viernes, 30 de septiembre de 2011

Motalko


 MOTALKO from Miklós Falvay on Vimeo.

Motalko, aparte de un tipo de combustible, es también el título de  un documental  dirigido por Attila Kekesi, hecho en 3D, a partir de fotografías antiguas. Cuenta la historia de Tasziló Landthaller, propietario de la primera gasolinera privada de Hungría, fundada  en 1936 en Budatétény, por su padre. Cuenta  la vida de este hombre y como luchó para mantener su propiedad durante cuarenta años de dictadura comunista. 

  Tasziló aún sigue en activo trabajando en su gasolinera























 Vía : http://tinyurl.com/5umlbdy

Amor vencido

—Cuente —dijo.
—No sé muy bien cómo empieza ni dónde estamos. Cuando Virginia pregunta: «¿Recuerdas lo que prometiste?», me falta valor para anunciarle, una vez más, que la semana siguiente almorzaremos juntos, pero que hoy me esperan mis padres. Para sobreponerme a una inopinada congoja, como si quisiera marearme con palabras, me largo a hablar. Probablemente por asociación de ideas hablo del restaurante que el invierno pasado un cocinero francés inauguró en una vieja quinta —¿de San Isidro? ¿de San Fernando?— llamado Pierre. ¿O Pierre queda realmente en el barrio sur? Tras algún tartamudeo soslayo el nombre y la dirección —mis olvidos podrían sugerir que por darme importancia elogio un restaurante que apenas conozco— y para demostrar que no soy un botarate emprendo la detallada descripción de manjares que allí sirven; descripción a la que tal vez un hombre de paladar simple, como yo, no tenga derecho. De modo que por cobardía o por abulia no invento una excusa y por jactancia doy a entender que acepto el compromiso. Estoy acongojado, supongo, porque obro en contra de mi voluntad.
Como no hago nada por librarme de Virginia, debo encontrar el modo de avisar a mis padres que no almorzaré con ellos. Para peor, mi madre ya me espera en el Rosedal. La imagino sentada en un banco, sonriente y animosa, como está en una desvaída fotografía que hace tiempo le sacaron en esos mismos jardines y que ahora me parece patética.
Por el corredor de la casa de campo llego al viejo escritorio, de revoque descascarado. Con alguna dificultad despierto a mi padre que descansa, extrañamente encogido en el diván. «No dormí bien anoche», dice, para disculparse. Está muy contento de verme. En seguida le digo: «No voy a almorzar con ustedes». Mi padre tarda en entender, porque no despertó del todo, y yo me apresuro a pedirle: «Avisale a mamá». Quiero irme antes de que se despabile, porque todavía está contento y sé que muy pronto él también va a entristecerse.
Inflijo ese dolor y me lo inflijo para no defraudar a una mujer para quien la salida conmigo vale (¿cómo decirlo sin mezquindad?) exactamente un almuerzo.
Me dio su interpretación:
—Lo que sucede es que ahora no quiere verlos.
—Fuimos tan amigos —le dije.
Me faltó ánimo para explicar.

Bioy Casares

miércoles, 28 de septiembre de 2011

Lo que ve un astronauta

En mi primer viaje en avión recuerdo a un morenazo azafato señalarme exaltado:  «el Vesubio, el Vesubio».  Cuando el miedo insuperable me permitió echar una pequeña ojeada por la diminuta ventanilla, ya quedaba el Vesubio cien pueblos  atrás. Pienso que mi karma no ha sido benévolo conmigo en esta vida y espero que en la siguiente reencarnación sea una una persona algo más valiente y así, quizá,  me pueda pegar algún viajecillo espacial cuando ya estén al alcance de todo el mundo. Me ha gustado lo que ven los astronautas, desde las alturas ( unos 300 km) que guapo se ve todo.

