jueves, 29 de diciembre de 2011

El Tritón

Ayer, 27 de julio, a la puesta del sol en la isla Yelagin y cuando el tiempo estaba por demás tranquilo y encantador, pasmó a las damas y a los caballeros que daban un paseo en torno al estanque el más divertido suceso. Un tritón –un “duende del agua” en ruso– apareció súbitamente en la superficie del agua, el verde cabello y las verdes barbas goteando humedad, y, manteniéndose a flote sobre las ondas, empezó a juguetear y a hacer toda clase de travesuras. Se sumergía, gritaba, se reía, chapoteaba, chocaba sus fuertes y largos dientes verdes, haciéndolos restallar y rechinándoselos a los paseantes. Su aparición produjo la forma de excitación usual en tales ocasiones. Las damas se lanzaron hacia él desde todas partes, ofreciéndole golosinas, alargándole sus cajas de chocolates. Pero la mitológica criatura, sin poder sustraerse a su carácter de sátiro del agua, empezó a hacer tales ademanes a las damas que todas ellas corrieron con risas estridentes alejándose de él, y escondiendo tras de sí a sus hijas mayores, con lo que el tritón, advirtiendo esto, les gritó algunas expresiones extremadamente inceremoniosas, lo que aumentó la diversión de las mujeres. Sin embargo, el tritón desapareció pronto, dejando unos cuantos círculos en la superficie del agua y una duda en la mente del público.
          La gente comenzó a mostrar su incertidumbre y se negaba a creer lo que había visto con sus propios ojos –los hombres, por supuesto–, mientras que las damas insistían en que era un genuino tritón, exactamente semejante a los de los relojes de bronce para mesa. Algunos declararon que debía haber sido cierto Pierre Bobo el que surgió de las ondas, en plan de calaverada. Resulta innecesario decir que esta teoría no era estancamente impermeable, pues Pierre Bobo hubiera salido a la superficie con su chaqué…, y sus impertinentes, aunque se le mojaran. Por otra parte, el tritón era exactamente igual que las estatuas antiguas, es decir, no llevaba vestigio de ropa. Pero pronto aparecieron los escépticos que sostenían que todo el asunto no era más que una alegoría política, conectada de cerca con la cuestión del Cercano Oriente que se acababa de resolver entonces en el Congreso de Berlín.
          Por algunos momentos incluso se pensó que fuera un juego de manos inglés presentado por el Gran Judío –en pro de los intereses británicos– con el solapado propósito de desviar la atención de nuestro público, comenzando con las damas, con una serie de imágenes estéticamente retozonas de su fervor bélico. Sin embargo, se alzaron inmediatamente las objeciones basadas en el hecho de que habían visto a lord Beaconsfield en Londres a aquellas horas y que era honrar excesivamente al oso ruso esperar que su señoría se metiera en un estanque ruso, con propósitos políticos, para la delectación estética de nuestras damas; que, de cualquier modo, él tenía su propia dama en Londres, etc., etc. Pero la ceguera y la pasión de nuestros diplomáticos son irrefrenables: empezaron a gritar que si no era el propio lord Beaconsfield entonces por qué no habría de ser el señor Poletika, el director del Stock Exchange News, tan ansioso de paz, y que era a él a quien pudieron elegir los ingleses para que representara el tritón. Pero también se abandonó pronto esta teoría, porque aunque el señor Poletika podía muy bien ser capaz de hacer los mismos movimientos que el tritón, le hubiera faltado la gracia antigua de aquél, gracia por la que todo se perdona y que es la única que pudo atraer a las señoras de asueto. Justamente entonces llegó al lugar un caballero con la noticia de que a aquella hora particular habían visto al señor Poletika en cierto sitio, en otra parte de Petersburgo. De esta manera volvió a surgir a la superficie la teoría del antiguo tritón, a pesar del hecho de que el tritón mismo tenía largo tiempo de estar bajo el agua.
          Lo que resulta tan notable respecto a este incidente es que fueron las damas quienes estuvieron particularmente en favor de la antigüedad y de la mitológica naturaleza del tritón. Por supuesto que estaban tan ansiosas de que así fuera para disimular la franqueza de sus gustos por su meollo clásico, por decirlo así. De la misma manera instalamos estatuas completamente desnudas en nuestras piezas y jardines, precisamente porque son figuras mitológicas y, en consecuencia, antigüedades clásicas, y a nadie se le ocurre, por ejemplo, poner sirvientes desnudos en su lugar, lo que bien pudo hacerse en los días de la servidumbre: incluso podía haberse hecho hoy día, particularmente por cuanto que los sirvientes no hubieran hecho las cosas peor y, en verdad, sí mucho mejor que cualesquiera estatuas; de cualquier modo, se verían mas naturales. Nada más piénsese en la tesis de la manzana natural y de la manzana pintada. Pero como no habría aspecto mitológico en esto, no se puede hacer.
          Hubo rumores de que la discusión, llevada estrictamente desde el punto de vista del arte puro, llegó tan lejos que fue causa de varias disputas familiares entre los maridos y sus superiores mitades, quienes tomaron la defensa del arte puro en contra del movimiento político y contemporáneo, que sus maridos creían que explicaba el extraordinario acontecimiento. En este último sentido, la opinión de nuestro famoso satírico, el señor Shchedrin, tuvo un especial y casi colosal éxito. Habiendo estado en el estanque cuando se apareció el tritón, expresó su incredulidad respecto a todo el asunto, y me han dicho que intenta incluir el episodio en el siguiente número del Contemporáneo, en la sección “Moderación y Exactitud”.
          El punto de vista de nuestro humorista es muy sutil: cree que el tritón es sencillamente un agente policiaco disfrazado, o más bien desnudo, a quien se le ordenó, desde el comienzo de la estación e inmediatamente después de los disturbios de la primavera en Petersburgo, que se pasara todo el verano en el estanque de la Isla Yelagin, tan popular entre las personas que pasean sus asuetos, de modo que escuchara desde debajo del agua las conversaciones criminales, si hubiera éstas. Afortunadamente, nuestro famoso novelista histórico señor Mordavtsev, quien acertó estar en el sitio, relato un hecho histórico de nuestra Palmira septentrional, hecho generalmente olvidado y desconocido, pero que deja absolutamente en claro que la criatura que salió a la superficie del estanque era un tritón genuino, y muy antiguo además. De acuerdo con información obtenido por el señor Mordavtsev de antiguos manuscritos, ese mismo tritón lo llevaron a Petersburgo en las épocas tan lejanas de Ana Mons, a la que estuvo tan grandemente apegado Pedro el Grande que, de acuerdo con el señor Mordavtsev, realizó su gran reforma para complacerla.
          El antiguo monstruo llegó junto con dos enanos, que estaban muy de moda en la época, y con el bufón Balakirev. A todos los habían llevado de la ciudad alemana de Karlsruhe; al tritón en una barrica de agua de Karlsruhe, de modo que, al transportarlo al estanque de Yelagin, pudiera encontrarse en su elemento natural. Pero cuando vaciaron el tonel de Karlsruhe en el estanque, el malicioso y sardónico tritón, sin parar mientes en el hecho de que se había gastado mucho dinero en él, se sumergió y no volvió a aparecer en la superficie, de manera que se le había olvidado completamente, hasta el memorable día de julio de este año, cuando se le metió en la cabeza recordarle su existencia al público. Los tritones pueden vivir con la mayor comodidad en estanques durante cientos de años.
          Nunca había tomado el público una explicación erudita con tanto entusiasmo como lo hizo con ésta. Los últimos de todos en llegar fueron los sabios naturalistas rusos, algunos incluso de otras islas; entre ellos, Sechenov, Mendeleyev, Baketov, Butlerov y tutti quanti. Pero todo lo que encontraron fue los círculos en el agua que ya se ha hablado y un escepticismo firmemente creciente. Claro está que no sabían qué inferir de esto y se quedaron allí, con aspecto de perplejidad y negando el fenómeno, por aquello de las dudas. La mayor simpatía se la ganó un profesor muy docto, un zoólogo: llegó el último de todos, pero estaba completamente desesperado. Inquirió vehementemente con todos sobre el tritón y casi estalló en lágrimas ante la idea de que no vería a la criatura y de que la zoología y el mundo habían perdido tal tema.
          Los policías que estaban cerca del estanque le dijeron al zoólogo que lo lamentaban, pero que no sabían nada del caso; los caballeros militares se rieron de él; los corredores de bolsa lo vieron arrogantemente, y las damas, soltándose como tarabillas, rodearon al profesor y sólo le contaron de los indecentes ademanes del tritón, de manera que nuestro modesto sabio se vio obligado al final a taparse los oídos con los dedos. El afligido profesor se puso a picotear el agua con su bastón, cerca del sitio donde el tritón había desaparecido; arrojó piedrecillas al estanque gritando: “¡Ven, ven; aquí hay un terrón de azúcar para ti!”; pero todo fue en vano. El tritón no subió a la superficie. No obstante, todos los demás estaban bastante satisfechos. Añádase a esto una encantadora noche de verano, el sol poniente, los ajustados vestidos de las damas, la dulce esperanza de paz en todos los corazones, y ustedes serán capaces de acabar de trazar el cuadro por sí mismos.
          La cosa notable era que el tritón profirió algunas palabras muy obscenas en excelente ruso, a pesar del hecho de ser alemán de origen y de que, además, hubiera nacido en la antigua Atenas, al mismo tiempo que Minerva. ¿Quién le había enseñado ruso?..., ésta es la cuestión. Si, en verdad, ¡ciertamente están comenzando a aprender ruso en Europa! En todo caso, el tritón había reanimado a la sociedad –que se había quedado dormida entre el estruendo de la guerra, la cual parece haber puesto a dormir a todos– y la despertó para toda clase de preguntas interiores. ¡Gracias por esto! En este sentido, uno debería implorar pidiendo no uno sino muchos tritones, y no sólo en el Neva sino también en el río Moscova, y en Kiev, Odesa y por dondequiera, incluso en cada aldea. En este sentido se deberían criar de propósito: hay que dejar que despierten a la sociedad, hay que dejar que surjan a la superficie…, pero ¡bastantes, bastantes! El futuro se abre ante nosotros. Respiramos el nuevo aire con nuestros pulmones dilatados, ávidos de plantear más cuestiones, de manera que quizá así todo se arreglaría satisfactoriamente, incluyendo las finanzas rusas. 

Dostoyevski
 

Que bien me va

viernes, 23 de diciembre de 2011

Feliz Navidad




La Navidad no es fiesta para viejos. Demasiadas obligaciones que impiden que queramos lo
que hacemos y demasiadas ausencias que entristecen nuestro espíritu. Pero si está ahí será 
que aún no estamos preparados para prescindir de ella. Por lo que no queda otra que aplicar 
el  viejo refrán «si no puedes vencer al enemigo, únete a él».
 Os deseo a todos mucha paz en vuestras vidas y que tengáis la suficiente fuerza de voluntad
para ser felices. 

