martes, 14 de junio de 2011

Sobre el teatro de títeres


Cuando pasaba el invierno de 1801 en M..., encon­tré allí, una noche, en un jardín público, al señor C... que hacía poco que estaba contratado en esa ciudad como primer bailarín de la Ópera y despertaba un entusiasmo extraordinario en el público.
Le dije que me asombraba por haberlo encontrado ya varias veces en un teatro de títeres que, armado al azar en la plaza, divertía al populacho con sus sainetillos, entre­tejidos de baile y canto.
Me aseguró que la pantomima de los muñecos le cau­saba gran placer, dejando entrever bien a las claras que un bailarín que quisiera perfeccionarse podría aprender de ellos no poca cosa.
Como tal manifestación, por el modo en que la hizo, me pareciera más que mera ocurrencia, me senté a su lado para cerciorarme de las razones con que pudiese fundar tan extraño aserto.
Me preguntó si no había encontrado yo, realmente, muy graciosos algunos de los movimientos en la danza de los títeres, sobre todo de los pequeños.
No pude negar esta circunstancia. Un grupo de cuatro aldeanos que en rápido compás bailaran la ronda, no ha­bría podido ser pintado con más garbo ni siquiera por un Teniers.
Lo interrogué luego por el mecanismo de estas figuras y como era posible dirigir los distintos miembros de las mismas y sus distintas partes, tal como lo exige el ritmo de los movimientos o el baile, sin tener entre los dedos miríadas de hilos.
Respondió que yo no debía representármelo como si el animador ajustase cada extremidad y tirase de ellas por separado en los distintos momentos de un baile.
Dijo que cada movimiento tenía un centro de gravedad, y que bastaba desplazar a éste en el interior de la figura; los miembros, que no eran sino péndulos, le seguirían sin más, mecánicamente y por sí mismos.
Añadió que este movimiento era muy sencillo; que cada vez que el centro de gravedad es movido en linea recta, las extremidades ya describen curvas, y que a menudo el conjunto, agitado por mera casualidad, entra en una suerte de movimiento rítmico, análogo al baile.
Esta observación parecíame, entonces, explicar en algo aquel placer que él pretendiera encontrar en el teatro de los títeres. Mas entretanto, ni lejanamente presentí las conclusiones que el otro iba a sacar, más tarde, de ello.
Le pregunté si creía que el animador mismo, para mo­ver estos títeres, debía ser bailarín o tener al menos una idea de lo bello en el baile.
Replicó que del solo hecho de que una tarea era fácil en su aspecto mecánico, no era de deducir que podía ser realizada sin sentimiento alguno.
La línea que el centro de gravedad ha de describir era, dijo, muy sencilla y, según creía, recta en la mayoría de los casos. En casos en que sea curva, la fórmula de su inflexión parecería, por lo menos, de primer orden, o a lo sumo una de segundo; y hasta en este último caso sólo elíptica, forma de movimiento está que no costaría gran esfuerzo al animador para trazarla, por ser ella en sí la más natural a las prominencias del cuerpo humano (de­bido a sus articulaciones).
Por el otro lado, en cambio, esta línea sería algo muy misterioso. Pues no sería sino el camino del alma del bailarín; y él añadió, dudaba de que pudiera darse con ella, a no ser que el animador se imaginara trasladado al centro de gravedad del fantoche, o, en otras palabras, que bailara.
Repliqué que había supuesto la tarea de éste como algo casi carente de espíritu: como algo semejante a girar la manivela que pone en marcha un organillo.
–De ninguna manera –contestó–. Más bien, los movi­mientos de sus dedos son tan complejamente proporciona­les al movimiento de los títeres pendientes de ellos, como por ejemplo lo son los números a sus logaritmos o la asín­tota a su hipérbola.