El Cinco de Copas

Agustín estudiaba Derecho en una de esas ciudades de la España vieja, donde las piedras mohosas balbucean palabras truncadas y los santos de palo viven en sus hornacinas con vida fantástica, extramundanal. A más de estudiante, era Agustín poeta; componía muy lindos versos, con marcado sabor de romanticismo; tenía momentos en que se cansaba de bohemia escolar, de cenas a las altas horas en La flor de los campos de Cariñena, apurando botellas y rompiendo vasos; de malgastar el tuétano de sus huesos en brazos de dos o tres ninfas nada mitológicas, de leer y de dormir; y como si su alma, asfixiada en tan amargas olas, quisiese salir del piélago y respirar aire bienhechor, entraba en las iglesias y se paraba absorto ante los ricos altares, complaciéndose en los primores de la talla y las bellezas de la escultura, y sintiendo esa especial nostalgia reveladora de que el espíritu oculta aspiraciones no satisfechas y busca algo sin darse cuenta de lo que es.
  Entre las iglesias a que Agustín se sentía más atraído, había dos adonde le llamaban no sólo la nostalgia consabida, sino -fuerza es decirlo- otros móviles asaz profanos. Era la una soberbia basílica en que el arte del Renacimiento había agotado sus esplendores, y en ella, destacándose sobre el fondo de la luz de ancha ventana, se admiraba la escultura de cierta Magdalena bellísima, vestida sólo de un pedazo de estera y de sus ondeantes y regios cabellos. Al través de la crencha rubia y del grosero tejido, se adivinaban líneas de euritmia celestial. Agustín devoraba con ojos ávidos a la santa meretriz y se deshacía en afán de resucitarla. En el otro templo predilecto de Agustín no había pecadoras bonitas, ni siquiera maravillas de arte; paredes casi desnudas, salpicadas por los sombríos lienzos del vía crucis; retablos humildes, una pila ancha, honda, llena de agua hasta el borde, y allá en el techo, en vez de emperifollada e historiada cúpula, un solo emblema pictórico, muy triste; sobre la fría blancura, cinco manchas de almazarrón, que recordaban a los distraídos cómo aquel templo pertenecía a una comunidad franciscana. Agustín llamaba a los chafarrinones bermejos el Cinco de Copas.
  No podía acertar Agustín con la razón de sus visitas a la iglesia austera, desprovista de esa opulencia ornamental que fascina los sentidos. Quizá la soledad del convento, situado a un extremo de la población, al pie de una colina, en el repuesto Valceleste; quizá la misma silenciosa nave, donde retumbaba el ruido de los pasos; quizá las sugestivas figuras de los dos frailes, en oración a uno y otro lado del altar; quizá el oficio de difuntos, que ciertos días salmodiaba la comunidad de un modo tan profundo y extraño... Agustín, sin embargo, atribuía su interés por la escondida iglesia al Cinco de Copas embadurnado de almazarrón. Le inspiraba una especie de aversión atractiva. Irritábale lo grosero de la pintura, y, más que nada, sus denegridos y secos tonos. "Eso no ha sido sangre nunca. ¿En qué se parece eso a la sangre? ¡Vaya una manera de representar llagas! ¡Y qué frailes estos, que dejan ahí en el techo ese naipe ordinario y no lo borran siquiera por decoro!" Algunas veces el estudiante se llevaba a Valceleste a sus compañeros de aula y también de jarana y francachela, y, apoyados en la pila del agua bendita, no sin prodigar carantoñas a las devotas vejezuelas que entraban persignándose, hacían chacota del Cinco de Copas, celebrando la ocurrencia de quien tan oportuna y gráficamente lo bautizara.
  De pronto, un interés nuevo y avasallador llenó la vida de Agustín. Había llegado al pueblo, estableciéndose en él, una familia que el estudiante conocía casualmente, relación de temporada de balneario; y como entrase a visitarlos algo temprano, antes de la hora de comer, tropezóse en el pasillo con la hija mayor, Rosario, de quince años, que salía de su cuarto, suelto el pelo y en ligerísimo traje. Chilló y huyó la niña; quedóse el estudiante confuso, pero la imagen apenas entrevista, el rielar del flotante pelo rubio sobre las carnes de nácar, le persiguió como visión de la fiebre, mezclando en su desenfrenada imaginación la inerte escultura de la Magdalena y la escultura viva de la doncella.
  Del matrimonio pensaba horrores Agustín; constábale, además, que en muchos años no tenía probabilidad racional de sostener una familia; y aunque asomos de innata honradez le decían que era infame perder a la hija de unos amigos confiados y afectuosos, el mal deseo pudo más. Miradas, sonrisas, paseos por la calle, encuentros en la catedral, palabras de miel, cartas abrasadoras... No tanto se requería para vencer a la criatura inexperta, que ignoraba toda la extensión del mal. Al cabo de cuatro meses de asedio, Rosario otorgó la peligrosa cita. Sus padres salían del pueblo, a una aldeíta próxima; ella se quedaba sola, veinticuatro horas lo menos, con la vetusta y sorda criada; todo dispuesto a maravilla, como por el gran galeoto Lucifer.
  Al recibir el aviso, Agustín sufrió un acceso de alegría insana; sus nervios se cargaron de electricidad, y sintióse poseído de tal necesidad de correr, gesticular y pegar brincos, que parecía loco. Faltaba una semana aún, y la enervante espera le sacaba de quicio. Llevaba cinco noches sin dormir y cinco días en que, rehusando el alimento sano y sencillo, le sostenían algunas copas de coñac. Cuando solo una tarde y una noche le separaban del instante supremo, resolvió dar largo paseo, a fin de que el ejercicio violento le permitiese dormir de víspera, por no caer malo y desperdiciar la ocasión.
  Salió del pueblo, subió carretera arriba, respirando con deleite la frescura de la tarde, el olor de los pinares y de los prados, y dando un gran rodeo a campo traviesa alcanzó la senda que guiaba a lo alto de la colina, bajo la cual descansan Valceleste y el convento. Al llegar a la cruz del Humilladero, desde donde los peregrinos, cara contra el polvo, saludaban a la santa ciudad, Agustín sintió que le rendía la fatiga, y sentándose en las gradas durmió. ¿Cuánto tiempo? ¿Media hora? Tal vez más; porque cuando despertó, el sol ya quería transponer las violadas crestas del monte.
  Su primer pensamiento, al recordar, no fue para Rosario ni para las esperadas venturas, sino para el Cinco de Copas.
  "¡Cuánto tiempo hace que no veo aquel mamarracho!", dijo entre sí el mozo, riendo en alto y registrando con la vista, allá en el fondo de Valceleste, el convento, el claustro, la huerta, las torres de la iglesia, que ya empezaban a anegarse en las sombras del crepúsculo. Casi al mismo tiempo que se acordaba de los rojos brochazos, sintió levísimo roce de pisadas, y un fraile, calada la capucha, sepultadas en las mangas ambas manos, cruzó por delante de él. Nada tenía de extraño que pasase un fraile a tales horas; sin duda, por ser la de la queda, regresaba a Valceleste; y, con todo, el estudiante percibió esa sensación súbita que no puede definirse y que es preludio del miedo. Antes de salvar el recodo de la senda, volvióse el fraile, y su cara puntiaguda, exangüe, sumida, chupada, momia, surgió de la capilla; sus pupilas cóncavas y ardientes se clavaron en Agustín y, sacando de la manga una pálida mano, hízole una seña... El estudiante se estremeció, pero al punto saltó del
asiento de piedra.
  "¡Bueno, y qué! Un fraile que me saluda... La cosa no tiene nada de particular... He de saber quién es, o no me llamo Agustín."
  Bajó precipitadamente la agria cuesta; ya no se veía allí rastro de fraile. No obstante, al acercarse al atrio, parecióle a Agustín que le veía entrar en el templo. "Irá a rezarle al Cinco de Copas. Allá voy yo también, y si el fraile flaco me habla, le digo que borren semejante adefesio."
  El templo estaba completamente vacío y casi oscuro; Agustín alzó la mirada hacia la cúpula, y apenas distinguió los cinco brochazos, confusos y lívidos. La idea fija de toda la semana remaneció entonces, al disiparse la vaga impresión de temor causada por la aparición frailesca. Mientras echaba atrás la cabeza para ver el famoso naipe. Agustín, súbitamente, recordó con gran lucidez a Rosario, y su inocencia, y su frescura de azucena en capullo... Sus oídos zumbaron, secósele el paladar..., y apenas la voluptuosa imagen invadió sus sentidos, notó que, de pronto, los cinco redondeles del techo adquirían color sangriento, abriéndose y palpitando como los labios de una herida. De su vivo seno fluían líquidas gotas, que empezaron a caer lentamente, con centelleo de rubíes, y que salpicaron el suelo todo alrededor del estudiante.
  -¡Ahora veo que son verdaderas llagas! -gimió Agustín sin poder bajar las pupilas.
  Una gota más gruesa, roja, resplandeciente, descendía de la llaga central, y despaciosa, pesada como plomo, vino a rebotar sobre la frente del estudiante...

