quiero velatorio, ni entierro. Espero no tener epitafio, ni tumba, ni flores a mis pies el día de todos los Santos. He dejado dicho que deseo que mis cenizas se esparzan en un bonito parque donde la gente suele ir a correr. Creo que será delicioso sentir sobre una, las pisadas de atléticos y sudorosos mozos, incluso acompañarlos un ratito, entre sus zapatillas, siempre que no sea un día excesivamente lluvioso. Hace unos días que se ha muerto mi madre. Se quedó con nosotros algún tiempo más del que le hubiese gustado y lo utilizó para prepararnos para su marcha. Como era mujer previsora, decidió con calma que ropa llevar puesta en su último viaje y escogió ser incinerada, imagino que para hacérnoslo más fácil, pero se olvidó comentarnos que hacer con sus cenizas. Los hermanos nos reunimos y decidimos esparcir sus cenizas en aquellas tierras que le vieron nacer y crecer en sus años mozos. Entonces intervino el resto de la familia que no veía con muy buenos ojos que mi pobre madre se convirtiese en polvo del camino y una de mis primas nos comentó que era una pena que nuestra madre descansase eternamente a metros de su padre y hermana pudiendo estar juntos y como decía William James, verdad es lo que funciona, en ese momento, una panda de ateos vimos estupendo que mi madre descansase en el cementerio junto a sus seres más queridos. Creo que jamás pensaría en vida que la llevaríamos a tal lugar. Ella que era creyente no le dio importancia al lugar donde descansar, todos le valían. Nosotros, que creemos poco, nos alegramos en el fondo de tener un lugar físico en donde poder ir a visitarla de vez en cuando. | |
Valle de los Nobles-Luxor |
|
Panteon- Roma |
San Joao de Reis-Brasil |
Galicia |
Cartago-Túnez |
Monastir-Túnez |
Alemania |
Túnez |
Taishan- China |
Chullpas Sillustani-Perú |
Vietnam |
En cualquier parte, fuera del mundo
Hospital es la vida en que cada enfermo está poseído del deseo de cambiar de cama. Este querría padecer junto a la estufa y aquél cree que se curaría frente a la ventana.
A mí me parece que estaría bien allí donde no estoy, y esa idea de mudanza es una de las que discuto sin cesar con mi alma.
«Dime, alma mía, pobre alma enfriada, ¿qué te parecería vivir en Lisboa? Allí hará calor, y te estirarás como un lagarto. La ciudad está a la orilla del agua; dicen que está edificada en mármol, y que tanto odia el pueblo a lo vegetal, que arranca todos los árboles. Ese es un paisaje para tu gusto, un paisaje hecho con luz y con mineral, y lo líquido para reflejarlo.»
Mi alma no contesta.
«Puesto que tanto te gusta el reposo, con el espectáculo del movimiento, ¿quieres venirte a Holanda, tierra beatífica? Tal vez te divirtieras en ese país cuya imagen has admirado tantas veces en los museos. ¿Qué te parecería Rotterdam, a ti que gustas de los bosques de mástiles y de los navíos amarrados al pie de las casas?...»
Mi alma sigue muda.
«¿Te sonreiría tal vez Batavia? Encontraríamos en ella, desde luego, el espíritu de Europa enlazado con la belleza tropical.»
Ni una palabra. ¿Se me habrá muerto el alma?
«¿Conque a tal punto de embotamiento has llegado que sólo en tu mal te recreas? Si así es, huyamos hacia los países que son analogía de la muerte. ¡Ya tengo lo que nos conviene, pobre alma! Haremos los baúles para Borneo. Vámonos aún más allá, al último extremo del Báltico; más lejos aun de la vida, si es posible; instalémonos en el Polo. Allí el sol no roza más que oblicuamente la tierra, y las lentas alternativas de la luz y la obscuridad suprimen la variación y aumentan la monotonía, que es la mitad de la nada. Allí podremos tomar largos baños de tinieblas, en tanto que, para divertirnos, las auroras boreales nos envíen de tiempo en tiempo sus haces sonrosados, como reflejos de un fuego artificial del infierno.»
Al cabo, mi alma hace explosión, y sabiamente me grita: «¡A cualquier parte! ¡A cualquier parte! ¡Con tal que sea fuera de este mundo!»
Any Where Out of the World-Charles Baudelaire
A mí me parece que estaría bien allí donde no estoy, y esa idea de mudanza es una de las que discuto sin cesar con mi alma.
«Dime, alma mía, pobre alma enfriada, ¿qué te parecería vivir en Lisboa? Allí hará calor, y te estirarás como un lagarto. La ciudad está a la orilla del agua; dicen que está edificada en mármol, y que tanto odia el pueblo a lo vegetal, que arranca todos los árboles. Ese es un paisaje para tu gusto, un paisaje hecho con luz y con mineral, y lo líquido para reflejarlo.»
Mi alma no contesta.
«Puesto que tanto te gusta el reposo, con el espectáculo del movimiento, ¿quieres venirte a Holanda, tierra beatífica? Tal vez te divirtieras en ese país cuya imagen has admirado tantas veces en los museos. ¿Qué te parecería Rotterdam, a ti que gustas de los bosques de mástiles y de los navíos amarrados al pie de las casas?...»
