Sucedió una
noche, cuando él estaba paseando (pues no había motivos para no pasear) por sus
sitios favoritos de todo el mundo, cuando vio a la faioli, cerca del Cañón de
la Muerte, sentada sobre una roca, mientras que sus alas de luz revoloteaban,
revoloteaban, revoloteaban hasta desvanecerse, apareciendo entonces sentada
allí una muchacha humana, vestida completamente de blanco y llorando, con
largas trenzas negras enrolladas a la cintura.
Se aproximó a
ella ante la cegadora luz que despedía el moribundo sol, cuando los ojos
humanos no podían distinguir distancias ni calcular perspectivas adecuadamente
(pero los suyos sí), y apoyando su mano derecha en el hombro de ella y la dijo
unas palabras de salutación y consuelo.
Fue, sin
embargo, como si él no existiera. Continuó su llanto, regando de plata sus
mejillas de color de nieve o de hueso. Sus ojos almendrados miraban en la
distancia, como si pudieran ver a través de él, y sus largas uñas se clavaban
en la carne de sus palmas, de las que no brotaba sangre.
Entonces él
creyó lo que se decía de las faiolies: que sólo pueden ver a los seres
vivientes y no a los muertos, y que están sacadas de las mujeres más adorables
de todo el universo. Al estar muerto, John Auden, reflexionaba sobre las
consecuencias de recobrar la vida nuevamente, por algún tiempo.
Era sabido que
la faioli acudía al hombre un mes antes de su muerte (a aquellos raros hombres
que aún morían) para vivir con él durante el mes final de su existencia,
proporcionándole todos los placeres que puede conocer un ser humano, de forma
tal que el día en que la muerte envía su beso, llevándose la vida que queda
dentro de su cuerpo el hombre le acepta... ¡no, le busca!, con deseo y
galantería. Porqué es tal el poder de la faioli entre todas las criaturas, que
no hay nada más deseado después de conocerla.
John Auden
consideró su vida y su muerte, las condiciones del mundo en que estaba la
naturaleza de su servidumbre, su maldición, y la faioli (que era la criatura
más adorable que había visto en todos sus cuatrocientos mil días de
existencia), y se palpó el lugar que tenía debajo de la axila izquierda, que
activaba el mecanismo necesario para hacerle vivir de nuevo.
La criatura se
sobresaltó al recibir su contacto porque, de repente, el roce de él era de
carne, y de carne cálida y femenina era lo que ella ofrecía, ahora que las
sensaciones de la vida habían retornado a él. Sabía que su contacto se había
convertido nuevamente en el contacto de un hombre.
- Hola, ¿por
qué lloras? - dijo él, y la voz de la faioli fue como las brisas olvidadas
soplando sobre los olvidados árboles, con su rocío, sus aromas y colores que
evocaba su memoria.
- ¿De dónde
vienes, hombre? No estabas aquí hace un momento.
- Del Cañón de
la Muerte - respondió él.
- Deja que te
toque el rostro.
Él se dejó y
ella lo tocó.
- Es extraño
que no advirtiera tu llegada.
- Este es un
mundo extraño - repuso él.
- Es cierto -
dijo ella -. Tú eres el único ser viviente que lo habita.
- ¿Cómo te
llamas? - preguntó él.
- Llámame
Synthia - respondió ella.
Y así la llamó.
- Mi nombre es
John - le dijo -; John Auden.
- He venido
para estar contigo, para darte regocijo y placeres - añadió ella, y entonces
supo él que el ritual había comenzado.
- ¿Por qué
estabas llorando cuando te encontré? - preguntó.
- Porque creí
que no había nadie en este mundo y porque estaba cansada de mi largo viaje -
contestó ella -. ¿Vives cerca de aquí?
- No muy lejos
- añadió él -. No del todo lejos.
- ¿Me llevarás
allí? ¿Al lugar donde vives?
Y ella se alzó
y le fue siguiendo hasta el Cañón de la Muerte, donde él tenía su morada.
Continuaron
descendiendo y descendiendo interminablemente, y todo lo que les rodeaba eran
despojos de gentes que antes habían vivido. Ella, sin embargo, no parecía ver
tales cosas, pues mantenía los ojos clavados en el rostro de John y la mano
asida a su brazo.
- ¿Por qué
llamas a este lugar el Cañón de la Muerte? - le preguntó ella.
- Porque todo
lo que nos rodea son muertos - repuso él.
- Yo no veo
nada.
- Lo sé.
