jueves, 22 de septiembre de 2011

La equis señala al peatón


La andrajosa viejecita Se hallaba, con la bolsa de la compra colgada del brazo, en el centro exacto de la calzada cuando se dio cuenta de que el enorme coche negro se le echaba encima.
Detrás del grueso cristal a prueba de balas, sus siete ocupantes tenían una mirada nebulosa, como la de los hombres metidos en una escafandra de buzo.
La ancianita comprendió que ya no le daba tiempo de evitar el coche alcanzando la otra acera. Como avanzaba implacablemente, le pillaría en el arroyo. Era inútil intentar un finta o un repliegue, tal como hacían muchos aventurados niños una docena de veces al día. Sus reflejos eran demasiado lentos.
Se oyó una estúpida risotada destacándose sobre el rugido del pesado coche.
Los peatones que circulaban por ambas aceras lanzaron una exclamación de horror.
La viejecita hundió la mano en la bolsa de la compra y la sacó empuñando una gran pistola automática de color negro azulado. Sosteniéndola con ambas manos, la dirigió con la misma eficacia que un vaquero conduce, en un rodeo, a un potro indomable.
Apuntando al parabrisas, como un cazador de fieras apunta a la vulnerable espina dorsal del búfalo que carga sobre él con la cabeza agachada, la ancianita disparó tres tiros antes que el coche la destrozara.
Desde la acera de la derecha, una joven, sentada en una silla de ruedas, insultó a gritos a los ocupantes del coche.
Smythe de Winter, el conductor, no había tenido suerte. El último disparo de la viejecita había matado a dos de los ocupantes de su tanque. Rompiendo el laminado cristal, la bala atravesó el cuello de Phipps McHeath y se incrustó después en el cráneo de Horvendile Harker.
Maniobrando con mala intenci6n, Smythe de Winter metió el coche en la acera de la derecha. Los peatones corrieron a refugiarse en las puertas y en las estrechas arcadas, entre ellos un muchachito, el cual, a pesar de sus muletas, saltó como una pelota.
Sin embargo, Smythe de Winter alcanzó a la joven de la silla de ruedas.
Entonces giró el volante bruscamente y salió como una flecha del Slum Ring en dirección a los Suburbios, llevando un trozo de varilla incrustado en el guardabarros derecho a manera de trofeo.
A pesar de la igualdad en la lista de los accidentes, dos por dos, se sentía furioso y deprimido. El seguro y profético mundo que le rodeaba parecía haberse desmoronado.
Mientras sus compañeros elaboraban suavemente una oración fúnebre por Horvy y Philipps y enjugaban tranquilamente la sangre derramada, él frunció el ceño y movió la cabeza.
—Debería estar prohibido que las ancianas llevasen pistola —murmuró.
Witherspoon Hoobs asintió por detrás del cadáver del asiento delantero.
—No debían permitir que las ancianas llevaran nada .¡Dios, cómo odio a los pies! —murmuró mirando sus contraídas piernas—. ¡Siempre las ruedas! —exclamó, sonriendo suavemente.
El incidente tuvo inmediatas repercusiones en la ciudad. En el velatorio conjunto de la ancianita y de la joven de la silla de ruedas, un orador de lengua fogosa arremetió contra los fascistas de los Suburbios, contando a sus oyentes las maravillosas leyendas de Los Ángeles, en donde los peatones eran sacrosantos aun en medio de las calzadas. Solicitó una marcha de protesta por las calles de los barrios ocupados por los motorizados.
En el Sunnyside Crematorium, adonde fueron llevados los cadáveres de Phipps y Horvy, un orador, igualmente apasionado y casi más intelectual, recordó a sus oyentes la legendaria justicia del viejo Chicago, en donde a los peatones se les prohibía llevar armas y en donde todo aquel que tuviera un pie fuera de la acera podía considerarse como excelente presa. Hizo hincapié en que el único remedio para los barrios pobres del Slum Ring era llevar a cabo un holocausto, realizado, si fuese necesario, con varios tanques de gasolina.
