-Basta ya. Entraré sola. Maldita la falta que
me hacen en el Limbo pajes, escuderos ni rodrigones. Allí no habrá más que
chiquillería, porque las almas de los Santos Padres las sacó Cristo cuando
descendió después de su muerte; todas salieron de reata, cogidas a un cabo de
la cuerda con que los sayones habían amarrado al Dios-Hombre.
Gimió el poeta, y se guardó bien de acercarse
al umbral de la soñolienta mansión. Yo empujé la puertecilla, y bajé por amplia
gradería de nítido alabastro, que me condujo a inmenso patio rectangular. En su
centro manaba una fuente plañidera, diminuta, que de tazón a tazón revertía
gotas muy semejantes a cristalinas lágrimas. Al lado de esta fuente divisé otra
no mayor, de basalto negro; el chorro que rebotaba en los platillos me pareció
de sangre, que fluía en hilos bermejos y salpicaba el piso de placas redondas y
oscuras. Entre ambas fuentes vi a un niño como de seis a siete años, en pelota,
semejante a una estatuita de museo. La cara del niño me asombró: su entrecejo
fruncido, sus chispeantes y altaneros ojos, no correspondían a edad tan tierna.
El rapaz se entretenía con las dos fuentes, sepultando las manos en el sangriento
chorro y bebiendo ansioso el raudal de lágrimas... Le llamé y acudió, orgulloso
y marcial, clavando en mí sus ojos fascinadores de aguilucho.
-¿Quieres tú acompañarme? -pregunté a la
criatura.
-Sí -contestó, lacónicamente-. Aunque ya,
viéndome a mí, has visto lo mejor.
-Dime -exclamé, señalando a los guantes rojos
que cubrían hasta el codo sus bracitos- ¿qué son esas dos fuentes? ¿Por qué
estás ahí hecho un carnicero, todo mojado y ensangrentado?
El rapaz me flechó de nuevo sus terribles
pupilas, y sólo respondió, frunciendo el ceño adusto:
-Mírame bien.
Me bastó la primera ojeada. ¡Qué torpeza la
mía! Estaba hablando. La frente vastísima; los ojos profundos y ardientes; las
pálidas y esculturales mejillas; los delgados y apretados labios, de líneas
correctas; la barbilla acentuada y firme, con meseta redonda; el perfecto tipo
de un gran bronce romano... Así, así debía ser en la primera infancia el
capitán del siglo.
-No pensé hallar en el Limbo a Napoleón
-dije, risueña y con muchísimas ganas de regalarle un saco de confites al
vencedor de Austerlitz.
-¡Sí, Napoleón! -chilló la vocecilla, aunque
infantil, bronca y extrañamente grave-. Buen Napoleón te dé Dios. Napoleón, a
mi lado, se quedaría tamañito. Sabe que yo nací al pie del Cáucaso, y mi
destino era conquistar toda el Asia sometiéndola al poder de Rusia, y arrojando
luego sobre Europa las gentes ya sujetas a mi yugo. No dejaría títere con
cabeza. ¡Gran zarabanda histórica! El Imperio alemán, hecho polvo. Media
Confederación germánica, incorporada al Imperio moscovita. Italia, repartida
entre Austria y Francia. Los españoles, trasladados al África, y los
ingleses...
-¡Santo Dios! -interrumpí-. ¿Todo eso
pensabas hacer, mocoso?
-¡Y lo haría! -gritó el héroe en miniatura-.
Ése era mi papel en el mundo. Sólo que una tarde, jugando a guerras con otros
chicos de mi lugar, tanto sudé que, al enfriarme, cogí una fiebre maligna...
-Y cátate salvada a la culpa Europa -añadí,
intentando besarle aquella carita tan fiera y tan salada-. De modo que las
fuentes...
-Son la sangre y el llanto que yo tenía que
hacer correr. Aquí me sirven de pasatiempo. ¡Si vieses qué rico bañarse en los
dos pilones! Las lágrimas tienen fama de amargas, pero a mí me saben a miel, y
la sangre tibia y líquida despide un olorcillo fragante... Ven, que te enseñaré
la sala grande, la Inclusa general. No creas, yo no voy nunca. No me rozo con
semejante patulea. ¡No faltaba más! He acotado para mí este patio y juego solo.
¡Ay del que me dispute mis dominios! No pienses que no tengo más juguetes que
las fuentecitas. Te enseñaré barajas de pedazos del mapamundi con ellas hago
solitarios, y me echo las cartas y me predigo el porvenir. También poseo una
escuadrita de acorazados de hojalata y caña, unas baterías de cañones de plomo
y resmas de estampas de soldados y horror de sables de madera. A cada instante
me los piden prestados los memos de la Inclusa..., pero yo no presto a chusma
semejante. Ven, la verás.
Su mano diminuta y febril asió la mía, y
cruzando un pórtico sin color, entramos en un salón gigantesco, pero frío,
desnudo, de grises paredes, de aspecto cuartelario. Era lo que mi guía, el
dominador del orbe, llamaba despreciativamente la Inclusa. El inconmesurable
recinto estaba atestado de chiquillería: un océano de gente menuda; no intenté
contarla, ni siquiera calcular aproximadamente su número. Imaginaos leguas y
leguas de terreno cubiertas de mies; figuraos un pomar sin límites, cuajado de
manzanas; suponed un colosal aprisco donde las ovejas hierven, ondean, se
empujan, se encaraman unas sobre otras; así rebullían y pululaban los retoños
humanos en la Inclusa límbica. Asombraba y entristecía considerar tal floración
de capullos helados antes de abrirse, tanto fruto verde tronchado por el
granizo, tanta cuna vacía, tanta desesperada madre.