Mi alma sigue muda.
«¿Te sonreiría tal vez Batavia? Encontraríamos en ella, desde luego, el espíritu de Europa enlazado con la belleza tropical.»
Ni una palabra. ¿Se me habrá muerto el alma?
«¿Conque a tal punto de embotamiento has llegado que sólo en tu mal te recreas? Si así es, huyamos hacia los países que son analogía de la muerte. ¡Ya tengo lo que nos conviene, pobre alma! Haremos los baúles para Borneo. Vámonos aún más allá, al último extremo del Báltico; más lejos aun de la vida, si es posible; instalémonos en el Polo. Allí el sol no roza más que oblicuamente la tierra, y las lentas alternativas de la luz y la obscuridad suprimen la variación y aumentan la monotonía, que es la mitad de la nada. Allí podremos tomar largos baños de tinieblas, en tanto que, para divertirnos, las auroras boreales nos envíen de tiempo en tiempo sus haces sonrosados, como reflejos de un fuego artificial del infierno.»
Al cabo, mi alma hace explosión, y sabiamente me grita: «¡A cualquier parte! ¡A cualquier parte! ¡Con tal que sea fuera de este mundo!»
Any Where Out of the World-Charles Baudelaire
lunes, 25 de abril de 2011
Ausencia
Habré de levantar la vasta vida
que aún ahora es tu espejo:
cada mañana habré de reconstruirla.
Desde que te alejaste,
cuántos lugares se han tornado vanos
y sin sentido, iguales
a luces en el día.
Tardes que fueron nicho de tu imagen,
músicas en que siempre me aguardabas,
palabras de aquel tiempo,
yo tendré que quebrarlas con mis manos.
¿En qué hondonada esconderé mi alma
para que no vea tu ausencia
que como un sol terrible, sin ocaso,
brilla definitiva y despiadada?
Tu ausencia me rodea
como la cuerda a la garganta,
el mar al que se hunde.
que aún ahora es tu espejo:
cada mañana habré de reconstruirla.
Desde que te alejaste,
cuántos lugares se han tornado vanos
y sin sentido, iguales
a luces en el día.
Tardes que fueron nicho de tu imagen,
músicas en que siempre me aguardabas,
palabras de aquel tiempo,
yo tendré que quebrarlas con mis manos.
¿En qué hondonada esconderé mi alma
para que no vea tu ausencia
que como un sol terrible, sin ocaso,
brilla definitiva y despiadada?
Tu ausencia me rodea
como la cuerda a la garganta,
el mar al que se hunde.
viernes, 8 de abril de 2011
Que vengan aquí
En una de esas conversaciones de sobremesa, comparando a las diferentes regiones españolas, en que cada cual defiende y pone por las nubes a su país, al filo de la discusión reconocimos unánimes un hecho significativo: que en Galicia no se han visto nunca gitanos.
-¿Cómo se lo explica usted? -me preguntaron (yo sostenía el pabellón gallego).
-Como explica un hombre de inmenso talento su salida del pueblo natal (que es Málaga), diciendo que tuvo que marcharse de allí porque eran todos muy ladinos y le engañaban todos. En Galicia, a los gitanos los envuelve cualquiera. En los sencillos labriegos hallan profesores de diplomacia y astucia. Ni en romerías ni en ferias se tropieza usted a esos hijos del Egipto, o esos parias, o lo que sean, con sus marrullerías y su chalaneo, y su buenaventura y su labia zalamera y engatusadora... Al gallego no se le pesca con anzuelo de aire; allí perdería su elocuencia Cicerón.
-Se ve que tiene usted por muy listos a sus paisanos.
-Por listísimos. La gente más lista, muy aguda, de España.
Sobrevino una explosión de protestas y me trataron de ciega idólatra de mi país. Me contenté con sonreír y dejar que pasase el chubasco, y sólo me hice cargo de una objeción, la que me dirigía Ricardo Fort, catalán orgulloso, con sobrado motivo, de las cualidades de su raza.
-Siendo así, ¿en qué consiste -preguntábame- que esa gente de tan superior inteligencia haya tenido tan mala sombra? ¿No es cierto, no lo deploran ustedes mismos, que Galicia se ha visto oscurecida y postergada? ¿Por qué razón Galicia no ha realizado ninguna empresa magna, ni en pro de la nacionalidad, ni aun en su propio beneficio; ni empezó la Reconquista, como Asturias; ni se declaró independiente, como Portugal; ni logró la sabia organización de los fueros, como Vasconia y Navarra; ni fue a dominar el Imperio de Bizancio, como nosotros y los aragoneses; ni vio armarse en sus puertos las carabelas de Colón; ni...?
-Basta -respondí, sonriendo-; con la Historia puede probarse todo. No me faltaría en ese terreno algún argumento; pero admito los de usted y no los discuto. Es más; confieso que a veces me he propuesto a mí misma ese enigma, y sólo para mi uso particular lo he resuelto con una atrevida paradoja. Si no se asustan ustedes de paradojas, allá va...
