Era la tercera vez en la mañana. Los niños volvieron a acercarse. El ruido de la mar se confundía con el unánime grito de los que hablaban. Unos segundos de silencio y la monótona repetición como un gruñido o como un estertor: «aaa-ú». La red iba saliendo lentamente a la áspera playa. Su dulce color de otoño, roto por la lucecilla plateada de un pescado muy chico o por el verde triste un alga prendida en sus mallas, dividía la oscura desolación de grava menuda; cerca cabeceaba la barca vacía.
Los niños pisaban la red. Pedro había asumido la labor de espantarlos. Decía una palabrota y hacía que corrieran apenas unos metros para pararse en seguida y volver confianzudamente a poco. Pedro tenía entre los labios el chicote de un cigarrillo y les miraba superior y hostil, porque era casi un hombre y trabajaba.
En el copo había un parpadeo agónico y blanco de pascado y se movía la parda masa de un pulpo con algo indefinible de víscera o de sexo. Un último esfuerzo. Los pescadores se inclinaron más; luego se irguieron en silencio y contemplaron el mar.
La tercera vez en la mañana. El señor Venancio, el de la nostalgia de los tiempos buenos de la costera, dio una patada al pulpo, que retorció los tentáculos, y, al fin, medio dado la vuelta, los extendió tensamente, abriéndose como una rara flor.
—Si llegamos a una peseta por cabeza, vamos bien —comentó.
Los demás siguieron en silencio. Habían oído y habían olvidado. Estaban acostumbrados, aunque no resignados, como creían otras gentes del pueblo. De pronto, uno de ellos comenzó a cantar en el vaivén de la ira y el ridículo. Pedro se aproximó al pulpo y principió a jugar cruelmente con él.
—Déjalo ya —dijo el señor Venancio.
Pedro sintió algo como vergüenza que le ascendió hasta los ojos y le hizo humillar y distraer la mirada en un pececillo que cogió entre los dedos. No, no le debía de haber dicho aquello el señor Venancio delante de los chiquillos, que le miraban envidiosos. Pedro era pescador, y sabía que tenía su parte en el pulpo y un indudable derecho a jugar con él o a darle una patada como el señor Venancio. No tuvo tiempo de pensarlo mucho.
—Dale la vuelta a la moña, Pedro, y échalo en el cesto.
Los chiquillos contemplaron admirados el trabajo de Pedro en cuclillas sobre el animal.
—Cabrón —dijo Pedro, y luego se levantó con el pulpo fláccido, pendiente de sus dedos índice y medio de la mano derecha, los tentáculos colgantes formando una masa inerte, salvo en sus delgadísimos extremos, que todavía se retorcían.
El señor Venancio hablaba con los compañeros:
—Yo hubiera tirado el lance hacia el puntal; puede que allí hubiéramos sacado algo más. Como siga esto así, vamos a comer piedras. Tres veces en una mañana, y ni siquiera para comprar pan...
Pedro fingía interesarse en la conversación de los mayores sobre el jornal, porque para eso era pescador; pero sabía que no le importaba demasiado. Llegaría a su casa y tendría algo que comer. Para llevar de comer estaba el padre y no él. Acaso un trozo de pan y un rebujón de pescado frito, pero ya era bastante. Desde pequeño —contemplaba su infancia sin haber salido de ella como algo muy distante— había comido poco, a veces nada, mas siempre había tenido el derecho a llorar, a protestar por la escasez. El que no lloraba ni protestaba era su padre, que lo miraba todo con unos ojos muy pequeños, como queriendo llorar y protestar con odio.
—Pedro, lleva el cesto a la vieja y que se dé prisa en vender todo ese lastre.
Pedro se bajó los pantalones largos de color de arcilla, recogios a medio muslo.
—¿A la tarde afanamos? —preguntó.
—Se verá. Hay que contar con la mar. Te avisará, al pasar, Luciano.
Los pescadores extendían la red sobre la playa. Algunos niños se divertían cogiendo pececillos minúsculos enmallados; otros iban detrás de Pedro tocando el pulpo temerosamente. Pedro se volvía hacia ellos:
—Largo muchachos; ¿es que nunca habéis visto un pulpo?
Les lanzaba arena con los pies.
—Largo, largo, largo...
Dijo una frase obscena...
Llegó donde la vieja. La vieja estaba sentada en el escalón del umbral de la casa. Miraba distraída.
—Nada, ¿verdad? —dijo.
—Poco; se dio mal toda la mañana —contestó Pedro.
—Bueno, deja eso ahí; ahora saldré a ver lo que dan. Venancio quiere muchas cosas. Ya te puedes ir; aquí no pintas nada.
La vieja tenía un genio malo. Solía beber. Bebía aguardiente, a veces con agua, a veces con pan, mojando en la copa migas que amasaba entre los dedos y arrancaba de un corrusco guardado en uno de los profundos bolsillos de su delantal. Pedro no se había marchado todavía.
—Que ya te puedes ir —repitió la vieja.
Pedro caminó hacia su casa. Iba pensando en el mar. Le gustaría ser pescador de mar, dejar de pescar desde la playa. Le gustaría salir con la traíña y estar encargado en ella de los faroles de petróleo. Y, sobre todo, hablar del viento de Levante. Decir al llegar a casa, con la superioridad del trabajador de mar: «Como siga esto así, vamos a comer piedras. El levante nos ha llenado la traíña tres veces de mar. Si no llega a ser por el señor Feliciano, nos vamos a fondo.» Y decir esto mirando a sus padres alternativamente. Ver los ojos del padre casi tristes, casi alegres; y los de la madre, temerosos; y contar a los hermanos cómo una morena le tiró un muerdo y él le dio con el cuchillo de partir el cebo en la cabecilla de bicha, y la tuvo a sus pies retorciéndose más de dos horas.
Le llamaban los amigos que estaban jugando con cajas de cerillas.
—¿Juegas, Sánchez?
Estaban en corro sobre el sucio principio de la playa.
—Ahora no, voy a casa. Esta tarde tenemos faena.
Y una voz:
—Los de la Tres Hermanos han venido hasta arriba de pesca. Nadie sabe cómo se las han arreglado. Es el señor Feliciano, que tiene ojo de gato para esas cosas.
Pescar en la traíña del señor Feliciano era el deseo de todos lo muchachos de la playa. Pero el señor Feliciano no llevaba muchachos en su embarcación, porque pensaba que estaría mal que un niño ganase por ir con él más que su padre, que pescaba de playa o que estaba en otra lancha con poca fortuna.
Al pasar junto a la taberna de Sixto, se asomó.
—Hola, padre.
El padre de Pedro y el señor Feliciano estaban celebrando la pesca. Se había vendido bien en Vélez.
—¡De modo que tú ya andas en la labor! Bueno, hombre, bueno —dijo el señor Feliciano.
—Aprendiendo —aclaró el padre.
Pedro miraba fijamente al señor Feliciano.
—¿Quieres una copa? ¿Qué tomas?
—Un pintao —respondió Pedro.
—Pon al chico un pintao —gritó el señor Feliciano—. ¿Qué tal se dio hoy? Venancio sabe mucho; hay que largar donde él diga. Él sabe mucho de eso. Claro que las playas andan mal de pesca... Vete haciendo ojo. El año que viene, que paco se marcha al servicio... Bueno, ya hablaré con tu padre; ya se lo diré a él cuando sea.
Dejaron de hacerle caso y siguieron hablando de toreros, a los que no habían visto nunca torear. Pedro se bebió un vaso y dijo adiós. Al salir, el padre le llamó:
—Dile a tu madre que ya voy para allá.
Pedro movió la barbilla y cerró los ojos, asintiendo.
La madre de Pedro estaba sentada en el escalón del umbral de la puerta. Cosía algo. Preguntó:
—¿Qué tal se os dio?
—Mal, madre.
—Traes hambre. Anda, pasa. Encima de la hornilla hay pescado. Ojo, que hay que repartirlo. ¿Has visto a tu padre?
No daba lugar a las contestaciones; hablaba rápida, andaluzamente.
—Estará tomándose sus copas. Lo mismo da sacar buen jornal que malo. Hoy de juerga, mañana de queja. Así va todo.
—Hoy han tenido suerte —comentó Pedro—; el señor Feliciano tiene ojo de gato para la pesca.
—El señor Feliciano no tiene familia que mantener como tu padre; se puede gastar lo que gane con quien le dé la gana.
—Puede que el año que viene... paco se marcha al servicio. Ha dicho que hablará con padre. En casa de Sixto...
—Los hombres debían pensar más las cosas cuando se casan. Creerá que os voy a alimentar de aire.
—Cuando Paco se marche al servicio... Me ha dicho que vaya haciendo ojo...
—Vendrá cuando quiera, claro está, y supongo que bebido.
—Me ha invitado a un pintao. Aprecia al señor Venancio. Dice que hay que hacerle mucho caso en los lances, porque sabe mucho de eso... Lo que pasa es que las playas...
Pedro miraba a través de la puerta la playa y el mar. La madre dejó un momento la labor.
—Sin comer no se puede trabajar. Anda y come algo.
Pedro seguía mirando la playa y el mar.
—Aviva, que ya te quedará tiempo para trabajar durante toda la vida.