FELIZ NAVIDAD

La Nochebuena en el Cielo

¿Cómo subí del brumoso Limbo al Empíreo radiante? ¿Fue cabalgando en un hilo de luz? ¿Fue entre las alas de una nube? ¿Fue saltando de estrella en estrella, peldaños de la escala mística que en sueños vio Jacob? Posible me parece cualquiera de estos medios de locomoción, porque si nuestro cuerpo es plomo, centella es nuestro espíritu.
  Ello es que de improviso me sentí envuelta en una ola azul, sutil, delicadísima, que compararía a la turquesa disuelta, si hubiera visto, alguna vez y en alguna parte, la disolución de esa piedra preciosa. Y la alegría y exaltación de todo mi ser, el rapto de mis potencias y sentidos, me dijeron a voces: "¡Quién como tú! Estás en el Cielo."
  Repito que me puse alegre como unas pascuas; el gozo procedía sobre todo de la imaginación, porque yo no experimentaba ningún beneficio positivo, pero eso de pensar que uno está en el Cielo es ya la mitad del Cielo, o más de la mitad.
  No obstante, pasados los primeros momentos, empezó a convertirse mi júbilo en extrañeza e inquietud vaga. Azul encima, azul debajo, azul alrededor, azul por todas partes...; no sólo era raro, sino monótono y sin pizca de chiste. ¿No habría en el Cielo más que tonos cerúleos, y por toda distracción concertantes de violines, violas y arpas? ¿Se reduciría la fiesta de Nochebuena en la mansión de los escogidos a un baño en las ondas turquíes del éter? ¿Tanto ingenio y variedad en los castigos infernales y tanta insipidez y poquedad en las celestes recompensas?
  Éstos eran mis irreverentes pensamientos, cuando, deslizándose por la superficie azulina y tersa del misterioso lago, vino a mí un hombre vestido con ropilla de terciopelo negro, coronado de laureles, parecido a Cervantes en el avellanado rostro; mas no era el Manco, porque en melodioso italiano del Seicento me aseguró ser el mismísimo Cisne, sorrentino, autor de la Jerusalén, maniático, melancólico y muy honesto enamorado.
  -He adivinado -me dijo- lo que cavilas, y quiero demostrarte que te engañas y que el Cielo no es aburrido ni soporífero, sino cosa muy buena. Esa idea de la monotonía del Cielo proviene de que el Cielo es por esencia inefable; no se puede explicar con palabras, y el Infierno y el Purgatorio, sí: los sufrimientos y los males están al alcance de la comprensión de un mortal; la beatitud eterna no la comprende sino quien ya la disfruta. Sólo hoy, por ser Nochebuena, nos es permitido comunicar algunas partículas del bien sumo a los pobrecitos enterrados (desterrados no lo sois, puesto que en la tierra vivís). Y así te diré, en primer lugar, que el Cielo no es inmovilidad e inercia, sino al contrario, vida a raudales y actividad intensa y siempre fecunda. Sé por un ángel ambulante, de esos que van y vienen a vuestro globo, que cierta secta procedente de la India goza ahora de singular favor entre los sabios europeos, y esa secta ridícula hace consistir la beatitud en pasar cientos
de años contemplándose el ombligo en un acceso de estrabismo convergente... Ríete de esos ascetas bizcos; en el Cielo todos miran derecho, franco y alto; las pupilas irradian luz... ¿No ves las mías?
  Era verdad; los ojos de Torcuato Tasso, nublados en vida por la demencia y el dolor, relumbraban ahora como soles, claros, puros, magníficos; ventanas que descubrían el alma glorificada y dichosa. Envidia me causó el mirar del Cisne. ¡Cuán diferente de otro mirar torvo y siniestro que había pesado sobre mi corazón al acompañarme el Cisne suicida!
  Desciñóse el Tasso su corona de laurel y me ofreció una hoja. La cogí, y el talismán obró inmediatamente sus mágicos efectos. A manera de telón de raso que se descorre, vi arrollarse el azul ambiente, y allá en el fondo divisé los resplandores de la Gloria. Vi en espléndida perspectiva aquella ciudad santa que, extendiéndose por millones de leguas, es toda de oro, margaritas y piedras preciosas; lucidísima y transparente como el cristal; sus torres y almenas, de jacinto y topacio; su atmósfera, de lumbre; sus cercanías, campos de fresquísima hierba y raras flores movidas por un aura embalsamada y deliciosa.
  -Ahí tienes -advirtió el Tasso- la Jerusalén celeste, tal como la idearon y describieron los autores místicos. Por ella discurren los bienaventurados, sumidos, como la esponja en el mar, en un piélago de gozo, que los penetra y envuelve; gozo dentro y gozo fuera, gozo en lo alto y en lo bajo, y gozo lleno en todas partes (esto debías saberlo ya por referencia de San Anselmo). Los bienaventurados se encuentran ahí como esponjas, pero como esponjas que tuviesen tantos sentidos del gusto cuantos ojuelos y Poros, y las metiesen en un mar de leche y miel, gozando con mil bocas de toda aquella suavidad y dulzura. Vive su entendimiento con perfecta sabiduría; su memoria, con inmortal representación de lo pasado; su voluntad, con plenísima satisfacción; los sentidos, con continua delectación de sus objetos...
  -¡Ah! -exclamé-. No comprendo, poeta; no me puedo figurar ese estado beatísimo, y creo que pierdes el tiempo en querer iluminar mi torpeza... Oigo tus palabras; me suenan bien, son dulces, deliciosas; pero no veo lo que expresan... ¡Quisiera ser esponja ya!
  El Tasso me dedicó una de sus preciosas miradas, húmeda de compasión por más señas.
  -¡Poverina! -contestó-. Voy a ver si te ilustro con imágenes más adecuadas para ti. Te gustan las artes, ¿no es cierto? Verbigracia, ¿eres aficionada a la música?
  -A la música, no tanto; pero con todo... si es muy fina, muy escogida y de poco estrépito...
  -Pues haz por conseguir el grado de santidad de tu compatriota la fervorosa virgen doña Sancha Carrillo, y verás cómo, estando enferma y para morir, con un acorde no más que llegue a tus oídos de la música del Cielo, se te quitan todos los males y dolores y quedas sana de repente. ¿No te acuerdas de que el canto de un pajarillo sólo tuvo suspenso a un santo monje por espacio de trescientos años?
  -Cisne, háblame de letras, y no de notas y acordes. Más música hay en tus estrofas que en ópera ninguna.
  -¡Ah incorregible! -respondió él-. Voy a abrirte el apetito, a ver si te llevo por el camino de la bienaventuranza. Cada espíritu tiene sus asideros; ¡a ti hay que cogerte por el de las letras, empedernida, impenitente, aragonesa de Cantabria! Para que te tomes el trabajo de ganar el Cielo, sabe que si llegas a entrar en él, encontrarás juntos a los grandes poetas y a los autores ilustres de todo siglo y de toda nación, y podrás charlar con ellos o, mejor dicho, escucharlos a tu sabor, y te recitarán sus versos y sus prosas..., sin el contrapeso de tener que alabárselas... ¡Te será dada ciencia infusa, y comprenderás al oído y gustaras con deleite el griego de Homero, Píndaro y Safo, el sánscrito de Valmiki, el hebreo de Salomón, Job y David, el zendo de Firdusi, el latín de Virgilio y el ruso de Puschkin... Además (abre el ojo), verás esculpir a Miguel Ángel, y no te digo que verás pintar a Rafael, porque sé que no te entusiasma ese maestro... Yo te diré la fábula de la
rosa, y Dante te obsequiará con unas terzine... ¿A que ya vas comprendiendo los hechizos de la beatitud?
  -Si ser beato es vivir así, no interrumpir, sino completar la actitud del pensamiento, ensanchar la esfera del goce estético, salir de tantas curiosidades como nos hostigan -aun convencidos de la imposibilidad de satisfacerlas-, entonces digo que aquí se estará muy bien... ¡Qué placer inmenso el de revivir la historia iluminando sus tinieblas, conociéndola tal como fue, y no como la ofrecen las pálidas crónicas y las almidonadas narraciones de los historiógrafos!...
  -Precisamente -exclamó el Tasso-, eso es lo que vas a gozar sin tardanza. No al dar las doce de la noche, porque aquí no hay noches ni signos que marquen el curso del tiempo; pero en el instante misterioso que corresponden a la hora terrestre verás el nacimiento de Cristo tal como sucedió... Ven, y aprisa, que ya se acerca el instante solemne.
  Le seguí, y salimos de los amenísimos jardines que rodean la Sión divina, a una campiña vulgar, rústica y fragosa a trechos. Atravesamos un villorrio de desparramadas casucas, entrando en él por una puerta de herradura muy ruinosa. Las calles estaban desiertas. Comprendí que era la villita de Belén. Seguimos una callejuela que más parecía senda campestre, pues los edificios aislados y en desorden no tenían aspecto urbano, y alcanzamos un vasto espacio vacío, un páramo que semejaba agujero abierto en el centro del lugar. Allí vimos una especie de cobertizo, sombreado por un árbol enorme, que me pareció un terebinto, y cuyo ramaje se extendía formando techumbre. Al tronco del árbol estaba atado un jumentillo; una mujer joven, vestida de lana blanca, reposaba al pie del árbol, en actitud de cansancio. Notábase el bulto de su vientre...
  -Es María -me dijo el poeta-. Siente que se acerca la hora de dar a luz, y quiere lograr asilo en ese cobertizo; José ha ido a hablar con los dueños, y se lo niegan; mira cómo vuelve cabizbajo. Ahora propone a su mujer llevarla a una gruta que sirve de aprisco y establo a los pastores... Ya se levanta ella trabajosamente... Se dirigen a la gruta... Mira.
  Salían, en efecto, por la parte oriental de Belén y seguían un sendero que orillaba derruidos paredones y fosos, ya cegados, de fortificaciones que se desmoronan. A poco camino que anduvieron, un grupo de arbustos les indicó la gruta, cavada en la roca. Su entrada tenía un saledizo de bálago, abrigo de los pastores. La puerta era de ramas entretejidas; José la movió y desencajó no sin esfuerzo. En la estancia formada por la excavación y donde entraron los esposos, vi el pesebre, que no era sino un pilón o abrevadero abierto en la piedra para dar de beber al ganado; encima sobresalía el comedero, aún atestado de seca hierba. Obstruían la gruta esteras y haces de paja; apartólos José, colgó un candilejo de la pared de tierra, mullió la cama para la Virgen y salió con un odre de cuero a buscar agua; luego bajó a Belén por carbón y escudillas; volvió presto; encendió la hornilla bajo el saledizo y coció tortas y asó manzanas. María comió algo, oró y se tendió en la cama,
suspirando de fatiga. José había vuelto a salir para atender al pienso del asno. Y cuando volvió, la gruta ya parecía inflamada en vivas llamas; fuego sobrenatural, como el de la zarza del monte Horeb, envolvía el recinto. José cayó de rodillas y alzó las manos al Cielo.
  María, vuelta de espaldas, se apoyaba en la pared de la gruta. Con irreverente curiosidad, quiso oír sus quejas; no pude... La claridad me cegaba; maravilloso hormiguero sideral, inmensa vía láctea de estrellas, subía desde la gruta, centelleando y vertiendo océanos de lumbre blanca, entre los cuales sólo se distinguía un niñito recién nacido, más luminoso que el sol, rodeado de una aureola de rayos...
  -Ya me ofusca tanta luz -dije a mi guía-. Ya no veo los detalles humildes, prosaicos y ternísimos que me encantaban: la realidad del Nacimiento...
  -Eres mortal -contestó el poeta-. No puedes entender... Esa luz que te ciega sale de tu imaginación, surge de ti misma. No hay tal resplandor. ¿No ves al recién nacido, moradito de frío, lloroso? ¿No ves a su madre, que le faja y le empaña?
  -No... ¡Luz y más luz!... -contesté, gimiendo, porque ya mis pupilas no podían resistir, y la vibración lumínica hacía danzar en mi cerebro átomos, primero rojos, luego verde esmeralda, luego morados... Hasta que, dando un grito, el grito de espanto del ciego, exclamé: "¡Nada, nada!... ¡Oscuridad completa!", y extendí las manos para agarrarme a algo, guiada por el instinto de sustitución inmediata de un sentido a otro...