Segura ya de que no se asustaban, continué así:
-Precisamente por exceso de inteligencia no hicieron los gallegos ninguna de esas cosas estupendas. A los pueblos, la excesiva inteligencia les perjudica. Lo que conviene es una masa de gente limitada, que siga dócilmente a un individuo genial. Cuando la multitud se pasa de lista, y discurre y percibe sutilmente, es dificilísimo guiarla a grandes empresas. La inteligencia ve demasiado el pro y el contra, y las consecuencias posibles de cada acto. La inteligencia mata la iniciativa; la inteligencia disuelve. Si la colectividad tiene pocas ideas y se aferra a ellas con tenacidad suma, hasta con fanatismo cerrado, podría brillar el heroísmo y nacer la epopeya. Reconozcan ustedes que para meterse en las carabelas de Colón; para lanzarse a surcar mares desconocidos, sin ningún fin ni provecho aparente, en medio de cien peligros, con la muerte al ojo..., había que ser... algo bruto. ¡Enseguida atrapan a un gallego en las carabelas de Colón! Con esta raza, dígame usted: ¿qué racha
va a sacar el gitano?
-¿De modo que, según usted, los gitanos, en Galicia, no podrían "afanar" nada?
-¡"Afanar"! No les arriendo la ganancia si lo intentasen... Si hay en el gallego un instinto poderoso, es el de la defensa de su propiedad..., y como inmediata consecuencia, el de la "apropiación". Observen al labrador gallego cuando cultiva su heredad lindante con la ajena: a cada golpe de azadón añade una mota de tierra a su finca. El caso más curioso de cuantos he oído, que prueban este instinto de apropiación, es el que me refirieron poco ha. Trátase de un aldeano gallego que se apropió, noten el verbo, no digo robar, porque el robo es contra la ley, y el gallego, a fuer de listo, tiene profundo terror a la antifrástica "Justicia"; que se apropió, repito..., vamos, acierten ustedes lo que se apropiaría.
-¿Una casa? ¿Un hórreo?
-¿Un monte? ¿Un prado? ¿Un manantial?
-¡Bah! ¡Valiente cosa! Eso es el pan nuestro de cada día.
-¿Una mujer? ¿Un chiquillo?
-¡Quia! Nada; si es imposible que ustedes adivinen. Lo que mi héroe, el tío Amaro de Rezois, se apropió bonitamente fue... un toro.
-¿Un toro? Pero ¿un toro bravo? ¿Un toro de verdad?
-De verdad, y de Benjumea, retinto, astifino, de muchas libras y bastantes pies, que debía lidiar y estoquear el famoso diestro Asaúra en la corrida de los festejos de Marineda.
-Pero ¿eso es serio?
-Y tan serio. El episodio ocurrió del modo siguiente...
Todos prestaron redoblada atención, que al fin eran españoles y se trataba de un toro, y yo continué:
-Rezois es un valle muy pobre, a más de tres leguas al oeste de Marineda, entre los escuetos montes de Pedralas y la brava costa de Céltigos. La gente de Rezois, que no puede cultivar trigo, cría ganado en prados de regadío, lo embarca para el mercado de Inglaterra, vende leche y unos quesos gustosos, fresquecillos, y así va sosteniéndose, siempre perseguida por la miseria. Tal vez sea Rezois el punto de Galicia donde se conservan más fielmente el traje regional y las costumbres añejas, y el tío Amaro, con sus sesenta años del pico, ni un solo domingo dejó de lucir el calzón de rizo azul, el "chaleque" de grana, la parda montera y la claveteada porra, que jugaba muy diestramente.
Poseía el tío Amaro dos vacas, las joyas de la parroquia: amarillas, lucias, bondadosas, de anchos ojos negros, finas y apretadas pestañas y sonrosado y húmedo morro. Eran grandes paridoras y lecheras, y el suceso ocurrió en ocasión en que estaban vacías y acababa el tío Amaro de vender los ternerillos, ya criados, a buen precio. Tenía puesto el tío Amaro todo su orgullo en las vacas: y si cuando enfermaba la tía Manuela, legítima esposa del tío Amaro, se tardaba en avisar al engañador y sacacuartos del médico, hasta que el mal decía a voces: "soy de muerte", apenas las "vaquiñas" descabezaban de mala gana la hierba, ya estaba avisado el veterinario, porque, ¡válganos San Antonio milagroso!, los animales no hablan, y sabe Dios si tienen en el cuerpo espetado el cuchillo mientras parecen buenos y sanos...
La noche en que llegaron a Marineda los siete toros destinados a la corrida, uno de los mejores mozos, que atendía por Cantaor, aunque presumo que jamás hizo sino mugir, a la salida del tren se escamó de los cohetes y bombas que, para solemnizar las fiestas, disparaban de continuo, y sin que hubiese medio de evitarlo, tomó las de Villadiego, dejando en la confusión que es de suponer a los encargados de custodiarlo y encerrarlo. Se trató de indagar su paradero, pero ni rastro había quedado de Cantaor, que, como alma que lleva el diablo, iba cruzando sembrados y huertas. Y al amanecer del día siguiente pudiera vérsele descendiendo del monte de las Pedralas al encantador vallecito de Rezois, oasis de verde hierba, que enviaba a los morros abrazados de la res emanaciones deliciosas.