Pedro entró lentamente en la cocina. En el rescoldo de la hornilla había un plato de porcelana desportillado con un montón de pescado. Sobre los azulejos partidos, media hogaza de pan. Cortó un trozo y mascó sin ganas. La ventana de la cocina daba a una calle de polvo y suciedad, hecha entre dos filas de casas de una sola planta. Al sol del otoño dormitaba un perro. Las moscas s agolpaban en huellas de humedad. El vecindario vertía el agua sucia en la calle. Pedro apretó dos o tres pescados sobre el pan y salió a la puerta que daba sobre la playa. Mascaba, lenta, concienzudamente. Volvió la vista a la derecha y vio a su padre, que se acercaba. Dos de los hermanos pequeños de Pedro venían cogidos de sus manos. El padre sonreía. Llegó.
—Hola, María —hablaba lentamente—; hoy hemos salido bien. Tengo una buena noticia para ti, Pedro: Feliciano ha hablado con Venancio. Hoy te vas a venir con nosotros.
Pedro apretaba el pan y el pescado fuertemente. El padre continuó:
—De prueba. Te encargarás de las farolas; es sencillo. Ya te enseñaremos.
—Ya sé, padre.
—Bueno, te enseñaremos de nuevo, aunque digas que ya sabes.
El padre entró en la casa. Los hermanos de Pedro quedaron con la madre. La madre comenzó a hablar en voz baja, rabiosamente. Dijo por fin:
—A ver si ahora te haces un zángano como los otros, Pedro.
Pedro no la escuchaba. Entró en la cocina, donde el padre estaba comiendo.
—¿Qué ha dicho de mí padre?
—Lo dicho, que te vienes esta noche con nosotros; que cree que te puede hacer un sitio. Ya puedes hacerlo bien...
—Pero no ha dicho nada más.
¿Qué quieres que dijera, criatura? Ha dicho lo que ha dicho y es bastante.
Pedro volvió la vista.
—Podía haber dicho algo.
Pedro dejó la cocina.
Andaba ya por la playa. Iba mirando las embarcaciones varadas. Aspiraba el olor de la brea, el de las redes puestas a secar. Se acercó a la traíña Tres Hermanos. De vez en vez mordía el pan y el pescado. Dio una vuelta en torno a ella, pasando lentamente la mano vacía por sus costados. Terminó el pan y el pescado. Se tendió al sol. La lancha daba una breve sombra de mediodía pasado.
Pedro cerró los ojos. Los abrió. Las olas acababan suavemente en la playa. Cerró los ojos y escuchó como un gruñido o como un estertor: la mar.
Ignacio Aldecoa
lunes, 30 de mayo de 2011
Abu Simbel
El complejo está compuesto por dos templos. El mayor, dedicado a Ra, Ptah y Amón. En la roca de la fachada se esculpieron cuatro estatuas colosales que presentan al faraón Ramses II. El templo menor está dedicado a la diosa Hathor, personificada por Nefertari, esposa favorita de Ramsés. |
Debido a la construcción de la presa de Asuán y como consecuencia del aumento del nivel del Nilo fue necesario reubicar varios templos que se hallaban en su orilla. En 1960 una campaña internacional, patrocinada por la UNESCO, reacaudó fondos para salvar los monumentos de Nubia. Se trasladaron veinticuatro de ellos a un lugar más seguro. Algunos fueron donados a los países que colaboraron en el rescate, como el templo de Debod, regalado a España.
http://sobreespana.com/2008/12/01/el-templo-de-debod-en-madrid/
Entre los monumentos trasladados están los de Abu Simbel. Un importante equipo internacional se encargó de partir en grandes bloques y volver a montar en un lugar seguro los templos, como si de un gigantesco rompecabezas se tratara.
El salvamento de los templos de Abu Simbel se inició en 1964 y costó la suma de 36 millones de dólares. Entre 1964 y 1968, los templos se desmantelaron para volver a ser reconstruidos en una zona próxima, 65 metros más alta y unos doscientos metros más alejada.
http://sobreespana.com/2008/12/01/el-templo-de-debod-en-madrid/
Entre los monumentos trasladados están los de Abu Simbel. Un importante equipo internacional se encargó de partir en grandes bloques y volver a montar en un lugar seguro los templos, como si de un gigantesco rompecabezas se tratara.
El salvamento de los templos de Abu Simbel se inició en 1964 y costó la suma de 36 millones de dólares. Entre 1964 y 1968, los templos se desmantelaron para volver a ser reconstruidos en una zona próxima, 65 metros más alta y unos doscientos metros más alejada.
Templo de Ramsés II |
Templo de Nefertari |
domingo, 29 de mayo de 2011
Morosos
Decía mi padre que este país no tiene remedio, que se va a terminar y que de tanto en tanto hay que salir a mirarlo por última vez. Quizá fue por eso que se decidió a pagar a medias el combustible y subir al Buick 37 de un cazador de morosos en fuga. Yo tendría ocho o nueve años y lo vi alejarse con una mochila en la que mi madre había puesto un poco de ropa y mucha comida seca.
Después me contó que al rato de salir ya estaba en desacuerdo con el cazador. Mi padre, que era un deudor impenitente, sostenía que la venta a plazos era como el juego de cartas: al final, uno de los dos, comprador o vendedor, pierde. El tipo del Buick, en cambio, era un moralista de pistola al cinto que decía haber atrapado a más de doscientos renegados en un año. Se llevaba el cincuenta por ciento de lo que les encontraba en el bolsillo y si podía sacarles más no se andaba con chiquitas. En aquel tiempo todavía se usaba sombrero y el tipo llevaba docenas en el baúl del coche: de fieltro, de cuero, de paja, de lona, tenía todos los modelos y los vendía como suyos en los pueblos por los que pasaba. Igual con relojes, rosarios, cadenas y medallitas de la suerte. Llevaba un cajón tan lleno que parecía el tesoro de la Sierra Madre.
Me contaba mi padre que estacionaban el coche y dormían en cualquier parte. Era uno de los últimos veranos del primer peronismo. No existían las tarjetas de crédito ni el dinero electrónico: los morosos firmaban una pila de pagarés y huían con el par de zapatos flamante, el tocadiscos o los veinte tomos de la Espasa Calpe. Mi padre lo había intentado alguna vez pero siempre lo agarraban. Recuerdo que una vez le quitaron una regla de cálculos y otra vez las herramientas del taller. No sabía poner distancia, le dijo el cazador de morosos una noche, cerca de Choele Choel. Los buenos timadores tenían firmas falsas, familias prestadas, direcciones inexistentes y nunca se quedaban con lo que compraban. A ésos, si los agarraba, el cazador no podía más que pegarles una paliza. Siempre lo hacía, por respeto a sí mismo y para que tronara el escarmiento, pero era tiempo perdido.
El cazador corría contra el tiempo y contra las grandes migraciones alentadas por el 17 de octubre. Deudor que subía al tren se convertía en moroso inhallable, perdido en los suburbios de Buenos Aires o en los andurriales de Córdoba. Las tiendas de ropa no aceptaban de vuelta los trajes lustrosos ni las camisas gastadas pero a las heladeras y los lavarropas el cazador tenía que consignarlos en el depósito del ferrocarril. Recién aparecían las heladeras eléctricas, me acuerdo. Eran sólidas y ruidosas como locomotoras. Mi padre nos llevó a comprar la primera a Neuquén. Una Sigma que todavía funciona, igual a las que el cazador tenía que rescatar por las buenas o a los golpes.
En aquel viaje por caminos de tierra mi padre tenía que ayudarlo a rescatar un combinado. Así se llamaban: eran muebles de madera lustrada con una radio a lámparas y el tocadiscos de setenta y ocho revoluciones. El moroso se había fugado al Sur con la familia y desde Córdoba reclamaban la música y una indemnización si el mueble estaba rayado. Mi padre aceptó darle una mano porque pensó que nunca lo atraparían. A cambio el cazador le pagaba el desayuno y compartía la gomina. En ese tiempo las hojas de afeitar más baratas eran las Legión Extranjera, que dejaban la cara a la miseria. El tipo llevaba unas cuantas cajitas y mi padre tenía que esperar que el otro las usara de los dos lados para poder afeitarse.
A la semana de viaje habían atravesado la frontera de Río Negro con Neuquén y el cazador seguía adelante porque la presa mayor era un holandés que había pagado dos cuotas de la Puma Gran Turismo y el cobrador no volvió a encontrarlo en los lugares que solía frecuentar. La Puma tenía sólo dos velocidades: primera y directa. Era de fabricación nacional y por eso se le perdonaban todos los defectos. A mediados de los años 50 si uno tenía una Puma se levantaba la chica que quería y aquel deudor había abandonado Palermo Viejo para hacer patria en los confines de la Patagonia con su chica y su moto, lejos del estrés y las cuotas mensuales. Y así como perseguía al que se fue con el combinado y al que se largó con la moto, el cazador tenía una lista de morosos grande como un rollo de papel higiénico. La colgaba de una percha en la cabina del Buick y mi padre la leía de reojo con miedo a encontrarse con su nombre.
Años después, mientras me contaba aquel viaje, intuí que había querido largarse para siempre. Dejarnos en Río Cuarto y mandar un giro cada tanto. Pero no se animó. Le pesaban su historia y vaya a saber qué culpas que llamaba responsabilidades. Volvió de aquel viaje sin mochila, mucho más flaco, maldiciendo al cazador solitario. Pasaron varios meses antes de que nos dijera algo sobre los paisajes que había conocido y muchos más hasta que me contó el fin de su aventura. En Esquel se toparon con el tipo del combinado. Era un moroso; tímido, algo rengo, de nariz colorada y pelo cimarrón que iba a trabajar en bicicleta. Había ocupado unas tierras en la ladera de una montaña y mi padre le contó al menos una mujer, seis hijas y algún colado más que vivía con ellos.
