Hay ocasiones en las que pienso y me convenzo de que soy el único pintor de retratos que queda, y que después de mí ya no se perderá más el tiempo en poses fatigosas, buscando semejanzas que en todo momento huyen, cuando la fotografía, convertida ahora en arte por obra de filtros y emulsiones, parece, en definitiva, mucho más capaz de romper las epidermis y mostrar la primera capa íntima de las personas. Me divierto pensando que cultivo un aire muerto, gracias al que, por intermedio de mi falibilidad, la gente cree fijar cierta agradable imagen de sí, organizada en relaciones de certeza, de una eternidad que no empieza sólo cuando el retrato se concluye, pero que viene de antes, de siempre, como algo que ha existido siempre sólo porque existe ahora, una eternidad contada desde cero. Realmente si cualquier retratado pudiese, o supiese, o quisiese, analizar la espesura pastosa, informe, de los pensamientos y emociones que lo habitan, y habiendo analizado todo esto encontrase las palabras corrientes que harían líquidos y claros esos pensamientos y acciones, sabríamos que, para él, ese retrato suyo es como si hubiera existido siempre, otro él más fiel que el propio él de ayer, porque éste no es visible y el del retrato sí. Por eso no es raro que el modelo se preocupe por parecerse al retrato, si éste logró fijarlo en el instante en que el ser humano se celebra y acepta. Vive el pintor para sorprender ese instante, vive el modelo para el instante que será luego pilar personal y único de las dos ramas de una eternidad que viene avanzando infinitamente y que, algunas veces, la locura humana (Erasmo) cree poder señalar con un pequeñísimo nudo, una excrescencia capaz de arañar ese dedo gigantesco con que el tiempo borra todos los vestigios. Repito que los mejores retratos nos dan la sensación de haber existido siempre aunque el buen sentido me diga, como me dice ahora, que El hombre de los ojos cenicientos (Tiziano) es inseparable de aquel Tiziano que lo pintó en un momento de su personal vida. Porque si en este instante en que estamos algo participa de la eternidad, no es el pintor sino el cuadro.
Manual De Pintura Y Caligrafía- José Saramago
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