Aunque el sol naciente no había transpuesto el cerro, ya andaba el tío Amaro pastoreando sus vacas por el prado húmedo de rocío. De pronto, sobre la cumbre vio destacarse en el cielo gris la oscura masa de la fiera. El tío Amaro se persignó de asombro al ver un buey tan enorme y tan rollizo. Y Cantaor, ebrio de entusiasmo al divisar las dos lindas vacas, se precipitó al valle, no sin que el labriego, adivinando rápidamente las pecaminosas intenciones del que ya no tenía por buey, tirase de la cuerda y se llevase a las odaliscas hacia el corral, cuya puerta abría sobre el prado. Un vallado de puntiagudas pizarras detuvo al toro, y mientras salvaba el obstáculo, el tío Amaro y las vacas se acogieron a seguro. Sin embargo, el labriego reflexionaba, y se le ocurría la manera de sacar partido de la situación.
Prontamente encerró en el establo a una de las vacas, y, dejando a la otra fuera, se apostó tras la cancilla del corral, como si fuese un burladero. Cuando el toro, ciego de amor, se lanzó dentro, el tío Amaro cabalgó en la pared, saltó al otro lado y trancó exteriormente, con vivacidad, la cancilla.
Lo demás lo adivinarán ustedes. No fue difícil, entreabriendo por dentro la puerta del establo, recoger a la vaca. En cuanto al toro, allí se quedó en el corral, preso y enchiquerado.
El tío Amaro salió aquella misma tarde hacia Marineda, y vendió al empresario el hallazgo del toro nada menos que en cincuenta duros, porque se negaba a descubrir el escondrijo, se quejaba de graves perjuicios en su casa y bienes, y de estos daños el empresario había de responder ante los tribunales.
Y ahí tienen ustedes cómo al tío Amaro de Rezois le valió mil reales el cruzar sus vacas con la casta de Benjumea... ¿Verdad que para la costumbre que hay en Galicia de ver toros y de entender sus mañas, y de lidiarlos, el tío Amaro no anduvo torpe ni medroso?
Emilia Pardo Bazán
-¿Cómo se lo explica usted? -me preguntaron (yo sostenía el pabellón gallego).
-Como explica un hombre de inmenso talento su salida del pueblo natal (que es Málaga), diciendo que tuvo que marcharse de allí porque eran todos muy ladinos y le engañaban todos. En Galicia, a los gitanos los envuelve cualquiera. En los sencillos labriegos hallan profesores de diplomacia y astucia. Ni en romerías ni en ferias se tropieza usted a esos hijos del Egipto, o esos parias, o lo que sean, con sus marrullerías y su chalaneo, y su buenaventura y su labia zalamera y engatusadora... Al gallego no se le pesca con anzuelo de aire; allí perdería su elocuencia Cicerón.
-Se ve que tiene usted por muy listos a sus paisanos.
-Por listísimos. La gente más lista, muy aguda, de España.
Sobrevino una explosión de protestas y me trataron de ciega idólatra de mi país. Me contenté con sonreír y dejar que pasase el chubasco, y sólo me hice cargo de una objeción, la que me dirigía Ricardo Fort, catalán orgulloso, con sobrado motivo, de las cualidades de su raza.
-Siendo así, ¿en qué consiste -preguntábame- que esa gente de tan superior inteligencia haya tenido tan mala sombra? ¿No es cierto, no lo deploran ustedes mismos, que Galicia se ha visto oscurecida y postergada? ¿Por qué razón Galicia no ha realizado ninguna empresa magna, ni en pro de la nacionalidad, ni aun en su propio beneficio; ni empezó la Reconquista, como Asturias; ni se declaró independiente, como Portugal; ni logró la sabia organización de los fueros, como Vasconia y Navarra; ni fue a dominar el Imperio de Bizancio, como nosotros y los aragoneses; ni vio armarse en sus puertos las carabelas de Colón; ni...?
-Basta -respondí, sonriendo-; con la Historia puede probarse todo. No me faltaría en ese terreno algún argumento; pero admito los de usted y no los discuto. Es más; confieso que a veces me he propuesto a mí misma ese enigma, y sólo para mi uso particular lo he resuelto con una atrevida paradoja. Si no se asustan ustedes de paradojas, allá va...
Segura ya de que no se asustaban, continué así:
-Precisamente por exceso de inteligencia no hicieron los gallegos ninguna de esas cosas estupendas. A los pueblos, la excesiva inteligencia les perjudica. Lo que conviene es una masa de gente limitada, que siga dócilmente a un individuo genial. Cuando la multitud se pasa de lista, y discurre y percibe sutilmente, es dificilísimo guiarla a grandes empresas. La inteligencia ve demasiado el pro y el contra, y las consecuencias posibles de cada acto. La inteligencia mata la iniciativa; la inteligencia disuelve. Si la colectividad tiene pocas ideas y se aferra a ellas con tenacidad suma, hasta con fanatismo cerrado, podría brillar el heroísmo y nacer la epopeya. Reconozcan ustedes que para meterse en las carabelas de Colón; para lanzarse a surcar mares desconocidos, sin ningún fin ni provecho aparente, en medio de cien peligros, con la muerte al ojo..., había que ser... algo bruto. ¡Enseguida atrapan a un gallego en las carabelas de Colón! Con esta raza, dígame usted: ¿qué racha
va a sacar el gitano?