  ***

  Hace bastantes años que viste el sayal, habiéndose dejado en el mundo, para que otros los recojan, versos, devaneos, libros de Strauss y Buchner, naipes y risas. Alguna vez, en la portería de Valceleste, le he preguntado, a fin de animarle y ver qué contesta:
  -Padre, ¿se acuerda del Cinco de Copas?

Emilia Pardo Bazán

domingo, 25 de septiembre de 2011

The Sky Is Crying


Poreč


Poreč o Parenzo es una pequeña ciudad situada en la península de Istria, en Croacia. Se puede llegar allí, desde Venecia, en unas rápidas lanchas que hacen el trayecto en un par de horas. Si te sobra el dinero , el billete es carillo, y no te mareas, es una buena alternativa.
En Poreč no tendrás demasiados problemas para hacerte entender, son bilingües y hablan además del croata, italiano. Tendrás más problemas si te gusta la soledad, pues es un lugar muy turístico, los alemanes e italianos creo que se sienten como en casa. Seguro que fin de semana que no tienen nada que hacer se dan una vuelta por allí.
 ¡Oh! ¡una torre pentagonal!  Ah, pues sí,  mírala ... A mí déjame de torres que lo que a mí me gustan son esas  preciosas casas renacentistas y romanescas. Dicen que también las hay góticas. Yo en realidad no las distingo, supongo que entre todas las fotos que tengo de casas viejas , alguna habrá.  Sean viejas o no, lo cierto,  es que las tienen cuidadas, ni un lavado de cara necesitan. A mí me parecen tan irreales, que si fuese niña, me sentiría transportada inmediatamente a otra época con galantes caballeros y damas en apuros. También decir que está  el conjunto episcopal de la basílica de San Eufrasio que  es patrimonio de la humanidad.

casa romanesca
Torre Pentagonal
casa romanesca
              
Conjunto Episcopal de la Basílica de San Eufrasio







   



viernes, 23 de septiembre de 2011

¡Feliz otoño!

                   
                               


