domingo, 15 de mayo de 2011

Los días del perro

Aquella tarde, cuando Norton Enfield volvía a casa por el parque, estaba contento y pesaroso por no tener consigo a «Dirk». Mientras lo tuviese escondido en su casa, «Dirk» estaba a salvo, igual que todo lo del apartamento. Además, Enfield nunca se sentía cómodo con el; «Dirk» se movía con gracia aterciopelada, sin que apenas bastase la mano de Enfield para sujetar su correa. El joven tenía que reconocer que se sentía más a gusto enfrentado a fotógrafos, desviados y otros diversos peligros, que bajo la vigilante mirada amarillenta del perro. Siempre se había sentido inquieto ante el aura de poder comprimido del Doberman, sus colmillos rutilantes, y los músculos tensos y acerados bajo el reluciente pelaje. «Dirk», cuando él y Myrna hablaban, les contemplaba paseando la mirada del uno al otro, y Enfield, más de una vez, había llevado a su esposa a la cocina, a fin de poder conversar con ella a solas. No podía ahuyentar la sensación de que el perro comprendía y desaprobaba cuanto él decía. Sin embargo, con «Dirk» a su lado, Enfield no habría perdido su cartera, ningún canalla se habría atrevido a atacarle y, ciertamente, nadie le habría vapuleado; al contrario, Enfield habría experimentado el placer de ver cómo «Dirk» desgarraba las gargantas de sus agresores antes de que pudieran gritar pidiendo auxilio.
Había dejado a «Dirk» en casa porque Myrna insistió en ello: las brigadas de contaminación empezaban a ampliar sus búsquedas y sus misiones de destrucción, y emboscados detrás de cada arbusto había vigilantes civiles con redes y automáticas bien cargadas. Al salir del apartamento, le pasó por la mente que, si perdía a «Dirk», él y Myrna estarían ya completamente solos, pero Myrna había dicho simplemente:
—No te llevarás a «Dirk», no; al menos, tal como están las cosas.
Y el perro enseñó los dientes, empezando a gruñir.
«Dirk» era el perro de Myrna, realmente; lo había llevado a casa después de que la habían atracado en el ascensor por cuarta vez en una semana. Enfield volvió del trabajo, y la encontró en la salita con un cachorro de patas delgadas que no correteó ni saltó como suelen hacer los cachorros, sino que levantó la cabeza como un caballo de carreras y le miró con un ojo bordeado de blanco.
—¿Qué es esto?
—Mi protección.
Myrna estaba acurrucada en el suelo, junto al perro, mirándole a través de una mata de pelo obscuro, muy brillante.
—¿Verdad que es adorable?.
La cabeza del perro tenía forma de diamante, como la de una serpiente, y dirigió a Enfield una mirada madura, de cálculo.
—¿Cómo se llama? —inquirió Enfield.
Myrna, que siempre había llamado Norty a Enfield, y se burlaba de él por no tener un nombre cortante como una daga, repuso:
—«Dirk». Es muy cariñoso, y es tan hermoso como un chiquillo. «Dirk Storm».
—Bien, supongo que vas a posponerlo al bebé.
—Por algún tiempo.
Graciosamente, la joven ladeó la cabeza, que era tan sedosa como la del cachorro.
—Bien, habrá que adiestrarlo.
De modo que el perro, desde el principio, fue de Myrna y vigilaba todos los movimientos de Enfield con gran celo, tensándose sobre sus patas traseras cuando éste pretendía abrazar a su esposa, y gruñendo roncamente cuando Enfield levantaba la voz.
Más de una vez, el joven se despertó sobresaltado, casi seguro de haber escuchado una respiración dentro de la habitación, y no había podido abrazar a su esposa en la cama sin pensar en el perro. Aunque «Dirk» estaba encerrado en la cocina, Enfield no lograba librarse de la vívida imagen del perro erguido en el tocador, dispuesto a abalanzarse al más ligero movimiento de Enfield hacia Myrna. Aunque «Dirk» le había salvado de que le robaran más de una vez y había atacado a un ladrón en el vestíbulo, salvándole de esta manera la vida, Enfield siempre lo consideraba con emociones encontradas. Precisamente con estas mismas emociones, había visto a los celosos vigilantes entrar en acción, por lo que pudo compartir el pesar de Myrna cuando el alcalde eligió su espectáculo nocturno musical del domingo para anunciar la creación de lo que, eufemísticamente, llamó la brigada anticontaminación.
