miércoles, 8 de junio de 2011

Los Peterkins

El fracasado es el hombre que ha cometido errores sin aprender nada de ellos. Flaubert

Había llegado el momento de ponerse a estudiar idiomas. Los Peterkins se acababan de instalar en su nueva casa, mucho más confortable que la anterior. Allí tenían sitio para cada cosa y cada cosa estaría en su sitio.
Elisabeth Elisa no olvidaría jamás lo poco práctica que era su anterior residencia. Por espacio de mucho tiempo, para tocar el piano tuvo que sentarse en la galería trasera. Mistress Peterkins recordaba las complicaciones que había tenido con los manteles. El mantel superior se guardaba en una maleta en el interior de un armario; el otro, en un cajón del mismo mueble. Cada vez que se cambiaban los manteles era necesario ladear la maleta a fin de sacar el primero y después abrir la misma maleta para extraer el segundo.
Tras estas manipulaciones, todavía continuaba la ya mencionada maleta obstaculizando el paso hasta la caja de los cubiertos. Todos estos cambios sucesivos originaban una lamentable pérdida de tiempo.
En aquella nueva casa, que era bastante grande, los Peterkins encontraron el modo de ponerlo todo en su sitio. Agamenón se sentía satisfecho, en especial con la biblioteca. En su antigua casa no tenían un lugar determinado para los libros. Los diccionarios se hallaban en el primer piso (cosa en extremo incómoda) y los volúmenes de la enciclopedia repartidos en diferentes lugares. Los tomos de la A a la P quedaron arrinconados en el desván y los de la Q a la Z estaban en distintas habitaciones del primer piso. Pero, por desgracia, nunca consiguieron recordar si en la sección de la A a la P se hallaba también incluida la P.
—Siempre iba hasta el desván —decía Agamenón— en busca de la P, advirtiendo entonces que dicho volumen estaba abajo. A cada momento me volvía a confundir.
Como es lógico, la nueva casa de los Peterkins era mucho más adecuada para la vida de estudios. Al tener los libros en el mismo lugar, todo iba a resultar infinitamente más cómodo.
Mister Peterkins sugirió a cada uno de los suyos que aprendiese un idioma distinto. Si alguna vez iban al extranjero, el viaje les resultaría mucho más sencillo. Elisabeth Elisa podría hablar francés con los parisienses; Agamenón, alemán con los berlineses; Salomón John, italiano con los romanos, y mistress Peterkins castellano con los españoles. Él se encargaría de las lenguas orientales, entre ellas el ruso.
Mistress Peterkins no estaba resuelta a estudiar castellano, ya que toda la familia había jurado no visitar jamás España, debido al horror que en ellos ocasionara la Inquisición. Mistress Peterkins compartía el horror de sus hijos.
Los viajes al extranjero la atraían muy poco y siempre aseguró que no abandonaría su tierra natal antes de que hubieran tendido un puente sobre el Atlántico (obra todavía sin realizar). Agamenón objetó, no obstante, que esto no debía preocuparles, pues cada día se progresaba más y tender un puente no era mucho más difícil que inventar el teléfono. En la antigüedad ya hacían uso de los puentes.
Se puso entonces a discusión lo relativo a los profesores. Desde luego, los podrían encontrar en Boston. En un día hallarían, como mínimo, tres de los que necesitaban. Agamenón los llevaría hasta la casa, acostumbrándose así a su idioma.
Mister Peterkins se informó acerca de las lenguas mundiales. Le notificaron que el sánscrito era la base de todas ellas. Por consiguiente, propuso que, al principio, sólo estudiaran sánscrito. Así les bastaría con un solo profesor, y luego podrían derivar hacia otros idiomas.
Sin embargo, su familia prefirió estudiar diferentes lenguas. Elisabeth Elisa tenía ya unas ligeras nociones de francés. Procuró hacerse entender, sin ningún escrito, en la exposición del centenario, pero acabó advirtiendo que había trabado conversación con un argelino que no comprendía esa lengua.
Mister Peterkins adujo que serían necesarias muchas habitaciones para alojar a los distintos profesores, mientras daban clase a la misma hora. Pero Agamenón observó que así utilizarían los distintos diccionarios. Mister Peterkins creía que era mejor dar todas las clases a la vez y todos juntos en la sala, ya que cada alumno podría, además del idioma que estudiaba, aprender frases de otros. Y es que, sin duda, el mejor sistema de dominar un idioma era oír cómo se hablaban los otros en el mismo sitio.
Mistress Peterkins objetó que su casa parecería la torre de Babel. Decididamente, tomó sus resoluciones.
Agamenón apuntó otro inconveniente.
No cabía duda de que harían falta profesores extranjeros que sólo hablaran su lengua materna. Sin embargo, en tal caso, ¿cómo los invitarían a ir a su casa, a que subieran en el coche y cómo les indicarían su trabajo? Agamenón se preguntaba de qué modo harían comprender todo esto a un extranjero si no tenían medios de comunicarse.
