Hacía un frío siberiano y estaba tentadora
para pasar las últimas horas de la noche la cerrada habitación, la camilla con
su tibia faldamenta que me envuelve como ropón acolchado, y el muelle-sofá de
damasco rojo, donde el cuerpo encuentra mil posturas regalonas en que digerir
pacíficamente la sopa de almendra y la compota perfumada con canela en rama.
¡Pero no asistir a la Misa del Gallo en la catedral! ¡No oír los gorgojeos del
órgano mayor cuando difunde por los aires las notas, trémulas de regocijo, del
Hosanna! ¡Nochebuena, y quedarse así, egoístamente, acurrucada, al amor del
brasero! No puede ser; ánimo; un abrigo, guantes, calzado fuerte... A la calle
en seguida.
Bañada por la misteriosa claridad de la luna,
la ciudad episcopal dormía. Extensas zonas de sombra y sábanas de infinita
blancura argentada alternaban en las desiertas calles. Nunca éstas me habían
parecido tan solitarias, tan fantásticamente viejas, ni tan adustos los
cerrados caserones que ostentan su blasón cual ostentaría la venera un
caballero santiaguista, ni tan medrosos los sombríos soportales, que descansan
en capiteles bizantinos.
El bulto embozado que al través de aquellos
túneles de piedra se desliza a paso de fantasma, ¿no podrá suceder que
realmente lo sea? ¡Lo es, sin duda! ¡Lo es! Siento que la sangre se congela en
mis venas al observar cómo el bulto, saliendo de las tinieblas del soportal, se
dirige a mí y se me pone delante, mudo, derecho, con un dedo apoyado en los
labios. Olas de luz lunar le envuelven y me permiten distinguir su faz de cera,
que recatan el alto cuello de un montecristo azul y las alas de un sombrero de
fieltro caprichosamente abollado. ¡Yo conozco a este hombre... es decir, yo le
conocí en otro tiempo, cuando era niña!... ¡Le vi un instante, y nunca olvidé
su melancólica y pensativa silueta! Entonces, los estudiantes recitaban sus
versos y celebraban sus dichos impregnados de mordaz ironía... Pero, un año
después de haberle visto yo, el poeta se pegó un tiro: la bala le entró por la
oreja izquierda y le salió por la sien. ¿Cómo es que pasados cuatro lustros me
lo encuentro en la
calle, a estas horas, la noche del 24 de diciembre, camino de la catedral?
Quiero preguntárselo, y me sucede lo que
cuando probamos a gritar en sueños; en mi laringe no se forman sonidos. Él
tampoco habla: me hace señas de que le siga..., y le sigo, en dirección a la
basílica, cuya masa enorme se alza dominando la Quintana de Muertos.
En vez de entrar por el pórtico bizantino,
donde se agolpan los fieles que concurren a la misa nocturna, mi guía y yo nos
pegamos al muro de la fachada nueva, y ante nosotros se abre sin ruido una
puertecilla pintada de rojo, que yo siempre había visto cerrada. Un pasadizo
estrecho, que se enrosca por las entrañas de piedra de la catedral y se va
sumiendo cada vez más hondo, se nos presenta: mi fatídico guía se enhebra por
él, y yo voy en pos, sin miedo. Verdosas vegetaciones, humedad rezumada por los
poros de la cantería, dan a aquel pasadizo gran semejanza con el interior de
los acueductos. Allá, a lo lejos, oscila una lucecilla, y diríase que, en vez
de acercarnos a ella, la vemos cada vez más distante. Bajamos y bajamos
cuestas, rampas, escalones casi insensibles al principio, después tan
escabrosos y pendientes, que ya, más que bajar, creo rodar a tropezones. La
fatiga y unos asomos de susto me detienen un instante, y entonces mi guía,
siempre callado, se vuelve y me hace
señas de que continúe. Ya no son escalones; son despeñaderos pedregosos,
cantiles de berrequeña, tajos inmensos, de donde amenazan desplomarse
gigantescos pedruscos, y luego, una playa árida, escueta, límite de un mar
pesado y aceitoso, con olas de un gris de plomo fundido... A la izquierda
divisamos resplandores rojizos, intermitentes, como si algún incendio devorase
el caserío de los pescadores de aquella ribera maldita.