Prosiguió diciendo que sin embargo consideraba facti­ble que aun esta última fracción de espíritu, que ya mencionara, podía ser quitada a los muñecos de modo que su baile pasaría en un todo al dominio de las fuerzas mecánicas, susceptible entonces de ser producido por una manivela, como había pensado yo.
Di a entender, entonces, que me extrañaba observar la atención que él dedicaba a esta variedad de las bellas artes inventada para la plebe, y el ver que no sólo la estimaba capaz de un desarrollo superior, sino que tam­bién él mismo parecía ocuparse en ella.
Sonrió y dijo que osaba afirmar que él –siempre que un mecánico lograse construirle un títere según las indi­caciones que él pensaba hacerle– representaría mediante éste un baile tan perfecto que ni él ni cualquier otro bai­larín coetáneo, aunque fuera tan hábil como el mismo Vestris, sería capaz de alcanzarlo.
–¿Usted habrá oído –preguntó, mientras yo callada­mente bajaba la mirada al suelo–, habrá oído hablar de aquellas piernas mecánicas que artistas ingleses confec­cionan para los desdichados que han perdido sus piernas?
Dije que no: que tal cosa jamás había llegado a mis ojos.
–Lo lamento –replicó él–, pues si le digo que aquellos infortunados, mediante ellas, vuelven a bailar, he de temer que no lo crea. ¿Qué digo, bailar? Es verdad que es limitado el ámbito de sus movimientos, pero aquellos que están a su alcance se efectúan con suavidad, facilidad y gracia tales que maravillan a toda mente capaz de pensar.
Di a entender que él, de este modo, había encontrado ya a su hombre. Pues un artista capaz de construir una pierna tan maravillosa lograría componerle, indudablemente, un títere completo, de acuerdo con sus exigencias.
–Y ¿cuáles... –pregunté al verlo bajar a su vez los ojos, algo molesto– cuáles son, pues, las exigencias que usted piensa hacer al arte de aquél?
–Nada –contestó él– que ya no se encontrara allí: ar­monía, agilidad, suavidad, mas todas ellas en un grado superior; y en particular una distribución natural de los centros de gravedad.
–Y ¿qué ventaja llevaría tal muñeco sobre los bailarines humanos?
–¿La ventaja? Ante todo una ventaja negativa, mi distinguido amigo: que jamás sería remilgado. Pues los re­milgos aparecen, como usted sabe, cada vez que el alma (vis motrix) se halla en cualquier punto distinto del cen­tro de gravedad del movimiento. Y como el animador, mediante el hilo o el alambre, no tiene ni puede tener en su poder otro punto que éste, todos los demás miembros son lo que deben ser, miembros muertos, meros péndulos, que obedecen al exclusivo principio de gravedad; condición óptima ésta que uno busca en vano en la mayor parte de nuestros bailarines.
–Mire usted tan sólo a la P... –continuó– cuando ella, haciendo de Dafne, vuelve la cabeza hacia Apolo que la persigue. Tiene el alma en las vértebras lumbares, se inclina cual si quisiera quebrarse en dos como una ná­yade de la escuela de Bernini. Mire al joven F..., cuan­do en el rol de París, se halla entre las tres diosas entregándole la manzana a Venus; su alma está (¡qué horror el verlo!) en su codo.
–Tales desaciertos –añadió finalizando– son inevitables desde que hemos comido del árbol de la ciencia. Pero al Paraíso se le ha echado el cerrojo y el querube anda tras nosotros; hemos de hacer el viaje alrededor del Mundo para ver si quizá esté abierto en alguna parte por detrás.
Me reí... De todos modos, pensaba yo, no puede errar el espíritu allí donde no existe. Mas al darme cuenta de que aquél tenía aún algo más que revelarme, le rogué que continuara.
