jueves, 30 de junio de 2011

A love story


Splitscreen: A Love Story from JW Griffiths on Vimeo.

El Tren Que No Conduce Nadie

No sé bien si este primer escalofrío de mi vida lo he sentido al bajar el cristal de la ventanilla para que saliera el humo del cigarro, o un momento antes, y que vi entre nubes, cuando el revisor abrió la puerta para contar los asientos libres. Lo cierto es que al sentirlo, me he arrebujado tan apretadamente entre los brazos de mamá, que ella, un poco sorprendida, me ha mirado con esos ojos claros que pone tan dulzones cuando los fija en mi cara. Y la que también me ha quedado bien grabada desde que empezó mi vieja, es la figura de papá. Durante muchas horas lee el periódico al compás del traqueteo del tren, y de vez en cuando nos echa una mirada pensativa o reída, según vayan las cosas... Estoy seguro que la abuela ya no estaba en el tren cuando yo subí, y que la estampa que de ella tengo, con el pelo canoso y los ojos un poco bizcos, me la fijó mamá durante el viaje con sus muchas palabras memoriosas.
Como hemos pasado sin parar ante muchas estaciones durante estas primeras horas, todavía no he visto viajeros ni jefes de estación. Sólo relojes y campanas verdes que se quedan atrás rapidísimamente. A los revisores que se turnan sólo les veo la cara medio oculta por la visera de la gorra y la inclinación de la cabeza al mirar con mucha fijeza el billete amarillo, pero sin sonrisa, y claro, sin reparar en mí... Sólo esta tarde, uno muy alto y con bigote, al ver a mamá tan caída por los ataques que ahora le dan al corazón, alzó los ojos hasta ella, luego hacia mí, que iba a su lado con mis pantalones cortos, y seguro que con la cara muy triste; y al final hacia papá, que seguía leyendo el periódico, al parecer impasible, aunque cada poco echaba reojos a mamá tras las gafas pequeñas que ahora lleva... Sin embargo, el revisor no se ha fijado en mi hermano segundo, que echado en el asiento vacío y cubierto con una manta, dormía entre su pelo rubio y las manos que tenía juntas bajo la cara... Y que a mí, aunque no se parecían gran cosa, siempre que lo veo dormido, me recuerda al otro hermano, al tercero, que nació aquel día que descarriló el tren; que siempre estuvo tan malo de la tripa, y que al poco tiempo, con el culete amarillo y llorando en voz muy baja, murió entre los bazos de mamá, pegado a la ventanilla.
En algunas paradas del tren, ante estaciones o apeaderos, más que los relojes, campanas, silbatos y maletas, me llama la atención, cuando bastante apartado de la vía, hay un cementerio, con el plumaje oscuro de los cipreses cabeceando sobre las tapias enjalbegadas... De las estaciones donde hemos parado últimamente, la mejor ha sido, aunque no había cementerio, la de aquel pueblo tan grande, cuyos andenes estaban repletos de hombres y mujeres con banderas tricolores, la Banda Municipal tocando el Himno de Riego, y aquella chica con el vestido blanco muy largo, el gorro frigio y una bandera en la mano, que gritaba vivas delante de los viajeros. Pues resulta que aguardaban a un paisano, republicano famoso, que se bajó de nuestro tren, y después de repartir muchos abrazos, empezó a hablar en público cuando ya arrancábamos. Papá, como está tan contento con la República, lo miró todo con los ojos muy gustosos, y estuvo un buen rato sin leer el periódico... Cuando ya íbamos otra vez sobre la llanura reseca y de pedrizas, estuve seguro de que a papá le hubiera gustado tener a mano el aparatillo de radio con el altavoz negro, no para oír lo que a mí me gustaba: "Ante Segarra todo el mundo callao. Gran Vía, esquina Callao" o aquel otro de: "Almacenes San Mateo, si no lo veo no lo creo", y sí el discurso de don Niceto Alcalá Zamora, dicho en un cordobés sonorísimo, para cantar las excelencias de la República.
Al caer la noche, después de tomar un bocado, apagamos la luz y bajamos las cortinas de la puerta y de las ventanillas que daban al pasillo, porque mamá estaba muy fatigada a causa de otro ataque de su enfermedad... Un momento antes se tomó la pastilla para el sueño, y con la mano de mi hermano entre las suyas, ha doblado ha doblado la cabeza sobre el ángulo del respaldo del asiento. Papá también se ha recostado, y en seguida ha empezado con sus ronquidos, que son muy asustadores, porque cuando menos lo esperas, suelta un ruido muy bronco y dolorido, como si se estuviera ahogando, hasta que vuelve a quedarse callado y con la cabeza clavada sobre el pecho... Voy sentado junto a María José, la criada que nos llegó después de la feria, y haciéndome el distraído le he puesto la cabeza sobre el hombro, a ver qué hace, pues no me atrevo a atacarla abiertamente aunque ya llevo pantalones largos, y menos a besarla. Porque aunque voy mucho al cine, de verdad de verdad, no sé muy bien cómo se besa a una mujer... De modo que me aprieto a ella lo más que puedo, y de vez en cuando suspiro muy fuerte junto a su cuello, pero sin más... Y se ve que no le enfada lo que hago, porque acaba de rozarme con su cara la cabeza. Así pasamos unos kilómetros. Ella -luego lo comprendí- pensaba que así me animaría para seguir... pero como continuaba sin atreverme, suavemente, rozándome la mejilla y las narices, ha bajado su boca hasta la mía -y algo que yo no esperaba- ha empezado a pasarme la lengua sobre los labios, como si los tuviese dulces... Por fin, me he animado, yo le hago lo mismo, y así llevamos muy buen rato, hasta que ella, después de dar unos suspiros muy sospechosos, se ha quedado dormida sobre mi hombro... Y la verdad es que así me pesa un poco, pero por su boca entreabierta sale un calorcito tan dulzón y húmedo, que voy a resistir con ella encima hasta que no pueda más.
Empieza a pintar el día. Se oyen unas explosiones lejanas. Explosiones que no suenan mucho, pero largas. Papá se ha despertado, y escucha con aire sospechoso. Enseguida han comenzado a frenar el tren. Paran. Apagan las luces. Mamá, con voz muy débil, pregunta qué pasa. Y mi hermano dice: "seguro que están bombardeando". "No digas eso, hijo mío". "Sí, están bombardeando", pero es muy lejos" -ha confirmado papá para tranquilizarnos, y porque era así. De todas formas hemos estado parados mucho rato, aun después de dejar de oírse las explosiones. Y ha sido ahora mismo, al amañanar, cuando han inundado los coches muchos milicianos con mono azul, cartucheras y fusiles. Han abierto la puerta de nuestro compartimento de un tirón y sólo dos han podido sentarse con nosotros, justo a mi lado. Los demás se han quedado en el pasillo sentados en el suelo o de pie, apoyados en sus fusiles. Algunos comen bocadillos y beben de las cantimploras. Apenas ha arrancado el tren, el que está a mi lado, ha empezado a roncar igual que ronca papá, aunque echa menos aire después de dar el ronquido. Uno de los del pasillo canta con voz desentonada:

"Si me quieres escribir
ya sabes mi paradero
en el frente de Teruel...

pero nadie lo ha coreado, y como arrepentido, casi no se le ha oído lo de "en el segundo ligero".
No puedo negar que estoy contento vestido de soldado. Mi hermano también lo parece. Mi padre, disimulando sus preocupaciones, a veces nos echa un reojo sonriente por encima del periódico... Si mamá no se hubiera muerto hace ya unos meses (que duro se le puso el gesto, siempre tan dulce. Que tieso su cuerpo, su cuello y sus piernas toda la vida de líneas tan sensibles) seguro que con el miedo que le daba la guerra, al vernos movilizados iría tristísima. Ahí junto a la ventanilla de todo su viaje. En los demás asientos del coche van soldados de mi Brigada, que cantan unas letras que yo todavía no sé. Pasa nuestro tren ante pueblos oscuros y algunos medio destruidos por las bombas.
Llevamos un rato muy largo completamente solos en el compartimento. Yo paso las hojas del libro que acabo de comprarme para la Universidad, y mi padre sigue con aquella cara tan grave que se le puso desde que enterraron a mi hermano con la guerrera manchada de sangre. Por fin han entrado unos señores con camisas azules y boinas coloradas, que hablan contentísimos y con mucha energía. Mi padre lee otra vez, o simula leer, el periódico. Yo los escucho con esa sonrisa que he aprendido a poner cuando hablan de política los que pueden hablar.
María, mi reciente esposa, no es que le tenga coraje a mi padre, lo sé muy bien, pero como él no le hable. Ella no le dice nunca nada. Y él, claro, siempre sonriente y muy amable, sólo le dice lo imprescindible. María está ahora sentada donde siempre iba mamá, y ojea una revista de vestidos y peinados. Mi padre, con la papada ya muy caída, la calva rodeada de canas, sus gafas gordísimas, y cabeceando porque el tren da muchos traqueteos, lee su periódico, hoy repleto de discursos, medallas e inauguraciones. María -son las dos en punto- saca la tartera, y comemos en paz y en gracia de Dios. Ella tan limpia, escrupulosa y voraz como siempre. Y papá allí arrimado, con cara de quedarse con gana, y no atreverse a pedir más. Yo, pretextando que no tengo apetito, le he dado mi chuleta. María come, y lo hace todo, con los ojos un poco perdidos, como si añorase algo que no sabe muy bien lo que es..., a lo mejor ese hijo que no podrá tener nunca.
Desde que mi padre leyó su último periódico, pocas estaciones después, María me obligó a sentarme donde él iba siempre, enfrente, junto a la otra ventanilla. No quiso guardar las ropas de papá en las maletas y se las regaló a un viejo que pasó ofreciendo caramelos... Por la noche, al pasar algún túnel largo, hacemos el amor sobre su asiento, amor sin esperanza, porque sabemos que no alumbrará nada más que ese breve grito que da ella en el momento del orgasmo.
Con frecuencia miro los asientos del compartimento en los que fueron sentados mis padres, mi hermano y las chicas de servicio. Sobre todo aquella que por primera vez en mi vida me lamió la boca. Y recuerdo las caras de todos los que fueron míos, sus decires, su manera de volver los ojos cuando llegaba el revisor, o parábamos en una estacioncilla con cementerio, fiesta, lluvia o paseantes en las tardes de sol. Pero María no repara ni suiqre reparar en los significados que para mí tienen esos cristales donde los míos se reflejaron, estos brazos y respaldos en los que tantas veces apoyaron sus manos y cabezas. María siempre está con la mirada perdida. Cuando hablamos se esfuerza en sonreír, en ser simpática, en simular que me quiere, pero en el fondo de sus ojos están alojados otras gentes de los coches del tren, que probablemente yo no sabré nunca quienes fueron. Acaban de entrar en el pasillo jóvenes con barbas, melenas y pantalones vaqueros. Al verlos, María sonríe con más sinceridad, y sus ojos emergen de aquella profundidad en la que siempre están hundidos.
Después de una explicación brevísima, que casi no fue explicación, y por supuesto sin haber ocurrido nada nuevo, María se ha cambiado de coche. Tomó sus maletas, sonrió de esa manera simulada que ella sabe, me dio un beso en la mejilla, y marchó pasillo abajo, hacia la izquierda.
Hasta esta mañana mientras me afeitaba con la máquina eléctrica en el aseo del tren, hacía mucho tiempo que no me miraba tan fija y atentamente en el espejo. Y he visto que las canas blanquísimas que rodean mi calva, son muy parecidas a las de mi padre, en aquellas últimas horas que estuvo sentado frente a mí leyendo el periódico. Como al acabar de afeitarme ha parado el tren, me asomo por la ventanilla del servicio por si se divisase algún cementerio, pero no, sólo veo en el andén a unas cuantas mujeres con banderas nacionales y lazo negro, añorando lo que comenzó hace tantísimos años y murió hace tres... Vuelvo a contemplarme en el espejo del lavabo. De verdad, que de aquel yo que empezó el viaje en este tren y sintió el primer refrío entre los brazos de su madre al abrir una ventanilla, sólo pervive el color y la expresión de los ojos... Todo lo demás, ya es de otro.
Así que lleguemos a la próxima estación me bajaré a comprar un periódico. El mismo que compraba mi padre... Ya estoy en mi asiento. Me he calado las gafas gordas y lo leo de arriba abajo, sin interés alguno. Me es exactamente igual que pase lo que pase.
Hace ya mucho rato que nadie anda por los pasillos, y estoy completamente solo en mi compartimento... Por más que miro a mi alrededor y esfuerzo mi cerebro, no consigo recordar en qué asiento iba siempre mi madre; en cuál se ponía María, cuando hacíamos el amor; en qué frente hirieron a mi hermano; qué contaba mi padre tantas veces de la guerra de África, y de don Benito Pérez Galdós después de aquella visita con una comisión para pedirle no sé qué... ¿Qué día empezó este viaje? ¿En qué sitio? Han pasado muchas horas sin que venga el revisor a pedirme este billete tan sobado y amarillo que en entregó mi padre. También, ahora me doy cuenta, hace mucho tiempo que el tren no ha parado en ninguna estación y parece que cada vez va más deprisa. Apenas ha anochecido y ya han encendido las luces de todos los coches. Tembloroso me asomo a la puerta. Ni veo ni oigo absolutamente a nadie. Con las manos apoyadas sobre el marco de la puerta y la cabeza baja, rezo, como no lo hacía desde niño. Ando con pasos vacilantes por el pasillo. Me asomo a los compartimientos próximos. No veo a nadie. Ni maleta. Llego al final del coche donde estaba el compartimiento de María desde que se separó. Nadie. "Y (he) comenzado a correr por los pasillos del tren de un vagón a otro y (estoy solo) y (busco) al revisor, a los mozos de tren, a algún empleado, a algún mendigo que viajara oculto bajo un asiento, y (estoy solo) y he preguntado quién conducía, quién (mueve este) horrible tren. Y no (me) ha contestado nadie, porque (estoy solo).
... Y (sigo) días y días... (desmemoriado, casi inconsciente) en el enorme tren vacío, donde no va nadie, que no conduce nadie.

