La andrajosa viejecita Se hallaba, con la
bolsa de la compra colgada del brazo, en el centro exacto de la calzada cuando
se dio cuenta de que el enorme coche negro se le echaba encima.
Detrás del grueso cristal a prueba de balas,
sus siete ocupantes tenían una mirada nebulosa, como la de los hombres metidos
en una escafandra de buzo.
La ancianita comprendió que ya no le daba
tiempo de evitar el coche alcanzando la otra acera. Como avanzaba
implacablemente, le pillaría en el arroyo. Era inútil intentar un finta o un
repliegue, tal como hacían muchos aventurados niños una docena de veces al día.
Sus reflejos eran demasiado lentos.
Se oyó una estúpida risotada destacándose
sobre el rugido del pesado coche.
Los peatones que circulaban por ambas aceras lanzaron
una exclamación de horror.
La viejecita hundió la mano en la bolsa de la
compra y la sacó empuñando una gran pistola automática de color negro azulado.
Sosteniéndola con ambas manos, la dirigió con la misma eficacia que un vaquero
conduce, en un rodeo, a un potro indomable.
Apuntando al parabrisas, como un cazador de
fieras apunta a la vulnerable espina dorsal del búfalo que carga sobre él con
la cabeza agachada, la ancianita disparó tres tiros antes que el coche la
destrozara.
Desde la acera de la derecha, una joven,
sentada en una silla de ruedas, insultó a gritos a los ocupantes del coche.
Smythe de Winter, el conductor, no había
tenido suerte. El último disparo de la viejecita había matado a dos de los
ocupantes de su tanque. Rompiendo el laminado cristal, la bala atravesó el
cuello de Phipps McHeath y se incrustó después en el cráneo de Horvendile
Harker.
Maniobrando con mala intenci6n, Smythe de
Winter metió el coche en la acera de la derecha. Los peatones corrieron a
refugiarse en las puertas y en las estrechas arcadas, entre ellos un
muchachito, el cual, a pesar de sus muletas, saltó como una pelota.
Sin embargo, Smythe de Winter alcanzó a la
joven de la silla de ruedas.
Entonces giró el volante bruscamente y salió
como una flecha del Slum Ring en dirección a los Suburbios, llevando un trozo
de varilla incrustado en el guardabarros derecho a manera de trofeo.
A pesar de la igualdad en la lista de los
accidentes, dos por dos, se sentía furioso y deprimido. El seguro y profético
mundo que le rodeaba parecía haberse desmoronado.
Mientras sus compañeros elaboraban suavemente
una oración fúnebre por Horvy y Philipps y enjugaban tranquilamente la sangre
derramada, él frunció el ceño y movió la cabeza.
—Debería estar prohibido que las ancianas
llevasen pistola —murmuró.
Witherspoon Hoobs asintió por detrás del
cadáver del asiento delantero.
—No debían permitir que las ancianas llevaran
nada .¡Dios, cómo odio a los pies! —murmuró mirando sus contraídas piernas—.
¡Siempre las ruedas! —exclamó, sonriendo suavemente.
El incidente tuvo inmediatas repercusiones en
la ciudad. En el velatorio conjunto de la ancianita y de la joven de la silla
de ruedas, un orador de lengua fogosa arremetió contra los fascistas de los
Suburbios, contando a sus oyentes las maravillosas leyendas de Los Ángeles, en
donde los peatones eran sacrosantos aun en medio de las calzadas. Solicitó una
marcha de protesta por las calles de los barrios ocupados por los motorizados.
En el Sunnyside Crematorium, adonde fueron
llevados los cadáveres de Phipps y Horvy, un orador, igualmente apasionado y
casi más intelectual, recordó a sus oyentes la legendaria justicia del viejo
Chicago, en donde a los peatones se les prohibía llevar armas y en donde todo
aquel que tuviera un pie fuera de la acera podía considerarse como excelente
presa. Hizo hincapié en que el único remedio para los barrios pobres del Slum
Ring era llevar a cabo un holocausto, realizado, si fuese necesario, con varios
tanques de gasolina.