No quiero decir la algarabía que armaban los
chicuelos. Habíalos de muy diversos tamaños, desde el rorro coloradillo, recién
salido del claustro materno, hasta el diablejo ya talludo; y de su masa confusa
brotaba un coral análogo a los de Wagner, en que el llanto estrepitoso, el
gemido desconsolado, la carcajada, el berrinche, el pataleo, el gorjeo, se
unían en un solo acorde estridente, irónico, arrancado a las cuerdas y a los
metales de infernal orquesta.
¡Y qué hervidero de cabecitas! Resguardada
por la gorrilla de tres piezas, la blanda y abierta chola del mamón; aureolada
por rubias sortijas, la del angelote de un trienio; con melena a lo
Villamediana, negra y brillante, la del caballerito de siete; aquí la
pelambrera erizada y cerril del mendigo callejero; allí los bucles de seda de
la menina aristocrática; ya la pelona del escolar, ya la aplastada montera de
crin del aldeanillo... Luego, los cráneos étnicos, dignos del escaparate de un
museo antropológico: en los oscuros vástagos de la raza de Cam, la vedija
lanosa; en los amarillentos muscos japoneses, el cerquillo frailuno... ¡Qué
cabecitas tan curiosas! Daban impulsos de ir cogiéndolas como quien coge
flores, y formando un ramillete... ¿Qué hacían las pobres criaturitas muertas?
Lo que de vivas. Jugar. Y con la explicación
anterior de mi guía, comprendí perfectamente el sentido de sus juegos. En aquel
rapaz que apila duros de chocolate, y los cuenta y los recuenta, y se los
guarda muy envueltos en un papel, se ha perdido un avaro..., es decir, no se ha
perdido nada. Aquel que se abraza a un rocinante de cartón, y lo acaricia, y lo
halaga, y lo mira con embeleso..., hubiera sido un miembro del Jockey-Club, un
sport-man de esos que besan a sus caballos vencedores en las carreras y cruzan
a latigazos a sus queridas. Un muchacho se arrodilla ante una muñeca vestida de
raso, con cara de porcelana, que abre los ojos y dice papá y mamá... ¡Feliz
rapazuelo! La muñeca no le destrozará el corazón engañándole, como se lo
destrozaría, si hubiese vivido, la mujer que la muñeca simboliza... La niña que
da biberón a un bebé articulado no tendrá que llorar su muerte, como lloraría
la del hijo que representa ese bebé. La imagen de la vida, en una comedia de
marionetas;
el destino figurado por el juego..., esto es el Limbo. Me volví y comuniqué mis
observaciones al conquistador malogrado.
-Sí, sí -murmuró él-. Todo eso será verdad,
pero a mí no me consuela. ¡Yo quisiera haber vivido, y saber lo que es una
batalla, no de mentirijillas, sino de verdad; con soldados de carne y hueso,
caballos que corran solos, cañones de acero que disparen balas de hierro y mi
escuadra navegando en un mar real y efectivo, con olas, con tormentas, con
viento, con truenos y rayos!
Al expresarse así, rugió el Napoleoncillo en
agraz, y una lágrima saltó de sus lagrimales perfilados y duros.
Allá para mis adentros me pareció que el
cachorro de león no iba descaminado. Aquella vida humana expresada con
juguetes, con monigotes rellenos de serrín, con cartones y pinturas baratas,
con aleluyas y cromos, debía de hacerse intolerable por su falsedad mezquina.
Era la insulsez, la mentira sin velos de ilusión, lo abstracto, lo glacial, lo
inerte, lo que ni llena el corazón ni aplaca la sed instintiva de vivir...
-Nosotros -añadió, bruscamente, el
guerrerillo- no sabemos nada de nada. ¡Como que estamos en el Limbo siempre!
Nuestra existencia transcurre entre ñoñerías y parodias. Sólo hoy, día de
Nochebuena, a la hora en que nació Cristo, vemos algo real, algo que no es ni
patraña, ni decoración de teatro... Y la hora se acerca... Me parece que suena
ya.
Un clueco reloj de latón dio doce campanadas,
y noté una blanquecina claridad venida de lo alto, que iluminaba la Inclusa,
difundiéndose lenta y gradualmente por los ámbitos del enorme salón. Poco a
poco se convirtió en resplandor dorado, y las paredes antes incoloras
refulgieron como si fuesen fabricadas de purísimo diamante. En el fondo, entre
radiantes irisaciones y sábanas de gloriosa lumbre, surgió un objeto espantoso:
era una cruz de madera, donde agonizaba un hombre. Le veíamos perfectamente. Su
tronco, desplomado sobre las piernas, que contraía y engarrotaba el dolor,
presentaba las huellas acardenaladas de la flagelación, verdugones hinchados y
negros. Respiraba estertorosamente, y de sus manos, traspasadas por los clavos,
descendía gota a gota la sangre. Los niños miraban sin comprender, angustiados,
fluctuando entre romper a sollozar o esconderse en los rincones, por no
presenciar aquella lástima atroz.
-¿Ves? -exclamé, dirigiéndome a mí guía
infantil-. Eso real que sólo hoy, a estas horas, se te presenta..., eso es la
Vida. No la llores. ¡Salir del Limbo es ir al martirio, rapaz!
El chico alzó la cabeza, miró ahincadamente
al Crucificado y un estremecimiento le sacudió... Era el escalofrío del horror
silencioso. De pronto se volvió hacia mí, me contempló con arrogancia y
exclamó, respirando firmeza y decisión inquebrantable:
-Pues yo querría vivir.
Emilia Pardo Bazán
No hay comentarios:
Publicar un comentario