Lady Augusta Gregory se ha referido una vez a ciertas prácticas mágicas de los gaélicos antiguos contra la lluvia. Algunas de las cuales exigen que previamente se identifique un culpable, que lo había, del temporal pluvioso. En tiempos de las persecuciones de los paganos contra los primeros cristianos, éstos eran acusados de los chaparrones y las inundaciones. Se refiere a ello Tertuliano, citando aquello de pluvia cadet, causa christiani sunt. Llueve, la culpa es de los cristianos. Y en seguida venía la degollina. Esto de los mártires y la meteorología está sin estudiar. Yo tengo tomadas algunas notas.
Ahora recuerdo aquel Teótimo de Adana —la ciudad episcopal del famoso clérigo Teófilos, cuya historia cuenta, entre otros, Gonzalo de Berceo—, que fue acusado de haber puesto en el cielo, desde el alba a la anochecida, un espléndido arco iris el día en que fueron quemadas allí unas vírgenes. Salieron guardas contra Teótimo, lo hubieron, y en su zurrón encontraron el arco iris doblado. Teótimo hubiera podido atar con él a los persecutores, y quemarlos, que el arco iris tenía partes de ardiente y terrible fuego, pero era un alma compasiva. El arco iris se perdió en lo alto, donde parpadean las estrellas, y Teótimo se dejó cortar a trocitos en la plaza de Adana, junto a la fuente, que eran cuatro leones que echaban agua por la boca, como en la antigua de la Plaza Mayor de Lugo.
Volviendo a la magia gaélica, identificado el culpable de las grandes lluvias en la isla de San Patricio, se averiguaba por qué era pluvioso. Fagha Fiona, por ejemplo, producía nieblas y grandes lluvias cuando se ponía melancólico y añoraba los años pasados en Ceash como paje de la hermosa Guendola. Comenzaba la cenicienta neblina por envolverlo a él, espumilla de la memoria de los alegres días, y después envolvía su reino y finalmente toda la isla y el gran mar. Fagha pasa por ser el inventor, en Irlanda, de las tenacillas para rizar el pelo. El deán Swift se rió una vez de estas fábulas de las invenciones, a las que los gaélicos fueron tan aficionados como los griegos del tiempo pasado. Por ejemplo, de Lenke O'Donnell, inventor del colador. Y volviendo a Fagha Fiona, hubo que convencerlo de que hiciese un viaje a Ceash, donde todavía vivía Guendola, sentada en la solana, enrollando hojas de menta seca y diciendo adiós con un pañuelo rojo a los viajeros. Guendola era ya una anciana, el pelo blanco, pero conservaba toda la dentadura y aún tenía los labios frescos y colorados. Fagha no se atrevió a acercarse a ella, porque vestía un traje viejo y mendado, pero le habló desde detrás de la cerca que hacían al jardín de la dama los varales en los que se enredaba el lúpulo. Recordaron ambos veranos pasados y Guendola sonrió. Desde entonces Fagha dejó de ser pluvioso y cada vez que recordaba los días de Ceash recordaba la sonrisa de Guendola, y entonces, aunque fuese en el medio del cruel invierno, se abría sobre el mundo una hermosa hora de dulce sol.
Actualizando el pensamiento de aquellos magos célticos, siempre además poetas en voz alta y arpistas estrepitosos, se podría afirmar que una concentración en un punto determinado de media docena de tristes y angustiados puede producir un día de intensa lluvia. Probablemente si encima son literatos, las lluvias serán más fuertes. Habría que buscarles a los tristes memorias alegres para que cesasen las lluvias.
Viajes imaginarios y reales-Alvaro Cunqueiro
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