La risa

  Conocí en París a la marquesa de Roa, con motivo de encontrarnos frecuentemente en la antesala del célebre especialista en enfermedades nerviosas doctor Dinard. Yo iba allí por encargo de una madre que no tenía valor para llevar en persona a su hija, atacada de uno de esos males complicados, mitad del alma, mitad del cuerpo que la ciencia olfatea, pero no discierne aún, y la marquesa iba por cuenta propia, porque era víctima de un padecimiento también muy singular.
  La marquesa sufría accesos de risa sin fin, en que las carcajadas se empalmaban con las carcajadas, y de los cuales salía despedazada, exánime, oscilando entre la locura y la muerte.
  Uno tuve ocasión de presenciar en la misma salita de espera del doctor, de vulgar mobiliario elegante, adornada con cuadros y bustos que atestiguaban el reconocimiento de una clase muy expuesta a la neurosis: los artistas. Y aseguro que ponía grima y espanto el aspecto de aquella mujer retorciéndose convulsa, hecha una ménade, sin una lágrima en los ojos, sin una inflexión tierna en la voz, escupiendo la risa sardónica y cruel, como si se mofase, no sólo de la humanidad, sino de sí misma, de su destino, de lo más secreto y hondo de su propio ser...
  Fue el especialista, que se hizo un poco amigo mío y a quien invitamos a almorzar en nuestro hotel varias veces, quien me enteró de la causa del achaque, que no acertó a curar, sino solamente a aliviar algo, consiguiendo que las crisis crónicas se presentasen con menos frecuencia. Él me refirió la historia, justificando así su aparente indiscreción:
  -Se trata de cosa muy pública en la ciudad española donde ocurrió, y me sorprende que usted no esté enterada. Pregunte a cualquiera de allí y se lo referirá punto por punto. Yo tengo que confesar a mis clientes, pues dada mi especialidad, el conocimiento de los antecedentes psicológicos me sirve de guía. ¡Camino por una selva tan oscura! ¡Es un misterio tan profundo éste de la neurosis! Y no crea usted que ha sido negocio fácil la confesión, porque, al acordarse no más de la causa de su risa, la marquesa se siente acometida de nuevas crisis furiosas, y ríe, ríe, ríe inextinguiblemente...
  Parece que esta señora, joven y bella entonces (hoy horrible mal la ha desfigurado), estaba enamoradísima de su marido, con el cual se había casado contra toda la voluntad de su madre. Ella era rica, poderosa: dehesas, cortijos, olivares y el título hereditario. Él no poseía capital, a menos que por capital se cuente lo agradable de la figura, lo simpático del trato, un encanto especial que le atraía corazones. Manolito -así le llamaban sus amigos- se contaba en el número de esas personas imprescindibles en toda fiesta y jarana; y a pesar de su casamiento continuó, en parte, haciendo vida de soltero alegre, consintiéndolo la marquesa. "No me parece mal -decía ésta- que te diviertas con los muchachos jóvenes. Lo que no habré de tolerar será que estas diversiones sirvan de pretexto a devaneos con mujeres. Si quieres a otra, si otra te atrae más que yo, me lo dices: podré habituarme a vivir sin tu amor, pero nunca, ¿entiendes?, soportaré en ti, amándote como te amo, la mentira.
Acuérdate de esto, Manolo... Mira que yo creo en ti, y que para existir necesito creer. No me mientas, ¡eso nunca! No podría resistirlo..."
  Debió él de prometer y aun jurar -todo eso que se hace en análogas situaciones-, y ella, con la confianza propia de las almas nobles, de la gente incapaz de vileza, se fió sin recelo alguno en promesas y juramentos. Por la maldad de la naturaleza humana, a los confiados es a quienes más se engaña, hasta sin escrúpulos. Manolo sabía que Dolores Roa era incapaz de espionaje, y que si llegasen a traerle chismes y delaciones, antes prestaría fe a las palabras del hombre amado que a las de los extraños; así es que, no mucho después de la boda, comenzó a enredarse en aventurillas galantes, y acabó por establecer relación íntima con una de las amigas de Dolores, señora de la mejor sociedad, esposa de un banquero que hacía continuos viajes a París, Londres y Hamburgo, lo cual daba a los amantes facilidad para verse y pasar reunidos largas horas.
  Explicaba Manolo las ausencias con cacerías, comidas, expediciones y giras en compañía de sus amigos, y Dolores, fiel a su sistema de tolerancia cariñosa, llegaba hasta animarle para que no faltase, y celebraba a la vuelta las anécdotas y lances de la función, referidos por Manolo con humorística gracia porque el hábil engañador tenía cuidado de no mentir siempre y de concurrir no pocas veces, en efecto, a las distracciones adonde decía que concurría, por tener -si su mujer preguntaba o hacía indagaciones- más elementos para justificarse en cualquier caso.
  Una noche acostóse Dolores nerviosamente intranquila, sin saber el motivo. Mejor dicho: lo sabía, o se figuraba saberlo. Manolo formaba parte de numerosa expedición por el río abajo a caza de patos silvestres; iban en un vaporcillo viejo, comprado de desechos y que se alquilaba para estos casos, y Dolores, noticiosa del mal estado del vapor, sentía una angustia profética y vaga, en que el corazón parecía reducírsele de tamaño -son sus palabras- y convertirse en una bolita microscópica. Española, de raza, saltó de la cama, encendió dos velas a una Virgen de los Dolores traspasada con los siete puñales y rezó largas oraciones antes de volver a recogerse. Su sueño fue agitado, lleno de terribles pesadillas: veía a Manolo con la cara negra, el pelo pegado a las sienes, chorreante y despertó gritando, llamando a su esposo con infinita ansiedad.
  Era la hora del amanecer, tan poética en los países del Mediodía. Los azahares perfumaban el aire, y el sol salía claro y puro, como si acabase de bañarse en las aguas del río. La marquesa, reanimada, se arregló el pelo y se puso una mantilla para ir a misa a la iglesia próxima. Al primer grupo de gente madrugadora que encontró, se detuvo, hecha la estatua del espanto. Hablaban de una catástrofe, de la pérdida de un vapor en que iban gente conocida, de fiesta y broma, a una cacería de patos en el río... Se habían salvado pocos, pereciendo ahogados los más.
  Blanca como la pared, castañeteando los dientes, Dolores apenas tuvo fuerzas para volver a su casa, tambaleándose. Loca y paralizada a la vez, ni sabía qué hacer ni a quién llamar; lo inmenso del horror la trastornaba. Sólo acertaba a repetir: "¡Manolo! ¡Manolo!", con el acento del que llama a un ser sobrenatural... Y cuando repetía con más dolor y extravío: "¡Manolo!...", he aquí que aparece en la puerta Manolo en persona, sonriente, alegre, tendiéndole los brazos... No se sabe qué instinto de lucidez, qué extraña astucia vital se desarrolla en momentos supremos. Lo cierto es que Dolores, encarándose con su esposo, en vez de referirse a la catástrofe, hizo una extraña pregunta:
  -Os habéis divertido mucho, ¿eh? ¿No ha ocurrido nada desagradable?
  -¿Qué iba a ocurrir? Una excursión deliciosa... bonitísima...
  Y ella, entonces, después de mirarle fijamente, rompió a reír a carcajadas... ¡Su risa llenaba la casa de ecos fúnebremente burlones; reía sin tasa y sin tregua; abofeteaba, escupía su risa al rostro del descarado engañador, que llegaba en derechura de pasar su noche amorosa, y no sabía palabra de la catástrofe...!
  Y desde entonces, Dolores rió, rió intensamente, retorciendo sus nervios, gastando su vigor en la convulsión de aquella risa, escarnio de su ilusión destrozada de su alma generosa en ridículo...
  Riendo se separó del embustero; riendo arrastró su amargura por tierras lejanas...
  Ahí tiene usted la explicación de la enfermedad extraordinaria de la marquesa de Roa.