-Oye, poeta -digo a mi guía, que no da
señales de detenerse; antes sigue en dirección del incendio- no quiero más. No
sé adónde me llevas, y contigo no voy tranquila. Debes de ser ánima del otro
mundo, porque consta que el tiro fue mortal, y tu sepulcro, que luce una inscripción
enfática, se les enseña a los curiosos en un cementerio muy poblado de cipreses
y adelfas. No tengo preocupaciones, pero la broma ya me parece pesada. Te
desconjuro. Rezaré por ti; rezaré devotamente... si me vuelves al punto a la
plaza de la catedral.
-¿De qué me sirven a mí los rezos? -contestó
mi guía, en voz serena y desesperada, voz de hielo, por decirlo así-. Ven
conmigo, y no pidas guía mejor, que Virgilio no había de molestarse en servirte
de cicerone. Yo fui uno de los poetas menores del Parnaso romántico: la musa no
me amaba lo bastante para hacerme inmortal, y quise ser inmortal desposando a
mi musa con la muerte... ¡Ojalá detrás de ésta no hubiese encontrado sino la
nada!
Al hablar así, el poeta no hacía
contorsiones; su cara, de busto de mármol, no se descomponía ni se alteraba;
sólo sus ojos me parecieron anegados en un llanto... que era fuego a la vez.
-¿Estás en el Infierno? -pregunté, con tanta
piedad como asombro.
-Así lo llamáis los vivos -respondió el
condenado-. Nosotros lo llamamos Mundo inferior, y a su rey le nombramos el
Bajísimo.
-¿Por oposición al Altísimo?
Sólo contestó con un suspiro el poeta.
-Pues yo no quiero tratarme con esa gente
-insistí, viendo que de nuevo principiaba a andar mi guía-. Yo no tengo vocación
de suicida. A mí, la vida me parece amable, y Dios, bueno, y sus obras
perfectas; el arte me proporciona goces, la naturaleza me vivifica; creo en la
amistad (no atravesándose el interés), y no tengo malo el estómago. Déjame de
réprobos. Déjame de fronteras donde sea género de contrabando la esperanza.
-Si no descendieres al mundo inferior
-contestó mi guía, mirándome de pies a cabeza con desdén glacial-, serás
inferior tú misma. Quien no realiza la bajada a los Infiernos, que no se tenga
por artista humano. Peor para ti si retrocedes. Ya me sospechaba yo que
tendrías miedo, y por eso elegí esta noche para introducirte en la mansión del
dolor. Para que veas cómo del mismo Infierno no está desterrada la piedad, te
traigo a él la única noche del año en que no se atormenta a los pecadores. ¿Ves
cómo la roja luz de los hornos de hierros va palideciendo y transformándose en
blanco fulgor sideral? ¿Ves cómo las llamas ya son luminarias? No es que el
Infierno se alegre del nacimiento de Cristo, porque en el Infierno no cabe
alegría; la pena de daño, que es la tristeza, no se nos perdona jamás; pero
esta noche se interrumpe la de sentido: los suplicios cesan, y cesan también
los aullidos, el rechinar de dientes, el rugir y el maldecir. Ven sin temor...
¡Adelante! ¿No ves, allá lejos,
en el último confín de ese mar de metal antes candente, una claridad casi
imperceptible, que tan pronto riela como se apaga? Es el último reflejo de la
estrellita de Belén..., que alumbra otros parajes menos espantosos. Hasta el
amanecer no cesará de rielar, y mientras riele, mal que le pese al Bajísimo,
sus verdugos no podrán torturarnos. Entra sin recelo... Te creerás en el Mundo
terrestre, porque sólo verás tristeza y amargura, pero no entrañas arrancadas y
pies tostados por el fuego...