–Además –prosiguió él– estos títeres tienen la ventaja de que son antigraves. No saben nada de la inercia de la materia, cualidad ésta entre todas la más antagónica al baile; pues la fuerza que los eleva es mayor que la que los retiene en el suelo. ¡Qué no daría la buena G... si tuviera sesenta libras menos o sí en sus entrechats y pi­ruetas le ayudase un contrapeso de este volumen! Los muñecos, cual elfos, no necesitan del suelo sino para ro­zarlo ligeramente y para reavivar, por una fugaz deten­ción, el empuje de sus miembros; nosotros, en cambio, lo precisamos para descansar en él y restablecernos del es­fuerzo del baile, en un instante que evidentemente no es parte del mismo y con el que no se puede hacer otra cosa que abreviarlo en lo posible.
Dije que, por más hábilmente que defendiese la causa de sus paradojas, no lograría nunca hacerme creer que en un títere mecánico pudiera haber más gracia que en la estructura del cuerpo humano.
Replicó que, en cuanto a gracia, al hombre le era com­pletamente imposible igualarse siquiera al títere, pues, dijo, en este campo, sólo un dios podría rivalizar con la materia; y precisamente, éste sería el punto donde los dos extremos del Mundo circular llegarían a encontrarse.
Asombrándome cada vez más, no sabía qué decir frente a afirmaciones tan extrañas. Entonces aquél, tomando una pulgarada de rapé; dijo que yo le parecía no haber leído con atención el tercer capítulo del Génesis, y quien no conociese este primer período de toda la cultura humana, con éste no se podría conversar bien sobre los siguientes y mucho menos sobre el último.
Dije que conocía muy bien el desorden que la concien­cia provoca en la gracia natural del hombre. Y relaté cómo un joven conocido mío, ante mis propios ojos, por decir así, y a causa de una sola observación, perdió su inocencia, sin volver a encontrar después el Paraíso que ella constituye, no obstante todos los empeños que puso en recuperarlo.
–Mas, ¿cuáles son las consecuencias –agregué– que usted podría sacar de ello?
Me preguntó a qué acontecimiento aludía yo.
–Me estaba bañando –referí– casi tres años ha, junto con un joven, sobre cuyo ser entonces se esparcía una maravillosa gracia. Tenía más o menos dieciséis años y sólo muy tenuemente, provocados por el favor de las mu­jeres, vislumbrábanse los primeros vestigios de la vanidad. Es un hecho que poco antes habíamos visto, en París, a aquel joven que se extrae una espina del pie; la repro­ducción de esa estatua es bien conocida y se halla en la mayoría de las colecciones alemanas. Una mirada, echada al azar en un gran espejo en momentos en que ponía el pie sobre un taburete para secárselo, se la recordó; de modo que sonriendo me habló del descubrimiento que acababa de hacer. Y, en verdad, en aquel instante vine yo de hacer la misma observación, mas sea para examinar la seguridad que la gracia le otorgaba, o fuera para opo­ner cierta resistencia saludable a su vanidad, me eché a reír replicando que él me parecía ver fantasmas. Sonrojó y por segunda vez levantó el pie para demostrármelo, pero el ensayo –como era fácil de prever– fracasó. Algo perturbado levantó el pie por tercera y cuarta vez y, creo, diez veces aún: en balde. Resultó incapaz de repetir el mismo movimiento... ¿qué digo?: los movimientos que hizo contenían un elemento tan cómico que yo apenas me contuve para no reír a carcajadas...
“Desde aquel día, por no decir desde aquel instante, se produjo en el joven un cambio inconcebible. Comenzó por colocarse ante el espejo durante días; y un encanto tras otro lo abandonó. Una fuerza invisible e inconce­bible parecía encerrarlo cual red de hierro para inhibir el libre juego de sus gestos y, cuando hubo pasado un año, no se vio más en él ni rastro de aquella gracia que antes había deleitado los ojos de cuantos lo rodeaban. Vive aún quien fue testigo de aquel extraño y desdichado acaeci­miento y lo confirmaría, palabra tras palabra, tal cual yo lo relaté.