Emilia Pardo Bazán

jueves, 22 de septiembre de 2011

No mires a los ojos de la gente


La equis señala al peatón


La andrajosa viejecita Se hallaba, con la bolsa de la compra colgada del brazo, en el centro exacto de la calzada cuando se dio cuenta de que el enorme coche negro se le echaba encima.
Detrás del grueso cristal a prueba de balas, sus siete ocupantes tenían una mirada nebulosa, como la de los hombres metidos en una escafandra de buzo.
La ancianita comprendió que ya no le daba tiempo de evitar el coche alcanzando la otra acera. Como avanzaba implacablemente, le pillaría en el arroyo. Era inútil intentar un finta o un repliegue, tal como hacían muchos aventurados niños una docena de veces al día. Sus reflejos eran demasiado lentos.
Se oyó una estúpida risotada destacándose sobre el rugido del pesado coche.
Los peatones que circulaban por ambas aceras lanzaron una exclamación de horror.
La viejecita hundió la mano en la bolsa de la compra y la sacó empuñando una gran pistola automática de color negro azulado. Sosteniéndola con ambas manos, la dirigió con la misma eficacia que un vaquero conduce, en un rodeo, a un potro indomable.
Apuntando al parabrisas, como un cazador de fieras apunta a la vulnerable espina dorsal del búfalo que carga sobre él con la cabeza agachada, la ancianita disparó tres tiros antes que el coche la destrozara.
Desde la acera de la derecha, una joven, sentada en una silla de ruedas, insultó a gritos a los ocupantes del coche.
Smythe de Winter, el conductor, no había tenido suerte. El último disparo de la viejecita había matado a dos de los ocupantes de su tanque. Rompiendo el laminado cristal, la bala atravesó el cuello de Phipps McHeath y se incrustó después en el cráneo de Horvendile Harker.
Maniobrando con mala intenci6n, Smythe de Winter metió el coche en la acera de la derecha. Los peatones corrieron a refugiarse en las puertas y en las estrechas arcadas, entre ellos un muchachito, el cual, a pesar de sus muletas, saltó como una pelota.
Sin embargo, Smythe de Winter alcanzó a la joven de la silla de ruedas.
Entonces giró el volante bruscamente y salió como una flecha del Slum Ring en dirección a los Suburbios, llevando un trozo de varilla incrustado en el guardabarros derecho a manera de trofeo.
A pesar de la igualdad en la lista de los accidentes, dos por dos, se sentía furioso y deprimido. El seguro y profético mundo que le rodeaba parecía haberse desmoronado.
Mientras sus compañeros elaboraban suavemente una oración fúnebre por Horvy y Philipps y enjugaban tranquilamente la sangre derramada, él frunció el ceño y movió la cabeza.
—Debería estar prohibido que las ancianas llevasen pistola —murmuró.
Witherspoon Hoobs asintió por detrás del cadáver del asiento delantero.
—No debían permitir que las ancianas llevaran nada .¡Dios, cómo odio a los pies! —murmuró mirando sus contraídas piernas—. ¡Siempre las ruedas! —exclamó, sonriendo suavemente.
El incidente tuvo inmediatas repercusiones en la ciudad. En el velatorio conjunto de la ancianita y de la joven de la silla de ruedas, un orador de lengua fogosa arremetió contra los fascistas de los Suburbios, contando a sus oyentes las maravillosas leyendas de Los Ángeles, en donde los peatones eran sacrosantos aun en medio de las calzadas. Solicitó una marcha de protesta por las calles de los barrios ocupados por los motorizados.
En el Sunnyside Crematorium, adonde fueron llevados los cadáveres de Phipps y Horvy, un orador, igualmente apasionado y casi más intelectual, recordó a sus oyentes la legendaria justicia del viejo Chicago, en donde a los peatones se les prohibía llevar armas y en donde todo aquel que tuviera un pie fuera de la acera podía considerarse como excelente presa. Hizo hincapié en que el único remedio para los barrios pobres del Slum Ring era llevar a cabo un holocausto, realizado, si fuese necesario, con varios tanques de gasolina.
Grupos de esqueléticos jovenzuelos salieron corriendo, al anochecer, del Slum Ring para introducirse clandestinamente en los mejores garajes de los Suburbios, rajando indefensos neumáticos, estropeando costosas tapicerías y escribiendo palabras soeces en las brillantes portezuelas de los coches de las madres de familia que nunca se aventuraban a ir más allá de las seis manzanas de su domicilio.
Simultáneamente, escuadrones de jóvenes motociclistas y motoristas suburbanos invadieron con sus atronadoras máquinas los distritos más extremos del Slum Ring, atropellando a los niños que iban por fuera de las aceras, lanzando bombas malolientes por las ventanas de los edificios y estropeando las fachadas con chafarrinones de pintura.
Desde el centro de la Ciudad, tradicionalmente territorio neutral, se informaba continuamente sobre los incidentes: el lanzamiento de un ladrillo, un rincón estropeado, una monstruosa marca en el pórtico dcl Auto Club...
El Gobierno actuó diligentemente, suspendiendo el tráfico entre el Centro y el Suburbio, y estableciendo un toque de queda de veinticuatro horas en el Slum Ring. Los agentes del Gobierno actuaban solamente desde coches centípedos para subrayar que no se ponían al lado de ninguna de las partes contendientes.
El día que se obliga a los pies y a las ruedas a no hacer movimiento alguno, se dedicaban a realizar furtivos preparativos de venganza. Tras las puertas cerradas de los garajes, se montaban las ametralladoras que dispararían a través del adornado capó, se afilaban las hojas de las guadañas con el fin de utilizarlas como instrumentos cortantes y se preparaban otros utensilios afilados para organizar carnicerías.
