domingo, 29 de mayo de 2011

Morosos

Decía mi padre que este país no tiene remedio, que se va a terminar y que de tanto en tanto hay que salir a mirarlo por última vez. Quizá fue por eso que se decidió a pagar a medias el combustible y subir al Buick 37 de un cazador de morosos en fuga. Yo tendría ocho o nueve años y lo vi alejarse con una mochila en la que mi madre había puesto un poco de ropa y mucha comida seca.
Después me contó que al rato de salir ya estaba en desacuerdo con el cazador. Mi padre, que era un deudor impenitente, sostenía que la venta a plazos era como el juego de cartas: al final, uno de los dos, comprador o vendedor, pierde. El tipo del Buick, en cambio, era un moralista de pistola al cinto que decía haber atrapado a más de doscientos renegados en un año. Se llevaba el cincuenta por ciento de lo que les encontraba en el bolsillo y si podía sacarles más no se andaba con chiqui­tas. En aquel tiempo todavía se usaba sombrero y el tipo llevaba docenas en el baúl del coche: de fieltro, de cuero, de paja, de lona, tenía todos los modelos y los vendía como suyos en los pueblos por los que pasaba. Igual con relojes, rosarios, cadenas y medallitas de la suerte. Llevaba un cajón tan lleno que parecía el tesoro de la Sierra Madre.
Me contaba mi padre que estacionaban el coche y dormían en cualquier parte. Era uno de los últimos veranos del primer peronismo. No existían las tarjetas de crédito ni el dinero electrónico: los morosos firmaban una pila de pagarés y huían con el par de zapatos flamante, el tocadiscos o los veinte tomos de la Espasa Calpe. Mi padre lo había intentado alguna vez pero siempre lo agarraban. Recuerdo que una vez le quitaron una regla de cálculos y otra vez las herramientas del taller. No sabía poner distancia, le dijo el cazador de morosos una noche, cerca de Choele Choel. Los buenos timadores tenían firmas falsas, familias prestadas, direcciones inexistentes y nunca se quedaban con lo que compraban. A ésos, si los agarraba, el cazador no podía más que pegarles una paliza. Siempre lo hacía, por respeto a sí mismo y para que tronara el escarmiento, pero era tiempo perdido.
El cazador corría contra el tiempo y contra las grandes migraciones alentadas por el 17 de octubre. Deudor que subía al tren se convertía en moroso inhallable, perdido en los suburbios de Buenos Aires o en los andurriales de Córdoba. Las tiendas de ropa no acepta­ban de vuelta los trajes lustrosos ni las camisas gastadas pero a las heladeras y los lavarropas el cazador tenía que consignarlos en el depósito del ferrocarril. Recién apare­cían las heladeras eléctricas, me acuerdo. Eran sólidas y ruidosas como locomotoras. Mi padre nos llevó a com­prar la primera a Neuquén. Una Sigma que todavía funciona, igual a las que el cazador tenía que rescatar por las buenas o a los golpes.
En aquel viaje por caminos de tierra mi padre tenía que ayudarlo a rescatar un combinado. Así se llamaban: eran muebles de madera lustrada con una radio a lámparas y el tocadiscos de setenta y ocho revoluciones. El moroso se había fugado al Sur con la familia y desde Córdoba reclamaban la música y una indemnización si el mueble estaba rayado. Mi padre aceptó darle una mano porque pensó que nunca lo atraparían. A cambio el cazador le pagaba el desayuno y compartía la gomina. En ese tiempo las hojas de afeitar más baratas eran las Legión Extranjera, que dejaban la cara a la miseria. El tipo llevaba unas cuantas cajitas y mi padre tenía que esperar que el otro las usara de los dos lados para poder afeitarse.
A la semana de viaje habían atravesado la frontera de Río Negro con Neuquén y el cazador seguía adelante porque la presa mayor era un holandés que había pagado dos cuotas de la Puma Gran Turismo y el cobrador no volvió a encontrarlo en los lugares que solía frecuentar. La Puma tenía sólo dos velocidades: primera y directa. Era de fabricación nacional y por eso se le perdonaban todos los defectos. A mediados de los años 50 si uno tenía una Puma se levantaba la chica que quería y aquel deudor había abandonado Palermo Viejo para hacer patria en los confines de la Patagonia con su chica y su moto, lejos del estrés y las cuotas mensuales. Y así como perseguía al que se fue con el combinado y al que se largó con la moto, el cazador tenía una lista de morosos grande como un rollo de papel higiénico. La colgaba de una percha en la cabina del Buick y mi padre la leía de reojo con miedo a encontrarse con su nombre.