Elisabeth Elisa contestó que en situaciones parecidas los ademanes y los gestos pueden ser de gran utilidad. Salomón John y los niños empezaron a ensayar inmediatamente. La hermana mayor explicó que "lengua" significa a la vez "idioma y órgano parlante" y que enseñando la suya se harían comprender.
Con el fin de entrenarse, los muchachos representaron el papel de profesores extranjeros, hablando cada uno en su idioma materno. Agamenón y Salomón John intentaron invitarles a instruir a la familia por medio de signos.
Mistress Peterkins afirmó que su representación era maravillosa y que muy bien podrían viajar al extranjero sin necesidad de aprender idiomas. Les animó, desde luego, a continuar los ensayos.
Como el puente sobre el Atlántico no había sido aún tendido, lo mejor era de momento dedicarse a estudiar idiomas. Mistress Peterkins temió que los profesores supusieran que se les había invitado a comer. Salomón John, en efecto, no paraba de abrir y cerrar la boca, mostrando la lengua y más parecía que les convidara a un banquete que a dar lecciones de idiomas. Se le ocurrió a Agamenón la idea de llevar unos diccionarios al encontrarse con los profesores. Así no cabría duda de que deseaban aprender idiomas y los maestros no imaginarían que les llevaban a un almuerzo gratuito. Mistress Peterkins consideró más prudente preparar una abundante comida por si acaso los profesores se equivocaban, pero desconocía lo que podía gustarles. Su marido se dijo que merecía la pena informarse de este pormenor tratando con extranjeros antes de abandonar su país natal, para acostumbrarse a comidas extrañas. A los niños les encantó la idea de probar algo nuevo. Agamenón había oído decir que la sopa de cerveza era el plato preferido por los alemanes y decidió, en la primera lección, pedir que le explicasen cómo era esta receta.
Salomón John tenía la certeza de que a todos los extranjeros les gusta mucho el ajo e imaginó que a los profesores les agradaría en gran manera aspirar su perfume en aquella casa, cuando dieran la primera lección, agradeciendo aquella prueba de delicadeza.
Elisabeth Elisa deseaba sorprender a sus familiares de Filadelfia hablándoles en francés. En consecuencia, anhelaba comenzar las lecciones antes de la visita anual de aquellos parientes. Hubo un leve inconveniente en la realización de estos proyectos. Mister Peterkins prefería contratar profesores que acabasen de llegar a América, ya que no deseaba caer en la tentación de recurrir al inglés.
Cierta noche volvió a casa con una lista completa de extranjeros recién llegados. La familia Peterkins resolvió que el padre y Agamenón fuesen en coche a la ciudad para buscarlos. Uno de ellos resultó ser un ruso que viajaba por puro placer y no tenía la más mínima intención de dedicarse a la enseñanza.
Mister Peterkins guardaba en la cartera tarjetas de varias personas que le recomendaron profesores. Acompañado de Agamenón, recorrió un hotel tras otro para reunirlos.
Todos parecían muy educados y muy decididos a ir con ellos después de las explicaciones dadas por medio de signos. Aunque habían olvidado los diccionarios, Agamenón tenía una guía que, por lo visto, dio buenos resultados.
Mister Peterkins tuvo que conformarse con un profesor ruso, ya que no halló ninguno de sánscrito que hubiera desembarcado recientemente.
Se suscitó, empero, una súbita dificultad cuando instalaron en el mismo coche al profesor ruso y al árabe. Este era un turco de imponente fez. Se miraron de través y comenzaron a insultarse en sus respectivos idiomas, sin que mister Peterkins pudiera comprender una palabra. ¿Era realmente aquello ruso? ¿Era, en realidad, árabe? De todas formas, saltaba a la vista (o mejor al oído) que los dos invitados no querían encontrarse en el mismo vehículo. Mister Peterkins se sintió desesperado. Había olvidado por completo la guerra ruso-turca. ¡Qué poco tacto tuvo al ponerlos juntos!
Un considerable número de curiosos se fue congregando ante el hotel. El profesor de francés pidió amablemente al ruso que subiera a su coche. Pero entonces surgió una nueva dificultad: el maestro de alemán estaba en aquel otro vehículo.
El francés había puesto el pie en el estribo cuando observó la presencia del otro y le insultó airadamente. El alemán, furibundo, saltó por la otra portezuela y dio la vuelta al coche, precipitándose sobre su colega y aferrándole por el cuello. Era indudable que el germano y el galo no podían permanecer juntos en el mismo vehículo. Mientras tanto, la multitud de espectadores se iba haciendo más numerosa.
Agamenón, afortunadamente, sabía pronunciar la palabra "señor" en alemán y dirigiéndose al maestro de este idioma le invitó, siempre por señas, a viajar con él.
El germano admitió sentarse al lado del turco. Por último, los coches se pusieron en marcha. Junto a mister Peterkins estaba el profesor italiano; el francés y el ruso se hallaban al fondo, discutiendo con acritud, lo que daba a entender que no conseguían ponerse de acuerdo.
El viaje de Agamenón se hizo en un absoluto silencio. El español, sentado junto a él, tenía un humor hermético y poco sociable, en tanto que el turco y el alemán no cambiaban una sola palabra.