—¡Es un asesino! —gimió Myrna, echándose a llorar—. Es como en los campos de concentración.
—Los perros ensucian las aceras, Myrna. Nos hundimos hasta las rodillas en sus excrementos y, además, ellos despedazan a los chiquillos en las calles.
—Sus madres deberían tener más cuidado.
—Temo que este asunto haya ido ya demasiado lejos —replicó Enfield, y añadió—: Y ha escapado a nuestro control.
Así, cuando aquella tarde llegó a su casa por el parque, pudo oír el distante sonido de unos disparos y unos gritos de dolor, alaridos y gruñidos, y, más cerca, un búho que dejó oír su ulular en medio de los otros rumores, entremezclándose a los demás en su incalculable dolor. Cuando dobló la última esquina, Enfield tropezó con el origen de todo eso: una vieja dama con la nariz levantada y la garganta hinchada por la angustia, inclinada sobre el cadáver de un pequinés.
—Nunca ladraba —gimió cuando él trató de calmarla—. Nunca mordió a nadie ni apenas molestó, al menos que yo sepa, y siempre tuve mucho cuidado de él. Y cuando se ensuciaba, yo lo recogía con mi palita de plata, me lo llevaba a casa y lo tiraba por el retrete... y... oh, oh, oh... —sollozó, acabando por articular un gemido ronco.
—Estoy seguro de que significaba mucho para usted, señora —manifestó Enfield, que habría hecho cualquier cosa para que aquella dama dejara de sollozar—. Tal vez hubiera usted podido disecarlo.
—¡Disecarlo! —chilló la dama—. ¡Disecarlo!
Enfield se marchó precipitadamente, ya que la mujer se había vuelto hacia él con la sana intención de destrozarle.
En la avenida, otro dueño de un perro, muy alterado, luchaba por salvar su vida; la brigada de anticontaminación había atrapado a su animal y una manada de perros salvajes se había precipitado sobre su cadáver. Ahora ya habían terminado con él y estaban atacando al dueño, sedientos aún de sangre. Enfield miró a su alrededor en busca de un bastón u otro objeto contundente, pero no había nada.
—¡Póngase a salvo! —le gritó el otro, desapareciendo entre un torbellino de colmillos y garras.
Enfield miró otra vez en busca de la brigada anticontaminación, pensando que quizá ellos podrían hacer algo, pero debían de haberse metido ya en su camioneta tan pronto como concluyeron su trabajo. Al fin y al cabo, era más seguro perseguir a los perros sujetos por correas que correr tras los perros salvajes que se ocultaban en el parque. Era más fácil seguir la ley al pie de la letra y caer sobre el chucho bien educado de una casa de postín o sobre el grueso perro de aguas que sigue sumisamente la correa. Casi todos los dueños de perros los tenían dentro de sus casas, o los sacaban sólo de noche, intentando esquivar la brigada que patrullaba las veinticuatro horas del día. Cuando la brigada se abatía sobre un animal para cumplir su deber, el propietario de aquél contemplaba ensimismado el collar vacío, y la correa colgante, murmurando:
—¡Si el pobrecito gimió y suplicó hasta que no tuve más remedio que sacarlo!
Los que poseían más fuerza de carácter habían ya liberado a sus perros, esperando que sobreviviesen en el parque. Podían acudir a una cita nocturna ocasional y, con suerte, los dueños conseguían cruzar algunas palabras amables con el amado perrito, antes de que volviese a huir, perseguido por la manada de colegas salvajes. Enfield se preguntó si a «Dirk» le gustaría citarse con Myrna en el parque, pero ya tenía la respuesta: a veces, parecía como si ellos estuviesen al servicio del perro, y no éste al suyo.
A sus espaldas oyó gruñidos y ruidos más siniestros aún. Era la época en que un perro se zampaba a otro, era verdad, y Enfield huyó por la avenida.