Grupos de esqueléticos jovenzuelos salieron
corriendo, al anochecer, del Slum Ring para introducirse clandestinamente en
los mejores garajes de los Suburbios, rajando indefensos neumáticos,
estropeando costosas tapicerías y escribiendo palabras soeces en las brillantes
portezuelas de los coches de las madres de familia que nunca se aventuraban a
ir más allá de las seis manzanas de su domicilio.
Simultáneamente, escuadrones de jóvenes
motociclistas y motoristas suburbanos invadieron con sus atronadoras máquinas
los distritos más extremos del Slum Ring, atropellando a los niños que iban por
fuera de las aceras, lanzando bombas malolientes por las ventanas de los
edificios y estropeando las fachadas con chafarrinones de pintura.
Desde el centro de la Ciudad,
tradicionalmente territorio neutral, se informaba continuamente sobre los
incidentes: el lanzamiento de un ladrillo, un rincón estropeado, una monstruosa
marca en el pórtico dcl Auto Club...
El Gobierno actuó diligentemente,
suspendiendo el tráfico entre el Centro y el Suburbio, y estableciendo un toque
de queda de veinticuatro horas en el Slum Ring. Los agentes del Gobierno
actuaban solamente desde coches centípedos para subrayar que no se ponían al
lado de ninguna de las partes contendientes.
El día que se obliga a los pies y a las
ruedas a no hacer movimiento alguno, se dedicaban a realizar furtivos
preparativos de venganza. Tras las puertas cerradas de los garajes, se montaban
las ametralladoras que dispararían a través del adornado capó, se afilaban las
hojas de las guadañas con el fin de utilizarlas como instrumentos cortantes y
se preparaban otros utensilios afilados para organizar carnicerías.
Mientras los nerviosos guardias nacionales
transitaban por las desiertas aceras del Slum Ring, hombres y mujeres de caras
ceñudas, que llevaban brazaletes negros, recorrían el laberinto de túneles
secretos y cruzaban puertas secretas, distribuyendo pequeñas armas de pesado
calibre y trozos de madera sembrados de tachuelas, amontonando gruesas piedras
en los tejados estratégicos y preparando las trampas para los coches. El Comité
de Seguridad de los Peatones, a veces conocido por «Las Ratas de Robespierre»,
se preparaba para poner en acción sus dos cañones antitanques cuidadosamente
atesorados.
A la caída de la tarde, ante la insistente
urgencia del Gobierno, se reunieron los representantes de los Peatones y de los
Motorizados en una gran isla de seguridad situada en el límite del Slum Ring y
de los Suburbios.
Unos mequetrefes comenzaron a discutir
violentamente si Smythe de Winter no tocó la bocina antes de atropellar a la
anciana; Si ésta abrió fuego antes que el coche tuviera tiempo de tocar el
claxon; cuántas ruedas del coche de Smythe de Winter penetraron en la acera
cuando atropelló a la joven de la silla de ruedas, y así todo. Tras un buen
rato de discusión, el Alto Peatón y el Jefe Motorizado cambiaron guiños y se
apartaron a un lado.
La angustia rojiza de cien lámparas
fosforescentes que rodeaban la isla de seguridad, iluminaron dos caras trágicas
y tensas.
—Una palabra antes de que entremos en nuestro
asunto —susurró el Jefe Motorizado—. ¿Cuál es el coeficiente sanitario de sus
adultos?
—Cuarenta y uno... y pico —respondió el Alto
Peatón, mientras sus asustados ojos buscaban oyentes por todas partes—. Apenas
puedo pedir ayuda a quienes están en medio compos mentis.
—Nuestro coeficiente sanitario es de treinta
y siete —dijo el jefe Motorizado—. Dentro de la cabeza de mis gentes, las
ruedas son tenazmente lentas. Y no creo que se aceleren en su vida.