 Francisco García Pavón

martes, 28 de junio de 2011

Aves migratorias

Solteronas y solterones

No ha mucho, en compañía de mi amigo de negro, cuya conversación es ahora para mí pasatiempo e instrucción a la vez, no pude menos de observar la gran cantidad de solterones y solteronas que parecen invadir esta ciudad.
-Con seguridad que el matrimonio -le dije- no se alienta bastante, o no veríamos a esa multitud de averiados galanes y marchitas coquetas que tratan todavía de ejercer un oficio para el cual han dejado de servir hace tanto tiempo, y pululan en la ufanía de la vejez. Contemplo a un viejo solterón a la luz más despreciable, como animal que vive del fondo común sin contribuir con la parte que le toca: es animal de rapiña y las leyes deberían emplear tantas estratagemas como fuerza para hacer caer en las redes al remiso animal, como hacen los hindúes para cazar al rinoceronte. Debiera permitirse que el populacho lo azuzara, que los muchachos le hicieran impunemente sus travesuras, que en todas las reuniones de gente bien educada se rieran de él y si, ya pasados los sesenta, pretendiera hacer el amor, su querida le pudiera escupir en la cara o, lo cual sería quizá mayor castigo, le concediera todo el favor.
-En cuanto a las solteronas -continué diciendo-, no habría que tratarlas con tanta severidad, porque supongo que ninguna lo sería si estuviera en su poder evitarlo. Ninguna dama en sus cabales prefiere pasar como figura secundaria en bautismos y partos, pudiendo ser protagonista; ni rebajarse a pedir favores a su cuñada pudiendo mandar al marido propio; ni afanarse por hacer flanes cuando podría quedarse en la cama e impartir directivas para que otras los hicieran; ni ahogar todos sus sentimientos por recatada formalidad, pudiendo, mediante la libertad del matrimonio, estrechar la mano de un conocido o tolerar una frase con doble sentido. Ninguna dama sería tan tonta como para vivir en soledad, si pudiera evitarlo. Yo comparo a la dama soltera que baja por el valle de los años con una de esas encantadoras regiones que lindan con la China, yermas por falta de habitantes adecuados. No vamos a acusar a la región, sino a la ignorancia de sus vecinos, que permanecen insensibles a sus bellezas a pesar de la libertad de que gozan para entrar y cultivar el suelo.
-Seguramente, señor -replicó mi acompañante-, usted conoce muy poco a las damas inglesas, cuando piensa que llegan a solteronas contra su voluntad. Me atrevo a afirmar que difícilmente se podría encontrar a una que no haya tenido frecuentes ofrecimientos de matrimonio, y a quien el orgullo o la avaricia no hayan impulsado a rechazarlos. En lugar de considerarlo como desgracia, aprovechan la menor ocasión para jactarse de su pasada crueldad; no se regocija más un soldado al contar las heridas que ha recibido, que una mujer veterana cuando relata las heridas que causara en el pasado: inagotable cuando comienza la narración del antiguo poder mortífero de sus ojos. Ella nos cuenta del caballero de traje con encaje de oro que casi murió de un solo enojo y no volvió a tenerse en pie hasta... que se hubo casado con su criada; del hacendado que al verse cruelmente rechazado, en un acceso de ira corrió a la ventana y, levantándola, se arrojó, agonizante... en su sillón; del clérigo que, apenado por el fracaso de su amor, resueltamente ingirió opio, que ahuyentó los aguijones del amor desterrado... haciéndolo dormir. En resumen, ella nos habla con gusto de sus pasadas pérdidas y, como algunos comerciantes, halla algún consuelo en las muchas bancarrotas que ha sufrido.
»Por ello, cada vez que veo a una belleza jubilada y que aún no se ha casado, tácitamente la acuso de orgullo, avaricia, coquetería o afectación. Ahí está la señorita Jenny Tinderbox, que, si mal no recuerdo, tenía cierta belleza y una fortuna moderada. Su hermana mayor casó con un hombre de categoría y esto pareció una ley de virginidad para la pobre Jenny. Habiéndose favorecido a la familia con un golpe de fortuna, ella decidió no causarle oprobio introduciendo a un tendero. Rechazando así a sus iguales y desdeñada o despreciada por sus superiores, ella hace ahora las veces de aya de los hijos de su hermana y soporta el tráfago de tres criados, sin recibir la paga de uno.
»La señorita Squeeze era hija de un usurero; su padre le había enseñado desde temprano que el dinero era cosa muy buena, y al morir le dejó una fortuna regular. Ella tenía tal perfecta sensibilidad en cuanto al valor de su posesión, que se resolvió a no deshacerse de un cuarto de penique sin que hubiera igualdad de fortuna por parte de su pretendiente: así rechazó varias propuestas de gente que quería mejorar su posición, como se dice; y fue volviéndose vieja y aviesa, sin pensar siquiera que debía haber hecho una rebaja en sus pretensiones, pues su rostro era pálido y picado de viruelas.
»Lady Betty Tempest, por el contrario, tenía belleza, más fortuna y linaje. Pero, amiga de conquistas, iba de triunfo en triunfo; había leído dramas y novelas, en las cuales había aprendido que un hombre sencillo y con sentido común no valía más que un tonto: por ello los iba rechazando y sus suspiros sólo se dirigían al calavera, al voluble, al inconstante y al atolondrado; después de haber rechazado a centenares que gustaban de ella y haber suspirado por centenares que la desdeñaban, se halló insensiblemente abandonada: ahora sólo sirve de acompañante a sus tías y primos, y a veces participa en una contradanza, sin más pareja de baile que una silla, ni más plática que la de un banco solitario. En una palabra, la tratan con cortés menosprecio en todas partes, colocándola para llenar un rincón, como a cualquier trasto pasado de moda.
»Pero Sophronia, la sagaz Sophronia, ¿qué podré decir de ella? Desde su más tierna infancia la enseñaron a amar a los griegos, y a odiar a los hombres; ha rechazado a finos caballeros por no ser pedantes, y a pedantes por no ser finos caballeros; su exquisita sensibilidad le ha enseñado a descubrir todos los defectos de todos sus amantes, y su inflexible justicia le ha impedido perdonarlos; así fue rechazando ofrecimientos, hasta que las arrugas de la vejez la atajaron; y ahora, sin un rasgo que dé ventaja a su rostro, habla incesantemente de las bellezas del entendimiento.»

Oliver Goldsmith

domingo, 26 de junio de 2011

El tiempo futuro

ELadio y los seres queridos son un grupo vigués que han hecho este  videoclip "El tiempo futuro" con preciosas imagenes de la ciudad de Vigo.

La cabeza pegada al vidrio

Desde hacía quince años Mlle. Dargére tenía a su cargo una colonia de niños débiles que había sido fundada por una de sus abuelas. La casa estaba situada a la orilla del mar y ella desde su juventud ha­bía vivido en la parte lateral del asilo, en el último piso de la torre.
En los primeros tiempos vivía en el primer piso, pero de noche en los vidrios de la ventana se le aparecía la cabeza de un hombre en llamas. Una cabeza espantosamente roja, pegada al vidrio como las pinturas de los vitraux. Se mudó al segundo piso: la misma ca­beza la perseguía. Se mudó al tercer piso: la misma cabeza la per­seguía; se mudó de todos los cuartos de la casa con el mismo resul­tado.
Mlle. Dargére era extremadamente bonita y los chicos la que­rían, pero una preocupación constante se le instaló en el entrecejo en forma de arrugas verticales que estropeaban un poco su belleza. Sus noches se llenaban de insomnios y en sus desvelos oía los coros de los sueños de los niños subir, con blancura de camisón, de los dor­mitorios de veinte camas en donde depositaba besos cotidianos.
Las mañanas eran diáfanas a la orilla del mar; los chicos salían todos vestidos con trajes de baño demasiado largos que se enreda­ban en las olas. No era la culpa de los trajes, pensaba Mlle. Dargé­re apoyada contra la balaustrada de la terraza; los chicos no podían usar sino trajes hechos a medida, para no quedar ridículos. Tenían un bañero negro que los mortificaba diariamente con una zambulli­da dolorosa, que lo resguardaba a él sólo, cuidadosamente, de las olas. Pero ella no podía oír llorar a los chicos y se acordaba del su­plicio de los baños con bañeros en su infancia, que habían llenado su vida de sueños eternos de maremotos.
Se bañaba de tarde con el agua a la altura de las rodillas, cuando la playa estaba desierta; en­tonces llevaba a veces un libro que no leía y se acostaba sobre la arena después del baño; era el único momento del día en que des­cansaba. Era la madre de ciento cincuenta chicos pálidos a pesar del sol, flacos a pesar de la alimentación estudiada por los médicos, his­téricos a pesar de la vida sana que llevaban.
Mlle. Dargére derra­maba su prestigio de belleza sobre ellos. Su proximidad los serenaba un poco y los engordaba más que los alimentos estudiados por los mejores médicos, pero la cabeza del hombre en llamas seguía de no­che en la ventana hasta que llegó a ser una horrible cosa necesaria que se busca detrás de las cortinas.
Una noche no durmió un solo minuto; la cabeza estaba ausente, la buscó detrás de las cortinas, y la desveló esta vez la posibilidad de poder dormir tranquila: la cabeza parecía haberse perdido para siempre.
A la mañana siguiente, en los dormitorios, una extraña exaspe­ración retenía a los chicos al borde de las lágrimas. Llantos conte­nidos se amontonaban en las bocas. Mlle. Dargére creyó ver un asi­lo de ancianos en traje de baño azul marino desfilando hacia la pla­ya. Carolina, su preferida, la única que tenía un cuerpo capaz de re­llenar el traje de baño, se escapó de entre sus brazos.
La playa esa mañana se llenó de llantos obscuros y atorados dentro de las olas.
Mlle. Dargére, después de apoyar su melancolía sobre la balaus­trada, que fue como una despedida a la belleza, subió corriendo has­ta el espejo de su cuarto. La cabeza del hombre en llamas se le apa­reció del otro lado; vista de tan cerca era una cabeza picada de vi­ruela y tenía la misma emotividad de los flanes bien hechos. Mlle. Dargére atribuyó el arrebato de su cara a las quemaduras del sol que se derraman en líquidos hirvientes sobre las pieles finas. Se pu­so compresas de óleo calcáreo, pero la imagen de la cabeza en lla­mas se había radicado en el espejo.