  ¿Necesitas, lector, que escriba el clásico desperté? ¿Verdad que no? ¿Y verdad que tú tampoco sabes ni qué es dormir ni qué es despertar?

Emilia Pardo Bazán

Nadal de Luintra

jueves, 22 de diciembre de 2011

La nochebuena en el limbo

   Al llegar a la puerta blanca, mi guía me dejó. Yo había visto contraerse el semblante del réprobo según nos acercábamos y, movida a compasión, le dije:
  -Basta ya. Entraré sola. Maldita la falta que me hacen en el Limbo pajes, escuderos ni rodrigones. Allí no habrá más que chiquillería, porque las almas de los Santos Padres las sacó Cristo cuando descendió después de su muerte; todas salieron de reata, cogidas a un cabo de la cuerda con que los sayones habían amarrado al Dios-Hombre.
  Gimió el poeta, y se guardó bien de acercarse al umbral de la soñolienta mansión. Yo empujé la puertecilla, y bajé por amplia gradería de nítido alabastro, que me condujo a inmenso patio rectangular. En su centro manaba una fuente plañidera, diminuta, que de tazón a tazón revertía gotas muy semejantes a cristalinas lágrimas. Al lado de esta fuente divisé otra no mayor, de basalto negro; el chorro que rebotaba en los platillos me pareció de sangre, que fluía en hilos bermejos y salpicaba el piso de placas redondas y oscuras. Entre ambas fuentes vi a un niño como de seis a siete años, en pelota, semejante a una estatuita de museo. La cara del niño me asombró: su entrecejo fruncido, sus chispeantes y altaneros ojos, no correspondían a edad tan tierna. El rapaz se entretenía con las dos fuentes, sepultando las manos en el sangriento chorro y bebiendo ansioso el raudal de lágrimas... Le llamé y acudió, orgulloso y marcial, clavando en mí sus ojos fascinadores de aguilucho.
  -¿Quieres tú acompañarme? -pregunté a la criatura.
  -Sí -contestó, lacónicamente-. Aunque ya, viéndome a mí, has visto lo mejor.
  -Dime -exclamé, señalando a los guantes rojos que cubrían hasta el codo sus bracitos- ¿qué son esas dos fuentes? ¿Por qué estás ahí hecho un carnicero, todo mojado y ensangrentado?
  El rapaz me flechó de nuevo sus terribles pupilas, y sólo respondió, frunciendo el ceño adusto:
  -Mírame bien.
  Me bastó la primera ojeada. ¡Qué torpeza la mía! Estaba hablando. La frente vastísima; los ojos profundos y ardientes; las pálidas y esculturales mejillas; los delgados y apretados labios, de líneas correctas; la barbilla acentuada y firme, con meseta redonda; el perfecto tipo de un gran bronce romano... Así, así debía ser en la primera infancia el capitán del siglo.
  -No pensé hallar en el Limbo a Napoleón -dije, risueña y con muchísimas ganas de regalarle un saco de confites al vencedor de Austerlitz.
  -¡Sí, Napoleón! -chilló la vocecilla, aunque infantil, bronca y extrañamente grave-. Buen Napoleón te dé Dios. Napoleón, a mi lado, se quedaría tamañito. Sabe que yo nací al pie del Cáucaso, y mi destino era conquistar toda el Asia sometiéndola al poder de Rusia, y arrojando luego sobre Europa las gentes ya sujetas a mi yugo. No dejaría títere con cabeza. ¡Gran zarabanda histórica! El Imperio alemán, hecho polvo. Media Confederación germánica, incorporada al Imperio moscovita. Italia, repartida entre Austria y Francia. Los españoles, trasladados al África, y los ingleses...
  -¡Santo Dios! -interrumpí-. ¿Todo eso pensabas hacer, mocoso?
  -¡Y lo haría! -gritó el héroe en miniatura-. Ése era mi papel en el mundo. Sólo que una tarde, jugando a guerras con otros chicos de mi lugar, tanto sudé que, al enfriarme, cogí una fiebre maligna...
  -Y cátate salvada a la culpa Europa -añadí, intentando besarle aquella carita tan fiera y tan salada-. De modo que las fuentes...
  -Son la sangre y el llanto que yo tenía que hacer correr. Aquí me sirven de pasatiempo. ¡Si vieses qué rico bañarse en los dos pilones! Las lágrimas tienen fama de amargas, pero a mí me saben a miel, y la sangre tibia y líquida despide un olorcillo fragante... Ven, que te enseñaré la sala grande, la Inclusa general. No creas, yo no voy nunca. No me rozo con semejante patulea. ¡No faltaba más! He acotado para mí este patio y juego solo. ¡Ay del que me dispute mis dominios! No pienses que no tengo más juguetes que las fuentecitas. Te enseñaré barajas de pedazos del mapamundi con ellas hago solitarios, y me echo las cartas y me predigo el porvenir. También poseo una escuadrita de acorazados de hojalata y caña, unas baterías de cañones de plomo y resmas de estampas de soldados y horror de sables de madera. A cada instante me los piden prestados los memos de la Inclusa..., pero yo no presto a chusma semejante. Ven, la verás.
  Su mano diminuta y febril asió la mía, y cruzando un pórtico sin color, entramos en un salón gigantesco, pero frío, desnudo, de grises paredes, de aspecto cuartelario. Era lo que mi guía, el dominador del orbe, llamaba despreciativamente la Inclusa. El inconmesurable recinto estaba atestado de chiquillería: un océano de gente menuda; no intenté contarla, ni siquiera calcular aproximadamente su número. Imaginaos leguas y leguas de terreno cubiertas de mies; figuraos un pomar sin límites, cuajado de manzanas; suponed un colosal aprisco donde las ovejas hierven, ondean, se empujan, se encaraman unas sobre otras; así rebullían y pululaban los retoños humanos en la Inclusa límbica. Asombraba y entristecía considerar tal floración de capullos helados antes de abrirse, tanto fruto verde tronchado por el granizo, tanta cuna vacía, tanta desesperada madre.
  No quiero decir la algarabía que armaban los chicuelos. Habíalos de muy diversos tamaños, desde el rorro coloradillo, recién salido del claustro materno, hasta el diablejo ya talludo; y de su masa confusa brotaba un coral análogo a los de Wagner, en que el llanto estrepitoso, el gemido desconsolado, la carcajada, el berrinche, el pataleo, el gorjeo, se unían en un solo acorde estridente, irónico, arrancado a las cuerdas y a los metales de infernal orquesta.
  ¡Y qué hervidero de cabecitas! Resguardada por la gorrilla de tres piezas, la blanda y abierta chola del mamón; aureolada por rubias sortijas, la del angelote de un trienio; con melena a lo Villamediana, negra y brillante, la del caballerito de siete; aquí la pelambrera erizada y cerril del mendigo callejero; allí los bucles de seda de la menina aristocrática; ya la pelona del escolar, ya la aplastada montera de crin del aldeanillo... Luego, los cráneos étnicos, dignos del escaparate de un museo antropológico: en los oscuros vástagos de la raza de Cam, la vedija lanosa; en los amarillentos muscos japoneses, el cerquillo frailuno... ¡Qué cabecitas tan curiosas! Daban impulsos de ir cogiéndolas como quien coge flores, y formando un ramillete... ¿Qué hacían las pobres criaturitas muertas?
  Lo que de vivas. Jugar. Y con la explicación anterior de mi guía, comprendí perfectamente el sentido de sus juegos. En aquel rapaz que apila duros de chocolate, y los cuenta y los recuenta, y se los guarda muy envueltos en un papel, se ha perdido un avaro..., es decir, no se ha perdido nada. Aquel que se abraza a un rocinante de cartón, y lo acaricia, y lo halaga, y lo mira con embeleso..., hubiera sido un miembro del Jockey-Club, un sport-man de esos que besan a sus caballos vencedores en las carreras y cruzan a latigazos a sus queridas. Un muchacho se arrodilla ante una muñeca vestida de raso, con cara de porcelana, que abre los ojos y dice papá y mamá... ¡Feliz rapazuelo! La muñeca no le destrozará el corazón engañándole, como se lo destrozaría, si hubiese vivido, la mujer que la muñeca simboliza... La niña que da biberón a un bebé articulado no tendrá que llorar su muerte, como lloraría la del hijo que representa ese bebé. La imagen de la vida, en una comedia de
marionetas; el destino figurado por el juego..., esto es el Limbo. Me volví y comuniqué mis observaciones al conquistador malogrado.
  -Sí, sí -murmuró él-. Todo eso será verdad, pero a mí no me consuela. ¡Yo quisiera haber vivido, y saber lo que es una batalla, no de mentirijillas, sino de verdad; con soldados de carne y hueso, caballos que corran solos, cañones de acero que disparen balas de hierro y mi escuadra navegando en un mar real y efectivo, con olas, con tormentas, con viento, con truenos y rayos!
  Al expresarse así, rugió el Napoleoncillo en agraz, y una lágrima saltó de sus lagrimales perfilados y duros.
  Allá para mis adentros me pareció que el cachorro de león no iba descaminado. Aquella vida humana expresada con juguetes, con monigotes rellenos de serrín, con cartones y pinturas baratas, con aleluyas y cromos, debía de hacerse intolerable por su falsedad mezquina. Era la insulsez, la mentira sin velos de ilusión, lo abstracto, lo glacial, lo inerte, lo que ni llena el corazón ni aplaca la sed instintiva de vivir...
  -Nosotros -añadió, bruscamente, el guerrerillo- no sabemos nada de nada. ¡Como que estamos en el Limbo siempre! Nuestra existencia transcurre entre ñoñerías y parodias. Sólo hoy, día de Nochebuena, a la hora en que nació Cristo, vemos algo real, algo que no es ni patraña, ni decoración de teatro... Y la hora se acerca... Me parece que suena ya.
  Un clueco reloj de latón dio doce campanadas, y noté una blanquecina claridad venida de lo alto, que iluminaba la Inclusa, difundiéndose lenta y gradualmente por los ámbitos del enorme salón. Poco a poco se convirtió en resplandor dorado, y las paredes antes incoloras refulgieron como si fuesen fabricadas de purísimo diamante. En el fondo, entre radiantes irisaciones y sábanas de gloriosa lumbre, surgió un objeto espantoso: era una cruz de madera, donde agonizaba un hombre. Le veíamos perfectamente. Su tronco, desplomado sobre las piernas, que contraía y engarrotaba el dolor, presentaba las huellas acardenaladas de la flagelación, verdugones hinchados y negros. Respiraba estertorosamente, y de sus manos, traspasadas por los clavos, descendía gota a gota la sangre. Los niños miraban sin comprender, angustiados, fluctuando entre romper a sollozar o esconderse en los rincones, por no presenciar aquella lástima atroz.
  -¿Ves? -exclamé, dirigiéndome a mí guía infantil-. Eso real que sólo hoy, a estas horas, se te presenta..., eso es la Vida. No la llores. ¡Salir del Limbo es ir al martirio, rapaz!
  El chico alzó la cabeza, miró ahincadamente al Crucificado y un estremecimiento le sacudió... Era el escalofrío del horror silencioso. De pronto se volvió hacia mí, me contempló con arrogancia y exclamó, respirando firmeza y decisión inquebrantable:
  -Pues yo querría vivir.