Cruzaron el
Valle de las Calaveras, donde millones de muertos de muchas razas y mundos
yacían apilados unos sobre otros, pero ella tampoco los vio. Y a pesar de
encontrarse en el cementerio de todos los mundos, no se apercibía de ello.
Había encontrado a su custodio, a su cuidador, aunque no sabía quién era este
hombre que se tambaleaba a su lado como un beodo.
John Auden la
llevó hasta su casa. No era realmente el lugar donde vivió, pero lo sería en lo
sucesivo. Activó los viejos circuitos del edificio que había dentro de la
montaña. En respuesta la luz apareció de las paredes, una luz que antes no
había necesitado, pero que ahora iba a necesitar.
La puerta se
cerró tras ellos y la temperatura adquirió un calor normal. El aire puro
comenzó a circular. Él lo aspiró hasta llenar su pecho, agradeciendo las
antiguas y olvidadas sensaciones. El corazón, ese órgano rojo y caliente que le
recordaba el dolor y los placeres, empezó a latir fuerte con el nuevo aire. Por
primera vez en los siglos, preparaba una comida e iba a buscar una botella de
vino a las profundas y herméticas alacenas. ¿Cuántos otros más pudieron haber
hecho lo que él?
Nadie, tal vez.
Ella cenó con
él, jugueteando con los alimentos, catando un poquito de cada cosa, comiendo
muy poco. Él, por su parte, se atiborró hasta la saciedad, y los dos bebieron
vino y fueron dichosos.
- Este lugar es
muy extraño - dijo ella -. ¿Qué es lo que te impulsa, John Auden? Tú no eres
como los demás hombres que viven y mueren. Tú te tomas la vida casi igual que
una faioli. Tratas de sacar de ella cuanto puedes y te conduces a un ritmo que
denota un sentido del tiempo ajeno al hombre. ¿Quién eres?
- Soy uno que
conoce que los días del hombre están contados - respondió él - y que ansía
aprovecharlos antes de que se le acaben.
- Eres extraño
- dijo Synthia.
- Más que nada
en el mundo - respondió él.
Desayunaron y
aquel día estuvieron caminando por el Valle de las Calaveras. Él no podía
distinguir distancias ni obtener perspectivas adecuadas, y ella no veía nada de
lo que había sido vida y ahora era desolación. Y mientras estaban sentados
sobre una roca plana, con el brazo sobre los hombros de ella, señaló hacia el
cohete que acababa de venir del lejano espacio y ella miraba de través ante las
gesticulaciones de John. Indicaba hacia los robots que habían comenzado a
descargar del interior de la nave los despojos pertenecientes a los muertos de
muchos mundos, pero ella estiraba la cabeza hacia un lado y miraba adelante y
no veía nada de lo que él decía.
Incluso cuando
uno de los robots avanzó pesadamente hasta él y le mostró la carpeta
conteniendo los recibos y el documento que debía firmar por los cuerpos
recibidos, ella no veía ni comprendía lo que estaba sucediendo.
En los días que
siguieron, su vida fue como un sueño, llena de los placeres de Synthia y
salpicada de ciertos e inevitables momentos de dolor. A menudo, le veía
pesaroso y ella le preguntaba por su expresión de melancolía.
Y él siempre se
echaba a reír y contestaba diciendo que «los placeres y el dolor están muy
cerca el uno del otro», o algo por el estilo.
Y, durante el
correr de los días, ella aprendió a prepararle las comidas, y a frotarle la
espalda, y a mezclar sus bebidas, y a recitarle ciertos fragmentos poéticos que
él había amado en un tiempo.
Un mes, sólo un
mes. No lo olvidaba. Llegaría el fin. Sabían siempre que la muerte del hombre
estaba cerca.
John Auden
sabía que ninguna faioli del universo entero había encontrado jamás un hombre
como él
Synthia era
como una madreperla. Su boca parecía una fina llama, que encendía todo lo que
tocaba, sus dientes se asemejaban agujas y su lengua era como el corazón de una
flor. Y así es como llegó a amar a una faioli llamada Synthia.
Y él era quizás
el único hombre del universo, capaz de engañarla. Era un perfecto derecho de
defensa que tenía contra la vida y la muerte. Y ahora que era un ser humano
viviente, a menudo lloraba cuando se detenía a considerarlo.
Tenía más de un
mes por vivir. Quizá fueran tres o cuatro. Este mes, por consiguiente,
representaba un precio que él pagaría de buen grado.
Hay una cosa
llamada enfermedad que se nutre de los organismos vivientes, y él lo había
conocido más allá del alcance de todos los hombres vivos. Ella, un ser
femenino, que sólo conoció su propia vida, no podía comprenderlo.