Mientras los nerviosos guardias nacionales transitaban por las desiertas aceras del Slum Ring, hombres y mujeres de caras ceñudas, que llevaban brazaletes negros, recorrían el laberinto de túneles secretos y cruzaban puertas secretas, distribuyendo pequeñas armas de pesado calibre y trozos de madera sembrados de tachuelas, amontonando gruesas piedras en los tejados estratégicos y preparando las trampas para los coches. El Comité de Seguridad de los Peatones, a veces conocido por «Las Ratas de Robespierre», se preparaba para poner en acción sus dos cañones antitanques cuidadosamente atesorados.
A la caída de la tarde, ante la insistente urgencia del Gobierno, se reunieron los representantes de los Peatones y de los Motorizados en una gran isla de seguridad situada en el límite del Slum Ring y de los Suburbios.
Unos mequetrefes comenzaron a discutir violentamente si Smythe de Winter no tocó la bocina antes de atropellar a la anciana; Si ésta abrió fuego antes que el coche tuviera tiempo de tocar el claxon; cuántas ruedas del coche de Smythe de Winter penetraron en la acera cuando atropelló a la joven de la silla de ruedas, y así todo. Tras un buen rato de discusión, el Alto Peatón y el Jefe Motorizado cambiaron guiños y se apartaron a un lado.
La angustia rojiza de cien lámparas fosforescentes que rodeaban la isla de seguridad, iluminaron dos caras trágicas y tensas.
—Una palabra antes de que entremos en nuestro asunto —susurró el Jefe Motorizado—. ¿Cuál es el coeficiente sanitario de sus adultos?
—Cuarenta y uno... y pico —respondió el Alto Peatón, mientras sus asustados ojos buscaban oyentes por todas partes—. Apenas puedo pedir ayuda a quienes están en medio compos mentis.
—Nuestro coeficiente sanitario es de treinta y siete —dijo el jefe Motorizado—. Dentro de la cabeza de mis gentes, las ruedas son tenazmente lentas. Y no creo que se aceleren en su vida.
—Los del Gobierno dijeron que eran cincuenta y dos —dijo el otro con terquedad.
—Bueno, creo que debemos concertar un compromiso más —sugirió el primero profundamente—, aunque debo confesar que hay veces en que creo que todos nosotros somos la ficción del sueño de un paranoico.
Dos horas de concentradas deliberaciones dieron lugar a la redacción de los nuevos artículos del acuerdo Rueda—Pie. Entre otros puntos, se limitaron las armas de fuego de los peatones: tenían que ser armas muy ligeras, de calibre 38 como máximo; mientras que a los motorizados se les requirió para que hicieran sonar tres veces la bocina a una distancia de una manzana por lo menos, antes de cargar contra un peatón que estuviese en la calzada. Dos ruedas sobre la acera convirtieron una muerte de tráfico de un homicidio casual de tercer grado en un pequeño homicidio. A los peatones ciegos se les permitiría llevar bombas de mano.
El Gobierno se puso a trabajar inmediatamente. El nuevo reglamento Rueda—Pie se difundió extensamente y fue fijado en las paredes de la ciudad. Destacamentos de policías y de médicos psiquiátrico—sociales centuplicaron y recorrieron el Slum Ring recogiendo las armas y dando consejos tranquilizadores a los levantiscos. Grupos de hipnoterápicos y mecánicos fueron de casa en casa y de garaje en garaje por los Suburbios, sembrando una serenidad conformista y recogiendo de los coches el armamento ilegal. Por consejo de un psiquiatra, que dijo que se podían canalizar las agresiones, se anunció una corrida de toros; pero tuvo que suspenderse ante la fuerte protesta de la Liga de la Decencia, que tenía muchos miembros de ambos bandos en la Rueda—Pie.
Al amanecer, se levantó el toque de queda en el Slum Ring y se restableció el tráfico entre el Centro y los Suburbios.
Tras unos cuantos minutos de quietud, se tuvo la impresión de que había quedado restablecido el status quo.
Smythe de Winter conducía su brillante coche negro a lo largo del Slum Ring.
Un perno de acero provisto de un ancho redondel del mismo metal ocultaba el agujero que hiciera en el parabrisas la bala de la viejecita.
Desde un tejado lanzaron un ladrillo. Unas balas se aplastaron contra el marco de unas ventanas.
Smythe de Winter se ató un pañuelo alrededor del cuello y sonrió.
Una manzana de casas más adelante, los niños estaban jugando en mitad de la calle, gritando y metiéndose el dedo en la nariz. Detrás de uno de ellos cojeaba un perro gordo, provisto de un collar adornado con clavos.
Smythe, de pronto, apretó el acelerador. No atropelló a ningún niño, pero sí al perro.
Por unas ligeras pompas que se formaron en el barro se dio cuenta de que estaba perdiendo presión la rueda delantera derecha. Debía de haber atropellado también al collar. Apretó el botón de emergencia de aire y cesó el escape.
Se volvió hacia Witherspoon Hobbs y le dijo con reflexiva satisfacción:
—Me agrada un mundo normalmente ordenado, donde siempre se consigue un pequeño éxito, pero que no se le suba a uno a la cabeza, o un pequeño fracaso, que sirva para fortalecer a uno.
Witherspoon Hobbs miró con atención al cruce de calle que venía a continuación. El centro estaba marcado con las huellas de unos neumáticos. Esas huellas tenían un color rojizo oscuro.
—Ahí fue donde atropellaste a la ancianita, Smythe —observó—. Ahora puedo decir algo en favor de ella: fue valiente.
—Sí, ahí fue donde la atropellé —dijo Smythe.
Recordó muy seriamente la cara de bruja, que se fue haciendo rápidamente más ancha; las encorvadas espaldas cubiertas de bombasí negro y los feroces ojos ribeteados de blanco. De repente, se dio cuenta de que éste era un día muy triste.  

