A lo lejos se oía el choque de las olas
contra una playa. Guiados por el ruido, nos fuimos acercando a la orilla. Una
barca se columpiaba sobre el oleaje -porque oleaje tenía aquel mar, oleaje vivo
y fosforescente, como el del Cantábrico-, y una brisa rauda y salitrosa hacía
palpitar las velas. Entramos en la barca, y el poeta, tomando los remos, la
desvió muy pronto de la orilla. Así que encontramos el filo de una corriente,
alzó los remos y dejó que el viento y el agua nos llevasen sin esfuerzo hacia
la isla que se columbraba, lejos aún, bastante lejos, entre los violáceos
crespones de neblina de la noche.
-¿Vamos a ver más penas todavía? -pregunté al
vate menor, deseosa ya de que terminase nuestro periplo.
-¡Penas! -suspiró, dolorosamente, el
condenado-. ¡Ah, quién pudiera sufrir las penas que ahora veremos! No hay más
pena verdadera que la que no tiene fin. Un día tras otro consúmese el tiempo y
se van absorbiendo las horas como agua filtrada por arena; todo suplicio se
hace llevadero al pensar que cesará, y como decía Virgilio -mi ilustre
antecesor- la última hora de la vida es el desquite de los vencidos. Pero en la
región donde yo habito y de donde acabas de salir no hay días ni horas..., sino
un infinito de tiempo siempre presente, sin límite, sin sucesión, sin forma
particular... ¡Loco se vuelve quien en ello piensa!
Llena de compasión guardé silencio, y el
poeta, dejando caer sobre el pecho la faz, calló también. Nos íbamos acercando
a la isla del Purgatorio; sus dentadas costas, sus ribazos, sus vaporosas
lejanías, sus valles, se divisaban claramente a una luz que se parecía mucho a
la de la luna, o, mejor dicho, a la eléctrica, y que permitía apreciar los
colores. Noté que, al acercarnos a la isla, las olas fosforescían más y se
volvían transparentes, con la transparencia pálida de la piedra llamada tan
propiamente aguamarina: todo era verde alrededor nuestro, y la isla, poblada de
tupidísimo arbolado, verdeaba también como gigantesca esmeralda engastada en el
oro fino de los arenales, adonde atracaban sin cesar barquillas atestadas de
almas, una multitud silenciosa, vestida de verdes tunicelas, hechas tal vez de
follaje. La claridad verdosa, difundida en el aire, teñía las caras de un matiz
singular, como si se reflejasen en una luna de espejo muy antigua, o más bien
como si las mirásemos
al rayito fosfórico de un gusano de luz.
-Todo es verde aquí -dije al poeta-. Solo tú
me pareces del color de la cera purificada.
-Ya comprenderás la razón -respondió el
suicida, con calma horrible-. El verde es el color de la naturaleza, la cual
resucita a cada primavera, y al derretirse la nieve, aparece lozana y fecunda,
como si no la pudiese ofender el tiempo. En el Purgatorio observarás siempre
esa entonación gozosa y juvenil. El Infierno es rojo; el Purgatorio, verde...
¡Repara qué prados, qué selvas, qué frondosas plantaciones!
Entrábamos en una ensenada que rodeaba
vegetación tropical, y la barca se detenía, presa en una maraña de algas finas
como cabelleras y recias como cordajes de esparto. Saltamos sobre las piedras,
que hacían un muelle natural, y abriéndonos paso al través de matorrales
espesísimos, llegamos a espaciosa explanada, donde hormigueaba innumerable
multitud. Desnudos, o revestidos cuando más de una sobrevesta de lampazos,
parecida a la que llevan los salvajes esculpidos en los pórticos de las
catedrales, se apiñaban en la inmensa planicie los sentenciados a presidio espiritual,
o sea, las ánimas del Purgatorio. La costumbre de verlas siempre, en pinturas y
retablo cercadas de lenguas de llama, me hacía desconocerlas con aquel atavío.
-¿No hay fuego aquí? -pregunté al poeta.
-Esta noche no lo hay ni en el Infierno. ¿Cómo
querías que aquí lo hubiese? -respondió mi guía-. Sin embargo, aquí el fuego
nunca es visible. Esas ánimas de retablo que pintáis en la tierra son un medio
de dar a entender a los sentidos lo que no podría comprender acaso la razón...
y es que aquí se arde por dentro; se sufre una calentura que nunca remite...,
excepto esta noche; una calentura de cuarenta y un grados y varias décimas, que
disuelve la sangre, seca el corazón, abrasa las fauces, incendia el cerebro y
engendra continuo delirio. En el Purgatorio se vive delirando. Esto es un
semillero de inventores, de descubridores, de escritores, de artistas, de locos
sublimes que todo lo quieren transformar, regenerar y embellecer; su dolorosa
fiebre se resuelve en concepciones mitad absurdas, mitad grandiosas, y los
únicos momentos en que descansan es cuando pueden acercarse a aquella
fuentecilla que brota allí, ¿no la ves?, entre dos peñas..., y que está formada
con las lágrimas
de los que rezan por las benditas almas del Purgatorio, sospechando que reside
en él alguien a quien amaron... Una sola gota de ese milagroso manantial les
rebaja la calentura... Lo malo es que a veces la fuente corre tan escasa, tan
escasa, que no llega ni para remojar los labios... Hay épocas del año
-Carnavales, por ejemplo- en que casi se agota la fuente... En cambio, el día
de Difuntos surte abundante, impetuosa, y su rumor consuela a las ánimas... ¿No
has estado tú en el campo el día de Difuntos? ¿No te ha parecido que en la
danza de las hojas secas, en el estridente aullido de las ráfagas de invierno,
en el gotear de la lluvia, en la voz del mar cuando embiste contra las peñas,
hay voces misteriosas, voces del otro mundo? ¡Las hay, las hay! ¡Cómo envidio a
los muertos que reciben socorro de los vivos a quienes amaron! ¡A mí no puede
socorrerme nadie! -y el poeta se echó ambas manos a la cabeza y un rugido se
ahogó en su ronca garganta...