-¿De modo que, según usted, los gitanos, en Galicia, no podrían "afanar" nada?
-¡"Afanar"! No les arriendo la ganancia si lo intentasen... Si hay en el gallego un instinto poderoso, es el de la defensa de su propiedad..., y como inmediata consecuencia, el de la "apropiación". Observen al labrador gallego cuando cultiva su heredad lindante con la ajena: a cada golpe de azadón añade una mota de tierra a su finca. El caso más curioso de cuantos he oído, que prueban este instinto de apropiación, es el que me refirieron poco ha. Trátase de un aldeano gallego que se apropió, noten el verbo, no digo robar, porque el robo es contra la ley, y el gallego, a fuer de listo, tiene profundo terror a la antifrástica "Justicia"; que se apropió, repito..., vamos, acierten ustedes lo que se apropiaría.
-¿Una casa? ¿Un hórreo?
-¿Un monte? ¿Un prado? ¿Un manantial?
-¡Bah! ¡Valiente cosa! Eso es el pan nuestro de cada día.
-¿Una mujer? ¿Un chiquillo?
-¡Quia! Nada; si es imposible que ustedes adivinen. Lo que mi héroe, el tío Amaro de Rezois, se apropió bonitamente fue... un toro.
-¿Un toro? Pero ¿un toro bravo? ¿Un toro de verdad?
-De verdad, y de Benjumea, retinto, astifino, de muchas libras y bastantes pies, que debía lidiar y estoquear el famoso diestro Asaúra en la corrida de los festejos de Marineda.
-Pero ¿eso es serio?
-Y tan serio. El episodio ocurrió del modo siguiente...
Todos prestaron redoblada atención, que al fin eran españoles y se trataba de un toro, y yo continué:
-Rezois es un valle muy pobre, a más de tres leguas al oeste de Marineda, entre los escuetos montes de Pedralas y la brava costa de Céltigos. La gente de Rezois, que no puede cultivar trigo, cría ganado en prados de regadío, lo embarca para el mercado de Inglaterra, vende leche y unos quesos gustosos, fresquecillos, y así va sosteniéndose, siempre perseguida por la miseria. Tal vez sea Rezois el punto de Galicia donde se conservan más fielmente el traje regional y las costumbres añejas, y el tío Amaro, con sus sesenta años del pico, ni un solo domingo dejó de lucir el calzón de rizo azul, el "chaleque" de grana, la parda montera y la claveteada porra, que jugaba muy diestramente.
Poseía el tío Amaro dos vacas, las joyas de la parroquia: amarillas, lucias, bondadosas, de anchos ojos negros, finas y apretadas pestañas y sonrosado y húmedo morro. Eran grandes paridoras y lecheras, y el suceso ocurrió en ocasión en que estaban vacías y acababa el tío Amaro de vender los ternerillos, ya criados, a buen precio. Tenía puesto el tío Amaro todo su orgullo en las vacas: y si cuando enfermaba la tía Manuela, legítima esposa del tío Amaro, se tardaba en avisar al engañador y sacacuartos del médico, hasta que el mal decía a voces: "soy de muerte", apenas las "vaquiñas" descabezaban de mala gana la hierba, ya estaba avisado el veterinario, porque, ¡válganos San Antonio milagroso!, los animales no hablan, y sabe Dios si tienen en el cuerpo espetado el cuchillo mientras parecen buenos y sanos...
La noche en que llegaron a Marineda los siete toros destinados a la corrida, uno de los mejores mozos, que atendía por Cantaor, aunque presumo que jamás hizo sino mugir, a la salida del tren se escamó de los cohetes y bombas que, para solemnizar las fiestas, disparaban de continuo, y sin que hubiese medio de evitarlo, tomó las de Villadiego, dejando en la confusión que es de suponer a los encargados de custodiarlo y encerrarlo. Se trató de indagar su paradero, pero ni rastro había quedado de Cantaor, que, como alma que lleva el diablo, iba cruzando sembrados y huertas. Y al amanecer del día siguiente pudiera vérsele descendiendo del monte de las Pedralas al encantador vallecito de Rezois, oasis de verde hierba, que enviaba a los morros abrazados de la res emanaciones deliciosas.
Aunque el sol naciente no había transpuesto el cerro, ya andaba el tío Amaro pastoreando sus vacas por el prado húmedo de rocío. De pronto, sobre la cumbre vio destacarse en el cielo gris la oscura masa de la fiera. El tío Amaro se persignó de asombro al ver un buey tan enorme y tan rollizo. Y Cantaor, ebrio de entusiasmo al divisar las dos lindas vacas, se precipitó al valle, no sin que el labriego, adivinando rápidamente las pecaminosas intenciones del que ya no tenía por buey, tirase de la cuerda y se llevase a las odaliscas hacia el corral, cuya puerta abría sobre el prado. Un vallado de puntiagudas pizarras detuvo al toro, y mientras salvaba el obstáculo, el tío Amaro y las vacas se acogieron a seguro. Sin embargo, el labriego reflexionaba, y se le ocurría la manera de sacar partido de la situación.
