Agustín estudiaba Derecho en una de esas
ciudades de la España vieja, donde las piedras mohosas balbucean palabras
truncadas y los santos de palo viven en sus hornacinas con vida fantástica,
extramundanal. A más de estudiante, era Agustín poeta; componía muy lindos
versos, con marcado sabor de romanticismo; tenía momentos en que se cansaba de
bohemia escolar, de cenas a las altas horas en La flor de los campos de
Cariñena, apurando botellas y rompiendo vasos; de malgastar el tuétano de sus
huesos en brazos de dos o tres ninfas nada mitológicas, de leer y de dormir; y
como si su alma, asfixiada en tan amargas olas, quisiese salir del piélago y
respirar aire bienhechor, entraba en las iglesias y se paraba absorto ante los
ricos altares, complaciéndose en los primores de la talla y las bellezas de la
escultura, y sintiendo esa especial nostalgia reveladora de que el espíritu
oculta aspiraciones no satisfechas y busca algo sin darse cuenta de lo que es.
Entre las iglesias a que Agustín se sentía
más atraído, había dos adonde le llamaban no sólo la nostalgia consabida, sino
-fuerza es decirlo- otros móviles asaz profanos. Era la una soberbia basílica
en que el arte del Renacimiento había agotado sus esplendores, y en ella, destacándose
sobre el fondo de la luz de ancha ventana, se admiraba la escultura de cierta
Magdalena bellísima, vestida sólo de un pedazo de estera y de sus ondeantes y
regios cabellos. Al través de la crencha rubia y del grosero tejido, se
adivinaban líneas de euritmia celestial. Agustín devoraba con ojos ávidos a la
santa meretriz y se deshacía en afán de resucitarla. En el otro templo
predilecto de Agustín no había pecadoras bonitas, ni siquiera maravillas de
arte; paredes casi desnudas, salpicadas por los sombríos lienzos del vía
crucis; retablos humildes, una pila ancha, honda, llena de agua hasta el borde,
y allá en el techo, en vez de emperifollada e historiada cúpula, un solo
emblema pictórico, muy triste;
sobre la fría blancura, cinco manchas de almazarrón, que recordaban a los
distraídos cómo aquel templo pertenecía a una comunidad franciscana. Agustín
llamaba a los chafarrinones bermejos el Cinco de Copas.
No podía acertar Agustín con la razón de sus
visitas a la iglesia austera, desprovista de esa opulencia ornamental que
fascina los sentidos. Quizá la soledad del convento, situado a un extremo de la
población, al pie de una colina, en el repuesto Valceleste; quizá la misma
silenciosa nave, donde retumbaba el ruido de los pasos; quizá las sugestivas
figuras de los dos frailes, en oración a uno y otro lado del altar; quizá el
oficio de difuntos, que ciertos días salmodiaba la comunidad de un modo tan
profundo y extraño... Agustín, sin embargo, atribuía su interés por la
escondida iglesia al Cinco de Copas embadurnado de almazarrón. Le inspiraba una
especie de aversión atractiva. Irritábale lo grosero de la pintura, y, más que
nada, sus denegridos y secos tonos. "Eso no ha sido sangre nunca. ¿En qué
se parece eso a la sangre? ¡Vaya una manera de representar llagas! ¡Y qué
frailes estos, que dejan ahí en el techo ese naipe ordinario y no lo borran
siquiera por decoro!" Algunas veces
el estudiante se llevaba a Valceleste a sus compañeros de aula y también de
jarana y francachela, y, apoyados en la pila del agua bendita, no sin prodigar
carantoñas a las devotas vejezuelas que entraban persignándose, hacían chacota
del Cinco de Copas, celebrando la ocurrencia de quien tan oportuna y
gráficamente lo bautizara.
De pronto, un interés nuevo y avasallador llenó
la vida de Agustín. Había llegado al pueblo, estableciéndose en él, una familia
que el estudiante conocía casualmente, relación de temporada de balneario; y
como entrase a visitarlos algo temprano, antes de la hora de comer, tropezóse
en el pasillo con la hija mayor, Rosario, de quince años, que salía de su
cuarto, suelto el pelo y en ligerísimo traje. Chilló y huyó la niña; quedóse el
estudiante confuso, pero la imagen apenas entrevista, el rielar del flotante
pelo rubio sobre las carnes de nácar, le persiguió como visión de la fiebre,
mezclando en su desenfrenada imaginación la inerte escultura de la Magdalena y
la escultura viva de la doncella.
Del matrimonio pensaba horrores Agustín;
constábale, además, que en muchos años no tenía probabilidad racional de
sostener una familia; y aunque asomos de innata honradez le decían que era
infame perder a la hija de unos amigos confiados y afectuosos, el mal deseo
pudo más. Miradas, sonrisas, paseos por la calle, encuentros en la catedral,
palabras de miel, cartas abrasadoras... No tanto se requería para vencer a la
criatura inexperta, que ignoraba toda la extensión del mal. Al cabo de cuatro
meses de asedio, Rosario otorgó la peligrosa cita. Sus padres salían del
pueblo, a una aldeíta próxima; ella se quedaba sola, veinticuatro horas lo
menos, con la vetusta y sorda criada; todo dispuesto a maravilla, como por el
gran galeoto Lucifer.
