lunes, 20 de junio de 2011

Un invierno muy crudo

Un día, cuando yo era todavía niño, de repente creí saber por qué las cosas se enfrían de dos mane­ras al llegar el invierno. La gente no sólo comienza a sentir frío sino que también se inclina —precisa­mente porque siente frío y eso es muy doloroso— a hacer cosas malvadas o por lo menos a pensar en cosas que de otro modo no se le hubieran ocurrido.
Se me ocurrió esa idea porque, sin tener nin­gún motivo, rompí los vidrios de una ventana perte­neciente a personas que nada tenían que ver conmigo, y que no me habían hecho nada excepto tener una hermosa ventana con muchos lindos vidrios que me sugirieron aquella mala idea.
Ese fue un descubrimiento significativo para mí, porque ahora venía a darme cuenta de que los ratones también la pasarían mucho peor que en el verano y que no estaría nada bien que siguiera dis­parándoles con mi rifle de aire comprimido hasta que cayeran muertos o diesen volteretas por el aire mientras chillaban. Lo pensé detenidamente, y desde ese día dejé de dispararles a los ratones: me limité a observarlos en silencio cuando les robaban su co­mida a las gallinas bajo sus propias narices.
Así que para no sufrir tanto con mi recién des­cubierta compasión, opté por salir a caminar más a menudo. Cada vez hacía más frío y pronto comen­zaría a nevar. Se podía oler en el aire. Yo miraba insistentemente el cielo porque pensaba: "Una vez que comience a nevar, no vas a verlo por un buen tiempo".
Teníamos un vecino que solía dar largas cami­natas por el malecón, y de quien se decía que estaba loco porque, aunque era un hombre de edad e iba siempre impecablemente vestido, sentía un placer infantil en verter agua de una jarrita de latón dentro de las cuevas de tos ratones, y esperar hasta que los pobres animales emergieran, exactamente como ha­cíamos nosotros cuando éramos más chicos.
Me crucé con él en el malecón y lo vi vertiendo agua en los agujeros de los ratones y revolviendo con una gruesa vara. Y también vi cómo un ratoncito se escapaba y él lo perseguía, su abrigo azul enre­dándose en sus rodillas. Porque no podía correr y golpear al mismo tiempo, o por lo menos no po­día golpear bien, finalmente descargó su ira sobre el ratón aplastándolo con su zapato. Corrí hacia él y le pregunté por qué hacía eso.
—Bueno —contestó, tomando por la cola al ratón y sacándolo del hueco en el cual lo había semienterrado su pisotón, para sacudirlo ante mi nariz—, sabes muy bien que está comenzando a hacer mucho frío y no puede hacerse cuando la tie­rra se endurece.
En realidad no pasó mucho tiempo antes de que comenzara a nevar. Lentamente, cayeron copos blan­cos y esponjosos. Además el aire se había entibiado un poquito. Mi padre me había explicado por qué pasa eso cuando nieva, y me di cuenta, con bastante pena, de que la nieve no quedaría adherida al suelo sino que iría derritiéndose a medida que caía. Todavía se veían las puntas de las hojas de hierba y el duro cés­ped de invierno. Y aún podía verse el sol, pálido y redondo detrás de las nubes de nieve.
Dejé al viejo cazador de ratones, a quien, en mi actual estado de bondad, despreciaba profundamen­te, y durante un largo momento escuché los chillidos de los animalitos antes de que él los llamara a si­lencio.
Durante los días siguientes nevó sin parar. Len­tamente, la nieve comenzaba a acumularse, y cuando nuevamente la guerra puso fin a las clases, nuestra ocupación principal fue la construcción de muñecos de nieve. Nuestra profesora de inglés, la señorita Kiekat, que era una muchacha de rostro delgado, nos había hablado de un inglés gordo y sinver­güenza que se llamaba Falstaff. Durante mucho tiem­po todos nuestros muñecos de nieve se parecieron a Falstaff. En vez de botones llevaban zanahorias por nariz, y en vez de botas altas hasta la rodilla y con vueltas, les poníamos alpargatas raídas, pero apar­te de eso tenían un aspecto muy digno. También les pusimos sombreros de copa. Ellos se pasaban todo el tiempo tratando de quitárselos, para lo cual alza­ban sus gordos brazos hasta la altura de sus cabe­zas, y siempre teníamos que darles unos gritos para que se los dejasen puestos. Pero ellos se enojaban porque los obligábamos y arrugaban sus narices de zanahoria en procura de una solución. A la mañana siguiente, cuando íbamos a verlos, los sombreros de copa estaban en el suelo, pero como bien podía ser por causa del viento, dejábamos a los gordos en paz, y nos limitábamos a colocarles nuevamente los som­breros en la cabeza. Pero de cualquier manera nos enfadábamos.