Silvina Ocampo

sábado, 25 de junio de 2011

A la gente del mar









Ya se van los marineros
madrugaita con pan de telera

Ya se van los marineros
madrugaita se van pa la mar
ya se van pa la mar, y ole mare
Ya se van los marineros
madrugaita con pan de telera

Y el motor rompe el silencio
madrugaita se van pa la mar
ya se van pa la mar, y ole mare
el motor rompe el silencio
madrugaita con pan de telera

Ay mi barrio marinero
mi barrio mi barrio
ay mi barrio marinero
mi barrio mi barrio
ay mi barrio
                                                                            
Dame la mano
dame.
Dame la mano
dame
y súbete a mi barquilla
flamenca dame la mano.

Dame la mano
dame
y súbete a mi barquilla
que el vuelo de tus volantes
salpica mi chaquetilla.

Y el Guadalquivir
dicen que dijo
si pudieras llegar
y hasta el rocío
ay mi río.

Me voy a hacer unos zapatitos
del ala de mi sombrero.

Muy finos muy flamenquitos
que es muy flamenco
mi zapatero.

Que resuenen mis pasitos
que es muy flamenco
mi zapatero.

No lo he visto más bonito    
que mis zapatos nuevos
ay, qué flamenco
mi zapatero.

Pa qué me llamas prima
ay, pa qué me llamas.

Si me crucifica que te mire
si me crucifica tu mirada
pa qué me llamas.

Si cuando me tienes te retienes
y eres como el vuelo de tu enagua
pa qué me llamas.

Pa qué me llamas prima
pa qué me llamas
si me crucificas
ay, pa qué me llamas.

viernes, 24 de junio de 2011

Homenaje a Stanley Kubrick

Un viaje o el mago inmortal

                                                                                   O cómo o para qué nos encantó nadie lo sabe.
                                                                                                                           (Don Quijote, II, 22)

Para alcanzar la muerte no hay vehículo tan veloz como la costumbre, la dulce costumbre. En cambio, si usted quiere vida y recuerdos, viaje. Eso sí, viaje solo. Demasiado confiado juzgo a quien sale con su familia, en pos de la aventura. Dentro del territorio de la República (estamos de acuerdo) todo se da; pero si puede vaya por el agua, a otro país. Imíteme quien se anime; como yo, bese anteayer a la Gorda, a los chicos y con el pretexto de que la compañía lo manda, parta al infinito azul...
En cuanto subí al barco de la carrera divisé a una corista, señorita Zucotti, que en años de juventud inflamó mi esperanza. Aunque ahora es menos linda —calculo que se le alargó una cuarta la cara— me prometí el festín de esa misma noche visitarla en su cabina particular. Como para coristas fue el viaje. El río estaba bravo, la píldora contra el mareo no se asentaba en la boca del estómago; más de una vez gemí por no hallarme en tierra firme y, ya que me hamacaba, ¿por qué no en brazos de la corista o de la Gorda?l Procuré leer. Entre mis petates encontré, amén de la falta de revistas, El diablo cojuelo. ¡Las tretas a que recurre la pobre Gorda, en el afán de educarme! No tardé una línea en comprender que con esa joya de la literatura nunca olvidaría la famosa polca que bailaban río y barco. Cuando por fin me levanté —ignoro si en toda la noche habré cerrado alguna vez el ojo, para parpadear— me reanimé con café con leche tibio y con una gruesa de medialunas de la víspera. Sobre piernas flojas bajé a tierra uruguaya.
Juraría que al chofer del taxi le ordené: «Al hotel Cervantes». Cuántas veces, por la ventana del baño, que da a los fondos, con pena en el alma habré contemplado, a la madrugada, un árbol solitario, un pino, que se levanta en la manzana del hotel. Miren si lo conoceré; pero el terco del conductor me dejó frente al hotel La Alhambra. Le agradecí el error, porque me agradan los cuartos de La Alhambra, amplios, con ese lujo de otro tiempo; diríase que en ellos puede ocurrir una aventura mágica. Me apresuro a declarar que no creo en magos, con o sin bonete, pero sí en la magia del mundo. La encontramos a cada paso: al abrir una puerta o en medio de la noche, cuando salimos de un sueño para entrar, despiertos, en otro. Sin embargo, como la vida fluye y no quiero morir sin entrever lo sobrenatural, concurro a lugares propicios y viajo. ¡En el viaje sucede todo! Animosamente, pues, me dirigí al señor de la recepción, que me dijo:
—Lo lamento, pero con el Congreso de Fabricantes de Marionetas para Ventrílocuos, Titiriteros y Afines no me queda una triste habitación.
No hubo más remedio que cruzar la plaza, con mi valijita, y tratarse a cuerpo de rey en el Nogaró, donde, no sin cabildeos y la mejor voluntad, porque alojaban la troupe completa del Berliner Ballet, me consignaron a un cuarto de matrimonio. En el quinto piso, yendo por el corredor hacia la izquierda, mi cuarto era el último; es decir que yo tenía, a la derecha, otra habitación, y a la izquierda, la pared medianera y el vacío. Pedí los diarios. A medida que los ojeaba, dejaba caer las páginas al suelo. Por la ventana veía la plaza, la estatua, la gente, las palomas. De pronto me acongojé. ¿Por el trajinar de allá abajo, símbolo del afán inútil? ¿Por el desorden de papel de diario, disperso por mi habitación? ¿Por el frío en los pies y en los hombros? ¿Por el cansancio de la noche en vela? Reaccionemos, me dije, y sin averiguar el origen de la congoja salí del hotel, me encontré en la plaza, a las nueve de la mañana, demasiado temprano para presentarme en las oficinas de la compañía, rama uruguaya. Vagué por las calles de la Ciudad Vieja, pensando que no almorzaría tarde, que a las doce en punto haría mi entrada en el Stradella. A todo eso iba del lado de la sombra y volví a enfriarme; cambié de vereda, justamente a la altura de una negra apostada en un zaguán de azulejos verdes; como yo valoro mi salud y soy tímido, pasé de largo. A las diez visité la compañía. Me agasajaron como saben hacerlo, hasta que el jefe de Relaciones Públicas me despidió, a las diez y trece. Permitió mi buena estrella que en plena puerta giratoria me presentaran a un caballero, un charlatán que vende solares, con quien entretuve, por así decir, veinte minutos en un café de la pasiva; lo embrollé astutamente y convinimos en que a la otra mañana, a las ocho en punto, iría a recogerme al hotel, para llevarme en automóvil a examinar el santo día solares en Colonia Suiza. Antes de las once me hallé de nuevo en la calle, más muerto que vivo.
Mirando cómo evolucionaban las palomas y unas mujerzuelas que usted confundía con mendigas, me repuse un poco en un banco, al sol, en la plaza Matriz. En el Stradella articulé un menú a base de ají, pimienta, otros picantes y mostaza, mucha carne, mariscos, vino tinto y café. Comí como lobo. Porque era temprano me despacharon pronto y a las doce y media yo disponía de todo el día por delante. Para bajar mi alimentación bebí más café en el bar del Nogaró. Allí contemplé por primera y última vez en mi vida a dos altas muchachas del Berliner Ballet: una con cara de gato, ligeramente vulgar y muy hermosa; la otra, rubia, fina, una sílfide, con nariz grande y derecha, con senos pequeños y derechos.
Aunque me derrumbaba el sueño, no subí a dormir la siesta, porque el recuerdo de las muchachas era demasiado vivido. En el hall, donde permanecí en asiento de gamuza una hora larga, tuve ocasión de contemplar a buen número de brasileros, los más niños y ancianos, con el agregado de tres o cuatro señoritas con todo lo necesario para encabritar al prójimo. Una de ellas, casada con seguridad, mirando en mi dirección, propuso:
—¿Vamos a dormir la siesta?
Me pregunté si yo soñaba —lo que era bastante probable, porque el cansancio me aplastaba el cráneo— cuando se incorporó un hombrote, surgido de un sillón, a mis espaldas.
Yo también hubiera subido a acostarme, pero en mi tesitura, reflexioné, más valía cansar el animal. Me saqué a tomar aire por esas calles de Dios, las mismas que recorrí a la mañana. Por pura curiosidad quise rever el zaguán de los azulejos. No lo encontré al principio y cuando, al fin, di con él, faltaba la eva de ébano, joven y bien modelada, que al pasar yo, horas antes, masculló su palabra: no lo digo por vanagloria. Me encaminé a la plaza Matriz; aparte de palomas, apenas quedaban niños y lustrabotas. La verdad es que yo estaba tan cansado como inquieto. Recordando que el sueño, esquivo en la cama, suele buscarnos en lugares públicos, entré en un ínfimo cinematógrafo, donde pasaban una película sueca, más bien alemana, que bajo la carnada de magníficas fotografías y tedio, resultó una formidable exhortación a la lujuria. Al salir de allí no hice más que cruzar la calle, para meterme en un barcito. Mientras bebía el marraschino, mordiendo trozos de un queso notable por lo pungente, se apersonaron al mostrador dos damiselas, lujosamente ataviadas con terciopelo, borravino y azul, anudado y levantado como telón de teatro, debajo de la cintura, por la parte trasera, y entablaron palique con el barman, sonriéndole como tamañas gatas. Cuando partieron lo felicité; respondió:
—Señor, lo que es mío, es suyo.
Sonó hueca mi risotada, no me atreví a pedir aclaración, me retiré al hotel. Ni bien entré me pasaron al comedor, donde di pronta cuenta del menú. Arrastrándome como pude subí, por ascensor, al quinto piso. No daban las diez en el reloj de la catedral cuando, en la enormidad de mi cama camera, me volteó el sueño.
A las doce y minutos me despertaron voces en el cuarto contiguo. Distinguí dos voces, una femenina y otra masculina: desde el principio escuché únicamente la femenina, que era muy suave. Imaginé a  una mujer delicada y morena; una peruana, quizá. Las mujeres que prefiero corresponden a otro tipo, pero ésta me gustaba. Algunos me reputarán tonto, por hablar así de una mujer que yo no veía. Lo cierto es que me la representaba perfectamente. ¿De qué hablaban? No sé, ni me interesa. Tampoco sé por qué no me dormía; estaba alerta, como si esperara algo.
Ay, a la una empezó. Mis primeras reacciones fueron inquietud, desazón, voluntad de huir. De veras no quería estar presente, pues me jacto de no tener por costumbre el husmear al vecino. ¿Lo creerán ustedes? Me bajó pudor, como si al verme en la coyuntura me avergonzara de mí mismo. Salté de la cama, para dar nudillos en la pared, acaso por respeto al pudor universal, acaso por el maligno deleite de interrumpirlos. Iba a gritarles: «¡Piedad! ¡Un momento! ¡Ya me voy!», cuando recordé que no tenía dónde ir, porque el hotel estaba repleto. Recordé también la vulgaridad de nuestros contemporáneos y comprendí que me exponía a quién sabe qué improperios.
Había que olvidar a la pareja, so pena de caer en el insomnio, lo que era intolerable: la noche y el día anteriores fueron duros; el programa del día siguiente, que empezaba a las ocho de la mañana y abarcaba Colonia Suiza, no debía tomarse a la ligera. Yo estaba exhausto. Resolví, cuerdamente, regresar al lecho, no sin antes aplicar, una última vez, la oreja. La suavísima peruana se había vuelto más ronca; en una interminable frase, que no tenía pausas y que era un suspiro, repetía: «Te juro te juro te juro te juro». Con una mueca sardónica, murmuré: «Nunca juramento tan sentido será olvidado tan pronto». El temor de que me oyeran me paralizó. ¿Había hablado en voz alta? Por un instante, en el cuarto de al lado, hubo silencio. Afirmaría que lo hubo, pero luego el jaleo continuó, a más y mejor.
Ahora anotaré una circunstancia curiosa: la peruana gritaba, suspiraba, respiraba, resoplaba —sí, resoplaba, como la foca en el estanque del zoológico— y a ella brindaba yo mi benevolencia, jamás a su discreto compañero, que sólo de tarde en tarde se manifestaba, entonces repugnantemente, como un gordo imbécil y moribundo, que agonizara babeando.
La situación abundaba, quién lo duda, en ribetes aptos para turbar a un hombre profundamente humano. Cuando me ponía festivo, menos mal: proyectaba al punto, con carcajada insensata, la broma de correr por debajo de la puerta una tarjeta de visita, donde no sólo figura mi nombre y apellido, sino mi jerarquía en la fábrica, con el mensaje: «Señor, si se fatiga ¿me la pasa?». Lo grave era cuando me irritaba. Si ustedes imaginaran el cariz de mi cólera, se asustarían. En mi furor, con sombrío júbilo, auguraba el fulmíneo triunfo del comunismo, tildaba de canalla al vecino y quería arrebatarle la mujer. Tragándome la rabia, musité: «Yo también tengo a la Gorda», lo que no  era igual y en aquel instante resultaba tan lejano que se volvía materia de conjetura. Luego, conmovido, me comparaba con la pobre Pelusa —un libro para niños que la Gorda me propinó, más o menos de contrabando—, me comparaba con la pobre Pelusa, cuando llega junto a los altos muros del palacio, para ella de transparente cristal, contempla el festín, clama y no la oyen. No pude aguantar, corrí a la cama, me cubrí con las cobijas, que resultaron excesivas.
El esfuerzo para no asfixiarme y el calor en tal grado me congestionaron que al mirarme en el espejo, cuando encendí la luz, temí haber contraído la rubéola o el sarampión, hipótesis que, felizmente, no se cumplió.
Fuera de las mantas respiraba con libertad, pero en compensación oía a la pareja. ¿Qué murmuraba ahora la peruana? Suspiraba en voz ronquísima: «Me muero me muero me muero me muero». Casi le grito: «Ojalá y de una vez, por favor». Busqué refugio en El diablo cojuelo; seguía oyendo. Busqué refugio en el sueño; apagué la luz, cerré los ojos, traté de abstraerme; seguía oyendo. En el preciso momento en que, por lo bajo, les echaba en cara a los vecinos mi insomnio, comprobé que ellos, como lo proclamaban sus ronquidos alternados, por fin dormían. Con repugnancia comenté: «Deben de ser animales marcadamente fisiológicos», para en seguida agregar: «¡Cerdos!».
Lejos de aliviarme, la casi perfecta calma que se estableció en el cuarto de al lado me exasperaba. ¿Por qué negarlo? Ahora echaba de menos aquel rumor, tan matizado y sugestivo. Me hallé desvelado y extrañamente solo. Pensé en la Gorda; loco de mí, pensé en la vecina. Cavilé. Volví a odiar al hombre, con su reposo actual me ofendía aún más que antes.
Quise romper mi pasividad. «Si voy a actuar», me dije, «actuaré con provecho». Trabajé, pues, un plan, para despachar abajo al hombre y visitar, en el ínterin, a la mujer. No era posible eliminar totalmente el peligro de un escándalo, más o menos incómodo; pero la presa bien valía el riesgo.
Cuando yo montaba los últimos pormenores de mi plan, sonó en el otro cuarto la imperiosa campanilla de un despertador. Vi, en mi reloj, que eran las siete y media. A continuación, hubo el habitual trajín de gente que se levanta. Con presencia de espíritu, yo me levanté paralelamente, sin perderles pisada, porque tenía un propósito que no dejaría de cumplir. No era un plan delirante, como el de la noche; era un propósito humilde, como correspondía a la sensata luz diurna. Me apresuré, saqué ventaja a los vecinos, me planté en la puerta del cuarto. Lo reconozco: el plan se había reducido de modo absurdo; ahora consistía en ocupar, con la prelación conveniente, un punto de mira. Mi ambición era modesta, mi voluntad, tremenda. Yo  vería a la peruana. Nadie se mofe: sólo quien poco espera contempla lo increíble. Eso, innegablemente, es lo que me ocurrió a mí.
Yo aguardaba, como dije, en mi posición estratégica. Oí los pasos; ya venían, en precipitado tropel por el corredorcito interno, que va del dormitorio a la puerta de salida. Se abrió la puerta. ¿Qué vieron mis ojos maravillados? Un anciano diminuto, flaco y gris, imberbe de puro viejo, que representaba mil años y estaba completamente solo.
—¿Puedo hacer la pieza? —preguntó inopinadamente uno de esos criados que merodean, cepillo en ristre, por los corredores de todo hotel.
—Cómo no —contestó el vejete, lo más garifo, y creí discernir, en sus ojillos chispeantes, que por un segundo me miraron, un dejo de burla.
En cuanto el viejo se alejó, articulé:
—Permiso ¿puedo pasar?
Con el pretexto de averiguar cuánto tardaría el lavadero en devolverme una camisa imaginaria, me colé en la habitación. Mientras departía con el criado, lo examiné todo. Allí no había peruanas.
Sonó, en mi cuarto, la campanilla del teléfono. Lo atendí. Me dijeron que un señor me esperaba. «¿A estas horas?», pregunté airadamente. Con desesperación recordé al charlatán de los lotes en Colonia Suiza. Hubiera querido que me tragara o, mejor, que lo tragara la tierra. Hubiera querido ser mago y hacerle creer que lo acompañaba y mandarlo solo a ver sus lotes. Partí a mi suerte.
Al entregar la llave, pregunté:
—¿Cómo se llama el señor de la habitación contigua a la mía? Consultaron libros y respondieron:
—Merlín.
El nombre me suena, pero ni antes ni después de esa mañana vi al sujeto.

