miércoles, 22 de junio de 2011

Cuesta abajo

A la feria caminaban los dos: él, llevando de la cuerda a la pareja de bueyes rojos; ella, guiando con una varita de vimio, larga y flexible, a cinco rosados lechones. No se conocían: viéronse por primera vez cuando, al detenerse él a resollar y echar una copa en la taberna de la cima de la cuesta, ella le alcanzó y se paró a mirarle.
  Y si decimos la verdad pura, a quien la zagala miraba no era al zagal, sino al ganado. ¡Vaya un par de bueyes, San Antón los bendiga! A la claridad del sol, que comenzaba a subir por los cielos, el pelaje rubio de los pacíficos animales relucía como el cobre bruñido de la calderilla nueva; de tan gordos, reventaban y el sudor les humedecía el anca robusta. Fatigados por las acometidas de alguna madrugadora mosca, se azotaban los flancos, lentamente, con la cola poblada. La zagala, en un arranque de simpatía, abandonó a sus gorrinos, se llegó a uno de los castaños que sombreaban la carretera, sacó del seno la navajilla y cortó una rama, con la cual azotó los morros de los bueyes mosqueados. El zagal, entre tanto, corría tras un lechón que acababa de huir, asustado por los ladridos del mastín de la taberna.
  -¿D'ónde eres? -preguntó él, así que logró antecoger al marranito.
  Antes que el nombre, en la aldea se inquiere la parroquia; luego, los padres.
  -De Santa Gueda de Marbían. ¿Y tú?
  -De Las Morlas.
  -¿Cara a Areal?
  -Sí, mujer. Soy el hijo del tío Santiago, el cohetero.
  -Yo soy nieta de la tía Margarida de Leite.
  -¡Por muchos años! -exclamó el zagal, lleno de cortesía rústica.
  -¿Cómo te llamas, rapaza?
  -Margaridiña.
  -Yo, Esteban. Vas a la feria, mujer? -añadió, aunque comprendía que la pregunta estaba de más.
  -Por sabido. A vender esta pobreza. Tú sí que llevas cosa guapa, rapaz. ¡Dos bueis! Dios los libre de la mala envidia, amén.
  El zagal, lisonjeado, acarició el testuz de los animales, murmurando enfáticamente:
  -Mil y trescientas pesetas han de arrear por ellos los del barco inglés, y si no... pie ante pie tornan a casa. ¡Los bueyes del cohetero de Las Morlas!... ¡No se pasean otros mejores mozos por toda la Mariña!
  -Mira no te den un susto en el camino cuando tornes con el dinero -indicó, solícita, Margarida-. Hay hombres muy pillos. Andan voces de una gavilla. Yo tornaré temprano, antes que se meta la noche. ¡La Virgen nos valga!
  Esteban contempló un instante a la miedosa. Era una rapaza fornida, morena, como el pan de centeno; entre el tono melado de la tez resplandecían los dientes, semejantes a las blancas guijas pulidas y cristalinas que el mar arroja a la playa; los ojos, negros y dulces, maliciosos, reían siempre.
  -Ende tornando yo contigo, asosiégate -exclamó Esteban, fanfarroneando-. Tengo mi buena navaja y mi buen revólver de seis tiros. Vengan dos, vengan cuatro ladrones, vengan, aunque sea un ciento. ¡Soy hombre para ellos! ¡Conmigo no pueden!
  A su vez, la mocita miró al paladín. Esteban tenía el sombrero echado atrás, las manos, a lo jaque, en la faja, y un pitillo, acabado de encender, caído desgarbadamente sobre la comisura de los labios, bermejos como guindas. Su rostro fino, adamado, sin pelo de barba, contrastaba con sus alardes de valentón. La zagala acentuó la alegría de sus ojos; el zagal se puso colorado, y para disimular la timidez, dio al cigarro una feroz chupada.