En rigor de verdad, durante esos días hubo al­go parecido a un estallido general de rabia, que no veíamos pero que igual estaba allí y que empezaba a gritar si no estábamos preparados para ello. Por ejemplo, los muchachos peleábamos por los muñe­cos de nieve o porque nuestros trineos chocaban y cada uno de nosotros acusaba a los demás de estro­pearle la pintura. Como si eso no fuera lo suficiente­mente malo, había bronca cuando llegábamos a casa con los zapatos mojados y arruinados, porque los za­patos eran caros y ya era bastante pecado desper­diciar sombreros de copa en los muñecos de nieve. Pero esto último en realidad era menos serio porque de todas maneras nadie usaba sombreros de copa, y estaban abandonados en lo alto de los guardarro­pas.
Sucedieron cosas mucho peores que las que nosotros hicimos. No muy lejos de nosotros se hun­dió un gran barco; se había topado con una mina, y ahora todo el mundo esperaba que el agua llevase hasta el malecón todas las cosas buenas que sin du­da habría a bordo del barco, ya que el agua siempre hace eso. Pero esta vez no lo hizo o al menos no in­mediatamente: primero trajo marineros muertos, y toda la gente que esperaba las cosas lindas se vio obligada, en homenaje a la decencia, a enterrar pri­mero a los muertos. Mi padre también tuvo que hacerlo y ello lo deprimió muchísimo porque los mari­neros no eran más que muchachitos, no mucho ma­yores que nosotros mismos. Y como no sabía qué hacer para quitarse la depresión, a veces se enojaba conmigo y mientras tanto no podíamos disfrutar de la nieve como habíamos estado haciéndolo.
Sin embargo, al final las cosas buenas del bar­co fueron llegando al muelle: latas de cigarrillos y tabaco, plátanos, naranjas, limones y licores, y también mucha madera perteneciente al barco. La gente juntaba todo, pero aparte de los cigarrillos, el ta­baco, las bebidas y la madera, casi todo lo demás estaba echado a perder. El hecho de que los licores no se hubiesen descompuesto resultó fatídico al fin de cuentas, porque ahora todos bebían para ahogar su desilusión, y entonces se originaban discusiones y pendencias, y casi se puede decir que tuvimos un brote de violencia, que sin la ayuda de los licores no hubiese llegado sino con la primavera, de acuerdo con mi teoría de que el frío paraliza a la maldad en movimiento.
Por supuesto, nosotros también lo experimen­tábamos: como castigo se había reabierto la escuela, ya que no podíamos mantenernos apartados de los marineros muertos; lo único capaz de sacarnos de allí fue la escuela, aunque aún no hubiese carbón pa­ra las estufas. Pero decidieron usar para la calefac­ción la madera que fue llevada por el mar. Y cuando salíamos de la escuela, solíamos encontrarnos con más problemas todavía en casa. Mi padre no era una excepción notable a esta regla, como por lo general solía serlo; ahora muchas veces era malo conmigo, de la misma manera que yo había sido malo con otros chicos cuando tenía la cabeza cargada de problemas. Papá no sabía por dónde comenzar el trabajo.
Los maridos de mis cuatro tías estaban en el ejército, y todas ellas tenían grandes jardines que no podían cuidar, o no querían a causa del frío. En ellos crecía la coliflor y la col y otros vegetales tardíos que necesitan una buena dosis de escarcha para saber bien. A papá le tocaba cosecharlas a todas, y era un trabajo bastante duro para él. Se sentía más inclinado a leer libros todo el tiempo que dura­se la lámpara, pero ahora esos jardines lo mantenían apartado de sus libros. La consecuencia de ello era que yo debía realizar mis tareas mucho más cuida­dosamente que nunca porque, si llegaba a descubrir un error, me hacía reescribir toda la lección dos ve­ces, y eso no me gustaba nada. En suma, me cansé de conservarme fiel a mi propio código de buen com­portamiento, aunque había resuelto firmemente ha­cerlo.