Grupos de esqueléticos jovenzuelos salieron corriendo, al anochecer, del Slum Ring para introducirse clandestinamente en los mejores garajes de los Suburbios, rajando indefensos neumáticos, estropeando costosas tapicerías y escribiendo palabras soeces en las brillantes portezuelas de los coches de las madres de familia que nunca se aventuraban a ir más allá de las seis manzanas de su domicilio.
Simultáneamente, escuadrones de jóvenes motociclistas y motoristas suburbanos invadieron con sus atronadoras máquinas los distritos más extremos del Slum Ring, atropellando a los niños que iban por fuera de las aceras, lanzando bombas malolientes por las ventanas de los edificios y estropeando las fachadas con chafarrinones de pintura.
Desde el centro de la Ciudad, tradicionalmente territorio neutral, se informaba continuamente sobre los incidentes: el lanzamiento de un ladrillo, un rincón estropeado, una monstruosa marca en el pórtico dcl Auto Club...
El Gobierno actuó diligentemente, suspendiendo el tráfico entre el Centro y el Suburbio, y estableciendo un toque de queda de veinticuatro horas en el Slum Ring. Los agentes del Gobierno actuaban solamente desde coches centípedos para subrayar que no se ponían al lado de ninguna de las partes contendientes.
El día que se obliga a los pies y a las ruedas a no hacer movimiento alguno, se dedicaban a realizar furtivos preparativos de venganza. Tras las puertas cerradas de los garajes, se montaban las ametralladoras que dispararían a través del adornado capó, se afilaban las hojas de las guadañas con el fin de utilizarlas como instrumentos cortantes y se preparaban otros utensilios afilados para organizar carnicerías.
Mientras los nerviosos guardias nacionales transitaban por las desiertas aceras del Slum Ring, hombres y mujeres de caras ceñudas, que llevaban brazaletes negros, recorrían el laberinto de túneles secretos y cruzaban puertas secretas, distribuyendo pequeñas armas de pesado calibre y trozos de madera sembrados de tachuelas, amontonando gruesas piedras en los tejados estratégicos y preparando las trampas para los coches. El Comité de Seguridad de los Peatones, a veces conocido por «Las Ratas de Robespierre», se preparaba para poner en acción sus dos cañones antitanques cuidadosamente atesorados.
A la caída de la tarde, ante la insistente urgencia del Gobierno, se reunieron los representantes de los Peatones y de los Motorizados en una gran isla de seguridad situada en el límite del Slum Ring y de los Suburbios.
Unos mequetrefes comenzaron a discutir violentamente si Smythe de Winter no tocó la bocina antes de atropellar a la anciana; Si ésta abrió fuego antes que el coche tuviera tiempo de tocar el claxon; cuántas ruedas del coche de Smythe de Winter penetraron en la acera cuando atropelló a la joven de la silla de ruedas, y así todo. Tras un buen rato de discusión, el Alto Peatón y el Jefe Motorizado cambiaron guiños y se apartaron a un lado.
La angustia rojiza de cien lámparas fosforescentes que rodeaban la isla de seguridad, iluminaron dos caras trágicas y tensas.
—Una palabra antes de que entremos en nuestro asunto —susurró el Jefe Motorizado—. ¿Cuál es el coeficiente sanitario de sus adultos?
—Cuarenta y uno... y pico —respondió el Alto Peatón, mientras sus asustados ojos buscaban oyentes por todas partes—. Apenas puedo pedir ayuda a quienes están en medio compos mentis.
—Nuestro coeficiente sanitario es de treinta y siete —dijo el jefe Motorizado—. Dentro de la cabeza de mis gentes, las ruedas son tenazmente lentas. Y no creo que se aceleren en su vida.