Por ley, ningún ciudadano podía ser privado de su radio si era la única que tenía. Al menos eso me dijo mi padre, que gustaba sorprenderme con las paradojas de su época. Por eso el cazador necesitaba ayuda. Alguien que si llegaba la policía declarara que ayer nomás el moroso: le había vendido otra radio porque lo único que le interesaba de su combinado era la música. Fue ahí que mi padre empezó a flaquear. Ya andaba hecho una; piltrafa de poco comer y nunca bañarse. No le daba pena el otro sino su propia condición de fugitivo, de deudor en el cielo y en la tierra.
La noche antes de que el cazador diera el asalto mi padre salió a caminar y después de mucho pensarlo decidió quedarse a pie y sin el desayuno gratis. Golpeó a la puerta del moroso y encontró a la familia en medio de la cena. El dueño de casa desconfió enseguida y no se creyó el cuento del inspector de Obras Sanitarias, aunque: mi padre tenía la credencial con sellos y firmas. Todos lo miraban mientras revisaba la entrada de agua y una de las nenas masónicas preguntó medio asustada si ése era" el Hombre de la Bolsa. Se rieron, pero el aire siguió tenso hasta que mi padre dijo que la instalación era un desastre pero que él había ido a controlar la calidad del agua y no la de las cañerías. Pidió dos vasos limpios, un poco de lavandina y fingió una alquimia que hizo reír a las chicas y lo llevó a la mesa a compartir un guiso con trozos de cordero. El combinado estaba impecable, sintonizado en la onda corta del Glostora Tango Club. Afuera ya se había levantado el viento y mi padre pensó, de nuevo, que éste era un país sin remedio al que había que salir a mirar por última vez. La mujer fue a acostar a las nenas y los hombres salieron a despedirse en la vereda de tierra. Mi padre ya se alejaba en la oscuridad pero el otro lo llamó con un chistido y un "disculpe don" que sonó bastante perentorio. Estaban parados ahí, mirando al cielo, como para empezar a pelear o a reírse. El moroso llevaba una temerosa navaja en la mano y le preguntó quién era, qué quería en su casa.
Más tarde, mientras lo contaba, mi padre parecía avergonzado. Tal vez no era lo que quería que yo supiera de él. Dijo que respondió con una evasiva: "Yo también soy deudor", o algo parecido, y avisó que el cazador vendría a la madrugada. El otro lo escuchó sin interrumpirlo y después señaló la navaja. "Ni los discos se lleva ese hijo de puta", murmuró. Mi padre asintió porque él hubiera dicho lo mismo y preguntó si no pasaba un colectivo que lo acercara al pueblo. No recuerdo dónde me contó que había dormido y por la mañana se presentó en la oficina de Obras Sanitarias para que lo repatriaran a su casa. Había andado vagando por ahí y como siempre volvía al punto de partida. En la repartición le dieron algo de ropa, unos vales con el escudo justicialista y unos días después lo llevaron a la terminal.
Mientras esperaba el ómnibus se asomó al depósito de encomiendas y vio una Puma Gran Turismo embalada en un armazón de madera. Al lado estaba el combinado envuelto con cartones y consignado a nombre de un vendedor de la ciudad de Córdoba. Había muchas chucherías más en las que el cazador de morosos también había escrito su nombre de remitente satisfecho.
Osvaldo Soriano
Después me contó que al rato de salir ya estaba en desacuerdo con el cazador. Mi padre, que era un deudor impenitente, sostenía que la venta a plazos era como el juego de cartas: al final, uno de los dos, comprador o vendedor, pierde. El tipo del Buick, en cambio, era un moralista de pistola al cinto que decía haber atrapado a más de doscientos renegados en un año. Se llevaba el cincuenta por ciento de lo que les encontraba en el bolsillo y si podía sacarles más no se andaba con chiquitas. En aquel tiempo todavía se usaba sombrero y el tipo llevaba docenas en el baúl del coche: de fieltro, de cuero, de paja, de lona, tenía todos los modelos y los vendía como suyos en los pueblos por los que pasaba. Igual con relojes, rosarios, cadenas y medallitas de la suerte. Llevaba un cajón tan lleno que parecía el tesoro de la Sierra Madre.
Me contaba mi padre que estacionaban el coche y dormían en cualquier parte. Era uno de los últimos veranos del primer peronismo. No existían las tarjetas de crédito ni el dinero electrónico: los morosos firmaban una pila de pagarés y huían con el par de zapatos flamante, el tocadiscos o los veinte tomos de la Espasa Calpe. Mi padre lo había intentado alguna vez pero siempre lo agarraban. Recuerdo que una vez le quitaron una regla de cálculos y otra vez las herramientas del taller. No sabía poner distancia, le dijo el cazador de morosos una noche, cerca de Choele Choel. Los buenos timadores tenían firmas falsas, familias prestadas, direcciones inexistentes y nunca se quedaban con lo que compraban. A ésos, si los agarraba, el cazador no podía más que pegarles una paliza. Siempre lo hacía, por respeto a sí mismo y para que tronara el escarmiento, pero era tiempo perdido.
El cazador corría contra el tiempo y contra las grandes migraciones alentadas por el 17 de octubre. Deudor que subía al tren se convertía en moroso inhallable, perdido en los suburbios de Buenos Aires o en los andurriales de Córdoba. Las tiendas de ropa no aceptaban de vuelta los trajes lustrosos ni las camisas gastadas pero a las heladeras y los lavarropas el cazador tenía que consignarlos en el depósito del ferrocarril. Recién aparecían las heladeras eléctricas, me acuerdo. Eran sólidas y ruidosas como locomotoras. Mi padre nos llevó a comprar la primera a Neuquén. Una Sigma que todavía funciona, igual a las que el cazador tenía que rescatar por las buenas o a los golpes.
En aquel viaje por caminos de tierra mi padre tenía que ayudarlo a rescatar un combinado. Así se llamaban: eran muebles de madera lustrada con una radio a lámparas y el tocadiscos de setenta y ocho revoluciones. El moroso se había fugado al Sur con la familia y desde Córdoba reclamaban la música y una indemnización si el mueble estaba rayado. Mi padre aceptó darle una mano porque pensó que nunca lo atraparían. A cambio el cazador le pagaba el desayuno y compartía la gomina. En ese tiempo las hojas de afeitar más baratas eran las Legión Extranjera, que dejaban la cara a la miseria. El tipo llevaba unas cuantas cajitas y mi padre tenía que esperar que el otro las usara de los dos lados para poder afeitarse.
A la semana de viaje habían atravesado la frontera de Río Negro con Neuquén y el cazador seguía adelante porque la presa mayor era un holandés que había pagado dos cuotas de la Puma Gran Turismo y el cobrador no volvió a encontrarlo en los lugares que solía frecuentar. La Puma tenía sólo dos velocidades: primera y directa. Era de fabricación nacional y por eso se le perdonaban todos los defectos. A mediados de los años 50 si uno tenía una Puma se levantaba la chica que quería y aquel deudor había abandonado Palermo Viejo para hacer patria en los confines de la Patagonia con su chica y su moto, lejos del estrés y las cuotas mensuales. Y así como perseguía al que se fue con el combinado y al que se largó con la moto, el cazador tenía una lista de morosos grande como un rollo de papel higiénico. La colgaba de una percha en la cabina del Buick y mi padre la leía de reojo con miedo a encontrarse con su nombre.
Años después, mientras me contaba aquel viaje, intuí que había querido largarse para siempre. Dejarnos en Río Cuarto y mandar un giro cada tanto. Pero no se animó. Le pesaban su historia y vaya a saber qué culpas que llamaba responsabilidades. Volvió de aquel viaje sin mochila, mucho más flaco, maldiciendo al cazador solitario. Pasaron varios meses antes de que nos dijera algo sobre los paisajes que había conocido y muchos más hasta que me contó el fin de su aventura. En Esquel se toparon con el tipo del combinado. Era un moroso; tímido, algo rengo, de nariz colorada y pelo cimarrón que iba a trabajar en bicicleta. Había ocupado unas tierras en la ladera de una montaña y mi padre le contó al menos una mujer, seis hijas y algún colado más que vivía con ellos.
Por ley, ningún ciudadano podía ser privado de su radio si era la única que tenía. Al menos eso me dijo mi padre, que gustaba sorprenderme con las paradojas de su época. Por eso el cazador necesitaba ayuda. Alguien que si llegaba la policía declarara que ayer nomás el moroso: le había vendido otra radio porque lo único que le interesaba de su combinado era la música. Fue ahí que mi padre empezó a flaquear. Ya andaba hecho una; piltrafa de poco comer y nunca bañarse. No le daba pena el otro sino su propia condición de fugitivo, de deudor en el cielo y en la tierra.