Años después, mientras me contaba aquel viaje, intuí que había querido largarse para siempre. Dejarnos en Río Cuarto y mandar un giro cada tanto. Pero no se animó. Le pesaban su historia y vaya a saber qué culpas que llamaba responsabilidades. Volvió de aquel viaje sin mochila, mucho más flaco, maldiciendo al cazador soli­tario. Pasaron varios meses antes de que nos dijera algo sobre los paisajes que había conocido y muchos más hasta que me contó el fin de su aventura. En Esquel se toparon con el tipo del combinado. Era un moroso; tímido, algo rengo, de nariz colorada y pelo cimarrón que iba a trabajar en bicicleta. Había ocupado unas tierras en la ladera de una montaña y mi padre le contó al menos una mujer, seis hijas y algún colado más que vivía con ellos.
Por ley, ningún ciudadano podía ser privado de su radio si era la única que tenía. Al menos eso me dijo mi padre, que gustaba sorprenderme con las paradojas de su época. Por eso el cazador necesitaba ayuda. Alguien que si llegaba la policía declarara que ayer nomás el moroso: le había vendido otra radio porque lo único que le interesaba de su combinado era la música. Fue ahí que mi padre empezó a flaquear. Ya andaba hecho una; piltrafa de poco comer y nunca bañarse. No le daba pena el otro sino su propia condición de fugitivo, de deudor en el cielo y en la tierra.
La noche antes de que el cazador diera el asalto mi padre salió a caminar y después de mucho pensarlo decidió quedarse a pie y sin el desayuno gratis. Golpeó a la puerta del moroso y encontró a la familia en medio de la cena. El dueño de casa desconfió enseguida y no se creyó el cuento del inspector de Obras Sanitarias, aunque: mi padre tenía la credencial con sellos y firmas. Todos lo miraban mientras revisaba la entrada de agua y una de las nenas masónicas preguntó medio asustada si ése era" el Hombre de la Bolsa. Se rieron, pero el aire siguió tenso hasta que mi padre dijo que la instalación era un desastre pero que él había ido a controlar la calidad del agua y no la de las cañerías. Pidió dos vasos limpios, un poco de lavandina y fingió una alquimia que hizo reír a las chicas y lo llevó a la mesa a compartir un guiso con trozos de cordero. El combinado estaba impecable, sintonizado en la onda corta del Glostora Tango Club. Afuera ya se había levantado el viento y mi padre pensó, de nuevo, que éste era un país sin remedio al que había que salir a mirar por última vez. La mujer fue a acostar a las nenas y los hombres salieron a despedirse en la vereda de tierra. Mi padre ya se alejaba en la oscuridad pero el otro lo llamó con un chistido y un "disculpe don" que sonó bastante perentorio. Estaban parados ahí, mirando al cielo, como para empezar a pelear o a reírse. El moroso llevaba una temerosa navaja en la mano y le preguntó quién era, qué quería en su casa.
Más tarde, mientras lo contaba, mi padre parecía avergonzado. Tal vez no era lo que quería que yo supiera de él. Dijo que respondió con una evasiva: "Yo también soy deudor", o algo parecido, y avisó que el cazador vendría a la madrugada. El otro lo escuchó sin interrum­pirlo y después señaló la navaja. "Ni los discos se lleva ese hijo de puta", murmuró. Mi padre asintió porque él hubiera dicho lo mismo y preguntó si no pasaba un colectivo que lo acercara al pueblo. No recuerdo dónde me contó que había dormido y por la mañana se presentó en la oficina de Obras Sanitarias para que lo repatriaran a su casa. Había andado vagando por ahí y como siempre volvía al punto de partida. En la repartición le dieron algo de ropa, unos vales con el escudo justicialista y unos días después lo llevaron a la terminal.
Mientras esperaba el ómnibus se asomó al depósito de encomiendas y vio una Puma Gran Turismo embala­da en un armazón de madera. Al lado estaba el combi­nado envuelto con cartones y consignado a nombre de un vendedor de la ciudad de Córdoba. Había muchas chu­cherías más en las que el cazador de morosos también había escrito su nombre de remitente satisfecho.

Osvaldo Soriano

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