—Los del Gobierno dijeron que eran cincuenta y dos —dijo el otro con terquedad.
—Bueno, creo que debemos concertar un compromiso más —sugirió el primero profundamente—, aunque debo confesar que hay veces en que creo que todos nosotros somos la ficción del sueño de un paranoico.
Dos horas de concentradas deliberaciones dieron lugar a la redacción de los nuevos artículos del acuerdo Rueda—Pie. Entre otros puntos, se limitaron las armas de fuego de los peatones: tenían que ser armas muy ligeras, de calibre 38 como máximo; mientras que a los motorizados se les requirió para que hicieran sonar tres veces la bocina a una distancia de una manzana por lo menos, antes de cargar contra un peatón que estuviese en la calzada. Dos ruedas sobre la acera convirtieron una muerte de tráfico de un homicidio casual de tercer grado en un pequeño homicidio. A los peatones ciegos se les permitiría llevar bombas de mano.
El Gobierno se puso a trabajar inmediatamente. El nuevo reglamento Rueda—Pie se difundió extensamente y fue fijado en las paredes de la ciudad. Destacamentos de policías y de médicos psiquiátrico—sociales centuplicaron y recorrieron el Slum Ring recogiendo las armas y dando consejos tranquilizadores a los levantiscos. Grupos de hipnoterápicos y mecánicos fueron de casa en casa y de garaje en garaje por los Suburbios, sembrando una serenidad conformista y recogiendo de los coches el armamento ilegal. Por consejo de un psiquiatra, que dijo que se podían canalizar las agresiones, se anunció una corrida de toros; pero tuvo que suspenderse ante la fuerte protesta de la Liga de la Decencia, que tenía muchos miembros de ambos bandos en la Rueda—Pie.
Al amanecer, se levantó el toque de queda en el Slum Ring y se restableció el tráfico entre el Centro y los Suburbios.
Tras unos cuantos minutos de quietud, se tuvo la impresión de que había quedado restablecido el status quo.
Smythe de Winter conducía su brillante coche negro a lo largo del Slum Ring.
Un perno de acero provisto de un ancho redondel del mismo metal ocultaba el agujero que hiciera en el parabrisas la bala de la viejecita.
Desde un tejado lanzaron un ladrillo. Unas balas se aplastaron contra el marco de unas ventanas.
Smythe de Winter se ató un pañuelo alrededor del cuello y sonrió.
Una manzana de casas más adelante, los niños estaban jugando en mitad de la calle, gritando y metiéndose el dedo en la nariz. Detrás de uno de ellos cojeaba un perro gordo, provisto de un collar adornado con clavos.
Smythe, de pronto, apretó el acelerador. No atropelló a ningún niño, pero sí al perro.
Por unas ligeras pompas que se formaron en el barro se dio cuenta de que estaba perdiendo presión la rueda delantera derecha. Debía de haber atropellado también al collar. Apretó el botón de emergencia de aire y cesó el escape.
Se volvió hacia Witherspoon Hobbs y le dijo con reflexiva satisfacción:
—Me agrada un mundo normalmente ordenado, donde siempre se consigue un pequeño éxito, pero que no se le suba a uno a la cabeza, o un pequeño fracaso, que sirva para fortalecer a uno.
Witherspoon Hobbs miró con atención al cruce de calle que venía a continuación. El centro estaba marcado con las huellas de unos neumáticos. Esas huellas tenían un color rojizo oscuro.
—Ahí fue donde atropellaste a la ancianita, Smythe —observó—. Ahora puedo decir algo en favor de ella: fue valiente.
—Sí, ahí fue donde la atropellé —dijo Smythe.
Recordó muy seriamente la cara de bruja, que se fue haciendo rápidamente más ancha; las encorvadas espaldas cubiertas de bombasí negro y los feroces ojos ribeteados de blanco. De repente, se dio cuenta de que éste era un día muy triste.  

Fritz Leiber


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