Emilia Pardo Bazán

miércoles, 21 de diciembre de 2011

Happy Chritsmas

La Nochebuena en el Purgatorio

   El poeta suicida, que me había guiado por los laberintos y recovecos de los círculos infernales, me sacó al fin de la caverna, y juntos salimos a dilatada llanura. Pensé hallarme en los descampados de Castilla, porque si la tierra era árida y de cansado y polvoriento matiz, en cambio, el cielo, vestido de dulce color de zafiro oriental, resplandecía con hormigueo de diamantinas constelaciones. Lo que me persuadió de que me hallaba bien lejos del país castellano fue distinguir entre ellas la centelleante Cruz del Sur.
  A lo lejos se oía el choque de las olas contra una playa. Guiados por el ruido, nos fuimos acercando a la orilla. Una barca se columpiaba sobre el oleaje -porque oleaje tenía aquel mar, oleaje vivo y fosforescente, como el del Cantábrico-, y una brisa rauda y salitrosa hacía palpitar las velas. Entramos en la barca, y el poeta, tomando los remos, la desvió muy pronto de la orilla. Así que encontramos el filo de una corriente, alzó los remos y dejó que el viento y el agua nos llevasen sin esfuerzo hacia la isla que se columbraba, lejos aún, bastante lejos, entre los violáceos crespones de neblina de la noche.
  -¿Vamos a ver más penas todavía? -pregunté al vate menor, deseosa ya de que terminase nuestro periplo.
  -¡Penas! -suspiró, dolorosamente, el condenado-. ¡Ah, quién pudiera sufrir las penas que ahora veremos! No hay más pena verdadera que la que no tiene fin. Un día tras otro consúmese el tiempo y se van absorbiendo las horas como agua filtrada por arena; todo suplicio se hace llevadero al pensar que cesará, y como decía Virgilio -mi ilustre antecesor- la última hora de la vida es el desquite de los vencidos. Pero en la región donde yo habito y de donde acabas de salir no hay días ni horas..., sino un infinito de tiempo siempre presente, sin límite, sin sucesión, sin forma particular... ¡Loco se vuelve quien en ello piensa!
  Llena de compasión guardé silencio, y el poeta, dejando caer sobre el pecho la faz, calló también. Nos íbamos acercando a la isla del Purgatorio; sus dentadas costas, sus ribazos, sus vaporosas lejanías, sus valles, se divisaban claramente a una luz que se parecía mucho a la de la luna, o, mejor dicho, a la eléctrica, y que permitía apreciar los colores. Noté que, al acercarnos a la isla, las olas fosforescían más y se volvían transparentes, con la transparencia pálida de la piedra llamada tan propiamente aguamarina: todo era verde alrededor nuestro, y la isla, poblada de tupidísimo arbolado, verdeaba también como gigantesca esmeralda engastada en el oro fino de los arenales, adonde atracaban sin cesar barquillas atestadas de almas, una multitud silenciosa, vestida de verdes tunicelas, hechas tal vez de follaje. La claridad verdosa, difundida en el aire, teñía las caras de un matiz singular, como si se reflejasen en una luna de espejo muy antigua, o más bien como si las mirásemos al rayito fosfórico de un gusano de luz.
  -Todo es verde aquí -dije al poeta-. Solo tú me pareces del color de la cera purificada.
  -Ya comprenderás la razón -respondió el suicida, con calma horrible-. El verde es el color de la naturaleza, la cual resucita a cada primavera, y al derretirse la nieve, aparece lozana y fecunda, como si no la pudiese ofender el tiempo. En el Purgatorio observarás siempre esa entonación gozosa y juvenil. El Infierno es rojo; el Purgatorio, verde... ¡Repara qué prados, qué selvas, qué frondosas plantaciones!
  Entrábamos en una ensenada que rodeaba vegetación tropical, y la barca se detenía, presa en una maraña de algas finas como cabelleras y recias como cordajes de esparto. Saltamos sobre las piedras, que hacían un muelle natural, y abriéndonos paso al través de matorrales espesísimos, llegamos a espaciosa explanada, donde hormigueaba innumerable multitud. Desnudos, o revestidos cuando más de una sobrevesta de lampazos, parecida a la que llevan los salvajes esculpidos en los pórticos de las catedrales, se apiñaban en la inmensa planicie los sentenciados a presidio espiritual, o sea, las ánimas del Purgatorio. La costumbre de verlas siempre, en pinturas y retablo cercadas de lenguas de llama, me hacía desconocerlas con aquel atavío.
  -¿No hay fuego aquí? -pregunté al poeta.
  -Esta noche no lo hay ni en el Infierno. ¿Cómo querías que aquí lo hubiese? -respondió mi guía-. Sin embargo, aquí el fuego nunca es visible. Esas ánimas de retablo que pintáis en la tierra son un medio de dar a entender a los sentidos lo que no podría comprender acaso la razón... y es que aquí se arde por dentro; se sufre una calentura que nunca remite..., excepto esta noche; una calentura de cuarenta y un grados y varias décimas, que disuelve la sangre, seca el corazón, abrasa las fauces, incendia el cerebro y engendra continuo delirio. En el Purgatorio se vive delirando. Esto es un semillero de inventores, de descubridores, de escritores, de artistas, de locos sublimes que todo lo quieren transformar, regenerar y embellecer; su dolorosa fiebre se resuelve en concepciones mitad absurdas, mitad grandiosas, y los únicos momentos en que descansan es cuando pueden acercarse a aquella fuentecilla que brota allí, ¿no la ves?, entre dos peñas..., y que está formada con las lágrimas de los que rezan por las benditas almas del Purgatorio, sospechando que reside en él alguien a quien amaron... Una sola gota de ese milagroso manantial les rebaja la calentura... Lo malo es que a veces la fuente corre tan escasa, tan escasa, que no llega ni para remojar los labios... Hay épocas del año -Carnavales, por ejemplo- en que casi se agota la fuente... En cambio, el día de Difuntos surte abundante, impetuosa, y su rumor consuela a las ánimas... ¿No has estado tú en el campo el día de Difuntos? ¿No te ha parecido que en la danza de las hojas secas, en el estridente aullido de las ráfagas de invierno, en el gotear de la lluvia, en la voz del mar cuando embiste contra las peñas, hay voces misteriosas, voces del otro mundo? ¡Las hay, las hay! ¡Cómo envidio a los muertos que reciben socorro de los vivos a quienes amaron! ¡A mí no puede socorrerme nadie! -y el poeta se echó ambas manos a la cabeza y un rugido se ahogó en su ronca garganta...
  Nos llegamos a la explanada y nos mezclamos entre la muchedumbre de espíritus apiñados allí. Era la explanada una pradería de hierba densa y blanda, donde nos hundíamos hasta las corvas. En mitad del prado se elevaba un árbol inmenso, paradisíaco, singular en su forma: sobre el alto tronco brotaban de súbito dos ramas horizontales, gigantescas, pobladas de follaje, y otra rama vertical, irguiéndose en el centro, completaba la copa. La innumerable cohorte de ánimas tenía los ojos tenazmente fijos en el árbol, como si algo muy importante fuese a suceder en él...
  Miré a derecha e izquierda, buscando un ánima a quien preguntar, y como llamada y atraída por mi deseo, se me presentó una mujer joven, de tipo muy conocido para mí, aunque al pronto me sería difícil decir dónde, cómo y cuándo la había visto ya. Guirnaldas de hiedra y gentiles abanicos de helecho velaban su casta desnudez, envolviéndola tan completamente como los paños de un ceñido ropaje, ayudando al mismo oficio la copiosa mata de pelo rubio esparcido por espalda y hombros, que en doradas hebras bajaba hasta los calcañares. Aquella mujer tenía la cara ovalada, la expresión candorosa, los ojos bajos, las manos cruzadas sobre el pecho; parecía la estatua del Pudor; tanto lo parecía, que hube de decírselo.
  -¿Has podido pecar tú? ¿En qué pecaste? ¿Cómo viniste a las regiones de la expiación?
  -Me trajo a ellas el amor, dueño del mundo -contestó la mujer rubia, a quien se le tiñeron de carmín las mejillas. Yo era una pobre muchacha del pueblo; quedé huérfana, sin más dote que mi hermosura y mi virtud. Hilando, cosiendo, barriendo y fregando se me pasaban los días de la mocedad. Sucedió que, al salir de misa, vi a un señor muy galán y bizarro. Me requebró y le adoré. Al sospechar que yo estaba encinta, las comadres del barrio me señalaban con el dedo, y las mozas de cántaro se reían o torcían el rostro. "Has pecado", me decían; y yo contestaba: "Es cierto, pero Dios me perdonará." Mi hermano, era soldado. Al volver de la guerra y saber mi deshonra, provocó a mi seductor y fue herido mortalmente por él. Expirando, me dijo: "Has pecado; maldita seas." Y yo contesté: "Cierto; pero Dios me perdonará." Nació mi hijo; el abandono y la desesperación me volvieron loca..., y le arrojé al agua. Los tribunales me sentenciaron a muerte, repitiendo: "Has delinquido." "Dios me
perdonará", contesté llorando...
  -¡Pobre Margarita! -exclamé, porque ya recordaba dónde, cuándo y cómo había visto aquella dulce y lastimosa efigie-. Yo no te hacía en el Purgatorio. El gran poeta alemán nos aseguró que te habías salvado y que estabas en el Paraíso...
  -Mi historia es tan vulgar -contestó Margarita, modestamente-, que no sé cómo se le ha ocurrido narrarla a ningún poeta. Tampoco sé cómo ese poeta, que será un sabio, ignora que el pecado ha de pulgarse antes de entrar en el cielo. Lo diría por hermosear mi vida, que fue bien triste y bien sencilla, y bien ajena a galas poéticas... Sí, aquí estoy desde mi muerte, sufriendo, hasta que Dios quiera, la horrible calentura expiatoria. Hoy, no; hoy respiramos; hoy se humedece nuestra boca achicharrada y se calma el ardor de nuestro corazón... Hoy... al punto de la medianoche... cuando en el establo de Belén se verifique el gran suceso... aquí se verificará otro, que aguardamos con afán -y de pronto, juntando las manos, exclamó:
  -¿Ves?, ¿Ves? Ya se verifica... ¡El árbol florece!
  En efecto, sobre el follaje del gigantesco árbol en forma de cruz se destacaban unos puntitos, diminutos primero, como cuentas de coral, y que iban creciendo, ensanchándose, cubriendo de placas rojas la verde espesura. Fragancia suavísima se esparcía por el aire, y las manchas bermejas adquirían contornos de flor, pareciendo a un mismo tiempo cálices de rosa y heridas frescas que destilasen sangre...
  La muchedumbre de ánimas, al florecer el árbol, rompió en himnos de adoración; la isla entera resonó como un arpa: collados, selvas, grutas y praderías vibraron musicalmente, y el poeta, separando las manos del rostro, gimió con acento sepulcral:
  -¡Felices los que esperan!