–En esta oportunidad –dijo amablemente el señor C...– debo contarle otro suceso y fácilmente compren­derá usted cómo viene al caso.
“Encontrábame yo, de viaje a Rusia, en una estancia del señor von G..., noble livonio, cuyos hijos entonces estaban practicando mucho la esgrima. El mayor, en par­ticular, que acababa de volver de la universidad, se hacía el campeón y, cuando yo estaba una mañana en su habi­tación, me ofreció un florete. Entramos en lucha, mas sucedió que yo le resulté superior; encegueciéndolo, ade­más, la propia, pasión, casi cada estocada que hice lo alcanzó, hasta que al final su florete voló a un rincón. En broma a medias y a medias ofendido, dijo al levantar el florete, que había encontrado quien lo superara, mas como todo en el Mundo encuentra quien lo venciere, acto seguido me llevaría él hacia alguien que pudiera más que yo. Al reírse a carcajadas y exclamando: “¡Vamos, vamos, bajemos al depósito de leña!”, los hermanos me tomaron de la mano, conduciéndome hacia un oso que el señor G..., su padre, criaba en la quinta.
“Cuando yo, asombrado, me le puse delante el oso estaba sobre las patas traseras, apoyándose con la espalda contra un palo al que estaba atado; levantando la zarpa derecha, pronto a dar un golpe, me miró cara a cara: fue ésta su postura de esgrimista. No sabía yo si no soñaba al verme frente a tal adversario, pero: '¡Haga una esto­cada, hágala! –dijo el señor von G...– y ¡mire si puede entrarle una!' Y después de restablecerme un poco de mi asombro, yo lo asalté con el florete; el oso hizo un brusco movimiento con la zarpa y atajó el golpe. Traté de confundirlo valiéndome de fintas: el oso no se movió. Volví a atacarlo con un viraje tan hábil e instantáneo que infaliblemente habría alcanzado un pecho humano: el oso hizo un brusco movimiento con la zarpa y atajó el golpe. Ahora me encontré casi en la situación del joven señor von G.... Por añadidura, la seriedad del oso me hizo perder el tino; mezclé golpes y fintas, nadé en sudor: en vano. No sólo que el oso cual si fuera el primer esgrimista del Mundo, atajaba todas mis estocadas: a las fintas ni siquiera reaccionaba –cosa en que ningún esgrimista del Mundo lo puede imitar–; mirándome de hito en hito como si en mis ojos pudiera leer mi alma, así estaba él, levan­tando la zarpa, pronto a dar su golpe, y cuando mis esto­cadas no eran serias, no se movía.
“¿Cree usted esta historia?
–Por completo –exclamé, con alegre aplauso–, a cual­quier desconocido la creería, tan verosímil es: y ¡cuánto más a usted!
–Ahora bien, mi distinguido amigo –dijo el señor C...– con ello usted se halla en posesión de cuanto es necesario para comprenderme. Vemos que a medida de obscurecer y decrecer la reflexión, dentro del Mundo orgá­nico, la gracia se destaca cada vez más radiante y domi­nante. Mas igual que la intersección de dos líneas, por un lado de un punto, habiendo pasado por el Infinito, reaparece por el otro lado, o como la imagen de un espejo cóncavo, después de que se ha alejado hacia el Infinito, de repente vuelve a surgir ante nosotros: así también, cuando el conocimiento haya pasado, por decir así, por algo Infi­nito, volverá a presentarse la gracia, de manera que ella, al mismo tiempo, aparecerá en la forma más pura en aquel cuerpo humano que poseyere o absolutamente ninguna conciencia o una conciencia infinita, es decir: en el títere o en el dios.
–De modo que –dije algo distraído– ¿deberíamos vol­ver a comer del árbol de la ciencia para tornar al estado de inocencia?
–Naturalmente –contestó él–; éste es el último capí­tulo de la historia del Mundo.
Heinrich Von Kleist

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