La marcha le resultó pesada; el tráfico no avanzaba desde varias semanas antes, lo que significaba tener que saltar por encima de los «Volkswagen» mohosos, y de los taxis arrimados uno al otro. Los autos abandonados ocupaban tanto espacio que los perros estaban como aprisionados en las aceras, y por entonces éstas se hallaban llenas de basura, desperdicios y excrementos, con alguna carcasa que mostraba huellas de galantería o carnicería, según. Desde el anuncio del alcalde, sanidad se había dedicado al exterminio, y no parecía poder solucionar el problema. El programa se hallaba en su quinta semana y el maldito asunto no había mejorado, sino empeorado. Los perros vagabundos habían aumentado y, además, varios seres humanos habían tomado las aceras como lavabos, formando parte de un movimiento radical destinado a demostrar algo ignorado.
Tal vez debido a la falta de éxito, las brigadas de anticontaminación se tornaban cada vez más rudas y crueles; habían empezado ya a trabajar en los portales de los edificios, sobornando a los porteros para que les dijeran cuántos perros habitaban en ellos y cuándo solían sus dueños sacarlos fuera.
Ante la insistencia de Myrna, Enfield mantuvo a «Dirk» dentro del apartamento desde el principio. Myrna creía, por lo visto, que fuera de vista significaba también fuera de pensamiento, y había hecho cuanto pudo para ejercitar al perro dentro del apartamento, enseñándole a saltar sobre la mesita del café a rebotar contra la puerta y luego a dar otro salto. Cuando Enfield contemplaba a «Dirk» con expresión de duda la joven se ponía a la defensiva, y determinó enseñarle a «Dirk» a ir al lavabo. Enfield supuso que esta crisis terminaría como habían terminado otras, pero no le gustaba la expresión que ofrecía el perro, como si estuviese enterado de la amenaza exterior, ni le gustaba su aguzado nerviosismo ni la forma inquieta en que se paseaba, al no poder bajar al parque. El perro, decidió Enfield, estaba a punto de estallar, y a su regreso al hogar aquella tarde, el joven decidió también que aprovecharía el momento adecuado y pondría un poco de veneno en el plato del chucho; el veneno lo llevaba ya en el bolsillo. Myrna nada sabría, y a pesar de su subsiguiente vulnerabilidad a los ladrones y atracadores, estaba convencido de que todo saldría bien.
Myrna le recibió en la puerta..
—¿Te has enterado?
—¿De qué?
—Ya no atrapan a los perros en las calles. Los buscan de puerta en puerta.
Enfield miró hacia «Dirk»; el perro se hallaba encaramado a su silla favorita, contemplándole con una mirada tan salvaje, que Enfield balbució:
—Bien vamos a...
Su mujer le colocó un dedo en los labios.
—Chist..., lo entiende.
Enfield dedicó al perro una aguda mirada; «Dirk» se Iamía las costillas. Enfield empezó a deletrear:
—TENDREMOS QUE DEJAR QUE LO ATRAPEN.
Myrna le dirigió una mirada cargada de desesperación.
—¡Nunca nos dejará que...!
El perro volvió la cabeza a su alrededor.
—Chist... —pidió Enfield.
—No podemos permitir que lo cojan —exclamó Myrna, en tono demasiado alto—. ¿Lo has oído, «Dirk»? Nunca permitiremos que te atrapen... —su voz se convirtió en un susurro—. Ahora están en el edificio.
—Entonces, lo cogerán más pronto o más tarde —murmuró Enfield. Tenía la extraña sensación de que el perro sabía que él llevaba veneno en el bolsillo—. Y si vienen, NOSOTROS LES DEJAREMOS...
—¡No! —ella sacudió la cabeza—. He pensado algo mejor.
El perro saltó de la silla y se situó al lado de su cama.
Los tres pegaron un brinco cuando oyeron una fuerte llamada a la puerta.
—Son ellos —susurró Enfield. Luego—: ¿Qué es esto?
Myrna había cogido un objeto peludo de una silla.
—Tu disfraz.
—Estás bromeando...
La llamada a la puerta se había convertido en empujones. Otro minuto, y derribarían el obstáculo.
Myrna trasladó la mirada desde su marido al perro, y éste gruñó.
—No, no bromeo, Norty. Se trata de elegir entre él o tú.
—¡Pero yo soy tu esposo!
Enfield vio, alarmado, que había un batín suyo encima del diván, junto con un pañuelo y una toalla para envolver la cabeza.
—Cariño, tú no puedes...
El perro se dispuso a saltar.
—Lo siento, «Dirk» no me deja otra elección.
La puerta estaba cediendo. Myrna cogió el disfraz de perro, con decisión inexorable.
—Será mejor que te lo pongas sin rechistar.

Kit Reed

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