Al llegar a casa fueron recibidos por Elisabeth Elisa y por su madre. Ésta, como deferencia al profesor de castellano, se puso sobre la espalda una mantilla de encaje. Mister Peterkins hizo pasar a los profesores a la biblioteca, instalándolos alejados unos de otros. Salomón John cogió el diccionario de italiano y tomó asiento junto al maestro de ese idioma. Agamenón, también con su correspondiente diccionario, repitió la misma operación con el alemán. Los niños enseñaron al turco su libro de "narraciones árabes". Mister Peterkins intentó por todos los medios, ya que no disponía de diccionario, que el ruso entendiese que esperaba aprender sánscrito. A su vez, su esposa procuró explicar al español que no tenía libros castellanos.
Por un momento olvidó su horror hacia la Inquisición e hizo lo posible por enseñarle algunas palabras inglesas, pronunciándolas lentamente y con el mejor acento que pudo. El profesor se inclinó, evidenciando un notable interés por la conversación y comportándose de un modo muy amable.
Entretanto, Elisabeth Elisa dirigía al parisiense las frases que conocía de francés. Le resultaba más fácil hablar este idioma que entenderlo.
El comprendió perfectamente lo que le estaban diciendo. La muchacha recitó su vocabulario, incluido el siguiente ejercicio:
—J'ai le livre. As-tu le pain? L'enfant a une pierre. L'enfant sait-il sa leçon?
El profesor escuchó atentamente y después respondió a cada pregunta. De improviso, luego de haber pronunciado una de sus frases, la muchacha se levantó yendo al encuentro de su madre y le murmuró al oído:
—Creo que han caído en el error que tú temías. Piensan que han sido invitados a comer. Este señor me acaba de dar las gracias por nuestra amabilidad.
—Tal vez ni siquiera desayunaron —dijo mistress Peterkins, contemplando al español—. Parece algo flaco. ¿Qué haremos?
Elisabeth Elisa fue a consultar el asunto con su padre. ¿Qué podían hacer? ¿Cómo iban a lograr explicarles que les invitaban a dar lecciones y no a un banquete? Elisabeth Elisa pidió a Agamenón que buscara en el diccionario la palabra "enseñar" (pues imaginaba que iba a servirles). Pero vieron, por desgracia, que significaba al mismo tiempo "mostrar" y "dar clases". ¿Qué podían hacer?
Los extranjeros permanecieron sentados en sus respectivos lugares, silenciosos. El español parecía cada vez más molesto. ¿Acaso le ofendía algo? El francés retorcía su engomado bigote en tanto que contemplaba al alemán. ¿Qué harían si el ruso se abalanzaba sobre el turco y si la fanfarronería del parisiense terminaba con la paciencia del germano?
—Es necesario darles algo de comer —dijo el cabeza de familia en tono bajo—. Esto les apaciguará.
—Si por lo menos supiera qué es lo que más les gusta —se lamentó la mujer.
Salomón John opinó que, teniendo en cuenta que ninguno de los profesores iba a sacarles de aquella duda, podían darles lo que quisieran.
Mistress Peterkins se mostró más hospitalaria que su hijo, diciendo que Amanda, la sirvienta, prepararía un buen café. Mister Peterkins sugirió un plato americano y mandaron a uno de los niños en busca de aceitunas.
En seguida sirvieron el café y habas cocidas; a continuación, aceitunas, pan, huevos fritos y varias botellas de cerveza. El resultado fue maravilloso. Cada individuo empezó a hablar en su idioma con volubilidad. La dueña de la casa sirvió café al español, el cual hizo una profunda reverencia para agradecerlo. A todos les gustó la cerveza y aceptaron las aceitunas.
El francés comenzó una larga disertación sobre las "costumbres americanas". Elisabeth Elisa pensó que se refería a la falta de manteles en la mesa. El turco sonreía y el ruso hablaba con gran animación. En medio de la confusión que provocaban tantos idiomas diferentes, mister Peterkins preguntó, con voz ingenua:
—¿Cómo les explicaremos que deben darnos lecciones?
En aquel momento se abrió la puerta y entró la parienta de Filadelfia que efectuaba su primera visita.
Al escuchar el escándalo de tantas conversaciones diferentes, retrocedió espantada. La familia corrió hacia ella, con gran júbilo. Todos a la vez le rogaron que hiciera de intérprete con los profesores. ¿Podía decir a los extranjeros que deseaban que les dieran lecciones? ¡Lecciones!
Apenas hubieron pronunciado esta palabra cuando sus huéspedes se adelantaron como un solo hombre, con la cara rebosando alegría. Era la única palabra inglesa que conocían. Habían ido a Boston para "dar lecciones". ¿El viajero ruso confiaba en aprender de este modo el inglés? La perspectiva de las lecciones parecía complacerles mucho más que la comida. Estaban dispuestos, desde luego, a dar clases. El turco sonreía con amabilidad. El hielo estaba roto. Los profesores ya sabían lo que de ellos se esperaba.
Mark Twain

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