La noche antes de que el cazador diera el asalto mi padre salió a caminar y después de mucho pensarlo decidió quedarse a pie y sin el desayuno gratis. Golpeó a la puerta del moroso y encontró a la familia en medio de la cena. El dueño de casa desconfió enseguida y no se creyó el cuento del inspector de Obras Sanitarias, aunque: mi padre tenía la credencial con sellos y firmas. Todos lo miraban mientras revisaba la entrada de agua y una de las nenas masónicas preguntó medio asustada si ése era" el Hombre de la Bolsa. Se rieron, pero el aire siguió tenso hasta que mi padre dijo que la instalación era un desastre pero que él había ido a controlar la calidad del agua y no la de las cañerías. Pidió dos vasos limpios, un poco de lavandina y fingió una alquimia que hizo reír a las chicas y lo llevó a la mesa a compartir un guiso con trozos de cordero. El combinado estaba impecable, sintonizado en la onda corta del Glostora Tango Club. Afuera ya se había levantado el viento y mi padre pensó, de nuevo, que éste era un país sin remedio al que había que salir a mirar por última vez. La mujer fue a acostar a las nenas y los hombres salieron a despedirse en la vereda de tierra. Mi padre ya se alejaba en la oscuridad pero el otro lo llamó con un chistido y un "disculpe don" que sonó bastante perentorio. Estaban parados ahí, mirando al cielo, como para empezar a pelear o a reírse. El moroso llevaba una temerosa navaja en la mano y le preguntó quién era, qué quería en su casa.
Más tarde, mientras lo contaba, mi padre parecía avergonzado. Tal vez no era lo que quería que yo supiera de él. Dijo que respondió con una evasiva: "Yo también soy deudor", o algo parecido, y avisó que el cazador vendría a la madrugada. El otro lo escuchó sin interrumpirlo y después señaló la navaja. "Ni los discos se lleva ese hijo de puta", murmuró. Mi padre asintió porque él hubiera dicho lo mismo y preguntó si no pasaba un colectivo que lo acercara al pueblo. No recuerdo dónde me contó que había dormido y por la mañana se presentó en la oficina de Obras Sanitarias para que lo repatriaran a su casa. Había andado vagando por ahí y como siempre volvía al punto de partida. En la repartición le dieron algo de ropa, unos vales con el escudo justicialista y unos días después lo llevaron a la terminal.
Mientras esperaba el ómnibus se asomó al depósito de encomiendas y vio una Puma Gran Turismo embalada en un armazón de madera. Al lado estaba el combinado envuelto con cartones y consignado a nombre de un vendedor de la ciudad de Córdoba. Había muchas chucherías más en las que el cazador de morosos también había escrito su nombre de remitente satisfecho.
Osvaldo Soriano
viernes, 27 de mayo de 2011
jueves, 26 de mayo de 2011
Desnudos: El incendio del Borgo
Un voraz incendio arrasa parte del antiguo Borgo di San Pietro (barrio enfrente del Vaticano). No se preocupen ustedes que ya les estoy viendo venir. Por allí anda el Papa, mírenlo al fondo, y gracias a su rauda intervención (una señal de la cruz por aquí, una bendición por allá) las llamas son sofocadas en menos de lo que canta un gallo. Ya evitada la catástofre hagan desaparecer la tensión de sus cuerpos, olvídense de los niños y mujeres temerosas, y acompañen a su mirada al lado izquierdo de la escena que es en donde está lo realmente interesante. Esos cuerpos esbeltos y alargados, de hombres de todas las edades, tal como sus madres los trajeron al mundo. Los pobres con el incendio tuvieron que salir tan desposeidos de todos sus bienes que incluso dejaron atrás sus ropas. Pero como no hay mal que por bien no venga, gracias a ello, todo sea en esta vida por aprender, notrosos podemos conccer más sobre el cuerpo masculino, todos esos músculos en tensión son dignos de ser vistos al menos una vez en la vida.
De los escarmentados nacen los avisados
Era D. Calixto un caballerete cordobés, gracioso, bien plantado y con algunos bienes de fortuna.
Muchas mocitas solteras de Sevilla, donde él estaba estudiando, se afanaban por ganar su voluntad y
conquistarle para marido; pero la empresa era harto difícil.
Don Calixto, y no sin fundamento, pasaba por un desaforado mariposón, seductor y picaruelo. Iba
revoloteando siempre de muchacha en muchacha, como las abejas y las mariposas revolotean de flor en flor, liban la miel y sólo por breves instantes se posan en algunas.
La linda señorita D.ª Eufemia tuvo más maña y arte que otras y logró hacer en el corazón de nuestro héroe la herida amorosa más profunda que hasta entonces había traspasado sus entretelas llegando a lo más vivo.
Él, sin embargo, como travieso que era, si bien ponderaba a la niña su mucho amor y le pedía y aun le suplicaba que de aquel mal le curase, siempre hablaba de la cura, pero no del cura. Acudía a hablar por la reja con la señorita doña Eufemia; le aseguraba que tenía por culpa de ella, en su lastimado pecho, no uno sino media docena de volcanes en erupción; le rogaba que apagase sus incendios y que mitigase sus estragos, y lo que es de casamiento no decía ni daba jamás palabra.
Así se pasaban meses y meses; los novios pelaban la pava todas las noches sin faltar una; pero el asunto permanecía siempre sin adelantar, ni por el lado de la buena fin, ni tampoco por el lado de la mala.
Cuando él excitaba a su novia para que no se hiciese de pencas y fuese generosa y se ablandase y cediese, ella, o se enojaba porque él le faltaba al respeto y mostraba que no tenía por ella estimación, o bien derramaba amargas lágrimas y exhalaba suspiros y quejas considerándose ofendida.
Con mil variantes, porque tenía fácil palabra y sabía decir una misma cosa de mil modos diversos, la niña solía contestar sobre poco más o menos lo que sigue:
-¡Huy, huy, Sr. D. Calixto! ¿Qué es lo que usted me propone? En el silencio de la noche, en la más
profunda soledad, nunca estamos solos: Dios nos mira; Dios está presente y no podemos ni debemos ofender a Dios. Mi honra, además, está pura e inmaculada; está por cima de todo; hasta por cima del inmenso amor que usted ha logrado inspirarme. Y vamos... ¿qué diría usted de mí si yo en lo más mínimo faltase a mi deber, echase a rodar mi decoro y me olvidase de la honestidad y del recato con que me ha criado mi cristiana y severa madre? ¡Jesús, María y José! La cara se me caería de vergüenza si yo fuese liviana. Con sobrada razón me despreciaría usted entonces. Haría usted muy bien en abandonarme y en huir de mí como de una criatura depravada y viciosa.
En fin, D.ª Eufemia, con estas y otras frases se defendía todas las noches muy lindamente, aunque, para no descontentar al novio y retenerle cautivo, te otorgaba de vez en cuando y en sazón oportuna, tal cual favorcito, delicado, puro y semiplatónico, como, por ejemplo, abandonarle una de sus blancas y suaves manos, para que él la besase, la acariciase y la tuviese apretada entre las suyas, llegando, en algunos momentos de muy fervorosa pasión, a acercar ella, por entre los hierros de la reja, la virginal y tersa frente, a fin de que él, sin detenerse mucho y al vuelo, pusiese en ella los labios, imprimiendo un ósculo casi místico, con veneración devota, como quien besa una reliquia.
En suma, D.ª Eufemia lo manejó todo tan bien, que D. Calixto, cada día más deseoso y emberrenchinado, acabó por hablar del cura y por proponer el casamiento. Ella, que no deseaba otra cosa, se mostró llena de gratitud y de amor.
A pesar de todo y a pesar de la grande impaciencia que D. Calixto manifestaba, D.ª Eufemia redobló su austeridad y nunca quiso consentir en favores de más cuenta que los aquí mencionados hasta que al novio y a ella les echase el cura las bendiciones.
Llegó al cabo el suspirado día. El cura se las echó. Don Calixto y D.ª Eufemia fueron marido y mujer.
Aquella noche, muy tarde, casi ya de madrugada, D. Calixto dijo enternecidísimo a su adorada esposa:
-Bien hiciste, dueño mío, en no ceder a mis ruegos. Yo te adoro, pero, si hubieras cedido, hubiera dejado de adorarte, te hubiera despreciado y te hubiera plantado.
Ella, al oír esto, hizo a su marido mil amorosas y conyugales caricias, murmurando palabras ininteligibles y como quien reza. Tal vez daba gracias al cielo por el triunfo que habían obtenido su honestidad y su recato.
Hay, sin embargo, quien asegura que lo que ella dijo entre dientes y él no pudo entender fue:
Grandísimo tonto, pues por eso no cedí yo antes, porque ya había cedido a siete y los siete me habían
plantado.
Muchas mocitas solteras de Sevilla, donde él estaba estudiando, se afanaban por ganar su voluntad y
conquistarle para marido; pero la empresa era harto difícil.
Don Calixto, y no sin fundamento, pasaba por un desaforado mariposón, seductor y picaruelo. Iba
revoloteando siempre de muchacha en muchacha, como las abejas y las mariposas revolotean de flor en flor, liban la miel y sólo por breves instantes se posan en algunas.
La linda señorita D.ª Eufemia tuvo más maña y arte que otras y logró hacer en el corazón de nuestro héroe la herida amorosa más profunda que hasta entonces había traspasado sus entretelas llegando a lo más vivo.
Él, sin embargo, como travieso que era, si bien ponderaba a la niña su mucho amor y le pedía y aun le suplicaba que de aquel mal le curase, siempre hablaba de la cura, pero no del cura. Acudía a hablar por la reja con la señorita doña Eufemia; le aseguraba que tenía por culpa de ella, en su lastimado pecho, no uno sino media docena de volcanes en erupción; le rogaba que apagase sus incendios y que mitigase sus estragos, y lo que es de casamiento no decía ni daba jamás palabra.