—Los del Gobierno dijeron que eran cincuenta
y dos —dijo el otro con terquedad.
—Bueno, creo que debemos concertar un
compromiso más —sugirió el primero profundamente—, aunque debo confesar que hay
veces en que creo que todos nosotros somos la ficción del sueño de un
paranoico.
Dos horas de concentradas deliberaciones
dieron lugar a la redacción de los nuevos artículos del acuerdo Rueda—Pie.
Entre otros puntos, se limitaron las armas de fuego de los peatones: tenían que
ser armas muy ligeras, de calibre 38 como máximo; mientras que a los
motorizados se les requirió para que hicieran sonar tres veces la bocina a una
distancia de una manzana por lo menos, antes de cargar contra un peatón que
estuviese en la calzada. Dos ruedas sobre la acera convirtieron una muerte de
tráfico de un homicidio casual de tercer grado en un pequeño homicidio. A los
peatones ciegos se les permitiría llevar bombas de mano.
El Gobierno se puso a trabajar
inmediatamente. El nuevo reglamento Rueda—Pie se difundió extensamente y fue
fijado en las paredes de la ciudad. Destacamentos de policías y de médicos
psiquiátrico—sociales centuplicaron y recorrieron el Slum Ring recogiendo las
armas y dando consejos tranquilizadores a los levantiscos. Grupos de hipnoterápicos
y mecánicos fueron de casa en casa y de garaje en garaje por los Suburbios,
sembrando una serenidad conformista y recogiendo de los coches el armamento
ilegal. Por consejo de un psiquiatra, que dijo que se podían canalizar las
agresiones, se anunció una corrida de toros; pero tuvo que suspenderse ante la
fuerte protesta de la Liga de la Decencia, que tenía muchos miembros de ambos
bandos en la Rueda—Pie.
Al amanecer, se levantó el toque de queda en
el Slum Ring y se restableció el tráfico entre el Centro y los Suburbios.
Tras unos cuantos minutos de quietud, se tuvo
la impresión de que había quedado restablecido el status quo.
Smythe de Winter conducía su brillante coche
negro a lo largo del Slum Ring.
Un perno de acero provisto de un ancho redondel
del mismo metal ocultaba el agujero que hiciera en el parabrisas la bala de la
viejecita.
Desde un tejado lanzaron un ladrillo. Unas
balas se aplastaron contra el marco de unas ventanas.
Smythe de Winter se ató un pañuelo alrededor
del cuello y sonrió.
Una manzana de casas más adelante, los niños
estaban jugando en mitad de la calle, gritando y metiéndose el dedo en la
nariz. Detrás de uno de ellos cojeaba un perro gordo, provisto de un collar
adornado con clavos.
Smythe, de pronto, apretó el acelerador. No
atropelló a ningún niño, pero sí al perro.
Por unas ligeras pompas que se formaron en el
barro se dio cuenta de que estaba perdiendo presión la rueda delantera derecha.
Debía de haber atropellado también al collar. Apretó el botón de emergencia de
aire y cesó el escape.
Se volvió hacia Witherspoon Hobbs y le dijo
con reflexiva satisfacción:
—Me agrada un mundo normalmente ordenado,
donde siempre se consigue un pequeño éxito, pero que no se le suba a uno a la
cabeza, o un pequeño fracaso, que sirva para fortalecer a uno.
Witherspoon Hobbs miró con atención al cruce
de calle que venía a continuación. El centro estaba marcado con las huellas de
unos neumáticos. Esas huellas tenían un color rojizo oscuro.
—Ahí fue donde atropellaste a la ancianita,
Smythe —observó—. Ahora puedo decir algo en favor de ella: fue valiente.
—Sí, ahí fue donde la atropellé —dijo Smythe.
Recordó muy seriamente la cara de bruja, que
se fue haciendo rápidamente más ancha; las encorvadas espaldas cubiertas de
bombasí negro y los feroces ojos ribeteados de blanco. De repente, se dio
cuenta de que éste era un día muy triste.
Fritz Leiber