Bioy Casares

jueves, 23 de junio de 2011

É a noite de San Xoán




É a nuite de San Xoán; -Ide rapaces
de todo mal capaces;
collede herba ferrenta,
collede brizos, menta,
e sarxa rabuxenta;
collede sabugueiro,
e follas de loureiro;
e collede sambuco,
tamén herba do cuco;
collede herba gateira,
aurego, herba cabreira,
con herba dos eremos;
Collede herba dos demos...
collede herba do inverno,
Collede, se podés, herba do inferno...
E facede con todo unha fogueira,
No medio da lareira:
E decide: - Ide bruxas,
e agoreiras curuxas;
Ide, casta embustera,
Que se casa e se marcha con calquera;
Ide, rapaza insidiosa,
sulfida e veleidosa,
de extraña condición,
que sempre di que non;
ide, falsas bellezas,
que trastornás dos tontos as cabezas;
abortos do profundo,
capaces todas de perder o mundo.

P.D. Esto decía un vello aleixoado,
no combate de amor experimentado.

Eduardo Pondal

miércoles, 22 de junio de 2011

Cuesta abajo

A la feria caminaban los dos: él, llevando de la cuerda a la pareja de bueyes rojos; ella, guiando con una varita de vimio, larga y flexible, a cinco rosados lechones. No se conocían: viéronse por primera vez cuando, al detenerse él a resollar y echar una copa en la taberna de la cima de la cuesta, ella le alcanzó y se paró a mirarle.
  Y si decimos la verdad pura, a quien la zagala miraba no era al zagal, sino al ganado. ¡Vaya un par de bueyes, San Antón los bendiga! A la claridad del sol, que comenzaba a subir por los cielos, el pelaje rubio de los pacíficos animales relucía como el cobre bruñido de la calderilla nueva; de tan gordos, reventaban y el sudor les humedecía el anca robusta. Fatigados por las acometidas de alguna madrugadora mosca, se azotaban los flancos, lentamente, con la cola poblada. La zagala, en un arranque de simpatía, abandonó a sus gorrinos, se llegó a uno de los castaños que sombreaban la carretera, sacó del seno la navajilla y cortó una rama, con la cual azotó los morros de los bueyes mosqueados. El zagal, entre tanto, corría tras un lechón que acababa de huir, asustado por los ladridos del mastín de la taberna.
  -¿D'ónde eres? -preguntó él, así que logró antecoger al marranito.
  Antes que el nombre, en la aldea se inquiere la parroquia; luego, los padres.
  -De Santa Gueda de Marbían. ¿Y tú?
  -De Las Morlas.
  -¿Cara a Areal?
  -Sí, mujer. Soy el hijo del tío Santiago, el cohetero.
  -Yo soy nieta de la tía Margarida de Leite.
  -¡Por muchos años! -exclamó el zagal, lleno de cortesía rústica.
  -¿Cómo te llamas, rapaza?
  -Margaridiña.
  -Yo, Esteban. Vas a la feria, mujer? -añadió, aunque comprendía que la pregunta estaba de más.
  -Por sabido. A vender esta pobreza. Tú sí que llevas cosa guapa, rapaz. ¡Dos bueis! Dios los libre de la mala envidia, amén.
  El zagal, lisonjeado, acarició el testuz de los animales, murmurando enfáticamente:
  -Mil y trescientas pesetas han de arrear por ellos los del barco inglés, y si no... pie ante pie tornan a casa. ¡Los bueyes del cohetero de Las Morlas!... ¡No se pasean otros mejores mozos por toda la Mariña!
  -Mira no te den un susto en el camino cuando tornes con el dinero -indicó, solícita, Margarida-. Hay hombres muy pillos. Andan voces de una gavilla. Yo tornaré temprano, antes que se meta la noche. ¡La Virgen nos valga!
  Esteban contempló un instante a la miedosa. Era una rapaza fornida, morena, como el pan de centeno; entre el tono melado de la tez resplandecían los dientes, semejantes a las blancas guijas pulidas y cristalinas que el mar arroja a la playa; los ojos, negros y dulces, maliciosos, reían siempre.
  -Ende tornando yo contigo, asosiégate -exclamó Esteban, fanfarroneando-. Tengo mi buena navaja y mi buen revólver de seis tiros. Vengan dos, vengan cuatro ladrones, vengan, aunque sea un ciento. ¡Soy hombre para ellos! ¡Conmigo no pueden!
  A su vez, la mocita miró al paladín. Esteban tenía el sombrero echado atrás, las manos, a lo jaque, en la faja, y un pitillo, acabado de encender, caído desgarbadamente sobre la comisura de los labios, bermejos como guindas. Su rostro fino, adamado, sin pelo de barba, contrastaba con sus alardes de valentón. La zagala acentuó la alegría de sus ojos; el zagal se puso colorado, y para disimular la timidez, dio al cigarro una feroz chupada.
  Después se encogió de hombros. ¿Qué hacían parados allí? Cruzaba mucha gente en dirección a la feria. Las mejores ventas se realizan temprano... ¡Hala! Y ella antecogió sus marranos, y él atirantó la cuerda y dio aguijada a sus bueyes. Ya no pensó ninguno de los dos en bobería ninguna, sino en su mercado, en su negocio. ¡Hala, hala!
  Al revolver de la carretera, festoneada de olmos, descubrieron el pueblecito, tendido al borde del río -pintoresco, bañado de luz, con sus tres torres de iglesia descollando sobre el caserío arcaico, irregular-. Ningún efecto les hizo la hermosa vista. Se apresuraron, porque ya debía de estar animándose la feria. Margarida pasaba las del Purgatorio cuidando de que no se perdiesen, entre el gentío, los cinco diminutos fetiches, adorables con sus sedas blancas nacientes sobre la tersa piel color rosa. Acabó por coger a dos bajo el brazo, sin atender a sus gruñidos rabiosos, cómicos, y ya solo por tres tuvo que velar, que era bastante. Esteban, columbrando entre un grupo de labriegos y un remolino de ganado las patillas de cerro del tratante inglés, se apresuró a acercarse con su magnífica pareja de cebones para empatársela a los otros vendedores. Así se apartaron, sin ceremonias, el zagal y la zagala. Sacó él sus mil y trescientas y cuarenta pesetas y las ocultó en la faja;
guardó ella entre la camisa de estopa y el ajustador de caña unos duros, producto de la venta de los lechones; fue él convidado al figón por el inglesote de azules ojos y patillas casi blancas; devoró ella, sentada en el parapeto del puente, dos manzanas verdes y un zoquete de pantrigo añejo, y a cosa de las tres y media de la tarde -cuando el sol empezaba a declinar en aquella estación de otoño-, volvieron a encontrarse en el camino, y sin decirse oste ni moste, acompasaron el paso, deseosos de regresar juntos. Margarida tenía miedo a la noche, a los borrachos que vuelven rifando y metiéndose con quien no se mete con ellos; Esteban, sin saber por qué, iba más a gusto en compañía, ahora que no necesitaba aguijar ni tirar de la cuerda. El diálogo, al fin, brotó en lacónicos chispazos.
  -¿Vendiste? -dijo la moza.
  -Vendí.
  -¿Pagáronte a gusto?
  -Pagáronme lo que pedí, alabado Dios.
  -¡Qué mano de cuartos, mi madre! ¿Y los bueis? ¿Van para el barco? -Para se los comer allá en Inglaterra... ¡Bien mantenidos estarán los ingleses con esa carne rica! ¡Qué gordura, qué lomos!
  -Callaron. Anochecía. Se escuchó detrás un silbido, pisadas fuertes, y la zagala, alarmada, se arrimó al zagal. La alarma pasó pronto: eran dos chicuelos que zuequeaban y soltaban palabrotas. Esteban rodeó los hombros de Margarida con su brazo derecho, para protegerla, y siguieron andando así, sin romper el silencio. La carretera serpenteaba por la vertiente de un montecillo cubierto de pinos; a la izquierda, los esteros y los juncales inundados brillaban, reflejando en rotos trazos la faz de la luna; el camino, lejos de ser fatigoso, como a la ida, descendía suavemente. Corría un fresco de gloria, un airecillo suave, más de primavera que de otoño; y el zagal y la zagala sentían algo muy hondo, que eran absolutamente incapaces de formular con palabras. Lo único que Esteban acertó a decir fue:
  -¡Qué a gusto se va cuesta abajo, Margaridiña!
  -Se anda solo el camino, Esteban -respondió ella, quedito.
  -¡Todos los santos ayudan! -insistió él.
  -Los pies llevan de suyo -confirmó ella.
  Y siguieron dejándose ir, cuesta abajo, cuesta abajo, alumbrados por la luna, que ya no se copiaba en los esteros, sino en la sábana gris de la ría.

Emilia Pardo Bazán

Castro Urdiales




Hace unos años estuve en un precioso pueblo cátabro, Castro Urdiales. Lo que en su tiempo fue una pequeña y preciosa villa marinera hoy  se ha convertido en un destino turístico saturado, sobre todo en verano,  y en  residencia de muchos bilbainos por su proximidad con el país vasco. La demanda de vivienda ha ido acompañada de una gran especulación.  Me llamó la atención la gran cantidad de inmobiliarias que había en un pueblo tan pequeño, puede que con la crisis muchos de esos negocios ya hayan cerrado. Cuando yo estuve querían construir un puerto deportivo y mucha gente se oponía al deterioro de la había por una  obra  que consideraban innecesaria para el pueblo. No sé en que habrá quedado la cosa.