Emilia Pardo Bazán

lunes, 19 de diciembre de 2011

La Nochebuena en el infierno


Hacía un frío siberiano y estaba tentadora para pasar las últimas horas de la noche la cerrada habitación, la camilla con su tibia faldamenta que me envuelve como ropón acolchado, y el muelle-sofá de damasco rojo, donde el cuerpo encuentra mil posturas regalonas en que digerir pacíficamente la sopa de almendra y la compota perfumada con canela en rama. ¡Pero no asistir a la Misa del Gallo en la catedral! ¡No oír los gorgojeos del órgano mayor cuando difunde por los aires las notas, trémulas de regocijo, del Hosanna! ¡Nochebuena, y quedarse así, egoístamente, acurrucada, al amor del brasero! No puede ser; ánimo; un abrigo, guantes, calzado fuerte... A la calle en seguida.
  Bañada por la misteriosa claridad de la luna, la ciudad episcopal dormía. Extensas zonas de sombra y sábanas de infinita blancura argentada alternaban en las desiertas calles. Nunca éstas me habían parecido tan solitarias, tan fantásticamente viejas, ni tan adustos los cerrados caserones que ostentan su blasón cual ostentaría la venera un caballero santiaguista, ni tan medrosos los sombríos soportales, que descansan en capiteles bizantinos.
  El bulto embozado que al través de aquellos túneles de piedra se desliza a paso de fantasma, ¿no podrá suceder que realmente lo sea? ¡Lo es, sin duda! ¡Lo es! Siento que la sangre se congela en mis venas al observar cómo el bulto, saliendo de las tinieblas del soportal, se dirige a mí y se me pone delante, mudo, derecho, con un dedo apoyado en los labios. Olas de luz lunar le envuelven y me permiten distinguir su faz de cera, que recatan el alto cuello de un montecristo azul y las alas de un sombrero de fieltro caprichosamente abollado. ¡Yo conozco a este hombre... es decir, yo le conocí en otro tiempo, cuando era niña!... ¡Le vi un instante, y nunca olvidé su melancólica y pensativa silueta! Entonces, los estudiantes recitaban sus versos y celebraban sus dichos impregnados de mordaz ironía... Pero, un año después de haberle visto yo, el poeta se pegó un tiro: la bala le entró por la oreja izquierda y le salió por la sien. ¿Cómo es que pasados cuatro lustros me lo encuentro en la calle, a estas horas, la noche del 24 de diciembre, camino de la catedral?
  Quiero preguntárselo, y me sucede lo que cuando probamos a gritar en sueños; en mi laringe no se forman sonidos. Él tampoco habla: me hace señas de que le siga..., y le sigo, en dirección a la basílica, cuya masa enorme se alza dominando la Quintana de Muertos.
  En vez de entrar por el pórtico bizantino, donde se agolpan los fieles que concurren a la misa nocturna, mi guía y yo nos pegamos al muro de la fachada nueva, y ante nosotros se abre sin ruido una puertecilla pintada de rojo, que yo siempre había visto cerrada. Un pasadizo estrecho, que se enrosca por las entrañas de piedra de la catedral y se va sumiendo cada vez más hondo, se nos presenta: mi fatídico guía se enhebra por él, y yo voy en pos, sin miedo. Verdosas vegetaciones, humedad rezumada por los poros de la cantería, dan a aquel pasadizo gran semejanza con el interior de los acueductos. Allá, a lo lejos, oscila una lucecilla, y diríase que, en vez de acercarnos a ella, la vemos cada vez más distante. Bajamos y bajamos cuestas, rampas, escalones casi insensibles al principio, después tan escabrosos y pendientes, que ya, más que bajar, creo rodar a tropezones. La fatiga y unos asomos de susto me detienen un instante, y entonces mi guía, siempre callado, se vuelve y me hace señas de que continúe. Ya no son escalones; son despeñaderos pedregosos, cantiles de berrequeña, tajos inmensos, de donde amenazan desplomarse gigantescos pedruscos, y luego, una playa árida, escueta, límite de un mar pesado y aceitoso, con olas de un gris de plomo fundido... A la izquierda divisamos resplandores rojizos, intermitentes, como si algún incendio devorase el caserío de los pescadores de aquella ribera maldita.
  -Oye, poeta -digo a mi guía, que no da señales de detenerse; antes sigue en dirección del incendio- no quiero más. No sé adónde me llevas, y contigo no voy tranquila. Debes de ser ánima del otro mundo, porque consta que el tiro fue mortal, y tu sepulcro, que luce una inscripción enfática, se les enseña a los curiosos en un cementerio muy poblado de cipreses y adelfas. No tengo preocupaciones, pero la broma ya me parece pesada. Te desconjuro. Rezaré por ti; rezaré devotamente... si me vuelves al punto a la plaza de la catedral.
  -¿De qué me sirven a mí los rezos? -contestó mi guía, en voz serena y desesperada, voz de hielo, por decirlo así-. Ven conmigo, y no pidas guía mejor, que Virgilio no había de molestarse en servirte de cicerone. Yo fui uno de los poetas menores del Parnaso romántico: la musa no me amaba lo bastante para hacerme inmortal, y quise ser inmortal desposando a mi musa con la muerte... ¡Ojalá detrás de ésta no hubiese encontrado sino la nada!
  Al hablar así, el poeta no hacía contorsiones; su cara, de busto de mármol, no se descomponía ni se alteraba; sólo sus ojos me parecieron anegados en un llanto... que era fuego a la vez.
  -¿Estás en el Infierno? -pregunté, con tanta piedad como asombro.
  -Así lo llamáis los vivos -respondió el condenado-. Nosotros lo llamamos Mundo inferior, y a su rey le nombramos el Bajísimo.
  -¿Por oposición al Altísimo?
  Sólo contestó con un suspiro el poeta.
  -Pues yo no quiero tratarme con esa gente -insistí, viendo que de nuevo principiaba a andar mi guía-. Yo no tengo vocación de suicida. A mí, la vida me parece amable, y Dios, bueno, y sus obras perfectas; el arte me proporciona goces, la naturaleza me vivifica; creo en la amistad (no atravesándose el interés), y no tengo malo el estómago. Déjame de réprobos. Déjame de fronteras donde sea género de contrabando la esperanza.
  -Si no descendieres al mundo inferior -contestó mi guía, mirándome de pies a cabeza con desdén glacial-, serás inferior tú misma. Quien no realiza la bajada a los Infiernos, que no se tenga por artista humano. Peor para ti si retrocedes. Ya me sospechaba yo que tendrías miedo, y por eso elegí esta noche para introducirte en la mansión del dolor. Para que veas cómo del mismo Infierno no está desterrada la piedad, te traigo a él la única noche del año en que no se atormenta a los pecadores. ¿Ves cómo la roja luz de los hornos de hierros va palideciendo y transformándose en blanco fulgor sideral? ¿Ves cómo las llamas ya son luminarias? No es que el Infierno se alegre del nacimiento de Cristo, porque en el Infierno no cabe alegría; la pena de daño, que es la tristeza, no se nos perdona jamás; pero esta noche se interrumpe la de sentido: los suplicios cesan, y cesan también los aullidos, el rechinar de dientes, el rugir y el maldecir. Ven sin temor... ¡Adelante! ¿No ves, allá lejos, en el último confín de ese mar de metal antes candente, una claridad casi imperceptible, que tan pronto riela como se apaga? Es el último reflejo de la estrellita de Belén..., que alumbra otros parajes menos espantosos. Hasta el amanecer no cesará de rielar, y mientras riele, mal que le pese al Bajísimo, sus verdugos no podrán torturarnos. Entra sin recelo... Te creerás en el Mundo terrestre, porque sólo verás tristeza y amargura, pero no entrañas arrancadas y pies tostados por el fuego...
  Como si no dudase de mi aquiescencia, echó delante, y, en efecto, le seguí animosa, sintiendo despertarse ya la curiosidad inextinguible. Cruzamos la puerta sombría con su lema de color oscuro, y vi desde el primer momento que el poeta menor no me había engañado. Aquello, si era infierno, no lo parecía. Nadie se lamentaba por allí. A la puerta se agrupaban los indiferentes; los conocí por su actitud, no porque los importunasen avispas ni moscones. Más adelante, los culpables por pasión no giraban en tremendo remolino a través del negro ambiente; inmóviles, distribuidos formando parejas, se miraban con ansia infinita.
  El recio aguacero y duro granizo no azotaban las espaldas de los golosos, y los avaros reposaban sentados en los ingentes peñascos que sin cesar se encuentran compelidos a subir por cuestas y asperezas, empujándolos con el mísero pecho, donde no tuvo cabida la generosidad. Apagadas las fosas de llama o braseros donde los epicúreos materialistas y herejes sufren el castigo de sus errores nefandos, los achicharrados respiraban, y todavía sus ojos, fuera de las órbitas, y su carne, retraída y que descubría el hueso, demostraban la violencia del atroz suplicio. Por el suelo vi trozos humanos, fragmentos del despedazado tronco de los violentos e iracundos, que pugnaban por juntarse aprovechando la breve tregua de horas; las sangrientas cabezas se empalmaban sobre los hombros, las manos descepadas se adherían al brazo otra vez. Al pasar por la umbrosa selva de árboles vivientes, mi guía se volvió y me miró con un dolor tan intenso, tan altivo, tan insondable, que recordé... ¡Los
suicidas son los que sufren tal pena; los que, desgarrados perpetuamente por leñadores implacables, acogen entre sus dolientes ramas, al través de las cuales circula la sangre requemada, a las Harpías vengadoras!
  A la sazón, los horribles monstruos habían desaparecido. En la selva no resonaban quejidos de agonía. El Infierno descansaba. Presté oído... Ni un sollozo.
  Con todo, juraría que allá, en un rincón... ¿Me equivoco? No; alguien gime; alguien se retuerce, alguien profiere imprecaciones y maldice de la hora en que su madre le hechó al mundo...
  -Poeta -le dije-, me has mentido. Sácame de aquí. Están atormentando... No quiero oír ni ver... Sácame a la luz; me angustia esa queja tan dolorosa.
  -Tienes razón; se me olvidó avisarte -declaró el poeta-. Es cierto que atormentan a uno..., el único..., la excepción... ¡Le fustigan con varas de alambre enrojecido y le echan por la boca pez hirviendo!... Escucha: es que ese hombre asesinó a un rival. Hacía muchos años que proyectaba el crimen y la venganza; no encontrando ocasión de realizarla sobre seguro, acechaba en la sombra, callado, siniestro. Una noche como la de hoy encontró a su enemigo en despoblado. La víctima iba a caballo, y picaba la espuela, porque quería llegar a tiempo de cenar con su madre y acompañarla a la iglesia a celebrar el nacimiento de Aquel... Mano a la rienda de la cabalgadura; puñal asestado, golpe seguro, en mitad del corazón... La madre que esperaba a su hijo recibió a la hora de la misa del Gallo un cadáver cosido a puñaladas. Por eso el asesino no goza de la inmunidad de esta noche, que no respetó.
  -Vámonos -supliqué con energía.
  -Vámonos -contestó el poeta-. Te llevaré a ver la Nochebuena en el Purgatorio.