  Después se encogió de hombros. ¿Qué hacían parados allí? Cruzaba mucha gente en dirección a la feria. Las mejores ventas se realizan temprano... ¡Hala! Y ella antecogió sus marranos, y él atirantó la cuerda y dio aguijada a sus bueyes. Ya no pensó ninguno de los dos en bobería ninguna, sino en su mercado, en su negocio. ¡Hala, hala!
  Al revolver de la carretera, festoneada de olmos, descubrieron el pueblecito, tendido al borde del río -pintoresco, bañado de luz, con sus tres torres de iglesia descollando sobre el caserío arcaico, irregular-. Ningún efecto les hizo la hermosa vista. Se apresuraron, porque ya debía de estar animándose la feria. Margarida pasaba las del Purgatorio cuidando de que no se perdiesen, entre el gentío, los cinco diminutos fetiches, adorables con sus sedas blancas nacientes sobre la tersa piel color rosa. Acabó por coger a dos bajo el brazo, sin atender a sus gruñidos rabiosos, cómicos, y ya solo por tres tuvo que velar, que era bastante. Esteban, columbrando entre un grupo de labriegos y un remolino de ganado las patillas de cerro del tratante inglés, se apresuró a acercarse con su magnífica pareja de cebones para empatársela a los otros vendedores. Así se apartaron, sin ceremonias, el zagal y la zagala. Sacó él sus mil y trescientas y cuarenta pesetas y las ocultó en la faja;
guardó ella entre la camisa de estopa y el ajustador de caña unos duros, producto de la venta de los lechones; fue él convidado al figón por el inglesote de azules ojos y patillas casi blancas; devoró ella, sentada en el parapeto del puente, dos manzanas verdes y un zoquete de pantrigo añejo, y a cosa de las tres y media de la tarde -cuando el sol empezaba a declinar en aquella estación de otoño-, volvieron a encontrarse en el camino, y sin decirse oste ni moste, acompasaron el paso, deseosos de regresar juntos. Margarida tenía miedo a la noche, a los borrachos que vuelven rifando y metiéndose con quien no se mete con ellos; Esteban, sin saber por qué, iba más a gusto en compañía, ahora que no necesitaba aguijar ni tirar de la cuerda. El diálogo, al fin, brotó en lacónicos chispazos.
  -¿Vendiste? -dijo la moza.
  -Vendí.
  -¿Pagáronte a gusto?
  -Pagáronme lo que pedí, alabado Dios.
  -¡Qué mano de cuartos, mi madre! ¿Y los bueis? ¿Van para el barco? -Para se los comer allá en Inglaterra... ¡Bien mantenidos estarán los ingleses con esa carne rica! ¡Qué gordura, qué lomos!
  -Callaron. Anochecía. Se escuchó detrás un silbido, pisadas fuertes, y la zagala, alarmada, se arrimó al zagal. La alarma pasó pronto: eran dos chicuelos que zuequeaban y soltaban palabrotas. Esteban rodeó los hombros de Margarida con su brazo derecho, para protegerla, y siguieron andando así, sin romper el silencio. La carretera serpenteaba por la vertiente de un montecillo cubierto de pinos; a la izquierda, los esteros y los juncales inundados brillaban, reflejando en rotos trazos la faz de la luna; el camino, lejos de ser fatigoso, como a la ida, descendía suavemente. Corría un fresco de gloria, un airecillo suave, más de primavera que de otoño; y el zagal y la zagala sentían algo muy hondo, que eran absolutamente incapaces de formular con palabras. Lo único que Esteban acertó a decir fue:
  -¡Qué a gusto se va cuesta abajo, Margaridiña!
  -Se anda solo el camino, Esteban -respondió ella, quedito.
  -¡Todos los santos ayudan! -insistió él.
  -Los pies llevan de suyo -confirmó ella.
  Y siguieron dejándose ir, cuesta abajo, cuesta abajo, alumbrados por la luna, que ya no se copiaba en los esteros, sino en la sábana gris de la ría.

Emilia Pardo Bazán

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