Al recibir el aviso, Agustín sufrió un acceso
de alegría insana; sus nervios se cargaron de electricidad, y sintióse poseído
de tal necesidad de correr, gesticular y pegar brincos, que parecía loco.
Faltaba una semana aún, y la enervante espera le sacaba de quicio. Llevaba
cinco noches sin dormir y cinco días en que, rehusando el alimento sano y
sencillo, le sostenían algunas copas de coñac. Cuando solo una tarde y una
noche le separaban del instante supremo, resolvió dar largo paseo, a fin de que
el ejercicio violento le permitiese dormir de víspera, por no caer malo y
desperdiciar la ocasión.
Salió del pueblo, subió carretera arriba,
respirando con deleite la frescura de la tarde, el olor de los pinares y de los
prados, y dando un gran rodeo a campo traviesa alcanzó la senda que guiaba a lo
alto de la colina, bajo la cual descansan Valceleste y el convento. Al llegar a
la cruz del Humilladero, desde donde los peregrinos, cara contra el polvo,
saludaban a la santa ciudad, Agustín sintió que le rendía la fatiga, y
sentándose en las gradas durmió. ¿Cuánto tiempo? ¿Media hora? Tal vez más;
porque cuando despertó, el sol ya quería transponer las violadas crestas del
monte.
Su primer pensamiento, al recordar, no fue
para Rosario ni para las esperadas venturas, sino para el Cinco de Copas.
"¡Cuánto tiempo hace que no veo aquel
mamarracho!", dijo entre sí el mozo, riendo en alto y registrando con la
vista, allá en el fondo de Valceleste, el convento, el claustro, la huerta, las
torres de la iglesia, que ya empezaban a anegarse en las sombras del
crepúsculo. Casi al mismo tiempo que se acordaba de los rojos brochazos, sintió
levísimo roce de pisadas, y un fraile, calada la capucha, sepultadas en las
mangas ambas manos, cruzó por delante de él. Nada tenía de extraño que pasase
un fraile a tales horas; sin duda, por ser la de la queda, regresaba a
Valceleste; y, con todo, el estudiante percibió esa sensación súbita que no
puede definirse y que es preludio del miedo. Antes de salvar el recodo de la
senda, volvióse el fraile, y su cara puntiaguda, exangüe, sumida, chupada,
momia, surgió de la capilla; sus pupilas cóncavas y ardientes se clavaron en
Agustín y, sacando de la manga una pálida mano, hízole una seña... El
estudiante se estremeció, pero al punto saltó del
asiento
de piedra.
"¡Bueno, y qué! Un fraile que me
saluda... La cosa no tiene nada de particular... He de saber quién es, o no me
llamo Agustín."
Bajó precipitadamente la agria cuesta; ya no
se veía allí rastro de fraile. No obstante, al acercarse al atrio, parecióle a
Agustín que le veía entrar en el templo. "Irá a rezarle al Cinco de Copas.
Allá voy yo también, y si el fraile flaco me habla, le digo que borren
semejante adefesio."
El templo estaba completamente vacío y casi
oscuro; Agustín alzó la mirada hacia la cúpula, y apenas distinguió los cinco
brochazos, confusos y lívidos. La idea fija de toda la semana remaneció entonces,
al disiparse la vaga impresión de temor causada por la aparición frailesca.
Mientras echaba atrás la cabeza para ver el famoso naipe. Agustín, súbitamente,
recordó con gran lucidez a Rosario, y su inocencia, y su frescura de azucena en
capullo... Sus oídos zumbaron, secósele el paladar..., y apenas la voluptuosa
imagen invadió sus sentidos, notó que, de pronto, los cinco redondeles del
techo adquirían color sangriento, abriéndose y palpitando como los labios de
una herida. De su vivo seno fluían líquidas gotas, que empezaron a caer
lentamente, con centelleo de rubíes, y que salpicaron el suelo todo alrededor
del estudiante.
-¡Ahora veo que son verdaderas llagas! -gimió
Agustín sin poder bajar las pupilas.
Una gota más gruesa, roja, resplandeciente,
descendía de la llaga central, y despaciosa, pesada como plomo, vino a rebotar
sobre la frente del estudiante...
***
Hace bastantes años que viste el sayal,
habiéndose dejado en el mundo, para que otros los recojan, versos, devaneos,
libros de Strauss y Buchner, naipes y risas. Alguna vez, en la portería de
Valceleste, le he preguntado, a fin de animarle y ver qué contesta:
-Padre, ¿se acuerda del Cinco de Copas?
Emilia Pardo Bazán
Emilia Pardo Bazán
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