Así se pasaban meses y meses; los novios pelaban la pava todas las noches sin faltar una; pero el asunto permanecía siempre sin adelantar, ni por el lado de la buena fin, ni tampoco por el lado de la mala.
Cuando él excitaba a su novia para que no se hiciese de pencas y fuese generosa y se ablandase y cediese, ella, o se enojaba porque él le faltaba al respeto y mostraba que no tenía por ella estimación, o bien derramaba amargas lágrimas y exhalaba suspiros y quejas considerándose ofendida.
Con mil variantes, porque tenía fácil palabra y sabía decir una misma cosa de mil modos diversos, la niña solía contestar sobre poco más o menos lo que sigue:
-¡Huy, huy, Sr. D. Calixto! ¿Qué es lo que usted me propone? En el silencio de la noche, en la más
profunda soledad, nunca estamos solos: Dios nos mira; Dios está presente y no podemos ni debemos ofender a Dios. Mi honra, además, está pura e inmaculada; está por cima de todo; hasta por cima del inmenso amor que usted ha logrado inspirarme. Y vamos... ¿qué diría usted de mí si yo en lo más mínimo faltase a mi deber, echase a rodar mi decoro y me olvidase de la honestidad y del recato con que me ha criado mi cristiana y severa madre? ¡Jesús, María y José! La cara se me caería de vergüenza si yo fuese liviana. Con sobrada razón me despreciaría usted entonces. Haría usted muy bien en abandonarme y en huir de mí como de una criatura depravada y viciosa.
En fin, D.ª Eufemia, con estas y otras frases se defendía todas las noches muy lindamente, aunque, para no descontentar al novio y retenerle cautivo, te otorgaba de vez en cuando y en sazón oportuna, tal cual favorcito, delicado, puro y semiplatónico, como, por ejemplo, abandonarle una de sus blancas y suaves manos, para que él la besase, la acariciase y la tuviese apretada entre las suyas, llegando, en algunos momentos de muy fervorosa pasión, a acercar ella, por entre los hierros de la reja, la virginal y tersa frente, a fin de que él, sin detenerse mucho y al vuelo, pusiese en ella los labios, imprimiendo un ósculo casi místico, con veneración devota, como quien besa una reliquia.
En suma, D.ª Eufemia lo manejó todo tan bien, que D. Calixto, cada día más deseoso y emberrenchinado, acabó por hablar del cura y por proponer el casamiento. Ella, que no deseaba otra cosa, se mostró llena de gratitud y de amor.
A pesar de todo y a pesar de la grande impaciencia que D. Calixto manifestaba, D.ª Eufemia redobló su austeridad y nunca quiso consentir en favores de más cuenta que los aquí mencionados hasta que al novio y a ella les echase el cura las bendiciones.
Llegó al cabo el suspirado día. El cura se las echó. Don Calixto y D.ª Eufemia fueron marido y mujer.
Aquella noche, muy tarde, casi ya de madrugada, D. Calixto dijo enternecidísimo a su adorada esposa:
-Bien hiciste, dueño mío, en no ceder a mis ruegos. Yo te adoro, pero, si hubieras cedido, hubiera dejado de adorarte, te hubiera despreciado y te hubiera plantado.
Ella, al oír esto, hizo a su marido mil amorosas y conyugales caricias, murmurando palabras ininteligibles y como quien reza. Tal vez daba gracias al cielo por el triunfo que habían obtenido su honestidad y su recato.
Hay, sin embargo, quien asegura que lo que ella dijo entre dientes y él no pudo entender fue:
Grandísimo tonto, pues por eso no cedí yo antes, porque ya había cedido a siete y los siete me habían
plantado.
Juan Varela
miércoles, 25 de mayo de 2011
No hay cielo
Stephen Hawking en una entrevista con The Guardian niega la existencia del cielo.
" Considero al cerebro como una computadora que dejará de trabajar cuando sus componentes fallen. No hay cielo o vida después de la muerte para las computadoras que se rompen; eso es un cuento de hadas para la gente que tiene miedo a la oscuridad."
No es por llevarle la contraria, pero yo creo que más que miedo a la muerte lo que nos lleva a creer en el cielo es la penita de dejar este mundo sin haberlo aprovechado lo suficiente. Hay tanto que aprender, tantas cosas de las que disfrutar, tanta gente a la que amar, tan poco tiempo, que las personas necesitamos de la inmortalidad para poder realizanos plenamente y como a la gente le cuesta mucho cambiar no queremos una inmortalidad en donde seamos una simple energía sino una inmortalidad en donde sigamos disfrutando de lo que conocemos y de la misma manera.
Stephen Hawking también dice que somos una mera coincidencia, que nuestro universo ha podido ser creado de la nada y que no hay necesidad de un creador para poder explicar su existencia. Estas afirmaciones son las que más me han fastidiado. Lo del cielo nunca me lo había creído, pero en los días especialmente soleados, siempre me he levantado con una pequeñísima esperanza de que algún ser divino anduviese por ahí.
http://www.guardian.co.uk/science/2011/may/15/stephen-hawking-interview-there-is-no-heaven
martes, 24 de mayo de 2011
El tiempo pasa
—¿Alguna vez hiciste eso? —preguntó Gloria con una sonrisa tan espontánea que Sebastián, a sus quince recién cumplidos, sintió que le temblaban las orejas.
—No. Nunca.
Hacía tantos años de ese diálogo, pero Seba no olvidaría jamás su continuación.
Gloria era, como su nombre (falso, por supuesto) lo indica, la puta más gloriosa de la calle Finisterre, pero su gran atractivo estribaba en que no tenía aspecto de ramera, ni se vestía como tal, ni se movía como tal. Era tan sólo una veinteañera sencillamente hermosa, que atraía a los hombres con prolija honestidad, informándoles desde el vamos que no tenía vocación de amor único.
—¿Querés inaugurarte conmigo?
—Si usted lo permite.
Ante aquel inesperado tratamiento respetuoso, Gloria estalló en una franca carcajada, que por fin logró quebrar la timidez de Sebastián. Así, con el mejor de los humores, ambos penetraron casi corriendo en el bosquecito de los sauces orilleros.
Cuando Gloria halló el sitio que le pareció adecuado y protegido de curiosos y viejos verdes, atrajo con suavidad a Seba, le desabrochó lentamente el short, hizo que él la desnudara a medias, y de inmediato dio comienzo al curso preparatorio que culminó en un coito, tan elemental y tan tierno, que Seba estuvo a punto de llorar. De alegría, claro.
A pesar de su inocencia, Seba tuvo la precaución de no comunicar su ficha (apellido, domicilio, familia, etcétera). Después de todo, sabía que ésas eran las reglas del juego.
El curso completo incluyó cinco clases, al cabo de las cuales Seba obtuvo de su ufana y generosa amiga el certificado de candida destreza, y si el adiestramiento no se prolongó fue porque el padre de Seba, un tal Basilio Aceves, viudo prematuro, decidió cambiar de casa, debido a que la actual contenía demasiados recuerdos y añoranzas de su mujer, fallecida muy joven en un absurdo accidente de carretera. Basilio exageró el deseo de alejamiento y encontró una linda casita con jardín en el otro extremo de la ciudad.
Para despedirse cumplidamente de Gloria, Seba tuvo que esperar, a la hora del crepúsculo, a que ella volviera de atender a un cliente exigente, avaro y remiso. Lo cierto es que fue un adiós sobrio, pero con una buena dosis de sentimiento y gratitud.
Durante un par de años Sebastián mantuvo aquel estreno en el ordenado desván de su memoria. Sabía que algún día le sería útil en el desarrollo de su carrera amatoria.
En el nuevo barrio, Seba, comunicativo y bien humorado, hizo amistades de ambos sexos. Ya en época universitaria, su entrenada malicia le llevó a dejar varias novias en el camino. El padre no hacía preguntas; a lo sumo algún comentario irónico, que Seba recibía como una muestra de compañerismo, algo así como un intercambio entre muchachos. La viudez de Basilio y la orfandad de Sebastián los habían acercado, aunque rara vez mencionaran el nombre de la ausente.
El día en que Sebastián cumplió veintitrés años, Basilio le pidió que cenara en casa. «Te reservo una sorpresa. Ya verás.»
A medida que avanzaba la tarde, Basilio se fue poniendo alegremente tenso. Había encargado la cena conmemorativa en un restorán de cinco tenedores. Con un gesto de paternal condescendencia, sirvió dos whiskies, y a mediados del segundo la frase sonó como un disparo: «Sebastián, me caso».
Seba se levantó y, sin decir palabra, lo abrazó. A Basilio le brillaron los ojos. «Me hace feliz que te parezca bien. De todas maneras, podes estar seguro de que la imagen de tu madre permanecerá intacta entre nosotros. Pese a mis cuarenta y pico, ya era muy duro permanecer sin amor, sin un cuerpo en la cama. ¿Lo entendés, verdad?»
—Sí, claro.
A las ocho sonó el timbre y un Basilio exultante se puso de pie. «Seguramente es ella. Quise aprovechar tu cumpleaños para que se conocieran.»
Seba escuchó que se abría la puerta de calle. Diez minutos después entró el padre con una mujer todavía joven y atractiva, que examinó a Sebastián con una mirada que mezclaba el encanto con la turbación.