Prontamente encerró en el establo a una de las vacas, y, dejando a la otra fuera, se apostó tras la cancilla del corral, como si fuese un burladero. Cuando el toro, ciego de amor, se lanzó dentro, el tío Amaro cabalgó en la pared, saltó al otro lado y trancó exteriormente, con vivacidad, la cancilla.
Lo demás lo adivinarán ustedes. No fue difícil, entreabriendo por dentro la puerta del establo, recoger a la vaca. En cuanto al toro, allí se quedó en el corral, preso y enchiquerado.
El tío Amaro salió aquella misma tarde hacia Marineda, y vendió al empresario el hallazgo del toro nada menos que en cincuenta duros, porque se negaba a descubrir el escondrijo, se quejaba de graves perjuicios en su casa y bienes, y de estos daños el empresario había de responder ante los tribunales.
Y ahí tienen ustedes cómo al tío Amaro de Rezois le valió mil reales el cruzar sus vacas con la casta de Benjumea... ¿Verdad que para la costumbre que hay en Galicia de ver toros y de entender sus mañas, y de lidiarlos, el tío Amaro no anduvo torpe ni medroso?
Emilia Pardo Bazán
jueves, 7 de abril de 2011
A quien debe darse crédito
Llamaron a la puerta. El mismo tío Pedro salió a abrir y se encontró cara a cara con su compadre Vicentico.
-Buenos días, compadre. ¿Qué buen viento le trae a usted por aquí? ¿Qué se le ofrece a usted?
-Pues nada... Confío en su amistad de usted..., y espero...
-Desembuche usted, compadre.
-La verdad, yo he podado los olivos, tengo en mi olivar lo menos cinco cargas de leña que quiero traerme a casa y vengo a que me empreste usted su burro.
-¡Cuánto lo siento, compadre! Parece que el demonio lo hace. ¡Qué maldita casualidad! Esta mañana se fue mi chico a Córdoba, caballero en el burro. Hasta dentro de seis o siete días no volverá. Si no fuera por esto podría usted contar con el burro como si fuese suyo propio. Pero, ¡qué diablos!, el burro estará ya lo menos a cuatro leguas de aquí.
El pícaro del burro, que estaba en la caballeriza, se puso entonces a rebuznar con grandes bríos.
El que le pedía prestado el burro dijo, con enojo:
-No creía yo, tío Pedro, que usted fuese tan cicatero que para no hacerme este pequeño servicio se valiese de un engaño. El burro está en casa.
-Oiga usted -replicó el tío Pedro-. Quien aquí debe enojarse soy yo.
-¿Y por qué el enojo?
-Porque usted me quita el crédito y se lo da al burro.
Juan Varela
-Buenos días, compadre. ¿Qué buen viento le trae a usted por aquí? ¿Qué se le ofrece a usted?
-Pues nada... Confío en su amistad de usted..., y espero...
-Desembuche usted, compadre.
-La verdad, yo he podado los olivos, tengo en mi olivar lo menos cinco cargas de leña que quiero traerme a casa y vengo a que me empreste usted su burro.
-¡Cuánto lo siento, compadre! Parece que el demonio lo hace. ¡Qué maldita casualidad! Esta mañana se fue mi chico a Córdoba, caballero en el burro. Hasta dentro de seis o siete días no volverá. Si no fuera por esto podría usted contar con el burro como si fuese suyo propio. Pero, ¡qué diablos!, el burro estará ya lo menos a cuatro leguas de aquí.
El pícaro del burro, que estaba en la caballeriza, se puso entonces a rebuznar con grandes bríos.
El que le pedía prestado el burro dijo, con enojo:
-No creía yo, tío Pedro, que usted fuese tan cicatero que para no hacerme este pequeño servicio se valiese de un engaño. El burro está en casa.
-Oiga usted -replicó el tío Pedro-. Quien aquí debe enojarse soy yo.
-¿Y por qué el enojo?
-Porque usted me quita el crédito y se lo da al burro.
Juan Varela
miércoles, 6 de abril de 2011
Regalos
Hace unos días fue mi cumpleaños y mi sobrino me entregó este precioso dibujo como regalo.
Un dibu lleno de pokemones, cada uno con sus poderes. Sólo consigo reconocer y acordarme de Pikachu, tanto nombre raro es imposible para mí. Mi sobrino me aclaró que al avión le sobra la sonrisa y que el Pokemon con cara de enfadado no está en realidad enfadado. Lo dígo por si hay algún quisquilloso que perciba esos pequeños detalles y crea ver lo que no es.
Es bonito, de vez en cuando, tener algún regalo personal e intransferible.
martes, 5 de abril de 2011
Sombras
Cando penso que te fuches,
negra sombra que me asombras,
ó pé dos meus cabezales
tornas facéndome mofa.
Cando maxino que es ida,
no mesmo sol te me amostras,
i eres a estrela que brila,
i eres o vento que zoa.
Si cantan, es ti que cantas,
si choran, es ti que choras,
i es o marmurio do río
i es a noite i es a aurora.
En todo estás e ti es todo,
pra min i en min mesma moras,
nin me abandonarás nunca,
sombra que sempre me asombras.
negra sombra que me asombras,
ó pé dos meus cabezales
tornas facéndome mofa.
Cando maxino que es ida,
no mesmo sol te me amostras,
i eres a estrela que brila,
i eres o vento que zoa.
