Nadie
entendió nunca por qué Merceditas, la mas bella mujer de este pueblo, dejó
escapar a su marido.
Jamás hubo
una mujer igual en Tuluá. Por donde pasaba, y en ese entonces no eran ni muchos
los carros, quedaba un rumor de cascada haciendo vibrar las puertas de las
casas.
Nadie tampoco
entendió como pudo Alejandrina Arango, fea, robusta y tetona, enamorar a David
Samanes vendiendo telas y cacharros en el almacén de su marido
A Merceditas
la había conocido su futuro esposo en Barragán, cuando trató de armar toldos de
comercio encima de las cuatro mulas en las cuales llegaba a todos los rincones
de la montaña tulueña. Si se hubiese encontrado el mas gigantesco de los
diamantes en bruto no habría sentido el punzón que se le metió por entre las
verijas y le salió en borbotones un poco mas arriba de las costillas.
Alejandrina
había llegado a Tuluá con Guillermo Restrepo, un paisa grande y de ojos verdes
que detrás de un mostrador o abriendo su baúl de fruslerías vendía con la misma
facilidad con que debió haber tumbado montes y esparcido su almizcle de macho
cabrío.
Ella era
Merceditas, la hija del General Cansado, un viejo conservador de las montañas
tulueñas que armado mas de valor y atrevimiento que de preparación militar o de
sagacidad atajó a los liberales de Uribe Uribe a mitad del camino entre
Chaparral y Tuluá y con esa actitud y unos billetes de mas, unas cabezas de
ganado y una mirada de burro secretero se había ganado el titulo y el honor, la
fama y el gigantesco latifundio que antaño perteneció a los jesuitas en
Barragán.
Allá había
nacido Merceditas y allá la habían criado cuidándola de los malos partidos y
asustándola con las ciudades del plan hasta que llegó David Samanes con sus
mulas y sus cacharros, sus bríos y sus esperanzas y la flechó para siempre.
Ya había
muerto el general Cansado cuando Merceditas bajó en una de las mulas de su
latifundio acompañada tan solo de su hermana y de una tía para casarse en la
iglesia de San Bartolomé. Tuluá todavía recuerda ese momento. Era un ángel
blanco, con cachetes sonrosados, una mirada tenue de princesa encantada y un
halo de virgen aparecida la que casó el padre Ocampo, recién llegado como
párroco.
Alejandrina
Arango, rotunda, triscona y dominante estuvo en esa ceremonia y hay quienes
dicen que desde allí le puso el ojo a David Samanes. Era los días en que solo
se podía celebrar una misa en la parroquia y los amores y los desamores se
oficializaban en el atrio de la iglesia.
Merceditas,
enhiesta, sin perder el rosado de las porcelanas de sus montañas, fue siempre
igual para este pueblo. Ni los embarazos ni las angustias le mermaban un
centímetro a su belleza. Vestida de blanco o de negro, con pava o con el
cabello al viento, Merceditas hacia temblar las mas ocultas pasiones de los
ampulosos machos tulueños .
David
Samanes, que no solo tenía el mismo privilegio sino que podía verla desnuda o
arroparse con sus afectos, tal vez no entendió lo que tenía o creyó que no
teniendo dientes no hay por qué tener panes. Ya le había dado tres de sus
cuatro hijos cuando resolvió que ella, la mas bella de las mujeres de Tuluá, no
era suficiente y con una angurria de marrano recién librado salió a consignar
su empeño y sus fuerzas crepusculares en el cuerpo dominante de Alejandrina
Arango, la mujer de don Guillermo Restrepo, el dueño del Bazar Ideal.
Nadie sabe
qué le vio David Samanes a esa mujer común y corriente, sin mas gracia que su
dejo paisa o su sonrisa de monalisa engordada pero todos supimos en Tuluá cómo
lograba acomodarse bajo sus alas de gallina empolladora.
Su marido, el
Restrepo del Bazar como no solo vendía de mostrador, sino que cargaba también
un maleta gigantesca por todos los caminos de la otra banda disputándoles el
espacio a los zancudos o a los majitos barateros que apenas si barbullaban el
español, le daba la opción de cinco días de cada semana al marido de
Merceditas.
Día que
Restrepo salía, noche que David Samanes rondaba la puerta de Alejandrina. Fue
demasiado evidente su acoso y mas notorio todavía cuando comparábamos con la
belleza inmarcesible de Merceditas Cansado. Pero, como siempre sucede, primero
nos dimos cuenta todos en Tuluá de quien le llenaba el vacío a Alejandrina.
antes que su marido viajante percatarse de la encachonada que le pegaban.
Hasta
Merceditas debió haberlo sabido porque cuando todo terminó y en este pueblo
juntaron el asombro con la curiosidad y la tristeza con la perversidad, ella,
impasible en su derrota se negó a salir cuando doblaron las campanas.
Sucedió en la
oscuridad. Nadie vio realmente que pasó pero todos nos encargamos de explicarlo
en detalle aunque jamás supimos si Alejandrina. Arango se había cansado de las
visitas nocturnas de David Samanes o su marido tuvo informes precisos de la
hora en que aquél, como Pedro por su casa, entraba al segundo piso del Bazar
Ideal a corcoviar encima de la Arango.
Lo cierto es
que a la una de la mañana de aquel remoto 13 de marzo David Samanes ingresó,
como lo había venido haciendo religiosamente cinco veces a la semana, a los
aposentos de la infiel y en vez de encontrarse en el descanso de la escalera
con la vigorosa Alejandrina. se topó con la descarga de fusilería que su marido
enfurecido les descerrajó en su humanidad hasta dejarlo exánime, botando la
sangre del amor a borbotones y sintiendo el punzón que desde cuando conoció a
Merceditas Cansado lo atravesaba de las verijas hasta un poco mas arriba de las
costillas
En las
diligencias judiciales no se dijo nada de amores e infidelidades, Restrepo
había encontrado a un hombre desconocido ingresando a su residencia en la
madrugada y lo había matado con la escopeta que quince minutos después le
entregó al alcalde en sus manos para responsabilizarse del crimen.
No hubo juez
que pudiera condenarlo pero Tuluá si ascendió al cadalso a los dos amantes
furtivos. Tampoco era perdonable para ninguno de los que entonces vibrábamos
con la belleza de Merceditas Cansado que un hombre, por enervante que fuera su
marido, la cambiara por un esperpento como Alejandrina. Arango. Y , obviamente,
todos quedamos convencidos que había sido la mujer de Restrepo y nadie mas
quien le dio la llave de la casa a David Samanes para que ingresara a sus
aposentos la noche en que su marido no había salido de viaje con la maleta sino
que estaba esperando al hombre que le hacia gemir a su Alejandrina.
La condena
moral que impusimos en este pueblo fue de tal naturaleza que a Merceditas
terminamos por volverla la viuda intocable y a Alejandrina. a negarle no solo
el andén sino la posibilidad de comprar el revuelto en la galería o tan
siquiera de asomarse a misa en San Bartolomé .
Nadie volvió ni a atenderla ni a
saludarla y cuando una noche se perdió entre las brumas del trasteo furtivo con
el cornudo de su marido fue como si nada hubiera pasado. Ella ya no existía
para nosotros.
Gustavo Álvarez Gardeazábal
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