«Bueno, bueno», dijo Basilio. «Ha llegado el momento crucial de las presentaciones. Este es Sebastián, mi único hijo. Y ésta es Carmela, mi futura.»
Como culminación de aquel trance épico, Basilio no pudo contener una carcajada nerviosa.
Pero Sebastián sabía (y ella también) que esta Carmela no era Carmela, sino la cautivante Gloria de sus quince abriles.
Mario Benedetti
—No. Nunca.
Hacía tantos años de ese diálogo, pero Seba no olvidaría jamás su continuación.
Gloria era, como su nombre (falso, por supuesto) lo indica, la puta más gloriosa de la calle Finisterre, pero su gran atractivo estribaba en que no tenía aspecto de ramera, ni se vestía como tal, ni se movía como tal. Era tan sólo una veinteañera sencillamente hermosa, que atraía a los hombres con prolija honestidad, informándoles desde el vamos que no tenía vocación de amor único.
—¿Querés inaugurarte conmigo?
—Si usted lo permite.
Ante aquel inesperado tratamiento respetuoso, Gloria estalló en una franca carcajada, que por fin logró quebrar la timidez de Sebastián. Así, con el mejor de los humores, ambos penetraron casi corriendo en el bosquecito de los sauces orilleros.
Cuando Gloria halló el sitio que le pareció adecuado y protegido de curiosos y viejos verdes, atrajo con suavidad a Seba, le desabrochó lentamente el short, hizo que él la desnudara a medias, y de inmediato dio comienzo al curso preparatorio que culminó en un coito, tan elemental y tan tierno, que Seba estuvo a punto de llorar. De alegría, claro.
A pesar de su inocencia, Seba tuvo la precaución de no comunicar su ficha (apellido, domicilio, familia, etcétera). Después de todo, sabía que ésas eran las reglas del juego.
El curso completo incluyó cinco clases, al cabo de las cuales Seba obtuvo de su ufana y generosa amiga el certificado de candida destreza, y si el adiestramiento no se prolongó fue porque el padre de Seba, un tal Basilio Aceves, viudo prematuro, decidió cambiar de casa, debido a que la actual contenía demasiados recuerdos y añoranzas de su mujer, fallecida muy joven en un absurdo accidente de carretera. Basilio exageró el deseo de alejamiento y encontró una linda casita con jardín en el otro extremo de la ciudad.
Para despedirse cumplidamente de Gloria, Seba tuvo que esperar, a la hora del crepúsculo, a que ella volviera de atender a un cliente exigente, avaro y remiso. Lo cierto es que fue un adiós sobrio, pero con una buena dosis de sentimiento y gratitud.
Durante un par de años Sebastián mantuvo aquel estreno en el ordenado desván de su memoria. Sabía que algún día le sería útil en el desarrollo de su carrera amatoria.
En el nuevo barrio, Seba, comunicativo y bien humorado, hizo amistades de ambos sexos. Ya en época universitaria, su entrenada malicia le llevó a dejar varias novias en el camino. El padre no hacía preguntas; a lo sumo algún comentario irónico, que Seba recibía como una muestra de compañerismo, algo así como un intercambio entre muchachos. La viudez de Basilio y la orfandad de Sebastián los habían acercado, aunque rara vez mencionaran el nombre de la ausente.
El día en que Sebastián cumplió veintitrés años, Basilio le pidió que cenara en casa. «Te reservo una sorpresa. Ya verás.»
A medida que avanzaba la tarde, Basilio se fue poniendo alegremente tenso. Había encargado la cena conmemorativa en un restorán de cinco tenedores. Con un gesto de paternal condescendencia, sirvió dos whiskies, y a mediados del segundo la frase sonó como un disparo: «Sebastián, me caso».
Seba se levantó y, sin decir palabra, lo abrazó. A Basilio le brillaron los ojos. «Me hace feliz que te parezca bien. De todas maneras, podes estar seguro de que la imagen de tu madre permanecerá intacta entre nosotros. Pese a mis cuarenta y pico, ya era muy duro permanecer sin amor, sin un cuerpo en la cama. ¿Lo entendés, verdad?»
—Sí, claro.
A las ocho sonó el timbre y un Basilio exultante se puso de pie. «Seguramente es ella. Quise aprovechar tu cumpleaños para que se conocieran.»
Seba escuchó que se abría la puerta de calle. Diez minutos después entró el padre con una mujer todavía joven y atractiva, que examinó a Sebastián con una mirada que mezclaba el encanto con la turbación.
«Bueno, bueno», dijo Basilio. «Ha llegado el momento crucial de las presentaciones. Este es Sebastián, mi único hijo. Y ésta es Carmela, mi futura.»
Como culminación de aquel trance épico, Basilio no pudo contener una carcajada nerviosa.
Pero Sebastián sabía (y ella también) que esta Carmela no era Carmela, sino la cautivante Gloria de sus quince abriles.
Mario Benedetti
lunes, 23 de mayo de 2011
Cuba y sus autos
El primer coche en el que mi trasero se aposentó en mi estancia en la Habana fue un "taxi" que contraté a través de una intermediaria, la dueña de la casa donde me alojaba, quien se ofreció amablemente a llamarlo. Era mi primer día en Cuba y poco sabía sobre los "supervivientes" que por sustanciosas comisiones, amablemente, te proporcionaban todo aquello que pudieses necesitar. Desde un alojamiento, un taxi, un guía, un billete de autobús revendido seis veces, algo de sexo, un poco de ron o café (la comisión no la cobran directamente al cliente sino al que proporciona el servicio). Después de que la amable señora contactase con la taxista bajé a la calle esperando encontrarme un más o menos clásico taxi, cuando, con lo que se tropezaron mis ojos fue con el coche más destarlado que había visto en mi vida. Lo conducía una amable mujer. Era bióloga, trabajaba en la tv cubana y ganaba un sobresueldo llevando pasajeros con su coche. Fui incapaz de hacerle una foto a aquel objeto moribundo, seguro que ya habrá pasado a mejor vida. Luego vinieron otos taxis, otros taxistas y otras historias incluída alguna que otra avería. Hasta hace poco los cubanos no podían comprar piezas de recambio al exterior y tenían que apañárselas con lo que tenían a mano para reparar sus coches ( todos unos clásicos de los años cuarenta y cincuenta).
La Habana |
La Habana |
La Habana |
La Habana |
La Habana |
Cienfuegos |
Bayamo |
Trinidad |
Trinidad |
Trinidad |
Trinidad |
Trinidad |
Trinidad |
sábado, 21 de mayo de 2011
Vida moderna
Mi querido amigo:
Por fin me encuentro solo con mi sirviente y la cocinera, una señora cuadrada de este pueblo, muy entendida en política y en pasteles criollos.
Ocupo una casa vacía que tiene ocho habitaciones, un gran patio enladrillado y un fondo con árboles y con barro. Tengo dos caballos de montar y uno de tiro. Mi dotación de amigos es reducida; total: dos viejos maldicientes. He traído libros y paso mi vida leyendo, paseando, comiendo y durmiendo. Esto por sí sólo constituye una buena parte de la felicidad; el complemento - ¡quién lo creyera! se encuentra también a mi alcance, aquí, en este pueblo solitario y en esta casa medio arruinada y desierta.
soy completamente feliz! Básteme decirte que nadie me invita a nada, que no hay banquetes ni óperas ni bailes y, lo que parece mitológico en materia de suerte, no tengo ni un bronce ni un mármol ni un cuadro antiguo ni moderno; no tengo vajilla ni cubiertos especiales para pescado, para espárragos, para ostras, para ensalada y para postres; ni centros de mesa que me impida ver a los de enfrente; ni vasos de diferentes colores; ni sala ni antesala ni escritorio ni alcoba ni cuarto de espera; todo es todo. Duermo y como en cualquier parte. El caballo de montar entra a saciar su sed al cuarto de baño, en la tina, antes que yo me bañe, con recomendación especial de no beber de a poquitos, ni dejar gotear en la bañadera el sobrante del agua que le queda en el hocico.
Recuerdo que cuando era niño conocí un señor viejo, hombre importante, acomodado, instruido y muy culto. Pues el viejo no tenía en su cuarto de recibo sino seis sillas, una mesa grande con pies torneados, gruesos y groseros, cubierta con una colcha usada, sobre la que estaba el tintero de plomo con tres agujeros en que permanecían a pique tres plumas de pato o ganso. Había además papeles, libros, tabaqueras, anteojos y naipes. De noche se reunían allí los hombres más notables del pueblo: el cura, el corregidor, el juez de letras, el tendero y otros ilustres habitantes. Allí se hablaba de la política, de la patria, de la moral y de filosofía, tópicos que ya no se usan. Concluida la tertulia el viejo se retiraba a su dormitorio en el que no había sino una cama pobre, una mesita ética, una silla de baqueta, un candelero de bronce con vela de sebo, una percha inclinada como la torre de Pisa, que se ladeaba más cuando colgaban en ella la capa de su dueño y, por todo adorno en las paredes, una imagen de San Roque, abogado de los perros.
A pesar de esta ausencia de mobiliario que escandalizaría hoy al más pobre estudiante, el viejo era muy considerado, muy respetado y vivía muy feliz; nada le faltaba.
¡Dime ahora lo que sería de cualquiera de nuestros contemporáneos en tal desnudez! Cuando me doy cuenta de lo estúpido que somos, me da gana de matarme.
