No ha mucho, en compañía de mi amigo de negro, cuya conversación es ahora para mí pasatiempo e instrucción a la vez, no pude menos de observar la gran cantidad de solterones y solteronas que parecen invadir esta ciudad.
-Con seguridad que el matrimonio -le dije- no se alienta bastante, o no veríamos a esa multitud de averiados galanes y marchitas coquetas que tratan todavía de ejercer un oficio para el cual han dejado de servir hace tanto tiempo, y pululan en la ufanía de la vejez. Contemplo a un viejo solterón a la luz más despreciable, como animal que vive del fondo común sin contribuir con la parte que le toca: es animal de rapiña y las leyes deberían emplear tantas estratagemas como fuerza para hacer caer en las redes al remiso animal, como hacen los hindúes para cazar al rinoceronte. Debiera permitirse que el populacho lo azuzara, que los muchachos le hicieran impunemente sus travesuras, que en todas las reuniones de gente bien educada se rieran de él y si, ya pasados los sesenta, pretendiera hacer el amor, su querida le pudiera escupir en la cara o, lo cual sería quizá mayor castigo, le concediera todo el favor.
-En cuanto a las solteronas -continué diciendo-, no habría que tratarlas con tanta severidad, porque supongo que ninguna lo sería si estuviera en su poder evitarlo. Ninguna dama en sus cabales prefiere pasar como figura secundaria en bautismos y partos, pudiendo ser protagonista; ni rebajarse a pedir favores a su cuñada pudiendo mandar al marido propio; ni afanarse por hacer flanes cuando podría quedarse en la cama e impartir directivas para que otras los hicieran; ni ahogar todos sus sentimientos por recatada formalidad, pudiendo, mediante la libertad del matrimonio, estrechar la mano de un conocido o tolerar una frase con doble sentido. Ninguna dama sería tan tonta como para vivir en soledad, si pudiera evitarlo. Yo comparo a la dama soltera que baja por el valle de los años con una de esas encantadoras regiones que lindan con la China, yermas por falta de habitantes adecuados. No vamos a acusar a la región, sino a la ignorancia de sus vecinos, que permanecen insensibles a sus bellezas a pesar de la libertad de que gozan para entrar y cultivar el suelo.
-Seguramente, señor -replicó mi acompañante-, usted conoce muy poco a las damas inglesas, cuando piensa que llegan a solteronas contra su voluntad. Me atrevo a afirmar que difícilmente se podría encontrar a una que no haya tenido frecuentes ofrecimientos de matrimonio, y a quien el orgullo o la avaricia no hayan impulsado a rechazarlos. En lugar de considerarlo como desgracia, aprovechan la menor ocasión para jactarse de su pasada crueldad; no se regocija más un soldado al contar las heridas que ha recibido, que una mujer veterana cuando relata las heridas que causara en el pasado: inagotable cuando comienza la narración del antiguo poder mortífero de sus ojos. Ella nos cuenta del caballero de traje con encaje de oro que casi murió de un solo enojo y no volvió a tenerse en pie hasta... que se hubo casado con su criada; del hacendado que al verse cruelmente rechazado, en un acceso de ira corrió a la ventana y, levantándola, se arrojó, agonizante... en su sillón; del clérigo que, apenado por el fracaso de su amor, resueltamente ingirió opio, que ahuyentó los aguijones del amor desterrado... haciéndolo dormir. En resumen, ella nos habla con gusto de sus pasadas pérdidas y, como algunos comerciantes, halla algún consuelo en las muchas bancarrotas que ha sufrido.
»Por ello, cada vez que veo a una belleza jubilada y que aún no se ha casado, tácitamente la acuso de orgullo, avaricia, coquetería o afectación. Ahí está la señorita Jenny Tinderbox, que, si mal no recuerdo, tenía cierta belleza y una fortuna moderada. Su hermana mayor casó con un hombre de categoría y esto pareció una ley de virginidad para la pobre Jenny. Habiéndose favorecido a la familia con un golpe de fortuna, ella decidió no causarle oprobio introduciendo a un tendero. Rechazando así a sus iguales y desdeñada o despreciada por sus superiores, ella hace ahora las veces de aya de los hijos de su hermana y soporta el tráfago de tres criados, sin recibir la paga de uno.
»La señorita Squeeze era hija de un usurero; su padre le había enseñado desde temprano que el dinero era cosa muy buena, y al morir le dejó una fortuna regular. Ella tenía tal perfecta sensibilidad en cuanto al valor de su posesión, que se resolvió a no deshacerse de un cuarto de penique sin que hubiera igualdad de fortuna por parte de su pretendiente: así rechazó varias propuestas de gente que quería mejorar su posición, como se dice; y fue volviéndose vieja y aviesa, sin pensar siquiera que debía haber hecho una rebaja en sus pretensiones, pues su rostro era pálido y picado de viruelas.
»Lady Betty Tempest, por el contrario, tenía belleza, más fortuna y linaje. Pero, amiga de conquistas, iba de triunfo en triunfo; había leído dramas y novelas, en las cuales había aprendido que un hombre sencillo y con sentido común no valía más que un tonto: por ello los iba rechazando y sus suspiros sólo se dirigían al calavera, al voluble, al inconstante y al atolondrado; después de haber rechazado a centenares que gustaban de ella y haber suspirado por centenares que la desdeñaban, se halló insensiblemente abandonada: ahora sólo sirve de acompañante a sus tías y primos, y a veces participa en una contradanza, sin más pareja de baile que una silla, ni más plática que la de un banco solitario. En una palabra, la tratan con cortés menosprecio en todas partes, colocándola para llenar un rincón, como a cualquier trasto pasado de moda.
»Pero Sophronia, la sagaz Sophronia, ¿qué podré decir de ella? Desde su más tierna infancia la enseñaron a amar a los griegos, y a odiar a los hombres; ha rechazado a finos caballeros por no ser pedantes, y a pedantes por no ser finos caballeros; su exquisita sensibilidad le ha enseñado a descubrir todos los defectos de todos sus amantes, y su inflexible justicia le ha impedido perdonarlos; así fue rechazando ofrecimientos, hasta que las arrugas de la vejez la atajaron; y ahora, sin un rasgo que dé ventaja a su rostro, habla incesantemente de las bellezas del entendimiento.»
Oliver Goldsmith
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