Por otra parte, y ante nuestra gran sorpresa, había comenzado el deshielo. Y ello era particular­mente cruel porque la nieve caía muy rara vez cer­ca de nosotros. Podíamos contar con los dedos de una mano la cantidad de días en que la nieve permanecería con nosotros, lo cual resultaba aproximada­mente hasta Navidad. Todo el mundo espera la Navidad, excepto los conejos que tienen que propor­cionar la cena navideña. Pero según nosotros, una Navidad sin nieve no valía la pena, y todos deseába­mos que no se terminase la racha nivosa. Pero terminó, y el deshielo se aceleraba día a día. El día anterior a la Nochebuena se hizo evidente que no tendríamos nieve en Navidad.
A mediodía de este día el sol brillaba hermoso y cálido y todo se derretía, de modo que me puse a hacer bolas con toda la nieve que pude juntar. No la había en cantidad suficiente para un muñeco. Compacté fuertemente la nieve con las manos y tam­bién contra la rodilla, de manera que quedasen más duras, y las sumergí en el agua del deshielo, así que­daron convertidas en una suerte de bolas de hielo, que podían lastimar mucho si le acertaban a alguien. Nos pasamos la tarde bombardeándonos unos a otros con ellas, hasta que apenas podíamos mover los brazos de cansancio.
Finalmente me quedó una sola bola de nieve, y la sostuve en la mano mientras mi padre regresaba de los jardines de mis tías con un gran cargamento de coliflores en la espalda; deseaba llegar a la loma­da descendente que unía el camino con nuestro patio, apresurándose para aprovechar el resto de luz diurna que le quedaba a fin de matar los conejos pa­ra nosotros y nuestras tías.
Esa misma mañana había estado lamentándose porque odiaba matar cualquier cosa, pero mis tías, y en este caso mi mamá también, habían insistido en ello. No se sentía nada feliz ante la perspectiva y me­nos aun le gustó enterarse de que yo estaba deci­dido a presenciar la carnicería, lo que a sus ojos era algo perverso y cruel, mientras que yo me conven­cía a mí mismo de que sólo deseaba verlo golpear sus cabezas con el palo para que se les aflojasen las patas y de ese modo mi padre podría tomar el cuchillo, y hundírselo en los pescuezos para que sa­liese la sangre. Yo no veía nada de cruel en todo ello.
—De ninguna manera —dijo—. Tú te vas a ju­gar, que aún eres un niño. Yo que tú aprovecharía a fondo esa circunstancia.
Y ahora penetraba en nuestro patio con las co­liflores de las tías. Pesé mi última bola en la mano, y en compensación por todas mis desilusiones y hu­millaciones, la arrojé con todas mis fuerzas.
Ni siquiera nos dejaban ver a los marineros muertos, y eso que yo me había comportado bien: hasta había renunciado a dispararles a los ratones y a ahogarlos en el malecón. ¡Ya no nos dejaban mirar nada más! Todo esto proporcionó velocidad a la bola, que fue a golpear a mi padre justamente en la nuca. El impacto lo hizo deslizar cuesta abajo, lastimándo­se porque no cayó sobre las coliflores, y cuando se levantó y vio quién le había arrojado la bola, cruzó la calle y me dio un solo y furioso cachetazo en la cara.
Después de este golpe y de mi larga y rabiosa mirada, me dio las coliflores y me ordenó llevárselas a mis tías, y que ni se me ocurriera volver antes de las siete. Cuando regresé los conejos ya estaban muertos y pelados; habían limpiado la sangre y es­taba todo listo, como generalmente se hace para que los chicos no vean nada malo, lo cual es precisa­mente lo que los chicos quieren ver. Conservé este rencor hacia mi padre bastante tiempo, hasta que luego lo olvidé, pero desde entonces y hasta mucho después se me ocurrió, y ahora más que nunca, y de­bo decir que me sorprende mucho, que en esa oca­sión mi padre no me dijo qué tipo perverso era yo.
Pero no es muy divertido ser de otra manera. Afortunadamente, enseguida después de Navidad se instaló una especie de primavera, con aire tibio, que nos permitió salir como siempre. Pronto olvidé todo lo que mi padre había sostenido que era bueno. Hoy puedo verlo en sus ojos cada vez que lo miro: allí está esa duda plenamente justificada acerca de mí, mezclada con la emoción oscura, cálida, misericor­diosa, que no puede evitar de sentir.
Karl Alfred Wolken

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