Emilia Pardo Bazán

martes, 13 de diciembre de 2011

Eros y la civilización

El Hombre Que Amo A Una Faioli

     Ésta es la historia de John Auden y la faioli, que nadie conoce mejor que yo. Escúchenla...
Sucedió una noche, cuando él estaba paseando (pues no había motivos para no pasear) por sus sitios favoritos de todo el mundo, cuando vio a la faioli, cerca del Cañón de la Muerte, sentada sobre una roca, mientras que sus alas de luz revoloteaban, revoloteaban, revoloteaban hasta desvanecerse, apareciendo entonces sentada allí una muchacha humana, vestida completamente de blanco y llorando, con largas trenzas negras enrolladas a la cintura.
Se aproximó a ella ante la cegadora luz que despedía el moribundo sol, cuando los ojos humanos no podían distinguir distancias ni calcular perspectivas adecuadamente (pero los suyos sí), y apoyando su mano derecha en el hombro de ella y la dijo unas palabras de salutación y consuelo.
Fue, sin embargo, como si él no existiera. Continuó su llanto, regando de plata sus mejillas de color de nieve o de hueso. Sus ojos almendrados miraban en la distancia, como si pudieran ver a través de él, y sus largas uñas se clavaban en la carne de sus palmas, de las que no brotaba sangre.
Entonces él creyó lo que se decía de las faiolies: que sólo pueden ver a los seres vivientes y no a los muertos, y que están sacadas de las mujeres más adorables de todo el universo. Al estar muerto, John Auden, reflexionaba sobre las consecuencias de recobrar la vida nuevamente, por algún tiempo.
Era sabido que la faioli acudía al hombre un mes antes de su muerte (a aquellos raros hombres que aún morían) para vivir con él durante el mes final de su existencia, proporcionándole todos los placeres que puede conocer un ser humano, de forma tal que el día en que la muerte envía su beso, llevándose la vida que queda dentro de su cuerpo el hombre le acepta... ¡no, le busca!, con deseo y galantería. Porqué es tal el poder de la faioli entre todas las criaturas, que no hay nada más deseado después de conocerla.
John Auden consideró su vida y su muerte, las condiciones del mundo en que estaba la naturaleza de su servidumbre, su maldición, y la faioli (que era la criatura más adorable que había visto en todos sus cuatrocientos mil días de existencia), y se palpó el lugar que tenía debajo de la axila izquierda, que activaba el mecanismo necesario para hacerle vivir de nuevo.
La criatura se sobresaltó al recibir su contacto porque, de repente, el roce de él era de carne, y de carne cálida y femenina era lo que ella ofrecía, ahora que las sensaciones de la vida habían retornado a él. Sabía que su contacto se había convertido nuevamente en el contacto de un hombre.
- Hola, ¿por qué lloras? - dijo él, y la voz de la faioli fue como las brisas olvidadas soplando sobre los olvidados árboles, con su rocío, sus aromas y colores que evocaba su memoria.
- ¿De dónde vienes, hombre? No estabas aquí hace un momento.
- Del Cañón de la Muerte - respondió él.
- Deja que te toque el rostro.
Él se dejó y ella lo tocó.
- Es extraño que no advirtiera tu llegada.
- Este es un mundo extraño - repuso él.
- Es cierto - dijo ella -. Tú eres el único ser viviente que lo habita.
- ¿Cómo te llamas? - preguntó él.
- Llámame Synthia - respondió ella.
Y así la llamó.
- Mi nombre es John - le dijo -; John Auden.
- He venido para estar contigo, para darte regocijo y placeres - añadió ella, y entonces supo él que el ritual había comenzado.
- ¿Por qué estabas llorando cuando te encontré? - preguntó.
- Porque creí que no había nadie en este mundo y porque estaba cansada de mi largo viaje - contestó ella -. ¿Vives cerca de aquí?
- No muy lejos - añadió él -. No del todo lejos.
- ¿Me llevarás allí? ¿Al lugar donde vives?
Y ella se alzó y le fue siguiendo hasta el Cañón de la Muerte, donde él tenía su morada.
Continuaron descendiendo y descendiendo interminablemente, y todo lo que les rodeaba eran despojos de gentes que antes habían vivido. Ella, sin embargo, no parecía ver tales cosas, pues mantenía los ojos clavados en el rostro de John y la mano asida a su brazo.
- ¿Por qué llamas a este lugar el Cañón de la Muerte? - le preguntó ella.
- Porque todo lo que nos rodea son muertos - repuso él.
- Yo no veo nada.
- Lo sé.
Cruzaron el Valle de las Calaveras, donde millones de muertos de muchas razas y mundos yacían apilados unos sobre otros, pero ella tampoco los vio. Y a pesar de encontrarse en el cementerio de todos los mundos, no se apercibía de ello. Había encontrado a su custodio, a su cuidador, aunque no sabía quién era este hombre que se tambaleaba a su lado como un beodo.
John Auden la llevó hasta su casa. No era realmente el lugar donde vivió, pero lo sería en lo sucesivo. Activó los viejos circuitos del edificio que había dentro de la montaña. En respuesta la luz apareció de las paredes, una luz que antes no había necesitado, pero que ahora iba a necesitar.
La puerta se cerró tras ellos y la temperatura adquirió un calor normal. El aire puro comenzó a circular. Él lo aspiró hasta llenar su pecho, agradeciendo las antiguas y olvidadas sensaciones. El corazón, ese órgano rojo y caliente que le recordaba el dolor y los placeres, empezó a latir fuerte con el nuevo aire. Por primera vez en los siglos, preparaba una comida e iba a buscar una botella de vino a las profundas y herméticas alacenas. ¿Cuántos otros más pudieron haber hecho lo que él?
Nadie, tal vez.
Ella cenó con él, jugueteando con los alimentos, catando un poquito de cada cosa, comiendo muy poco. Él, por su parte, se atiborró hasta la saciedad, y los dos bebieron vino y fueron dichosos.
- Este lugar es muy extraño - dijo ella -. ¿Qué es lo que te impulsa, John Auden? Tú no eres como los demás hombres que viven y mueren. Tú te tomas la vida casi igual que una faioli. Tratas de sacar de ella cuanto puedes y te conduces a un ritmo que denota un sentido del tiempo ajeno al hombre. ¿Quién eres?
- Soy uno que conoce que los días del hombre están contados - respondió él - y que ansía aprovecharlos antes de que se le acaben.
- Eres extraño - dijo Synthia.
- Más que nada en el mundo - respondió él.
Desayunaron y aquel día estuvieron caminando por el Valle de las Calaveras. Él no podía distinguir distancias ni obtener perspectivas adecuadas, y ella no veía nada de lo que había sido vida y ahora era desolación. Y mientras estaban sentados sobre una roca plana, con el brazo sobre los hombros de ella, señaló hacia el cohete que acababa de venir del lejano espacio y ella miraba de través ante las gesticulaciones de John. Indicaba hacia los robots que habían comenzado a descargar del interior de la nave los despojos pertenecientes a los muertos de muchos mundos, pero ella estiraba la cabeza hacia un lado y miraba adelante y no veía nada de lo que él decía.
Incluso cuando uno de los robots avanzó pesadamente hasta él y le mostró la carpeta conteniendo los recibos y el documento que debía firmar por los cuerpos recibidos, ella no veía ni comprendía lo que estaba sucediendo.
En los días que siguieron, su vida fue como un sueño, llena de los placeres de Synthia y salpicada de ciertos e inevitables momentos de dolor. A menudo, le veía pesaroso y ella le preguntaba por su expresión de melancolía.
Y él siempre se echaba a reír y contestaba diciendo que «los placeres y el dolor están muy cerca el uno del otro», o algo por el estilo.
Y, durante el correr de los días, ella aprendió a prepararle las comidas, y a frotarle la espalda, y a mezclar sus bebidas, y a recitarle ciertos fragmentos poéticos que él había amado en un tiempo.
Un mes, sólo un mes. No lo olvidaba. Llegaría el fin. Sabían siempre que la muerte del hombre estaba cerca.
John Auden sabía que ninguna faioli del universo entero había encontrado jamás un hombre como él
Synthia era como una madreperla. Su boca parecía una fina llama, que encendía todo lo que tocaba, sus dientes se asemejaban agujas y su lengua era como el corazón de una flor. Y así es como llegó a amar a una faioli llamada Synthia.
Y él era quizás el único hombre del universo, capaz de engañarla. Era un perfecto derecho de defensa que tenía contra la vida y la muerte. Y ahora que era un ser humano viviente, a menudo lloraba cuando se detenía a considerarlo.
Tenía más de un mes por vivir. Quizá fueran tres o cuatro. Este mes, por consiguiente, representaba un precio que él pagaría de buen grado.
Hay una cosa llamada enfermedad que se nutre de los organismos vivientes, y él lo había conocido más allá del alcance de todos los hombres vivos. Ella, un ser femenino, que sólo conoció su propia vida, no podía comprenderlo.
Por eso, él no trató de explicárselo jamás
Pero el día tenía que llegar, y llegó.
Había perdido, y lo sabía. Como los días se habían desvanecido ante él, se encontraba debilitado. Apenas era capaz de estampar su firma sobre los recibos que le había traído el robot, tambaleándose hasta llegar a él, espachurrando costillas y aplastando cráneos a su terrible paso. Por un momento envidió al robot. Desapasionado, entregado totalmente a su deber. Antes de despedirlo le preguntó:
- ¿Qué hubieras hecho tú si te hallaras en posesión de una cosa deseada que te proporcionara todo lo que puedes ansiar en este mundo?
- Trataría... de quedarme con ella - respondió el robot, oscilando las luces rojas de su cúpula antes de irse tambaleando sobre el Gran Cementerio.
- Sí - dijo John Auden -, pero eso no puede ser.
Synthia no le comprendió, y en aquel trigésimo primer día volvieron al lugar donde había vivido durante un mes, y él sintió que le estaba invadiendo el terror indescriptible de la muerte.
Ella fue más exquisita que nunca, pero él temía este encuentro final.
- Te amo - dijo por último, pues era una palabra que no la había dicho antes, y ella le besó.
- Lo sé - le dijo ella -, John Auden, dime una cosa. ¿Qué es lo que te esclarece de los demás? ¿Por qué sabes de las cosas ajenas a la vida más de lo que el hombre mortal debe saber? ¿Cómo fue posible que llegaras hasta mí aquella primera noche sin yo apercibirme de ello?
- Porque mi ser está ya muerto - le dijo -. ¿No te das cuenta de ello cuando me miras a los ojos?
- No lo comprendo - respondió ella.
- Bésame y olvídalo - dijo él -. Es mejor así.
Pero ella sentía curiosidad y le preguntó:
- ¿Cómo consigues entonces guardar el equilibrio entre la vida y lo que no es vida, eso que mantiene consciente a tu ser muerto?
- Porque existen unos controles dentro de este cuerpo que, desgraciadamente, ocupo. Si tocas debajo de mi axila izquierda, mis pulmones cesarán de respirar y mi corazón dejará de latir. Ello pondría en funcionamiento un sistema electromecánico aquí instalado (invisible para ti, lo sé) semejante al que llevan mis robots. En esto consiste mi vida estando muerto. Yo mismo lo pedí porque temía el olvido. Yo mismo me ofrecí voluntario como sepulturero del universo, porque aquí no hay nadie que pueda verme y se horrorice de mi aspecto cadavérico. Por eso soy quien soy. Bésame y acaba.
Pero habiendo tomado la forma de mujer, o tal vez siéndolo, la faioli llamada Synthia sintió curiosidad y dijo:
- ¿En este sitio?
Y le tocó debajo de la axila izquierda.
Hecho esto, él se desvaneció de la vista y con ello, también, supo una vez más la fría lógica existente fuera de las emociones. A causa de ello, también, no tuvo necesidad de tocarse el punto crítico.
En vez de ello, él se quedó contemplando cómo ella le buscaba por el lugar que antes había estado vivo.
La faioli escrutó los lugares más recónditos y al ver que no podía encontrar a ningún hombre viviente sollozó horriblemente, una vez más, como hiciera aquella noche en que él la encontró.
Luego, sus alas comenzaron a revolotear débilmente, una y otra vez, recobrando su anterior existencia. Su rostro se disolvió y su cuerpo se fue fundiendo lentamente. Más tarde, la torre de chispas que había junto a él se fue disipando, y pasada la insensata noche en que le fue posible distinguir distancias y calcular perspectivas nuevamente, él empezó a buscarla.
Y ésta es la historia de John Auden, el único hombre que pudo amar a una faioli y logró vivir (si así se le puede llamar) para contarlo. Nadie conoce la historia mejor que yo.
Jamás ha podido encontrar un remedio. Y yo sé que John Auden pasea por el Cañón de la Muerte, meditando sobre los esqueletos y, a veces, se para junto a la roca donde la encontró, busca algo jugoso que ya no está allí y desea hallar una explicación.
Es que es así, y la moral puede que consista en que la vida (y quizás también el amor) sea más fuerte que su continente, pero nunca más fuerte que su contenido. Mas es solamente la faioli quien podría asegurarlo, y ésta ya no volverá.