Como si no dudase de mi aquiescencia, echó
delante, y, en efecto, le seguí animosa, sintiendo despertarse ya la curiosidad
inextinguible. Cruzamos la puerta sombría con su lema de color oscuro, y vi
desde el primer momento que el poeta menor no me había engañado. Aquello, si
era infierno, no lo parecía. Nadie se lamentaba por allí. A la puerta se
agrupaban los indiferentes; los conocí por su actitud, no porque los
importunasen avispas ni moscones. Más adelante, los culpables por pasión no
giraban en tremendo remolino a través del negro ambiente; inmóviles,
distribuidos formando parejas, se miraban con ansia infinita.
El recio aguacero y duro granizo no azotaban
las espaldas de los golosos, y los avaros reposaban sentados en los ingentes
peñascos que sin cesar se encuentran compelidos a subir por cuestas y
asperezas, empujándolos con el mísero pecho, donde no tuvo cabida la
generosidad. Apagadas las fosas de llama o braseros donde los epicúreos
materialistas y herejes sufren el castigo de sus errores nefandos, los
achicharrados respiraban, y todavía sus ojos, fuera de las órbitas, y su carne,
retraída y que descubría el hueso, demostraban la violencia del atroz suplicio.
Por el suelo vi trozos humanos, fragmentos del despedazado tronco de los
violentos e iracundos, que pugnaban por juntarse aprovechando la breve tregua
de horas; las sangrientas cabezas se empalmaban sobre los hombros, las manos
descepadas se adherían al brazo otra vez. Al pasar por la umbrosa selva de
árboles vivientes, mi guía se volvió y me miró con un dolor tan intenso, tan
altivo, tan insondable, que recordé... ¡Los
suicidas
son los que sufren tal pena; los que, desgarrados perpetuamente por leñadores
implacables, acogen entre sus dolientes ramas, al través de las cuales circula
la sangre requemada, a las Harpías vengadoras!
A la sazón, los horribles monstruos habían
desaparecido. En la selva no resonaban quejidos de agonía. El Infierno
descansaba. Presté oído... Ni un sollozo.
Con todo, juraría que allá, en un rincón...
¿Me equivoco? No; alguien gime; alguien se retuerce, alguien profiere
imprecaciones y maldice de la hora en que su madre le hechó al mundo...
-Poeta -le dije-, me has mentido. Sácame de
aquí. Están atormentando... No quiero oír ni ver... Sácame a la luz; me angustia
esa queja tan dolorosa.
-Tienes razón; se me olvidó avisarte -declaró
el poeta-. Es cierto que atormentan a uno..., el único..., la excepción... ¡Le
fustigan con varas de alambre enrojecido y le echan por la boca pez
hirviendo!... Escucha: es que ese hombre asesinó a un rival. Hacía muchos años
que proyectaba el crimen y la venganza; no encontrando ocasión de realizarla
sobre seguro, acechaba en la sombra, callado, siniestro. Una noche como la de
hoy encontró a su enemigo en despoblado. La víctima iba a caballo, y picaba la
espuela, porque quería llegar a tiempo de cenar con su madre y acompañarla a la
iglesia a celebrar el nacimiento de Aquel... Mano a la rienda de la
cabalgadura; puñal asestado, golpe seguro, en mitad del corazón... La madre que
esperaba a su hijo recibió a la hora de la misa del Gallo un cadáver cosido a
puñaladas. Por eso el asesino no goza de la inmunidad de esta noche, que no
respetó.
-Vámonos -supliqué con energía.
-Vámonos -contestó el poeta-. Te llevaré a
ver la Nochebuena en el Purgatorio.
Emilia Pardo Bazán
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