Nos llegamos a la explanada y nos mezclamos
entre la muchedumbre de espíritus apiñados allí. Era la explanada una pradería
de hierba densa y blanda, donde nos hundíamos hasta las corvas. En mitad del
prado se elevaba un árbol inmenso, paradisíaco, singular en su forma: sobre el
alto tronco brotaban de súbito dos ramas horizontales, gigantescas, pobladas de
follaje, y otra rama vertical, irguiéndose en el centro, completaba la copa. La
innumerable cohorte de ánimas tenía los ojos tenazmente fijos en el árbol, como
si algo muy importante fuese a suceder en él...
Miré a derecha e izquierda, buscando un ánima
a quien preguntar, y como llamada y atraída por mi deseo, se me presentó una
mujer joven, de tipo muy conocido para mí, aunque al pronto me sería difícil
decir dónde, cómo y cuándo la había visto ya. Guirnaldas de hiedra y gentiles
abanicos de helecho velaban su casta desnudez, envolviéndola tan completamente
como los paños de un ceñido ropaje, ayudando al mismo oficio la copiosa mata de
pelo rubio esparcido por espalda y hombros, que en doradas hebras bajaba hasta
los calcañares. Aquella mujer tenía la cara ovalada, la expresión candorosa, los
ojos bajos, las manos cruzadas sobre el pecho; parecía la estatua del Pudor;
tanto lo parecía, que hube de decírselo.
-¿Has podido pecar tú? ¿En qué pecaste? ¿Cómo
viniste a las regiones de la expiación?
-Me trajo a ellas el amor, dueño del mundo
-contestó la mujer rubia, a quien se le tiñeron de carmín las mejillas. Yo era
una pobre muchacha del pueblo; quedé huérfana, sin más dote que mi hermosura y
mi virtud. Hilando, cosiendo, barriendo y fregando se me pasaban los días de la
mocedad. Sucedió que, al salir de misa, vi a un señor muy galán y bizarro. Me
requebró y le adoré. Al sospechar que yo estaba encinta, las comadres del
barrio me señalaban con el dedo, y las mozas de cántaro se reían o torcían el
rostro. "Has pecado", me decían; y yo contestaba: "Es cierto,
pero Dios me perdonará." Mi hermano, era soldado. Al volver de la guerra y
saber mi deshonra, provocó a mi seductor y fue herido mortalmente por él.
Expirando, me dijo: "Has pecado; maldita seas." Y yo contesté:
"Cierto; pero Dios me perdonará." Nació mi hijo; el abandono y la
desesperación me volvieron loca..., y le arrojé al agua. Los tribunales me
sentenciaron a muerte, repitiendo: "Has delinquido." "Dios me
perdonará",
contesté llorando...
-¡Pobre Margarita! -exclamé, porque ya
recordaba dónde, cuándo y cómo había visto aquella dulce y lastimosa efigie-.
Yo no te hacía en el Purgatorio. El gran poeta alemán nos aseguró que te habías
salvado y que estabas en el Paraíso...
-Mi historia es tan vulgar -contestó
Margarita, modestamente-, que no sé cómo se le ha ocurrido narrarla a ningún
poeta. Tampoco sé cómo ese poeta, que será un sabio, ignora que el pecado ha de
pulgarse antes de entrar en el cielo. Lo diría por hermosear mi vida, que fue
bien triste y bien sencilla, y bien ajena a galas poéticas... Sí, aquí estoy
desde mi muerte, sufriendo, hasta que Dios quiera, la horrible calentura
expiatoria. Hoy, no; hoy respiramos; hoy se humedece nuestra boca achicharrada
y se calma el ardor de nuestro corazón... Hoy... al punto de la medianoche...
cuando en el establo de Belén se verifique el gran suceso... aquí se verificará
otro, que aguardamos con afán -y de pronto, juntando las manos, exclamó:
-¿Ves?, ¿Ves? Ya se verifica... ¡El árbol
florece!
En efecto, sobre el follaje del gigantesco
árbol en forma de cruz se destacaban unos puntitos, diminutos primero, como
cuentas de coral, y que iban creciendo, ensanchándose, cubriendo de placas
rojas la verde espesura. Fragancia suavísima se esparcía por el aire, y las
manchas bermejas adquirían contornos de flor, pareciendo a un mismo tiempo
cálices de rosa y heridas frescas que destilasen sangre...
La muchedumbre de ánimas, al florecer el
árbol, rompió en himnos de adoración; la isla entera resonó como un arpa:
collados, selvas, grutas y praderías vibraron musicalmente, y el poeta,
separando las manos del rostro, gimió con acento sepulcral:
-¡Felices los que esperan!
Emilia Pardo Bazán
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