lunes, 20 de junio de 2011

Un invierno muy crudo

Un día, cuando yo era todavía niño, de repente creí saber por qué las cosas se enfrían de dos mane­ras al llegar el invierno. La gente no sólo comienza a sentir frío sino que también se inclina —precisa­mente porque siente frío y eso es muy doloroso— a hacer cosas malvadas o por lo menos a pensar en cosas que de otro modo no se le hubieran ocurrido.
Se me ocurrió esa idea porque, sin tener nin­gún motivo, rompí los vidrios de una ventana perte­neciente a personas que nada tenían que ver conmigo, y que no me habían hecho nada excepto tener una hermosa ventana con muchos lindos vidrios que me sugirieron aquella mala idea.
Ese fue un descubrimiento significativo para mí, porque ahora venía a darme cuenta de que los ratones también la pasarían mucho peor que en el verano y que no estaría nada bien que siguiera dis­parándoles con mi rifle de aire comprimido hasta que cayeran muertos o diesen volteretas por el aire mientras chillaban. Lo pensé detenidamente, y desde ese día dejé de dispararles a los ratones: me limité a observarlos en silencio cuando les robaban su co­mida a las gallinas bajo sus propias narices.
Así que para no sufrir tanto con mi recién des­cubierta compasión, opté por salir a caminar más a menudo. Cada vez hacía más frío y pronto comen­zaría a nevar. Se podía oler en el aire. Yo miraba insistentemente el cielo porque pensaba: "Una vez que comience a nevar, no vas a verlo por un buen tiempo".
Teníamos un vecino que solía dar largas cami­natas por el malecón, y de quien se decía que estaba loco porque, aunque era un hombre de edad e iba siempre impecablemente vestido, sentía un placer infantil en verter agua de una jarrita de latón dentro de las cuevas de tos ratones, y esperar hasta que los pobres animales emergieran, exactamente como ha­cíamos nosotros cuando éramos más chicos.
Me crucé con él en el malecón y lo vi vertiendo agua en los agujeros de los ratones y revolviendo con una gruesa vara. Y también vi cómo un ratoncito se escapaba y él lo perseguía, su abrigo azul enre­dándose en sus rodillas. Porque no podía correr y golpear al mismo tiempo, o por lo menos no po­día golpear bien, finalmente descargó su ira sobre el ratón aplastándolo con su zapato. Corrí hacia él y le pregunté por qué hacía eso.
—Bueno —contestó, tomando por la cola al ratón y sacándolo del hueco en el cual lo había semienterrado su pisotón, para sacudirlo ante mi nariz—, sabes muy bien que está comenzando a hacer mucho frío y no puede hacerse cuando la tie­rra se endurece.
En realidad no pasó mucho tiempo antes de que comenzara a nevar. Lentamente, cayeron copos blan­cos y esponjosos. Además el aire se había entibiado un poquito. Mi padre me había explicado por qué pasa eso cuando nieva, y me di cuenta, con bastante pena, de que la nieve no quedaría adherida al suelo sino que iría derritiéndose a medida que caía. Todavía se veían las puntas de las hojas de hierba y el duro cés­ped de invierno. Y aún podía verse el sol, pálido y redondo detrás de las nubes de nieve.
Dejé al viejo cazador de ratones, a quien, en mi actual estado de bondad, despreciaba profundamen­te, y durante un largo momento escuché los chillidos de los animalitos antes de que él los llamara a si­lencio.
Durante los días siguientes nevó sin parar. Len­tamente, la nieve comenzaba a acumularse, y cuando nuevamente la guerra puso fin a las clases, nuestra ocupación principal fue la construcción de muñecos de nieve. Nuestra profesora de inglés, la señorita Kiekat, que era una muchacha de rostro delgado, nos había hablado de un inglés gordo y sinver­güenza que se llamaba Falstaff. Durante mucho tiem­po todos nuestros muñecos de nieve se parecieron a Falstaff. En vez de botones llevaban zanahorias por nariz, y en vez de botas altas hasta la rodilla y con vueltas, les poníamos alpargatas raídas, pero apar­te de eso tenían un aspecto muy digno. También les pusimos sombreros de copa. Ellos se pasaban todo el tiempo tratando de quitárselos, para lo cual alza­ban sus gordos brazos hasta la altura de sus cabe­zas, y siempre teníamos que darles unos gritos para que se los dejasen puestos. Pero ellos se enojaban porque los obligábamos y arrugaban sus narices de zanahoria en procura de una solución. A la mañana siguiente, cuando íbamos a verlos, los sombreros de copa estaban en el suelo, pero como bien podía ser por causa del viento, dejábamos a los gordos en paz, y nos limitábamos a colocarles nuevamente los som­breros en la cabeza. Pero de cualquier manera nos enfadábamos.
En rigor de verdad, durante esos días hubo al­go parecido a un estallido general de rabia, que no veíamos pero que igual estaba allí y que empezaba a gritar si no estábamos preparados para ello. Por ejemplo, los muchachos peleábamos por los muñe­cos de nieve o porque nuestros trineos chocaban y cada uno de nosotros acusaba a los demás de estro­pearle la pintura. Como si eso no fuera lo suficiente­mente malo, había bronca cuando llegábamos a casa con los zapatos mojados y arruinados, porque los za­patos eran caros y ya era bastante pecado desper­diciar sombreros de copa en los muñecos de nieve. Pero esto último en realidad era menos serio porque de todas maneras nadie usaba sombreros de copa, y estaban abandonados en lo alto de los guardarro­pas.
Sucedieron cosas mucho peores que las que nosotros hicimos. No muy lejos de nosotros se hun­dió un gran barco; se había topado con una mina, y ahora todo el mundo esperaba que el agua llevase hasta el malecón todas las cosas buenas que sin du­da habría a bordo del barco, ya que el agua siempre hace eso. Pero esta vez no lo hizo o al menos no in­mediatamente: primero trajo marineros muertos, y toda la gente que esperaba las cosas lindas se vio obligada, en homenaje a la decencia, a enterrar pri­mero a los muertos. Mi padre también tuvo que hacerlo y ello lo deprimió muchísimo porque los mari­neros no eran más que muchachitos, no mucho ma­yores que nosotros mismos. Y como no sabía qué hacer para quitarse la depresión, a veces se enojaba conmigo y mientras tanto no podíamos disfrutar de la nieve como habíamos estado haciéndolo.
Sin embargo, al final las cosas buenas del bar­co fueron llegando al muelle: latas de cigarrillos y tabaco, plátanos, naranjas, limones y licores, y también mucha madera perteneciente al barco. La gente juntaba todo, pero aparte de los cigarrillos, el ta­baco, las bebidas y la madera, casi todo lo demás estaba echado a perder. El hecho de que los licores no se hubiesen descompuesto resultó fatídico al fin de cuentas, porque ahora todos bebían para ahogar su desilusión, y entonces se originaban discusiones y pendencias, y casi se puede decir que tuvimos un brote de violencia, que sin la ayuda de los licores no hubiese llegado sino con la primavera, de acuerdo con mi teoría de que el frío paraliza a la maldad en movimiento.
Por supuesto, nosotros también lo experimen­tábamos: como castigo se había reabierto la escuela, ya que no podíamos mantenernos apartados de los marineros muertos; lo único capaz de sacarnos de allí fue la escuela, aunque aún no hubiese carbón pa­ra las estufas. Pero decidieron usar para la calefac­ción la madera que fue llevada por el mar. Y cuando salíamos de la escuela, solíamos encontrarnos con más problemas todavía en casa. Mi padre no era una excepción notable a esta regla, como por lo general solía serlo; ahora muchas veces era malo conmigo, de la misma manera que yo había sido malo con otros chicos cuando tenía la cabeza cargada de problemas. Papá no sabía por dónde comenzar el trabajo.
Los maridos de mis cuatro tías estaban en el ejército, y todas ellas tenían grandes jardines que no podían cuidar, o no querían a causa del frío. En ellos crecía la coliflor y la col y otros vegetales tardíos que necesitan una buena dosis de escarcha para saber bien. A papá le tocaba cosecharlas a todas, y era un trabajo bastante duro para él. Se sentía más inclinado a leer libros todo el tiempo que dura­se la lámpara, pero ahora esos jardines lo mantenían apartado de sus libros. La consecuencia de ello era que yo debía realizar mis tareas mucho más cuida­dosamente que nunca porque, si llegaba a descubrir un error, me hacía reescribir toda la lección dos ve­ces, y eso no me gustaba nada. En suma, me cansé de conservarme fiel a mi propio código de buen com­portamiento, aunque había resuelto firmemente ha­cerlo.
Por otra parte, y ante nuestra gran sorpresa, había comenzado el deshielo. Y ello era particular­mente cruel porque la nieve caía muy rara vez cer­ca de nosotros. Podíamos contar con los dedos de una mano la cantidad de días en que la nieve permanecería con nosotros, lo cual resultaba aproximada­mente hasta Navidad. Todo el mundo espera la Navidad, excepto los conejos que tienen que propor­cionar la cena navideña. Pero según nosotros, una Navidad sin nieve no valía la pena, y todos deseába­mos que no se terminase la racha nivosa. Pero terminó, y el deshielo se aceleraba día a día. El día anterior a la Nochebuena se hizo evidente que no tendríamos nieve en Navidad.
A mediodía de este día el sol brillaba hermoso y cálido y todo se derretía, de modo que me puse a hacer bolas con toda la nieve que pude juntar. No la había en cantidad suficiente para un muñeco. Compacté fuertemente la nieve con las manos y tam­bién contra la rodilla, de manera que quedasen más duras, y las sumergí en el agua del deshielo, así que­daron convertidas en una suerte de bolas de hielo, que podían lastimar mucho si le acertaban a alguien. Nos pasamos la tarde bombardeándonos unos a otros con ellas, hasta que apenas podíamos mover los brazos de cansancio.
Finalmente me quedó una sola bola de nieve, y la sostuve en la mano mientras mi padre regresaba de los jardines de mis tías con un gran cargamento de coliflores en la espalda; deseaba llegar a la loma­da descendente que unía el camino con nuestro patio, apresurándose para aprovechar el resto de luz diurna que le quedaba a fin de matar los conejos pa­ra nosotros y nuestras tías.
Esa misma mañana había estado lamentándose porque odiaba matar cualquier cosa, pero mis tías, y en este caso mi mamá también, habían insistido en ello. No se sentía nada feliz ante la perspectiva y me­nos aun le gustó enterarse de que yo estaba deci­dido a presenciar la carnicería, lo que a sus ojos era algo perverso y cruel, mientras que yo me conven­cía a mí mismo de que sólo deseaba verlo golpear sus cabezas con el palo para que se les aflojasen las patas y de ese modo mi padre podría tomar el cuchillo, y hundírselo en los pescuezos para que sa­liese la sangre. Yo no veía nada de cruel en todo ello.
—De ninguna manera —dijo—. Tú te vas a ju­gar, que aún eres un niño. Yo que tú aprovecharía a fondo esa circunstancia.
Y ahora penetraba en nuestro patio con las co­liflores de las tías. Pesé mi última bola en la mano, y en compensación por todas mis desilusiones y hu­millaciones, la arrojé con todas mis fuerzas.
Ni siquiera nos dejaban ver a los marineros muertos, y eso que yo me había comportado bien: hasta había renunciado a dispararles a los ratones y a ahogarlos en el malecón. ¡Ya no nos dejaban mirar nada más! Todo esto proporcionó velocidad a la bola, que fue a golpear a mi padre justamente en la nuca. El impacto lo hizo deslizar cuesta abajo, lastimándo­se porque no cayó sobre las coliflores, y cuando se levantó y vio quién le había arrojado la bola, cruzó la calle y me dio un solo y furioso cachetazo en la cara.
Después de este golpe y de mi larga y rabiosa mirada, me dio las coliflores y me ordenó llevárselas a mis tías, y que ni se me ocurriera volver antes de las siete. Cuando regresé los conejos ya estaban muertos y pelados; habían limpiado la sangre y es­taba todo listo, como generalmente se hace para que los chicos no vean nada malo, lo cual es precisa­mente lo que los chicos quieren ver. Conservé este rencor hacia mi padre bastante tiempo, hasta que luego lo olvidé, pero desde entonces y hasta mucho después se me ocurrió, y ahora más que nunca, y de­bo decir que me sorprende mucho, que en esa oca­sión mi padre no me dijo qué tipo perverso era yo.
Pero no es muy divertido ser de otra manera. Afortunadamente, enseguida después de Navidad se instaló una especie de primavera, con aire tibio, que nos permitió salir como siempre. Pronto olvidé todo lo que mi padre había sostenido que era bueno. Hoy puedo verlo en sus ojos cada vez que lo miro: allí está esa duda plenamente justificada acerca de mí, mezclada con la emoción oscura, cálida, misericor­diosa, que no puede evitar de sentir.
Karl Alfred Wolken

viernes, 17 de junio de 2011

Camp Faces


CAMP FACES from hasan tanji on Vimeo.

Milagro de la dialéctica

De vuelta a su lugar cierto joven estudiante muy atiborrado de doctrina y con el entendimiento más
aguzado que punta de lezna, quiso lucirse mientras almorzaba con su padre y su madre. De un par de huevos
pasados por agua que había en un plato escondió uno con ligereza. Luego preguntó a su padre:
-¿Cuántos huevos hay en el plato?
El padre contestó:
-Uno.
El estudiante puso en el plato el otro que tenía en la mano diciendo:
-¿Y ahora cuántos hay?
El padre volvió a contestar:
-Dos.
-Pues entonces -replicó el estudiante,- dos que hay ahora y uno que había antes suman tres. Luego son
tres los huevos que hay en el plato.
El padre se maravilló mucho del saber de su hijo, se quedó atortolado y no atinó a desenredarse del
sofisma. El sentido de la vista le persuadía de que allí no había más que dos huevos; pero la dialéctica especulativa y profunda le inclinaba a afirmar que había tres.
La madre decidió al fin la cuestión prácticamente. Puso un huevo en el plato de su marido para que se le
comiera; tomó otro huevo para ella, y dijo a su sabio vástago:
-El tercero cómetele tú.
Juan Varela