Fritz Leiber


miércoles, 21 de septiembre de 2011

Taqwacore

Estaba tan tranquila tomándome un rico café cuando uno de mis hermanos me dijo "¿ Has visto the taqwacores?" ejem... ¿podrías repetir?  En mi vida había oído hablar del Taqwacore  ése, ni sabía que existiese una película con ese título. La película de la que hablaba mi hermano es una película  dirigida  por Eyad Zahra  y que fue  estrenada en el festival de cine alternativo Sundance en el 2010.

En el  2004 el escritor  Michael Muhammad Knight  publicó  el libro  "The Taqwacores" sobre un grupo de jóvenes musulmanes americanos que hacían punk rock creando el término Taqwacore que es una combinación de taqwa ( una palabra árabe que se puede traducir como "piedad" o "temerosos de Dios")  y hardcore (génro de música punk).


Se han hecho dos películas basadas en el libro. La película ya mencionada y un documental titulado
Taqwacore: The Birth of Punk Islam ( 2009)  dirigido por Omar Majeed.






martes, 20 de septiembre de 2011

Notte Sento

 
Notte Sento de Daniele Napolitano

Ego te Absolvo


     I
Bajo sus boinas azules, ennegrecidas por la pólvora y manchadas por el polvo de los caminos, los soldados de Miralles tienen caras de bandidos, con su piel color hollín y sus barbas y cabelleras descuidadas. Desde hace cinco largas semanas se arrastran por las carreteras, sin casi dormir, sin casi descansar, tiroteando en cualquier momento con una rabia creciente.
     ¿No acabarán con aquellos bandidos liberales? Don Carlos habíales prometido, sin embargo, que después de las fatigas de Estella, España sería suya.
    Todos ellos tienen sed de venganza y de sangre, y la alegría de verterla es la que les mantiene en pie, por muy cansados y rendidos que se encuentren.
    Vascos, navarros, catalanes, hijos de desterrados que murieron de hambre y de miseria en tierras extranjeras, sienten rabia de fieras contra aquellos soldados que les disputan el camino de la meseta de Castilla, la vía de los palacios en los que han jurado establecer al legítimo rey para repartirse, sobre las gradas del trono restaurado, los cargos del reino y las riquezas de los vencidos.
    Entre estos montañeses y los hombres de los partidos nuevos no median únicamente rencores políticos: existen, sobre todo, y antes que nada, viejas cuentas de asesinatos impunes, saqueos sin indemnizar, incendios sin revancha.
    Por eso, cuando un soldado de Concha cae entre sus manos, ¡infeliz de él!, paga por los demás, por los que se escurren.
     —Hermano, hay que morir —le dicen, apoyándole contra una roca.
     El hombre inicia el signo de la cruz, y no bien desciende su mano en un amén más lento, los fusiles, alineados a diez pasos de su pecho, vomitan la muerte.
    La víctima se desploma como un guiñapo y no se vuelve a hablar de la cosa.
    Los buitres de los Pirineos hacen lo demás.
    Si el cura de Miralles, un hombrecillo rechoncho y encorvado, de ojos semicerrados, con la sotana arremangada, pasa junto a los guerrilleros, se cuelga su fusil al hombro y absuelve o bendice al moribundo con gesto rápido.
    A veces, sin separar sus ojos del catalejo marino que le sirve para escudriñar rocas o encinares, confiesa al prisionero.
    ¡Un general es responsable de la vida de sus tropas, qué diantre!
    Liberal, pero, eso sí, católico, el prisionero no parece sorprendido del extraño doble oficio del sacerdote soldado.
    Es necesario que le confiese, puesto que van a fusilarle, y es muy natural que le fusilen, puesto que se había dejado coger y porque él fusilaría lo mismo si hubiera cogido un prisionero.
    Esta lógica satisface por completo las débiles exigencias de su cerebro de campesino arrancado del terruño para doblar la cerviz bajo los arreos militares.
    Y, además, ¿para qué luchar con este hecho brutal de la muerte amenazadora, inmediata, inevitable?
     Puesto que tiene que llegar, se trata solamente de hacer el equipaje bien para presentarse con todo en orden cuando le corresponda hacer su entrada en el más allá inevitable.



                                                                               II

     Aquella noche, al ponerse el sol, hallábase Pedro Careaga de centinela en la sima de Mallorta, cuando una mujer con un mulo dobló por el sendero de Buenavista.
     Tiró al azar y fue el mulo el que cayó. La mujer corrió hacia él sin darle tiempo a cargar otra vez, y cuando la tuvo en la punta del cañón, el navarro no pudo decidirse a tirar.
     La hembra era bella y deseable, con sus largos cabellos negros que caían en cascada hasta sus piernas, sus labios rojos y sus pupilas brillantes.
     Pedro Careaga olvidó, por su prisionera, la causa de don Carlos y la Libertad.
     La mujer, que tenía miedo, le juró además que adoraba al «rey neto». Le probó que no detestaba las caricias perfumadas con pólvora de guerra y que Pedro Careaga era, si no el más hermoso de los mortales, por lo menos el más mimado de los vencedores: todo esto entre las moles de piedra de la sima de Mallorta.
     Los brazos de la prisionera rodeaban aún, como un collar de oro moreno, el cuello curtido de Careaga, cuando llegó Joaquín Martínez a relevarle.
     —¡Eh, poquito a poco! —dijo—. Hay que repartir, caballerito. Las noches son frescas. No es bueno dormir sin capote, compañero. Ya veo que eres hombre precavido: dosel de pelo, brazos tibios como pañuelo del cuello y manta de carne suave. ¡Me llegó la vez, amigo!
     Careaga se levantó y, colocando detrás de él a la prisionera, respondió:
     —¡Te llegó la vez, mequetrefe! Donde reina Careaga, no hay otro rey. Si las noches son frescas, ve a calentarte contra esa mula que ha tirado patas arriba mi carabina, o si no tira tú otra. ¡Mi botín es mío, como Navarra es del rey Carlos, hijo de judía!
     Joaquín Martínez se echó el fusil a la cara, e iba a tirar, cuando la mujer, de un brinco salvaje, desvió el cañón y mandó la bala a perderse en las nubes.
     Alzándose de hombros, Martínez tiró el arma descargada y de un navajazo en pleno vientre tendió en el suelo a la prisionera de Careaga.
     —¡Ah canalla! —aulló el navarro precipitándose hacia adelante y blandiendo su carabina.
     Pero un nuevo navajazo cortó en sus labios el rosario de las blasfemias. Y se desplomó arrojando una espuma blanquecina por la comisura de los labios en el charco de sangre que salía del cuerpo de la mujer destripada.
     Atraído por el ruido de la detonación, llegaba Aliralles seguido de unos cuantos hombres.
     Con sus ojos casi desprovistos de cejas por el estallido de un mal fusil, el cura bandolero abarcó la escena.
     —¡Puercos! —gruñó sordamente—. Veamos la hembra. ¡Hermosa mujer despachada de un negro navajazo! ¡De qué te ha servido, inocente narciso! Careaga, por lo menos, ha gozado. Bien, muchacho —repuso dirigiéndose a Martínez, cuyos ojos no se despegaban de él—, ¡es muy bonito eso de querer robar el botín de un compañero! ¡Eh, vosotros! Dejadme confesar a este pagano; aquí no se os necesita para nada. Di tu «confiteor» Martínez, y haz acto de contrición.
     —«Ego te absolvo» —murmuró Miralles con un gesto de bendición—. ¡Puercos, malditos hijos de p... que se destrozan por una hembra!
     Y en seguida, encañonando bruscamente su fusil hacia el individuo, le abrasó los sesos sobre los dos cadáveres.
     —¡Si les dejase uno hacer a estos mocitos —refunfuñó— no tendría don Carlos ejército dentro de poco!

