Llamaron a la puerta. El mismo tío Pedro salió a abrir y se encontró cara a cara con su compadre Vicentico.
-Buenos días, compadre. ¿Qué buen viento le trae a usted por aquí? ¿Qué se le ofrece a usted?
-Pues nada... Confío en su amistad de usted..., y espero...
-Desembuche usted, compadre.
-La verdad, yo he podado los olivos, tengo en mi olivar lo menos cinco cargas de leña que quiero traerme a casa y vengo a que me empreste usted su burro.
-¡Cuánto lo siento, compadre! Parece que el demonio lo hace. ¡Qué maldita casualidad! Esta mañana se fue mi chico a Córdoba, caballero en el burro. Hasta dentro de seis o siete días no volverá. Si no fuera por esto podría usted contar con el burro como si fuese suyo propio. Pero, ¡qué diablos!, el burro estará ya lo menos a cuatro leguas de aquí.
El pícaro del burro, que estaba en la caballeriza, se puso entonces a rebuznar con grandes bríos.
El que le pedía prestado el burro dijo, con enojo:
-No creía yo, tío Pedro, que usted fuese tan cicatero que para no hacerme este pequeño servicio se valiese de un engaño. El burro está en casa.
-Oiga usted -replicó el tío Pedro-. Quien aquí debe enojarse soy yo.
-¿Y por qué el enojo?
-Porque usted me quita el crédito y se lo da al burro.
Juan Varela
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