Por eso me gusta el poeta Guido Spano.
La semana pasada lo encuentro en la calle y le digo:
-¿Cómo le va? tanto tiempo que no lo veo; ¡usted habrá hecho también negocios!
-No -me contestó-, soy el hombre más feliz de la tierra; me sobra casa, me sobra cama, me sobra ropa, me sobra comida y me sobra tiempo; ¡no tengo reloj y no se me importa un comino de las horas!
Con tamaña filosofía ¡cómo no había de estar ese hombre contento!
En una ocasión me acuerdo haberlo visto en cama enfermo de reumatismo y tocando la flauta con un pequeño atril y un papel de música por delante. Nunca he sentido mayor envidia por el carácter de hombre alguno.
A mí también, aquí en Río IV, me sobra todo, pero no tengo flauta, ni atril, ni sé música.
¿Sabes por qué me he venido? Por huir de mi casa donde no podía dar un paso sin romperme la crisma contra algún objeto de arte. La sala parecía un bazar, la antesala ídem, el escritorio, ¡no se diga!, el dormitorio o los veinte dormitorios, la despensa, los pasadizos y hasta la cocina estaban repletos de cuanto Dios crió. No había número de sirvientes que diera abasto. La luz no entraba en las piezas por causa de las cortinas; yo no podía sentarme en un sillón sin hundirme hasta el pescuezo en los elásticos; el aire no circulaba por culpa de los biombos, de las estatuas, de los jarrones y de la grandísima madre que los dio a luz. No podía comer; la comida duraba dos horas porque el sirviente no dejaba usar los cubiertos que tenía a la mano, sino los especiales para cada plato. Aquí como aceitunas con cuchara, porque me da la gana, y nadie me dice nada ni me creo deshonrado.
Mira, ¡no sabes la delicia que es vivir sin bronces! No te puedes imaginar cómo los aborrezco. Me han amargado la vida y me han hecho tomarle odio. Cuando era pobre, admiraba a Gladstone; me extasiaba ante la Venus de Milo; me entusiasmaba por Apolo y me pasaba las horas mirando el cuadro de la Virgen de la Silla.
Ahora no puedo pensar en tales personajes sin encolerizarme. ¡Cómo no! Casi me saqué un ojo una noche que entré a oscuras a mi escritorio, contra el busto de Gladstone. Otro día la Venus de Milo me hizo un moretón que todavía me duele; me alegré de que tuviera el brazo roto. Después, por impedir que se cayera la Mascota, me disloqué un dedo en la silla de Napoleón en Santa Elena, un bronce pesadísimo, y casi me caí enredado en un tapiz del Japón.
Luego, todos los días tenía disgustos con los sirvientes.
Cada día había alguna escena entre ellos y los adornos de la casa.
-Señora - decía la mucama -, Francisco le ha roto un dedo a Fidias.
-¿Cómo ha hecho usted eso Francisco?
-Señora; si ese Fidias es muy malo de sacudir.
Otra vez dejaba Fidias de ser maltratado y aparecía el busto de Praxíteles sin nariz. Francisco se la había echado abajo de un plumerazo; o bien le tocaba el turno a Mercurio, que se quedaba cojo de algún porrazo. Ya sabes que Mercurio tiene un pie en el aire.
Bismarck, el rey Guillermo y Moltke, en barro pintado, se han escapado hasta ahora casi ilesos, gracias a que su pequeña estatura les permite esconderse tras del reloj de la sala. Pero un gran elefante de porcelana cargado de una torre, pierde cada ocho días la trompa que le vuelven a pegar con goma.
Otro día, se le ocurre al mismo Francisco limpiar con kerosene el cuadro del Descendimiento.
En fin, he pasado estos últimos años en cuidar jarrones, cortinas, cuadros, relojes, candelabros, arañas, bronces y mármoles, y en echar gallegos la calle con plumero y todo para que vayan a romperle las narices a su abuela.
No te puedes imaginar los tormentos que he sufrido con mis objetos de arte; bástame decirte que muchas veces al volver a mi casa he deseado, en el fondo de mi alma, encontrarla quemada y hallar fundidos en un solo lingote a Cavour, a la casta Susana, al Papa Pío nono, a madama Recamier y otros bronces notables de mi terrible colección.
¿Y las flores, las macetas, los ramos, los árboles enteros que mandan a casa y que la señora coloca en mi estudio como si tal cosa? El patio es un bosque; creo que hay en él toda la flora y fauna argentinas: leones, tigres y millones de sabandijas. Los cactus no me dejan ir a mi cuarto, me enredo en los helechos y unos malditos arbustos que hay con puntas y que están ahora de moda, tienen obstruida la puerta del comedor al cual no se puede entrar sin careta, a menos de exponerse a perder un ojo. Ya estuve a punto de quedarme tuerto, a causa de un alisum espinosum.
Mire Juan -le dije al portero-: al primero que venga aquí con árboles, con bronces o con vasijas de loza, péguele un balazo. Ya no hay donde poner nada. Para pasar de una pieza a otra es necesario volar. Uno de mis amigos, muy aficionado a los adornos, ha tenido que alquilar una barraca para depositar sus estatuas y sus cuadros. Yo tengo una estatua de la caridad que es el terror de cuantos me visitan; no sé qué arte tiene para hacer que tropiecen con ella. En casa de otro amigo se perdió hace poco una criatura que había ido con su mamá. Cuando ésta quiso retirarse se buscó al niño en todas partes sin hallarlo; al fin se oyó un llanto lastimero que parecía venir del techo y voces que decían: ¡aquí estoy! ¡aquí estoy! El pobre niño se había metido en un rincón del que no podía salir porque le cerraban el paso un chifonier, dos biombos, una ánfora de no sé donde, los doce Pares de Francia, ocho caballeros cruzados, un camello y Demóstenes de tamaño natural, en zinc bronceado.
¡Vaya usted a limpiar una casa así! Lo primero que se me ocurre al entrar a un salón moderno es pensar en un buen remate o en un terremoto que simplifique la vida.
Tengo intención de pasar aquí una temporada, y estaría del todo contento si no fuera la espantosa expectativa de volver a mi bazar. Algunas noches sueño con mis estatuas y creo que, sabiendo ellas el odio que les tengo, me pagan en la misma moneda y me atacan en mi cama. Hasta he pensado alguna vez en fingirme loco y arrojar a la calle por la ventana los bustos de los hombres más célebres, los cuadros, las macetas, las arañas y los espejos. En fin, tengo un consuelo: no ocurre casamiento, cumpleaños o bautismo en casa de amigos, que no me proporcione el placer de soltarle al beneficiado algún león de alabastro, un oso de bronce o los gladiadores de hierro antiguo. ¡A incomodar a otra parte y allá se las avenga el novio, el bautizado o el que festeja un aniversario!
Excuso decirte que cuando un sirviente torpe echa abajo un armario lleno de loza y cristales, no quepo en mi de contento.
Escríbeme pronto y no te olvides de comunicarme en el acto, si por acaso quiebra la casa de Lacoste o la de algún otro bandolero de su estirpe.
Te recomiendo, además, que si puedes hacerme robar durante mi ausencia algunos pedestales con sus correspondientes bustos, varios cuadros y todos los muebles de mi escritorio, no dejes de hacerlo.
Sobre todo, por favor, hazme sustraer las palmeras que obstruyen los pasadizos y el alisum espinosum que está en la puerta del comedor y al cual profeso la más corrosiva ojeriza.
En el último caso puedes recurrir al incendio. ¡Te autorizo! Tu amigo,
BALDOMERO TAPIOCA
P. D. Si el día 1º de Año me mandan tarjetas de felicitación, cartas o telegramas, toma todo ello del escritorio, haz un paquete y mándalo a Francia, dirigido al presidente Carnot, con una carta insultante, diciéndole que su nación tiene la culpa de que, a más de todas las mortificaciones criollas que soportamos, tengamos todavía que aguantar la moda francesa de las felicitaciones del año nuevo.
Eduardo Wilde
Por fin me encuentro solo con mi sirviente y la cocinera, una señora cuadrada de este pueblo, muy entendida en política y en pasteles criollos.
Ocupo una casa vacía que tiene ocho habitaciones, un gran patio enladrillado y un fondo con árboles y con barro. Tengo dos caballos de montar y uno de tiro. Mi dotación de amigos es reducida; total: dos viejos maldicientes. He traído libros y paso mi vida leyendo, paseando, comiendo y durmiendo. Esto por sí sólo constituye una buena parte de la felicidad; el complemento - ¡quién lo creyera! se encuentra también a mi alcance, aquí, en este pueblo solitario y en esta casa medio arruinada y desierta.
soy completamente feliz! Básteme decirte que nadie me invita a nada, que no hay banquetes ni óperas ni bailes y, lo que parece mitológico en materia de suerte, no tengo ni un bronce ni un mármol ni un cuadro antiguo ni moderno; no tengo vajilla ni cubiertos especiales para pescado, para espárragos, para ostras, para ensalada y para postres; ni centros de mesa que me impida ver a los de enfrente; ni vasos de diferentes colores; ni sala ni antesala ni escritorio ni alcoba ni cuarto de espera; todo es todo. Duermo y como en cualquier parte. El caballo de montar entra a saciar su sed al cuarto de baño, en la tina, antes que yo me bañe, con recomendación especial de no beber de a poquitos, ni dejar gotear en la bañadera el sobrante del agua que le queda en el hocico.