martes, 14 de junio de 2011

Sobre el teatro de títeres


Cuando pasaba el invierno de 1801 en M..., encon­tré allí, una noche, en un jardín público, al señor C... que hacía poco que estaba contratado en esa ciudad como primer bailarín de la Ópera y despertaba un entusiasmo extraordinario en el público.
Le dije que me asombraba por haberlo encontrado ya varias veces en un teatro de títeres que, armado al azar en la plaza, divertía al populacho con sus sainetillos, entre­tejidos de baile y canto.
Me aseguró que la pantomima de los muñecos le cau­saba gran placer, dejando entrever bien a las claras que un bailarín que quisiera perfeccionarse podría aprender de ellos no poca cosa.
Como tal manifestación, por el modo en que la hizo, me pareciera más que mera ocurrencia, me senté a su lado para cerciorarme de las razones con que pudiese fundar tan extraño aserto.
Me preguntó si no había encontrado yo, realmente, muy graciosos algunos de los movimientos en la danza de los títeres, sobre todo de los pequeños.
No pude negar esta circunstancia. Un grupo de cuatro aldeanos que en rápido compás bailaran la ronda, no ha­bría podido ser pintado con más garbo ni siquiera por un Teniers.
Lo interrogué luego por el mecanismo de estas figuras y como era posible dirigir los distintos miembros de las mismas y sus distintas partes, tal como lo exige el ritmo de los movimientos o el baile, sin tener entre los dedos miríadas de hilos.
Respondió que yo no debía representármelo como si el animador ajustase cada extremidad y tirase de ellas por separado en los distintos momentos de un baile.
Dijo que cada movimiento tenía un centro de gravedad, y que bastaba desplazar a éste en el interior de la figura; los miembros, que no eran sino péndulos, le seguirían sin más, mecánicamente y por sí mismos.
Añadió que este movimiento era muy sencillo; que cada vez que el centro de gravedad es movido en linea recta, las extremidades ya describen curvas, y que a menudo el conjunto, agitado por mera casualidad, entra en una suerte de movimiento rítmico, análogo al baile.
Esta observación parecíame, entonces, explicar en algo aquel placer que él pretendiera encontrar en el teatro de los títeres. Mas entretanto, ni lejanamente presentí las conclusiones que el otro iba a sacar, más tarde, de ello.
Le pregunté si creía que el animador mismo, para mo­ver estos títeres, debía ser bailarín o tener al menos una idea de lo bello en el baile.
Replicó que del solo hecho de que una tarea era fácil en su aspecto mecánico, no era de deducir que podía ser realizada sin sentimiento alguno.
La línea que el centro de gravedad ha de describir era, dijo, muy sencilla y, según creía, recta en la mayoría de los casos. En casos en que sea curva, la fórmula de su inflexión parecería, por lo menos, de primer orden, o a lo sumo una de segundo; y hasta en este último caso sólo elíptica, forma de movimiento está que no costaría gran esfuerzo al animador para trazarla, por ser ella en sí la más natural a las prominencias del cuerpo humano (de­bido a sus articulaciones).
Por el otro lado, en cambio, esta línea sería algo muy misterioso. Pues no sería sino el camino del alma del bailarín; y él añadió, dudaba de que pudiera darse con ella, a no ser que el animador se imaginara trasladado al centro de gravedad del fantoche, o, en otras palabras, que bailara.
Repliqué que había supuesto la tarea de éste como algo casi carente de espíritu: como algo semejante a girar la manivela que pone en marcha un organillo.
–De ninguna manera –contestó–. Más bien, los movi­mientos de sus dedos son tan complejamente proporciona­les al movimiento de los títeres pendientes de ellos, como por ejemplo lo son los números a sus logaritmos o la asín­tota a su hipérbola.
Prosiguió diciendo que sin embargo consideraba facti­ble que aun esta última fracción de espíritu, que ya mencionara, podía ser quitada a los muñecos de modo que su baile pasaría en un todo al dominio de las fuerzas mecánicas, susceptible entonces de ser producido por una manivela, como había pensado yo.
Di a entender, entonces, que me extrañaba observar la atención que él dedicaba a esta variedad de las bellas artes inventada para la plebe, y el ver que no sólo la estimaba capaz de un desarrollo superior, sino que tam­bién él mismo parecía ocuparse en ella.
Sonrió y dijo que osaba afirmar que él –siempre que un mecánico lograse construirle un títere según las indi­caciones que él pensaba hacerle– representaría mediante éste un baile tan perfecto que ni él ni cualquier otro bai­larín coetáneo, aunque fuera tan hábil como el mismo Vestris, sería capaz de alcanzarlo.
–¿Usted habrá oído –preguntó, mientras yo callada­mente bajaba la mirada al suelo–, habrá oído hablar de aquellas piernas mecánicas que artistas ingleses confec­cionan para los desdichados que han perdido sus piernas?
Dije que no: que tal cosa jamás había llegado a mis ojos.
–Lo lamento –replicó él–, pues si le digo que aquellos infortunados, mediante ellas, vuelven a bailar, he de temer que no lo crea. ¿Qué digo, bailar? Es verdad que es limitado el ámbito de sus movimientos, pero aquellos que están a su alcance se efectúan con suavidad, facilidad y gracia tales que maravillan a toda mente capaz de pensar.
Di a entender que él, de este modo, había encontrado ya a su hombre. Pues un artista capaz de construir una pierna tan maravillosa lograría componerle, indudablemente, un títere completo, de acuerdo con sus exigencias.
–Y ¿cuáles... –pregunté al verlo bajar a su vez los ojos, algo molesto– cuáles son, pues, las exigencias que usted piensa hacer al arte de aquél?
–Nada –contestó él– que ya no se encontrara allí: ar­monía, agilidad, suavidad, mas todas ellas en un grado superior; y en particular una distribución natural de los centros de gravedad.
–Y ¿qué ventaja llevaría tal muñeco sobre los bailarines humanos?
–¿La ventaja? Ante todo una ventaja negativa, mi distinguido amigo: que jamás sería remilgado. Pues los re­milgos aparecen, como usted sabe, cada vez que el alma (vis motrix) se halla en cualquier punto distinto del cen­tro de gravedad del movimiento. Y como el animador, mediante el hilo o el alambre, no tiene ni puede tener en su poder otro punto que éste, todos los demás miembros son lo que deben ser, miembros muertos, meros péndulos, que obedecen al exclusivo principio de gravedad; condición óptima ésta que uno busca en vano en la mayor parte de nuestros bailarines.
–Mire usted tan sólo a la P... –continuó– cuando ella, haciendo de Dafne, vuelve la cabeza hacia Apolo que la persigue. Tiene el alma en las vértebras lumbares, se inclina cual si quisiera quebrarse en dos como una ná­yade de la escuela de Bernini. Mire al joven F..., cuan­do en el rol de París, se halla entre las tres diosas entregándole la manzana a Venus; su alma está (¡qué horror el verlo!) en su codo.
–Tales desaciertos –añadió finalizando– son inevitables desde que hemos comido del árbol de la ciencia. Pero al Paraíso se le ha echado el cerrojo y el querube anda tras nosotros; hemos de hacer el viaje alrededor del Mundo para ver si quizá esté abierto en alguna parte por detrás.
Me reí... De todos modos, pensaba yo, no puede errar el espíritu allí donde no existe. Mas al darme cuenta de que aquél tenía aún algo más que revelarme, le rogué que continuara.
–Además –prosiguió él– estos títeres tienen la ventaja de que son antigraves. No saben nada de la inercia de la materia, cualidad ésta entre todas la más antagónica al baile; pues la fuerza que los eleva es mayor que la que los retiene en el suelo. ¡Qué no daría la buena G... si tuviera sesenta libras menos o sí en sus entrechats y pi­ruetas le ayudase un contrapeso de este volumen! Los muñecos, cual elfos, no necesitan del suelo sino para ro­zarlo ligeramente y para reavivar, por una fugaz deten­ción, el empuje de sus miembros; nosotros, en cambio, lo precisamos para descansar en él y restablecernos del es­fuerzo del baile, en un instante que evidentemente no es parte del mismo y con el que no se puede hacer otra cosa que abreviarlo en lo posible.
Dije que, por más hábilmente que defendiese la causa de sus paradojas, no lograría nunca hacerme creer que en un títere mecánico pudiera haber más gracia que en la estructura del cuerpo humano.
Replicó que, en cuanto a gracia, al hombre le era com­pletamente imposible igualarse siquiera al títere, pues, dijo, en este campo, sólo un dios podría rivalizar con la materia; y precisamente, éste sería el punto donde los dos extremos del Mundo circular llegarían a encontrarse.
Asombrándome cada vez más, no sabía qué decir frente a afirmaciones tan extrañas. Entonces aquél, tomando una pulgarada de rapé; dijo que yo le parecía no haber leído con atención el tercer capítulo del Génesis, y quien no conociese este primer período de toda la cultura humana, con éste no se podría conversar bien sobre los siguientes y mucho menos sobre el último.
Dije que conocía muy bien el desorden que la concien­cia provoca en la gracia natural del hombre. Y relaté cómo un joven conocido mío, ante mis propios ojos, por decir así, y a causa de una sola observación, perdió su inocencia, sin volver a encontrar después el Paraíso que ella constituye, no obstante todos los empeños que puso en recuperarlo.
–Mas, ¿cuáles son las consecuencias –agregué– que usted podría sacar de ello?
Me preguntó a qué acontecimiento aludía yo.
–Me estaba bañando –referí– casi tres años ha, junto con un joven, sobre cuyo ser entonces se esparcía una maravillosa gracia. Tenía más o menos dieciséis años y sólo muy tenuemente, provocados por el favor de las mu­jeres, vislumbrábanse los primeros vestigios de la vanidad. Es un hecho que poco antes habíamos visto, en París, a aquel joven que se extrae una espina del pie; la repro­ducción de esa estatua es bien conocida y se halla en la mayoría de las colecciones alemanas. Una mirada, echada al azar en un gran espejo en momentos en que ponía el pie sobre un taburete para secárselo, se la recordó; de modo que sonriendo me habló del descubrimiento que acababa de hacer. Y, en verdad, en aquel instante vine yo de hacer la misma observación, mas sea para examinar la seguridad que la gracia le otorgaba, o fuera para opo­ner cierta resistencia saludable a su vanidad, me eché a reír replicando que él me parecía ver fantasmas. Sonrojó y por segunda vez levantó el pie para demostrármelo, pero el ensayo –como era fácil de prever– fracasó. Algo perturbado levantó el pie por tercera y cuarta vez y, creo, diez veces aún: en balde. Resultó incapaz de repetir el mismo movimiento... ¿qué digo?: los movimientos que hizo contenían un elemento tan cómico que yo apenas me contuve para no reír a carcajadas...
“Desde aquel día, por no decir desde aquel instante, se produjo en el joven un cambio inconcebible. Comenzó por colocarse ante el espejo durante días; y un encanto tras otro lo abandonó. Una fuerza invisible e inconce­bible parecía encerrarlo cual red de hierro para inhibir el libre juego de sus gestos y, cuando hubo pasado un año, no se vio más en él ni rastro de aquella gracia que antes había deleitado los ojos de cuantos lo rodeaban. Vive aún quien fue testigo de aquel extraño y desdichado acaeci­miento y lo confirmaría, palabra tras palabra, tal cual yo lo relaté.
–En esta oportunidad –dijo amablemente el señor C...– debo contarle otro suceso y fácilmente compren­derá usted cómo viene al caso.
“Encontrábame yo, de viaje a Rusia, en una estancia del señor von G..., noble livonio, cuyos hijos entonces estaban practicando mucho la esgrima. El mayor, en par­ticular, que acababa de volver de la universidad, se hacía el campeón y, cuando yo estaba una mañana en su habi­tación, me ofreció un florete. Entramos en lucha, mas sucedió que yo le resulté superior; encegueciéndolo, ade­más, la propia, pasión, casi cada estocada que hice lo alcanzó, hasta que al final su florete voló a un rincón. En broma a medias y a medias ofendido, dijo al levantar el florete, que había encontrado quien lo superara, mas como todo en el Mundo encuentra quien lo venciere, acto seguido me llevaría él hacia alguien que pudiera más que yo. Al reírse a carcajadas y exclamando: “¡Vamos, vamos, bajemos al depósito de leña!”, los hermanos me tomaron de la mano, conduciéndome hacia un oso que el señor G..., su padre, criaba en la quinta.
“Cuando yo, asombrado, me le puse delante el oso estaba sobre las patas traseras, apoyándose con la espalda contra un palo al que estaba atado; levantando la zarpa derecha, pronto a dar un golpe, me miró cara a cara: fue ésta su postura de esgrimista. No sabía yo si no soñaba al verme frente a tal adversario, pero: '¡Haga una esto­cada, hágala! –dijo el señor von G...– y ¡mire si puede entrarle una!' Y después de restablecerme un poco de mi asombro, yo lo asalté con el florete; el oso hizo un brusco movimiento con la zarpa y atajó el golpe. Traté de confundirlo valiéndome de fintas: el oso no se movió. Volví a atacarlo con un viraje tan hábil e instantáneo que infaliblemente habría alcanzado un pecho humano: el oso hizo un brusco movimiento con la zarpa y atajó el golpe. Ahora me encontré casi en la situación del joven señor von G.... Por añadidura, la seriedad del oso me hizo perder el tino; mezclé golpes y fintas, nadé en sudor: en vano. No sólo que el oso cual si fuera el primer esgrimista del Mundo, atajaba todas mis estocadas: a las fintas ni siquiera reaccionaba –cosa en que ningún esgrimista del Mundo lo puede imitar–; mirándome de hito en hito como si en mis ojos pudiera leer mi alma, así estaba él, levan­tando la zarpa, pronto a dar su golpe, y cuando mis esto­cadas no eran serias, no se movía.
“¿Cree usted esta historia?
–Por completo –exclamé, con alegre aplauso–, a cual­quier desconocido la creería, tan verosímil es: y ¡cuánto más a usted!
–Ahora bien, mi distinguido amigo –dijo el señor C...– con ello usted se halla en posesión de cuanto es necesario para comprenderme. Vemos que a medida de obscurecer y decrecer la reflexión, dentro del Mundo orgá­nico, la gracia se destaca cada vez más radiante y domi­nante. Mas igual que la intersección de dos líneas, por un lado de un punto, habiendo pasado por el Infinito, reaparece por el otro lado, o como la imagen de un espejo cóncavo, después de que se ha alejado hacia el Infinito, de repente vuelve a surgir ante nosotros: así también, cuando el conocimiento haya pasado, por decir así, por algo Infi­nito, volverá a presentarse la gracia, de manera que ella, al mismo tiempo, aparecerá en la forma más pura en aquel cuerpo humano que poseyere o absolutamente ninguna conciencia o una conciencia infinita, es decir: en el títere o en el dios.
–De modo que –dije algo distraído– ¿deberíamos vol­ver a comer del árbol de la ciencia para tornar al estado de inocencia?
–Naturalmente –contestó él–; éste es el último capí­tulo de la historia del Mundo.
Heinrich Von Kleist