Por eso, él no
trató de explicárselo jamás
Pero el día
tenía que llegar, y llegó.
Había perdido,
y lo sabía. Como los días se habían desvanecido ante él, se encontraba
debilitado. Apenas era capaz de estampar su firma sobre los recibos que le
había traído el robot, tambaleándose hasta llegar a él, espachurrando costillas
y aplastando cráneos a su terrible paso. Por un momento envidió al robot.
Desapasionado, entregado totalmente a su deber. Antes de despedirlo le
preguntó:
- ¿Qué hubieras
hecho tú si te hallaras en posesión de una cosa deseada que te proporcionara
todo lo que puedes ansiar en este mundo?
- Trataría...
de quedarme con ella - respondió el robot, oscilando las luces rojas de su
cúpula antes de irse tambaleando sobre el Gran Cementerio.
- Sí - dijo
John Auden -, pero eso no puede ser.
Synthia no le
comprendió, y en aquel trigésimo primer día volvieron al lugar donde había
vivido durante un mes, y él sintió que le estaba invadiendo el terror
indescriptible de la muerte.
Ella fue más
exquisita que nunca, pero él temía este encuentro final.
- Te amo - dijo
por último, pues era una palabra que no la había dicho antes, y ella le besó.
- Lo sé - le
dijo ella -, John Auden, dime una cosa. ¿Qué es lo que te esclarece de los
demás? ¿Por qué sabes de las cosas ajenas a la vida más de lo que el hombre
mortal debe saber? ¿Cómo fue posible que llegaras hasta mí aquella primera
noche sin yo apercibirme de ello?
- Porque mi ser
está ya muerto - le dijo -. ¿No te das cuenta de ello cuando me miras a los
ojos?
- No lo
comprendo - respondió ella.
- Bésame y
olvídalo - dijo él -. Es mejor así.
Pero ella
sentía curiosidad y le preguntó:
- ¿Cómo
consigues entonces guardar el equilibrio entre la vida y lo que no es vida, eso
que mantiene consciente a tu ser muerto?
- Porque
existen unos controles dentro de este cuerpo que, desgraciadamente, ocupo. Si
tocas debajo de mi axila izquierda, mis pulmones cesarán de respirar y mi
corazón dejará de latir. Ello pondría en funcionamiento un sistema
electromecánico aquí instalado (invisible para ti, lo sé) semejante al que
llevan mis robots. En esto consiste mi vida estando muerto. Yo mismo lo pedí
porque temía el olvido. Yo mismo me ofrecí voluntario como sepulturero del
universo, porque aquí no hay nadie que pueda verme y se horrorice de mi aspecto
cadavérico. Por eso soy quien soy. Bésame y acaba.
Pero habiendo
tomado la forma de mujer, o tal vez siéndolo, la faioli llamada Synthia sintió
curiosidad y dijo:
- ¿En este
sitio?
Y le tocó
debajo de la axila izquierda.
Hecho esto, él
se desvaneció de la vista y con ello, también, supo una vez más la fría lógica
existente fuera de las emociones. A causa de ello, también, no tuvo necesidad
de tocarse el punto crítico.
En vez de ello,
él se quedó contemplando cómo ella le buscaba por el lugar que antes había
estado vivo.
La faioli
escrutó los lugares más recónditos y al ver que no podía encontrar a ningún
hombre viviente sollozó horriblemente, una vez más, como hiciera aquella noche
en que él la encontró.
Luego, sus alas
comenzaron a revolotear débilmente, una y otra vez, recobrando su anterior
existencia. Su rostro se disolvió y su cuerpo se fue fundiendo lentamente. Más
tarde, la torre de chispas que había junto a él se fue disipando, y pasada la
insensata noche en que le fue posible distinguir distancias y calcular
perspectivas nuevamente, él empezó a buscarla.
Y ésta es la
historia de John Auden, el único hombre que pudo amar a una faioli y logró
vivir (si así se le puede llamar) para contarlo. Nadie conoce la historia mejor
que yo.
Jamás ha podido
encontrar un remedio. Y yo sé que John Auden pasea por el Cañón de la Muerte,
meditando sobre los esqueletos y, a veces, se para junto a la roca donde la
encontró, busca algo jugoso que ya no está allí y desea hallar una explicación.
Es que es así,
y la moral puede que consista en que la vida (y quizás también el amor) sea más
fuerte que su continente, pero nunca más fuerte que su contenido. Mas es
solamente la faioli quien podría asegurarlo, y ésta ya no volverá.
Roger Zelazny
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