Roger Zelazny

sábado, 10 de diciembre de 2011

Aurelia




La mujer más bella de Tuluá


Nadie entendió nunca por qué Merceditas, la mas bella mujer de este pueblo, dejó escapar a su marido.
Jamás hubo una mujer igual en Tuluá. Por donde pasaba, y en ese entonces no eran ni muchos los carros, quedaba un rumor de cascada haciendo vibrar las puertas de las casas.
Nadie tampoco entendió como pudo Alejandrina Arango, fea, robusta y tetona, enamorar a David Samanes vendiendo telas y cacharros en el almacén de su marido
A Merceditas la había conocido su futuro esposo en Barragán, cuando trató de armar toldos de comercio encima de las cuatro mulas en las cuales llegaba a todos los rincones de la montaña tulueña. Si se hubiese encontrado el mas gigantesco de los diamantes en bruto no habría sentido el punzón que se le metió por entre las verijas y le salió en borbotones un poco mas arriba de las costillas.
Alejandrina había llegado a Tuluá con Guillermo Restrepo, un paisa grande y de ojos verdes que detrás de un mostrador o abriendo su baúl de fruslerías vendía con la misma facilidad con que debió haber tumbado montes y esparcido su almizcle de macho cabrío.
Ella era Merceditas, la hija del General Cansado, un viejo conservador de las montañas tulueñas que armado mas de valor y atrevimiento que de preparación militar o de sagacidad atajó a los liberales de Uribe Uribe a mitad del camino entre Chaparral y Tuluá y con esa actitud y unos billetes de mas, unas cabezas de ganado y una mirada de burro secretero se había ganado el titulo y el honor, la fama y el gigantesco latifundio que antaño perteneció a los jesuitas en Barragán.
Allá había nacido Merceditas y allá la habían criado cuidándola de los malos partidos y asustándola con las ciudades del plan hasta que llegó David Samanes con sus mulas y sus cacharros, sus bríos y sus esperanzas y la flechó para siempre.
Ya había muerto el general Cansado cuando Merceditas bajó en una de las mulas de su latifundio acompañada tan solo de su hermana y de una tía para casarse en la iglesia de San Bartolomé. Tuluá todavía recuerda ese momento. Era un ángel blanco, con cachetes sonrosados, una mirada tenue de princesa encantada y un halo de virgen aparecida la que casó el padre Ocampo, recién llegado como párroco.
Alejandrina Arango, rotunda, triscona y dominante estuvo en esa ceremonia y hay quienes dicen que desde allí le puso el ojo a David Samanes. Era los días en que solo se podía celebrar una misa en la parroquia y los amores y los desamores se oficializaban en el atrio de la iglesia.
Merceditas, enhiesta, sin perder el rosado de las porcelanas de sus montañas, fue siempre igual para este pueblo. Ni los embarazos ni las angustias le mermaban un centímetro a su belleza. Vestida de blanco o de negro, con pava o con el cabello al viento, Merceditas hacia temblar las mas ocultas pasiones de los ampulosos machos tulueños .
David Samanes, que no solo tenía el mismo privilegio sino que podía verla desnuda o arroparse con sus afectos, tal vez no entendió lo que tenía o creyó que no teniendo dientes no hay por qué tener panes. Ya le había dado tres de sus cuatro hijos cuando resolvió que ella, la mas bella de las mujeres de Tuluá, no era suficiente y con una angurria de marrano recién librado salió a consignar su empeño y sus fuerzas crepusculares en el cuerpo dominante de Alejandrina Arango, la mujer de don Guillermo Restrepo, el dueño del Bazar Ideal.
Nadie sabe qué le vio David Samanes a esa mujer común y corriente, sin mas gracia que su dejo paisa o su sonrisa de monalisa engordada pero todos supimos en Tuluá cómo lograba acomodarse bajo sus alas de gallina empolladora.
Su marido, el Restrepo del Bazar como no solo vendía de mostrador, sino que cargaba también un maleta gigantesca por todos los caminos de la otra banda disputándoles el espacio a los zancudos o a los majitos barateros que apenas si barbullaban el español, le daba la opción de cinco días de cada semana al marido de Merceditas.
Día que Restrepo salía, noche que David Samanes rondaba la puerta de Alejandrina. Fue demasiado evidente su acoso y mas notorio todavía cuando comparábamos con la belleza inmarcesible de Merceditas Cansado. Pero, como siempre sucede, primero nos dimos cuenta todos en Tuluá de quien le llenaba el vacío a Alejandrina. antes que su marido viajante percatarse de la encachonada que le pegaban.
Hasta Merceditas debió haberlo sabido porque cuando todo terminó y en este pueblo juntaron el asombro con la curiosidad y la tristeza con la perversidad, ella, impasible en su derrota se negó a salir cuando doblaron las campanas.
Sucedió en la oscuridad. Nadie vio realmente que pasó pero todos nos encargamos de explicarlo en detalle aunque jamás supimos si Alejandrina. Arango se había cansado de las visitas nocturnas de David Samanes o su marido tuvo informes precisos de la hora en que aquél, como Pedro por su casa, entraba al segundo piso del Bazar Ideal a corcoviar encima de la Arango.
Lo cierto es que a la una de la mañana de aquel remoto 13 de marzo David Samanes ingresó, como lo había venido haciendo religiosamente cinco veces a la semana, a los aposentos de la infiel y en vez de encontrarse en el descanso de la escalera con la vigorosa Alejandrina. se topó con la descarga de fusilería que su marido enfurecido les descerrajó en su humanidad hasta dejarlo exánime, botando la sangre del amor a borbotones y sintiendo el punzón que desde cuando conoció a Merceditas Cansado lo atravesaba de las verijas hasta un poco mas arriba de las costillas
En las diligencias judiciales no se dijo nada de amores e infidelidades, Restrepo había encontrado a un hombre desconocido ingresando a su residencia en la madrugada y lo había matado con la escopeta que quince minutos después le entregó al alcalde en sus manos para responsabilizarse del crimen.
No hubo juez que pudiera condenarlo pero Tuluá si ascendió al cadalso a los dos amantes furtivos. Tampoco era perdonable para ninguno de los que entonces vibrábamos con la belleza de Merceditas Cansado que un hombre, por enervante que fuera su marido, la cambiara por un esperpento como Alejandrina. Arango. Y , obviamente, todos quedamos convencidos que había sido la mujer de Restrepo y nadie mas quien le dio la llave de la casa a David Samanes para que ingresara a sus aposentos la noche en que su marido no había salido de viaje con la maleta sino que estaba esperando al hombre que le hacia gemir a su Alejandrina.
La condena moral que impusimos en este pueblo fue de tal naturaleza que a Merceditas terminamos por volverla la viuda intocable y a Alejandrina. a negarle no solo el andén sino la posibilidad de comprar el revuelto en la galería o tan siquiera de asomarse a misa en San Bartolomé .
Nadie volvió ni a atenderla ni a saludarla y cuando una noche se perdió entre las brumas del trasteo furtivo con el cornudo de su marido fue como si nada hubiera pasado. Ella ya no existía para nosotros.