sábado, 11 de junio de 2011

Loco

Los testigos

Cuando le conté a Polanco que en mi casa había una mosca que volaba de espaldas, siguió uno de esos silencios que parecen agujeros en el gran queso del aire. Claro que Polanco es un amigo, y acabó por preguntarme cortésmente si estaba seguro. Como no soy susceptible le expliqué en detalle que había descubierto la mosca en la página 231 de Olver Twist, es decir que yo estaba leyendo Oliver Twist con puertas y ventanas cerradas, y que el levantar la vista justamente en el momento en que el maligno Sykes iba a matar a la pobre Nancy, vi tres moscas que volaban patas arriba. Lo que entonces dijo Polanco es totalmente idiota, pero no vale la pena transcribirlo sin explicar antes cómo pasaron las cosas.
Al principio a mí no me pareció tan raro que una mosca volara patas arriba si le daba la gana, porque aunque jamás había visto semejante comportamiento, la ciencia enseña que eso no es una razón para rechazar los datos de los sentidos frente a cualquier novedad. Se me ocurrió que a lo mejor el pobre animalito era tonto o tenía lesionados los centros de orientación y estabilidad, pero poco me bastó para darme cuenta de que esa mosca era tan vivaracha y alegre como sus dos compañeras que volaban con gran ortodoxia patas abajo. Sencillamente esta mosca volaba de espaldas, lo que entre otras cosas le permitía posarse cómodamente en el cielo raso; de tanto en tanto se acercaba y se adhería a él sin el menor esfuerzo. Como todo tiene su compensación, cada vez que se le antojaba descansar sobre mi caja de habanos se veía precisada a rizar el rizo, como tan bien traducen en Barcelona los textos ingleses de aviación, mientras sus dos compañeras se posaban como reinas sobre la etiqueta «made in Havana» donde Romeo abraza enérgicamente a Julieta. Apenas se cansaba de Shakespeare, la mosca despegaba de espaldas y revoloteaba en compañía de las otras dos formando esos dos insensatos que Pauwels y Bergier se obstinan en llamar brownianos. La cosa era extraña, pero a la vez tenía un aire curiosamente natural, como si no pudiera ser de otra manera; abandonando a la pobre Nancy en manos de Sykes (¿qué se puede hacer contra un crimen cometido hace un siglo?), me trepé al sillón y traté de lidiar más de cerca un comportamiento en el que rivalizaban lo supino y lo insólito. Cuando la señora Fotheringham vino a avisarme que la cena estaba servida (vivo en una pensión), le contesté sin abrir la puerta que bajaría en dos minutos y, de paso, ya que la tenía orientada en el tema temporal, le pregunté cuánto vivía una mosca. La señora Fotheringham, que conoce a sus huéspedes, me contestó sin la menor sorpresa que entre diez y quince días, y que no dejara enfriar el pastel de conejo. Me bastó la primera de las dos noticias para decidirme -esas decisiones son como el salto de la pantera- a investigar y a comunicar al mundo de la ciencia mi diminuto aunque alarmante descubrimiento.
Tal corno se lo conté después a Polanco, vi en seguida las dificultades prácticas. Vuele boca abajo o de espaldas, una mosca se escapa de cualquier parte con probada soltura aprisionada en un bocal e incluso en una caja de vidrio puede perturbar su comportamiento o acelerar su muerte. De los diez o quince días de vida, ¿cuántos le quedaba a este animalito que ahora flotaba patas arriba en un estado de gran placidez, a treinta centímetros de mi cara? Comprendí que si avisaba al Museo de Historia Natural, mandarían a algún gallego armado de una red que acabaría en un plaf con mi increíble hallazgo. Si la filmaba (Polanco hace cine, aunque con mujeres), corría el doble riesgo de que los reflectores estropeasen el mecanismo de vuelo de mi mosca, devolviéndolo en una de esas a la normalidad con enorme desencanto de Polanco, de mí mismo y hasta probablemente de la mosca, aparte de que los espectadores futuros nos acusarían sin duda de un innoble truco fotográfico. En menos de una hora (había que pensar que la vida de la mosca corría con una aceleración enorme si se la comparaba con la mía) decidí que la única solución era ir reduciendo poco a poco las dimensiones de mi habitación hasta que la mosca y yo quedáramos incluidos en un mínimo de espacio, condición científica imprescindible para que mis observaciones fuesen de una precisión intachable (llevaría un diario, tomaría fotos, etc.) y me permitieran preparar la comunicación correspondiente, no sin antes llamar a Polanco para que testimoniara tranquilizadoramente no tanto sobre el vuelo de la mosca como acerca de mi estado mental.
Abreviaré la descripción de los infinitos trabajos que siguieron, de la lucha contra el reloj y la señora Fotheringham. Resuelto el problema de entrar y salir siempre que la mosca estuviera lejos de la puerta (una de las otras dos se había escapado la primera vez, lo cual era una suerte; a la otra la aplasté implacablemente contra un cenicero) empecé a acarrear los materiales necesarios para la reducción del espacio, no sin antes explicarle a la señora Fotheringham que se trataba de modificaciones transitorias, y alcanzarle por la puerta apenas entornada sus ovejas de porcelana, el retrato de lady Hamilton y la mayoría de los muebles, esto último con el riesgo terrible de tener que abrir de par en par la puerta mientras la mosca dormía en el cielo raso o se lavaba la cara sobre mi escritorio. Durante la primera parte de estas actividades me vi forzado a observar con mayor atención a la señora Fotheringham que a la mosca, pues veía en ella una creciente tendencia a llamar a la policía, con la que desde luego no hubiese podido entenderme por un resquicio de la puerta. Lo que más inquietó a la señora Fotheringham fue el ingreso de las enormes planchas de cartón prensado, pues naturalmente no podía comprender su objeto y yo no me hubiera arriesgado a confiarle la verdad pues la conocía lo bastante como para saber que la manera de volar de las moscas la tenía majestuosamente sin cuidado; me limité a asegurarle que estaba empeñado en unas proyecciones arquitectónicas vagamente vinculadas con las ideas de Palladio sobre la perspectiva en los teatros elípticos, concepto que recibió con la misma expresión de una tortuga en circunstancias parecidas. Prometí además indemnizarla por cualquier daño, y unas horas después ya tenía instaladas las planchas a dos metros de las paredes y del cielo raso, gracias a múltiples prodigios de ingenio, "scotchtape" y ganchitos. La mosca no me parecía descontenta ni alarmada; seguía volando patas arriba, y ya llevaba consumida buena parte del terrón de azúcar y del dedalito de agua amorosamente colocados por mí en el lugar más cómodo. No debo olvidarme de señalar (todo era prolijamente anotado en mi diario) que Polanco no estaba en su casa, y que una señora de acento panameño atendía el teléfono para manifestarme su profunda ignorancia del paradero de mi amigo. Solitario y retraído como vivo, sólo en Polanco podía confiar; a la espera de su reaparición decidí continuar el estrechamiento del "habitat" de la mosca a fin de que la experiencia se cumpliera en condiciones óptimas. Tuve la suerte de que la segunda tanda de planchas de cartón fuera mucho más pequeña que la anterior, como puede imaginarlo todo propietario de una muñeca rusa, y que la señora Fotheringham me viera acarrearla e introducirla en mi aposento sin tomar otras medidas que llevarse una mano a la boca mientras con la otra elevaba por el aire un plumero tornasolado.
Preví, con el temor consiguiente, que el ciclo vital de mi mosca se estuviera acercando a su fin; aunque no ignoro que el subjetivismo vicia las experiencias, me pareció advertir que se quedaba más tiempo descansando o lavándose la cara, como si el vuelo la fatigara o la aburriera. La estimulaba levemente con un vaivén de la mano, para cerciorarme de sus reflejos, y la verdad era que el animalito salía como una flecha patas arriba, sobrevolaba el espacio cúbico cada vez más reducido, siempre de espaldas, y a ratos se acercaba a la plancha que hacía de cielo raso y se adhería con una negligente perfección que le faltaba, me duele decirlo, cuando aterrizaba sobre el azúcar o mi nariz. Polanco no estaba en su casa.
Al tercer día, mortalmente aterrado ante la idea de que la mosca podía llegar a su término en cualquier momento (era irrisorio pensar que me la encontraría de espaldas en el suelo, inmóvil para siempre e idéntica a todas las otras moscas) traje la última serie de planchas, que redujeron el espacio de observación a un punto tal que ya me era imposible seguir de pie y tuve que fabricarme un ángulo de observación a ras del suelo con ayuda de los almohadones y una colchoneta que la señora Fotheringham me alcanzó llorando. A esta altura de mis trabajos el problema era entrar y salir: cada vez había que apartar y reponer con mucho cuidado tres planchas sucesivas, cuidando no dejar el menor resquicio, hasta llegar a la puerta de mi pieza tras de la cual tendían a amontonarse algunos pensionistas. Por eso, cuando escuché la voz en el teléfono, solté un grito que él y su otorrinolaringólogo calificarían más tarde severamente. Inicié entonces un balbuceo explicativo, que Polanco cortó ofreciéndose a venir inmediatamente a casa, pero como los dos y la mosca no íbamos a caber en un pequeño espacio, entendí que primero tenía que ponerlo en conocimiento de los hechos para que más tarde entrara como único observador y fuera testigo de que la mosca podía estar loca, pero yo no. Lo cité en el café de la esquina de su casa, y ahí, entre dos cervezas, le conté.
Polanco encendió la pipa y me miró un rato. Evidentemente estaba impresionado, y hasta se me ocurre que un poco pálido. Creo haber dicho ya que al comienzo me preguntó cortésmente si yo estaba seguro de lo que le decía. Debió convencerse, porque siguió fumando y meditando, sin ver que ya no quería perder tiempo (¿y si ya estaba muerta, y si ya estaba muerta?) y que pagaba las cervezas para decidirlo de una vez por todas.
Como no se decidía me encolericé y aludí a su obligación moral de secundarme en algo que sólo sería creído cuando hubiera un testigo digno de fe. Se encogió de hombros, como si de pronto hubiera caído sobre él una abrumadora melancolía.
-Es inútil, pibe -me dijo al fin-. A vos a lo mejor te van a creer aunque yo no te acompañe. En cambio a mí...
-¿A vos? ¿Y por qué no te van a creer a vos?
-Porque es todavía peor, hermano -murmuró Polanco-. Mirá, no es normal ni decente que una mosca vuele de espaldas. No es ni siquiera lógico si vamos al caso.
-¡Te digo que vuela así! -grité, sobresaltando a varios parroquianos.
-Claro que vuela, así. Pero en realidad esa mosca sigue volando como cualquier mosca, sólo que le tocó ser la excepción. Lo que ha dado media vuelta es todo el resto -dijo Polanco-. Ya te podés dar cuenta de que nadie me lo va a creer, sencillamente porque no se puede demostrar y en cambio la mosca está ahí bien clarita. De manera que mejor vamos y te ayudo a desarmar los cartones antes de que te echen de la pensión, no te parece.

Julio Cortazar