Si cantan, es ti que cantas,
si choran, es ti que choras,
i es o marmurio do río
i es a noite i es a aurora.
En todo estás e ti es todo,
pra min i en min mesma moras,
nin me abandonarás nunca,
sombra que sempre me asombras.
Me gusta mi sombra, ver mi silueta alegremente distorsionada y reflejada. Tal vez, porque son
demasiadas las emociones que me guardo y no está mal que de vez en cuando se manifiesten
aunque no sea más que en un leve reflejo. Tenía un amigo que siempre me decía: "No eres
tan guay como crees" Pero cómo no voy a ser tan guay si me encanta hasta mi sombra.
demasiadas las emociones que me guardo y no está mal que de vez en cuando se manifiesten
aunque no sea más que en un leve reflejo. Tenía un amigo que siempre me decía: "No eres
tan guay como crees" Pero cómo no voy a ser tan guay si me encanta hasta mi sombra.
ELOGIO DE LA SOMBRA
La vejez (tal es el nombre que los otros le dan)
puede ser el tiempo de nuestra dicha.
El animal ha muerto o casi ha muerto.
Quedan el hombre y su alma.
Vivo entre formas luminosas y vagas
que no son aún la tiniebla.
Buenos Aires,
que antes se desgarraba en arrabales
hacia la llanura incesante,
ha vuelto a ser la Recoleta, el Retiro,
las borrosas calles del Once
y las precarias casas viejas
que aún llamamos el Sur.
Siempre en mi vida fueron demasiadas las cosas;
Demócrito de Abdera se arrancó los ojos para pensar;
el tiempo ha sido mi Demócrito.
Esta penumbra es lenta y no duele;
fluye por un manso declive
y se parece a la eternidad.
Mis amigos no tienen cara,
las mujeres son lo que fueron hace ya tantos años,
las esquinas pueden ser otras,
no hay letras en las páginas de los libros.
Todo esto debería atemorizarme,
pero es una dulzura, un regreso.
De las generaciones de los textos que hay en la tierra
sólo habré leído unos pocos,
los que sigo leyendo en la memoria,
leyendo y transformando.
Del Sur, del Este, del Oeste, del Norte,
convergen los caminos que me han traído
a mi secreto centro.
Esos caminos fueron ecos y pasos,
mujeres, hombres, agonías, resurrecciones,
días y noches,
entresueños y sueños,
cada ínfimo instante del ayer
y de los ayeres del mundo,
la firme espada del danés y la luna del persa,
los actos de los muertos,
el compartido amor, las palabras,
Emerson y la nieve y tantas cosas.
Ahora puedo olvidarlas. Llego a mi centro,
a mi álgebra y mi clave,
a mi espejo.
Pronto sabré quién soy.
Jorge Luis Borges, 1969 puede ser el tiempo de nuestra dicha.
El animal ha muerto o casi ha muerto.
Quedan el hombre y su alma.
Vivo entre formas luminosas y vagas
que no son aún la tiniebla.
Buenos Aires,
que antes se desgarraba en arrabales
hacia la llanura incesante,
ha vuelto a ser la Recoleta, el Retiro,
las borrosas calles del Once
y las precarias casas viejas
que aún llamamos el Sur.
Siempre en mi vida fueron demasiadas las cosas;
Demócrito de Abdera se arrancó los ojos para pensar;
el tiempo ha sido mi Demócrito.
Esta penumbra es lenta y no duele;
fluye por un manso declive
y se parece a la eternidad.
Mis amigos no tienen cara,
las mujeres son lo que fueron hace ya tantos años,
las esquinas pueden ser otras,
no hay letras en las páginas de los libros.
Todo esto debería atemorizarme,
pero es una dulzura, un regreso.
De las generaciones de los textos que hay en la tierra
sólo habré leído unos pocos,
los que sigo leyendo en la memoria,
leyendo y transformando.
Del Sur, del Este, del Oeste, del Norte,
convergen los caminos que me han traído
a mi secreto centro.
Esos caminos fueron ecos y pasos,
mujeres, hombres, agonías, resurrecciones,
días y noches,
entresueños y sueños,
cada ínfimo instante del ayer
y de los ayeres del mundo,
la firme espada del danés y la luna del persa,
los actos de los muertos,
el compartido amor, las palabras,
Emerson y la nieve y tantas cosas.
Ahora puedo olvidarlas. Llego a mi centro,
a mi álgebra y mi clave,
a mi espejo.
Pronto sabré quién soy.
"Uno no alcanza la iluminación fantaseando sobre la luz sino haciendo consciente la oscuridad. Lo que no se hace consciente se manifiesta en nuestras vidas como destino. No hay luz sin sombra, ni totalidad psiquica exenta de imperfecciones, para que sea redonda, la vida no exige que seamos perfectos sino completos, y para ello se necesita la espina en la carne, el sufrimiento de defectos sin los cuales no hay progreso ni ascenso."