 Gustavo Álvarez Gardeazábal

miércoles, 7 de diciembre de 2011

Percebeiros




Mucho por nada

      La otra tarde pasaba una negra vieja, pero muy vieja, cargada de años y achuras, con un sucio atado de las mismas, y mendrugos, y virutas sobre las motas que sus muchos años blanqueaban, por el mentidero público, cuando al resbalar en una cáscara de naran­ja, cayó la infeliz largo a largo, midiendo con su flaca humanidad el umbral, sobre el que los desocupados de toda hora, así cortan sayas como arañan honras de cuantas pasan.
El negrito que camina con las rodillas, permanente en la puerta de la Confitería del Aguila, se agachó a levantarla, pero como dos marinos de tierra, per­petuamente anclados en aquel apostadero, y un otro oficial de caballería a pie, trataran de hacer lo mis­mo, este amontonamiento enredóse de tal manera, que no pudo impedir se enpujaran unos con otros. cayendo sobre ellos otros tantos pasantes de la vereda a la hora que más pasan.
Atravesaron el jardín de enfrente, sin flores, que en veinte varas cuadradas exhibe más que cultiva Dordoni, y ya el grupo primitivo de cinco, diez. veinte personas, seguía aumentándose y creciendo y rebalsando el arroyo, sin saber los de atrás, última­mente llegados, qué había sucedido a los primerizos, ni lo que significaba tal enmarañamiento de negros y blancos, hombres y mujeres, civiles y militares, en­tre gritos y confusión.
Y como en los tiempos que corren se vive con el Jesús en la boca, pues sin aviso previo se mete el tiempo en agua o en revuelta, sonó el pito del vigi­lante en la esquina, repitió la señal de alarma el gallo de la otra cuadra, pitó el de más allá, y por las cuatro bocacalles viéronse correr hacia el mismo punto vigilantes y particulares, preguntando azorados a la vez: "¿Qué hay? ¿Qué hay?", sin que se atinara a responder. El grupo iba engrosando, alargándose y prolongando la cola, aumentada por la obstrucción de "tramways" entrecruzados (calle Cangallo y Flo­rida), sin poder seguir, cuando uno de los vende­mentiras gateando bajo las piernas de la multitud compacta, sofocado y jadeante salió precipitadamente contando a los más alejados:
-¡No es nada! La tía Marica que pasaba cargada de astillas para calentar el puchero de los negritos que tiene en su rancho del Paso Colón está furiosa, porque el resbalar se le ha roto el pito.
-Si en esta tierra no gana uno para sustos -decía un extranjero de encendida nariz color coñac, de los que siempre andan denigrando al país en que enri­quecen...
Y el grupo crecía, y [se] arremolinaba, viéndose venir a mata caballo, en dirección del Retiro, al oficial de policía que saltando en el mismo, al tirar su cigarro recién encendido, murmuraba:
-Maldito oficio éste, que ni tiempo deja para encender el pucho, cuando ya está la revolución de vuelta.
Llegaba por el opuesto extremo otro oficial de esos que siempre llegan cuando se acaba de acabar todo sucedido, gritando muy apurado:
-A ver, a ver: ¡paso a la autoridad!
Al oír "autoridad", por la de sí mismo el pueblo soberano más se encrespaba, atropellándose, y como en oleadas humanas, condensábase o se dilataba en pequeño grupo primitivo, no ya de veinte o cuarenta, sino de ochenta o doscientas personas, empinándose los de más atrás, sin conseguir averiguar mejor que los inmediatos el motivo de tal. confusión, atropello y gritería.
La hora, el lugar, la situación, los estudiantes del "Instituto Libre", demasiado libres en esa calle, que parece estudiaran en la misma por lo mucho que la frecuentan, y los no jóvenes del Club Político de la vuelta, los vendedores de sustos o mentiras, de flores y de cuanto se vende o no se vende en las cuatro esquinas, larga cola y muy larga, añadían al numeroso grupo petrificado sobre los umbrales de la Confitería del Aguila, y más compacta y apiñada sin poder penetrarla, ni conseguir saber lo que había o no había.
Gritos y exclamaciones por todas partes; la gangolina subía y crecía de diapasón, percibiéndose ape­nas los ecos: "¿Qué hay?", "¡No es nada!", "¡Ya lo agarraron!", sin [poder] nadie darse cuenta de la verdad, tan lejos se estaba del principio...
A la otra cuadra se comentaba:
-¡No es nada! ¡Si es una negra vieja que resbaló en una cáscara de naranja, con su atado de desperdi­cios llevados para sus negritos! Parece una merienda de negros.
-No insulte -contestó un negro muy currutaco y encopetado que pasaba-, pues los blancos lo hacen peor.
Pero como el cierra-puertas se propalaba por toda la calle al oír el estrépito con que cerrábanse las de la susodicha Confitería, y ruido como de cañones resonando hacia la calle adyacente producido por la "artillería de Bollini", en retirada, y el timbre de la comisaría inmediata seguía pidiendo auxilio, se divisó al confín de la calle y a paso de carga, un piquete de bomberos con el activo coronel Calaza a la cabeza, de quien se cuenta duerme sólo con un ojo y [con la] mano en la manguera.
Allá por la Plaza del Retiro hablábase de pedir fuerzas a Palermo. Los más asustados asomaban a las barrancas, observando si la escuadra había cambiado de fondeadero, o ido a echar anclas en Chivilcoy, como en otra ocasión leímos en la pizarra de la Bolsa de Liverpool.
En el Departamento Central de Policía se repetían los toques de alarma, reconcentrando allí todos los vigilantes de las comisarías.



2


Y entre explicaciones mal dadas y comentarios adulterados y exageraciones aumentadas, disputas de cívicos y radicales  que a pretexto de cualquier cosa se enciende el fuego cuando está el aire im­pregnado de materias inflamables, seguía y proseguía aumentando aquella larga cola, sin cabeza.
Los más flojos de los pasantes corrieron a guardar el sustazo en casita, mientras que los más guapos -cuando no ven peligro- gritaban:
-¡Revolución! ¡Revolución! ¡Ya se armó la gorda! ¡Que se aten los calzones, ladronazos politiqueros!
-¡Hasta cuándo hemos de vivir en perpetua revo­lución! -exclamaban-. ¡Si esto no es vivir!
Todos gritaban a un tiempo, hormigueaban y gangolineaban; y unos porque nada sabían, y otros por­que sabían demasiado, el tumulto continuaba, oyén­dose en los grupos más lejanos diversas exclama­ciones:
-¡Parece que es una bomba de dinamita que ha reventado! -dijo uno.
-¡Es un revolucionario que ha muerto a tres de un revés! -agregó otro.
-¡No es nada! Si es una negra vieja que llevaba para sus negritos.. .
En esto se oyó en el confín de la calle, al boletinero:
-¡Ultima hora! ¡Revolución en la calle Florida! ... Boletín con el suceso ocurrido en la Confitería del Aguila! ... ¡Revolución..
-A ver muchacho: ¿Qué llevas ahí? trai pa cá esos papeles; ¿por qué gritas "revolución"? -decía, v procedía el vigilante de más tonada, rompiendo los boletines, a tiempo que dos ingleses que venían de la bolsa, comentaban entre sí, el porqué había subido el oro quinientos por ciento.
Y el tumulto inexplicable crecía y seguía y la cola se aumentaba, mientras los bomberos asegura­ban mangueras en las boca-mangas del agua co­rriente.
Una hora no había pasado del malhadado resbalón de la negra vieja Marica, cuando distintos eran sus comentarios en apartados barrios de la ciudad.
Como al través de inmenso vidrio de aumento en anteojo de larga, pero de muy larga vista, que repro­dujera en gigantescas proporciones lo que lejano descubre, el primitivo grupo, tropezón de los cinco en la puerta de la Confitería del Aguila, creíase en el Retiro; bomba estallada en Palermo; motín del Cuartel en el Rosario; revolución en la Capital (vista desde Mendoza) y derrocamiento del gobierno, oído desde Londres, cuya Bolsa tiene largo oído para hacer subir hasta quinientos el cambio de oro, según las vibraciones eléctricas que hasta allí llegan.
En la Casa Rosada, el Intendente Don Manolito mandó trancar las puertas y ventanas, menos para impedir entrasen los imaginarios revolucionarios. que para evitar saliera el Presidente a la calle, ni sus ministros, dispuestos a morir al pie de una silla que no ambicionaron.
En la casa de enfrente (Congreso), el diputado general Mansilla m con su vehemente impetuosidad, al oír la queja que exponía un boletinero:
-¿En qué país estamos? -exclamó-. ¿En qué tiempos vivimos, señores diputados? ¿Por qué se coarta así la libertad de la prensa, y se impide la circulación de la palabra impresa? ¿No blasonamos ser apóstoles de la libertad? ¡Muramos por ella, y con ella! ... Hago moción previa para que interpele al ministerio, con qué derecho agentes de policía se permiten secuestrar boletines que circulan por las calles...
Del Rosario llegó un telegrama al diario más men­tiroso de esta capital:
"¿Digan qué hay? Aquí corre que una negra bomba ha caído en el umbral de la Confitería del Aguila."
Poco después, otro de Mendoza:
"¡Listos! He mandado encender la máquina, nos penemos ya en marcha. Parece que el movimiento revolucionario que ha asomado en la calle Florida. tiene ramificaciones en Santa Fe, Corrientes y San­tiago. Aquí todos los amigos están prontos para con­currir a la primera seña..".

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¡Mucho por nada, y todo porque al pasar una negra vieja con su atado de astillas y virutas para calentar el puchero de sus negritos en el bajo de Colón, res­baló en una cáscara de naranja!
Y chorros de agua, y cargas de caballería, y vigi­lantes a todo escape, para deshacer el grupo primi­tivo en que enredáronse sobre una negra caída, mu­chachos y marinos, caballeros y reporteros, pasantes y espectadores, formando enmarañamiento tal, que vigilantes, sargentos e inspectores, comisarios, ofi­ciales y bomberos no pudieron desenredar, aumentan­do la inacabable gangolinería de "¡No es nada!, ¡No es nada!". y recién después de ímprobo trabajo consiguióse apaciguar el tumulto.
En momentos de sobresaltos, de intranquilidad intermitente, cuántas ocasiones los vende-mentiras, alar­mistas y politiqueros, creen ver una tempestad dentro de una tetera…

Pastor Obligado