Oscar Wilde


Aquellos maravillosos años



Hace nueve años de esta fotografía y diez del atentado de las Torres Gemelas. Lo que son las cosas. El atentado permanece en mi retina tan real como si hubiese estado en Nueva York aquel día observando aquellos cuerpos lanzándose al vacío o como si, recién acabada de comer, hubiese puesto las noticias de las tres. Sin embargo, esta escena la siento tan lejana que parece formar parte de una historia inventada que nunca sucedió.

Pasaba unos días, con mi hermana,  en casa de unos amigos brasileños. Era un caluroso día de domingo. Tocaba madrugar, no para ir a misa, sino para asistir a una jura de bandera a la que estaba invitada. La mañana pasó entre jovenzuelos militares y después de comer vino lo realmente bueno. Nos desplazamos hasta una cascada con la intención de tomar  unas cervecitas ya que no llevábamos ropa de baño. Había una sola niña en el grupo, tendría unos once años y había aguantado toda la mañana unos zapatos con unos tacones de vértigo. Sus pies estaban tan doloridos que lo primero que hizo al llegar fue descalzarse y chapotear en el agua. El calor era sofocante y mi hermana y yo la imitamos. Nos descalzamos y al agua. La moderación inicial, en dónde sólo  hubo alguna que otra  salquicadura, pasó en poco tiempo a ser  un desmadre total. El resto de los adultos ya estaban con sus cervecitas, correctamente sentados, sonriendo y mirándonos con cara de «qué locas».Yo había remangado el pantalón hasta encima de las rodillas , no sé como me las arreglo pero tengo esa torpeza innata que hace que  siempre sea la que que sale peor parada en todas las batallas, y  ya estaba completamente empapada por lo que decidí meterme bajo la cascada y la niña me acompañó. Al final acabamos bailando todas la Macarena ( que estaba muy de moda entonces en Brasil) arrastradas por el agua.  No llevábamos ropa para cambiarnos y creo que mojamos un poquitín el coche en el viaje de regreso. La niña recibió una broncaza pero nosotras nos libramos. ¡Ay se siente!  Luego, al atardecer nos fuimos a pescar y a cenar lo pescado. ¡Fue un día perfecto!

Cada vez que presiento que estoy algo triste, me da la sensación de haber crecido demasiado  y de que días así ya pocas veces se repetirán.




martes, 13 de septiembre de 2011

Poema em linha reta

Nunca conheci quem tivesse levado porrada.
Todos os meus conhecidos têm sido campeões em tudo.

E eu, tantas vezes reles, tantas vezes porco, tantas vezes vil,
Eu tantas vezes irrespondivelmente parasita,
Indesculpavelmente sujo,
Eu, que tantas vezes não tenho tido paciência para tomar banho,
Eu, que tantas vezes tenho sido ridículo, absurdo,
Que tenho enrolado os pés publicamente nos tapetes das etiquetas,
Que tenho sido grotesco, mesquinho, submisso e arrogante,
Que tenho sofrido enxovalhos e calado,
Que quando não tenho calado, tenho sido mais ridículo ainda;
Eu, que tenho sido cômico às criadas de hotel,
Eu, que tenho sentido o piscar de olhos dos moços de fretes,
Eu, que tenho feito vergonhas financeiras, pedido emprestado sem pagar,
Eu, que, quando a hora do soco surgiu, me tenho agachado
Para fora da possibilidade do soco;
Eu, que tenho sofrido a angústia das pequenas coisas ridículas,
Eu verifico que não tenho par nisto tudo neste mundo.

Toda a gente que eu conheço e que fala comigo
Nunca teve um ato ridículo, nunca sofreu enxovalho,
Nunca foi senão príncipe - todos eles príncipes - na vida...

Quem me dera ouvir de alguém a voz humana
Que confessasse não um pecado, mas uma infâmia;
Que contasse, não uma violência, mas uma cobardia!
Não, são todos o Ideal, se os oiço e me falam.
Quem há neste largo mundo que me confesse que uma vez foi vil?
Ó príncipes, meus irmãos,

Arre, estou farto de semideuses!
Onde é que há gente no mundo?

Então sou só eu que é vil e errôneo nesta terra?

Poderão as mulheres não os terem amado,
Podem ter sido traídos - mas ridículos nunca!
E eu, que tenho sido ridículo sem ter sido traído,
Como posso eu falar com os meus superiores sem titubear?
Eu, que tenho sido vil, literalmente vil,
Vil no sentido mesquinho e infame da vileza.

Fernando Pessoa


jueves, 8 de septiembre de 2011

Islas flotantes de los Uros

 

Si me pregunteses  por un lugar del mundo que seguramente te sorprendería, aparte de mi país, que es el lugar más sorprendente que te puedas encontrar sobre la faz de la tierra, te diría, que las Islas flotantes de los Uros, llamadas así por sus antiguos habitantes. Hoy  están  habitadas, principalmente, por Quechuas y Aymaras.
Estas islas se encuentran en el Lago Titicaca y son islas construidas de forma artificial sobre totoras. Ponen capa sobre capa de totora, las amarran unas a otras y cada dos semanas ponen una capa nueva en la superficie, para reemplazar la que se va pudriendo por el contacto con el agua.  La totora la utilizan también  para la fabricación de artesaría y de sus botes.
Cuando uno se tumba sobre ese mullido suelo de totora y cree estar en el paraíso no piensa demasiado en lo dura que debe ser la vida de esta  gente y que les mueve, en estos días,  a vivir de esa manera. La mayoría acaba con problemas respiratorios y con reumatismo. No he escuchado a ninguno quejarse de la humedad, pero vivir todos los días de tu vida sobre agua no debe ser demasiado sano.