Recuerdo que cuando era niño conocí un señor viejo, hombre importante, acomodado, instruido y muy culto. Pues el viejo no tenía en su cuarto de recibo sino seis sillas, una mesa grande con pies torneados, gruesos y groseros, cubierta con una colcha usada, sobre la que estaba el tintero de plomo con tres agujeros en que permanecían a pique tres plumas de pato o ganso. Había además papeles, libros, tabaqueras, anteojos y naipes. De noche se reunían allí los hombres más notables del pueblo: el cura, el corregidor, el juez de letras, el tendero y otros ilustres habitantes. Allí se hablaba de la política, de la patria, de la moral y de filosofía, tópicos que ya no se usan. Concluida la tertulia el viejo se retiraba a su dormitorio en el que no había sino una cama pobre, una mesita ética, una silla de baqueta, un candelero de bronce con vela de sebo, una percha inclinada como la torre de Pisa, que se ladeaba más cuando colgaban en ella la capa de su dueño y, por todo adorno en las paredes, una imagen de San Roque, abogado de los perros.
A pesar de esta ausencia de mobiliario que escandalizaría hoy al más pobre estudiante, el viejo era muy considerado, muy respetado y vivía muy feliz; nada le faltaba.
¡Dime ahora lo que sería de cualquiera de nuestros contemporáneos en tal desnudez! Cuando me doy cuenta de lo estúpido que somos, me da gana de matarme.
Por eso me gusta el poeta Guido Spano.
La semana pasada lo encuentro en la calle y le digo:
-¿Cómo le va? tanto tiempo que no lo veo; ¡usted habrá hecho también negocios!
-No -me contestó-, soy el hombre más feliz de la tierra; me sobra casa, me sobra cama, me sobra ropa, me sobra comida y me sobra tiempo; ¡no tengo reloj y no se me importa un comino de las horas!
Con tamaña filosofía ¡cómo no había de estar ese hombre contento!
En una ocasión me acuerdo haberlo visto en cama enfermo de reumatismo y tocando la flauta con un pequeño atril y un papel de música por delante. Nunca he sentido mayor envidia por el carácter de hombre alguno.
A mí también, aquí en Río IV, me sobra todo, pero no tengo flauta, ni atril, ni sé música.
¿Sabes por qué me he venido? Por huir de mi casa donde no podía dar un paso sin romperme la crisma contra algún objeto de arte. La sala parecía un bazar, la antesala ídem, el escritorio, ¡no se diga!, el dormitorio o los veinte dormitorios, la despensa, los pasadizos y hasta la cocina estaban repletos de cuanto Dios crió. No había número de sirvientes que diera abasto. La luz no entraba en las piezas por causa de las cortinas; yo no podía sentarme en un sillón sin hundirme hasta el pescuezo en los elásticos; el aire no circulaba por culpa de los biombos, de las estatuas, de los jarrones y de la grandísima madre que los dio a luz. No podía comer; la comida duraba dos horas porque el sirviente no dejaba usar los cubiertos que tenía a la mano, sino los especiales para cada plato. Aquí como aceitunas con cuchara, porque me da la gana, y nadie me dice nada ni me creo deshonrado.
Mira, ¡no sabes la delicia que es vivir sin bronces! No te puedes imaginar cómo los aborrezco. Me han amargado la vida y me han hecho tomarle odio. Cuando era pobre, admiraba a Gladstone; me extasiaba ante la Venus de Milo; me entusiasmaba por Apolo y me pasaba las horas mirando el cuadro de la Virgen de la Silla.
Ahora no puedo pensar en tales personajes sin encolerizarme. ¡Cómo no! Casi me saqué un ojo una noche que entré a oscuras a mi escritorio, contra el busto de Gladstone. Otro día la Venus de Milo me hizo un moretón que todavía me duele; me alegré de que tuviera el brazo roto. Después, por impedir que se cayera la Mascota, me disloqué un dedo en la silla de Napoleón en Santa Elena, un bronce pesadísimo, y casi me caí enredado en un tapiz del Japón.
Luego, todos los días tenía disgustos con los sirvientes.
Cada día había alguna escena entre ellos y los adornos de la casa.
-Señora - decía la mucama -, Francisco le ha roto un dedo a Fidias.
-¿Cómo ha hecho usted eso Francisco?
-Señora; si ese Fidias es muy malo de sacudir.
Otra vez dejaba Fidias de ser maltratado y aparecía el busto de Praxíteles sin nariz. Francisco se la había echado abajo de un plumerazo; o bien le tocaba el turno a Mercurio, que se quedaba cojo de algún porrazo. Ya sabes que Mercurio tiene un pie en el aire.
Bismarck, el rey Guillermo y Moltke, en barro pintado, se han escapado hasta ahora casi ilesos, gracias a que su pequeña estatura les permite esconderse tras del reloj de la sala. Pero un gran elefante de porcelana cargado de una torre, pierde cada ocho días la trompa que le vuelven a pegar con goma.
Otro día, se le ocurre al mismo Francisco limpiar con kerosene el cuadro del Descendimiento.
En fin, he pasado estos últimos años en cuidar jarrones, cortinas, cuadros, relojes, candelabros, arañas, bronces y mármoles, y en echar gallegos la calle con plumero y todo para que vayan a romperle las narices a su abuela.
No te puedes imaginar los tormentos que he sufrido con mis objetos de arte; bástame decirte que muchas veces al volver a mi casa he deseado, en el fondo de mi alma, encontrarla quemada y hallar fundidos en un solo lingote a Cavour, a la casta Susana, al Papa Pío nono, a madama Recamier y otros bronces notables de mi terrible colección.
¿Y las flores, las macetas, los ramos, los árboles enteros que mandan a casa y que la señora coloca en mi estudio como si tal cosa? El patio es un bosque; creo que hay en él toda la flora y fauna argentinas: leones, tigres y millones de sabandijas. Los cactus no me dejan ir a mi cuarto, me enredo en los helechos y unos malditos arbustos que hay con puntas y que están ahora de moda, tienen obstruida la puerta del comedor al cual no se puede entrar sin careta, a menos de exponerse a perder un ojo. Ya estuve a punto de quedarme tuerto, a causa de un alisum espinosum.
Mire Juan -le dije al portero-: al primero que venga aquí con árboles, con bronces o con vasijas de loza, péguele un balazo. Ya no hay donde poner nada. Para pasar de una pieza a otra es necesario volar. Uno de mis amigos, muy aficionado a los adornos, ha tenido que alquilar una barraca para depositar sus estatuas y sus cuadros. Yo tengo una estatua de la caridad que es el terror de cuantos me visitan; no sé qué arte tiene para hacer que tropiecen con ella. En casa de otro amigo se perdió hace poco una criatura que había ido con su mamá. Cuando ésta quiso retirarse se buscó al niño en todas partes sin hallarlo; al fin se oyó un llanto lastimero que parecía venir del techo y voces que decían: ¡aquí estoy! ¡aquí estoy! El pobre niño se había metido en un rincón del que no podía salir porque le cerraban el paso un chifonier, dos biombos, una ánfora de no sé donde, los doce Pares de Francia, ocho caballeros cruzados, un camello y Demóstenes de tamaño natural, en zinc bronceado.
¡Vaya usted a limpiar una casa así! Lo primero que se me ocurre al entrar a un salón moderno es pensar en un buen remate o en un terremoto que simplifique la vida.
Tengo intención de pasar aquí una temporada, y estaría del todo contento si no fuera la espantosa expectativa de volver a mi bazar. Algunas noches sueño con mis estatuas y creo que, sabiendo ellas el odio que les tengo, me pagan en la misma moneda y me atacan en mi cama. Hasta he pensado alguna vez en fingirme loco y arrojar a la calle por la ventana los bustos de los hombres más célebres, los cuadros, las macetas, las arañas y los espejos. En fin, tengo un consuelo: no ocurre casamiento, cumpleaños o bautismo en casa de amigos, que no me proporcione el placer de soltarle al beneficiado algún león de alabastro, un oso de bronce o los gladiadores de hierro antiguo. ¡A incomodar a otra parte y allá se las avenga el novio, el bautizado o el que festeja un aniversario!
Excuso decirte que cuando un sirviente torpe echa abajo un armario lleno de loza y cristales, no quepo en mi de contento.
Escríbeme pronto y no te olvides de comunicarme en el acto, si por acaso quiebra la casa de Lacoste o la de algún otro bandolero de su estirpe.
Te recomiendo, además, que si puedes hacerme robar durante mi ausencia algunos pedestales con sus correspondientes bustos, varios cuadros y todos los muebles de mi escritorio, no dejes de hacerlo.
Sobre todo, por favor, hazme sustraer las palmeras que obstruyen los pasadizos y el alisum espinosum que está en la puerta del comedor y al cual profeso la más corrosiva ojeriza.
En el último caso puedes recurrir al incendio. ¡Te autorizo! Tu amigo,
BALDOMERO TAPIOCA
P. D. Si el día 1º de Año me mandan tarjetas de felicitación, cartas o telegramas, toma todo ello del escritorio, haz un paquete y mándalo a Francia, dirigido al presidente Carnot, con una carta insultante, diciéndole que su nación tiene la culpa de que, a más de todas las mortificaciones criollas que soportamos, tengamos todavía que aguantar la moda francesa de las felicitaciones del año nuevo.
Eduardo Wilde
jueves, 19 de mayo de 2011
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