Carl G. Jung
Carl G. Jung
lunes, 4 de abril de 2011
El retrato justo
Pese a las insuficiencias que me ha dado por confesar aquí, siempre supe que el retrato justo no fue nunca el retrato hecho. Y más aún: siempre creí saber (señal secundaria de esquizofrenia) cómo debía pintar el retrato justo, y siempre me obligué a callar (o supuse que a callar me obligaba, engañándome así y convirtiéndome en cómplice) ante el modelo desarmado que se me entregaba, tímido o, al contrario, falsamente desenvuelto, seguro sólo del dinero con que me iba a pagar, pero ridículamente asustado ante las fuerzas invisibles que vagarosas se agitaban ante mis ojos y la superficie de la tela. Sólo yo sabía que el cuadro estaba ya hecho antes de la primera sesión de pose, y que todo mi trabajo iba a ser disfrazar lo que no podría ser mostrado. En cuanto a los ojos, ésos estaban ciegos. Asustados y ridículos están siempre el pintor y su modelo ante la tela blanca, uno porque teme verse denunciado, el otro porque sabe que nunca será capaz de hacer esa denuncia, o, peor aún, diciéndose a sí mismo, con la suficiencia del demiurgo castrado que se afirma viril, que si no la nace es sólo por indiferencia o piedad del modelo.
Hay ocasiones en las que pienso y me convenzo de que soy el único pintor de retratos que queda, y que después de mí ya no se perderá más el tiempo en poses fatigosas, buscando semejanzas que en todo momento huyen, cuando la fotografía, convertida ahora en arte por obra de filtros y emulsiones, parece, en definitiva, mucho más capaz de romper las epidermis y mostrar la primera capa íntima de las personas. Me divierto pensando que cultivo un aire muerto, gracias al que, por intermedio de mi falibilidad, la gente cree fijar cierta agradable imagen de sí, organizada en relaciones de certeza, de una eternidad que no empieza sólo cuando el retrato se concluye, pero que viene de antes, de siempre, como algo que ha existido siempre sólo porque existe ahora, una eternidad contada desde cero. Realmente si cualquier retratado pudiese, o supiese, o quisiese, analizar la espesura pastosa, informe, de los pensamientos y emociones que lo habitan, y habiendo analizado todo esto encontrase las palabras corrientes que harían líquidos y claros esos pensamientos y acciones, sabríamos que, para él, ese retrato suyo es como si hubiera existido siempre, otro él más fiel que el propio él de ayer, porque éste no es visible y el del retrato sí. Por eso no es raro que el modelo se preocupe por parecerse al retrato, si éste logró fijarlo en el instante en que el ser humano se celebra y acepta. Vive el pintor para sorprender ese instante, vive el modelo para el instante que será luego pilar personal y único de las dos ramas de una eternidad que viene avanzando infinitamente y que, algunas veces, la locura humana (Erasmo) cree poder señalar con un pequeñísimo nudo, una excrescencia capaz de arañar ese dedo gigantesco con que el tiempo borra todos los vestigios. Repito que los mejores retratos nos dan la sensación de haber existido siempre aunque el buen sentido me diga, como me dice ahora, que El hombre de los ojos cenicientos (Tiziano) es inseparable de aquel Tiziano que lo pintó en un momento de su personal vida. Porque si en este instante en que estamos algo participa de la eternidad, no es el pintor sino el cuadro.
Manual De Pintura Y Caligrafía- José Saramago
Hay ocasiones en las que pienso y me convenzo de que soy el único pintor de retratos que queda, y que después de mí ya no se perderá más el tiempo en poses fatigosas, buscando semejanzas que en todo momento huyen, cuando la fotografía, convertida ahora en arte por obra de filtros y emulsiones, parece, en definitiva, mucho más capaz de romper las epidermis y mostrar la primera capa íntima de las personas. Me divierto pensando que cultivo un aire muerto, gracias al que, por intermedio de mi falibilidad, la gente cree fijar cierta agradable imagen de sí, organizada en relaciones de certeza, de una eternidad que no empieza sólo cuando el retrato se concluye, pero que viene de antes, de siempre, como algo que ha existido siempre sólo porque existe ahora, una eternidad contada desde cero. Realmente si cualquier retratado pudiese, o supiese, o quisiese, analizar la espesura pastosa, informe, de los pensamientos y emociones que lo habitan, y habiendo analizado todo esto encontrase las palabras corrientes que harían líquidos y claros esos pensamientos y acciones, sabríamos que, para él, ese retrato suyo es como si hubiera existido siempre, otro él más fiel que el propio él de ayer, porque éste no es visible y el del retrato sí. Por eso no es raro que el modelo se preocupe por parecerse al retrato, si éste logró fijarlo en el instante en que el ser humano se celebra y acepta. Vive el pintor para sorprender ese instante, vive el modelo para el instante que será luego pilar personal y único de las dos ramas de una eternidad que viene avanzando infinitamente y que, algunas veces, la locura humana (Erasmo) cree poder señalar con un pequeñísimo nudo, una excrescencia capaz de arañar ese dedo gigantesco con que el tiempo borra todos los vestigios. Repito que los mejores retratos nos dan la sensación de haber existido siempre aunque el buen sentido me diga, como me dice ahora, que El hombre de los ojos cenicientos (Tiziano) es inseparable de aquel Tiziano que lo pintó en un momento de su personal vida. Porque si en este instante en que estamos algo participa de la eternidad, no es el pintor sino el cuadro.
Manual De Pintura Y Caligrafía- José Saramago
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