sábado, 21 de mayo de 2011

Vida moderna

Mi querido amigo:
Por fin me encuentro solo con mi sirviente y la cocinera, una señora cuadrada de este pueblo, muy entendida en política y en pasteles criollos.
Ocupo una casa vacía que tiene ocho habi­taciones, un gran patio enladrillado y un fondo con árboles y con barro. Tengo dos caballos de montar y uno de tiro. Mi dotación de amigos es reducida; total: dos viejos maldicientes. He traído libros y pa­so mi vida leyendo, paseando, comiendo y dur­miendo. Esto por sí sólo constituye una buena parte de la felicidad; el complemento - ¡quién lo creyera! ­se encuentra también a mi alcance, aquí, en este pueblo solitario y en esta casa medio arruinada y desierta.
soy completamente feliz! Básteme decirte que nadie me invita a nada, que no hay banquetes ni óperas ni bailes y, lo que parece mitológico en mate­ria de suerte, no tengo ni un bronce ni un mármol ni un cuadro antiguo ni moderno; no tengo vajilla ni cubiertos especiales para pescado, para espárragos, para ostras, para ensalada y para postres; ni centros de mesa que me impida ver a los de enfrente; ni vasos de diferentes colores; ni sala ni antesala ni es­critorio ni alcoba ni cuarto de espera; todo es todo. Duermo y como en cualquier parte. El caballo de montar entra a saciar su sed al cuarto de baño, en la tina, antes que yo me bañe, con recomendación es­pecial de no beber de a poquitos, ni dejar gotear en la bañadera el sobrante del agua que le queda en el hocico.
Recuerdo que cuando era niño conocí un señor viejo, hombre importante, acomodado, instruido y muy culto. Pues el viejo no tenía en su cuarto de recibo sino seis sillas, una mesa grande con pies torneados, gruesos y groseros, cubierta con una colcha usada, sobre la que estaba el tintero de plomo con tres agujeros en que permanecían a pique tres plumas de pato o ganso. Había además papeles, libros, tabaqueras, anteojos y naipes. De noche se reunían allí los hombres más notables del pueblo: el cura, el corregidor, el juez de letras, el tendero y otros ilustres habitantes. Allí se hablaba de la política, de la patria, de la moral y de filosofía, tópicos que ya no se usan. Concluida la tertulia el viejo se retiraba a su dormitorio en el que no había sino una cama pobre, una mesita ética, una silla de baqueta, un candelero de bronce con vela de sebo, una percha inclinada como la torre de Pisa, que se ladeaba más cuando colgaban en ella la capa de su dueño y, por todo adorno en las paredes, una imagen de San Roque, abogado de los perros.
A pesar de esta ausencia de mobiliario que es­candalizaría hoy al más pobre estudiante, el viejo era muy considerado, muy respetado y vivía muy feliz; nada le faltaba.
¡Dime ahora lo que sería de cualquiera de nues­tros contemporáneos en tal desnudez! Cuando me doy cuenta de lo estúpido que somos, me da gana de matarme.
Por eso me gusta el poeta Guido Spano.
La semana pasada lo encuentro en la calle y le digo:
-¿Cómo le va? tanto tiempo que no lo veo; ¡us­ted habrá hecho también negocios!
-No -me contestó-, soy el hombre más feliz de la tierra; me sobra casa, me sobra cama, me sobra ropa, me sobra comida y me sobra tiempo; ¡no tengo reloj y no se me importa un comino de las horas!
Con tamaña filosofía ¡cómo no había de estar ese hombre contento!
En una ocasión me acuerdo haberlo visto en cama enfermo de reumatismo y tocando la flauta con un pequeño atril y un papel de música por de­lante. Nunca he sentido mayor envidia por el ca­rácter de hombre alguno.
A mí también, aquí en Río IV, me sobra todo, pero no tengo flauta, ni atril, ni sé música.
¿Sabes por qué me he venido? Por huir de mi casa donde no podía dar un paso sin romperme la crisma contra algún objeto de arte. La sala parecía un bazar, la antesala ídem, el escritorio, ¡no se diga!, el dormitorio o los veinte dormitorios, la despensa, los pasadizos y hasta la cocina estaban repletos de cuanto Dios crió. No había número de sirvientes que diera abasto. La luz no entraba en las piezas por causa de las cortinas; yo no podía sentarme en un sillón sin hundirme hasta el pescuezo en los elásti­cos; el aire no circulaba por culpa de los biombos, de las estatuas, de los jarrones y de la grandísima madre que los dio a luz. No podía comer; la comida duraba dos horas porque el sirviente no dejaba usar los cubiertos que tenía a la mano, sino los especiales para cada plato. Aquí como aceitunas con cuchara, porque me da la gana, y nadie me dice nada ni me creo deshonrado.
Mira, ¡no sabes la delicia que es vivir sin bron­ces! No te puedes imaginar cómo los aborrezco. Me han amargado la vida y me han hecho tomarle odio. Cuando era pobre, admiraba a Gladstone; me exta­siaba ante la Venus de Milo; me entusiasmaba por Apolo y me pasaba las horas mirando el cuadro de la Virgen de la Silla.
Ahora no puedo pensar en tales personajes sin encolerizarme. ¡Cómo no! Casi me saqué un ojo una noche que entré a oscuras a mi escritorio, contra el busto de Gladstone. Otro día la Venus de Milo me hizo un moretón que todavía me duele; me alegré de que tuviera el brazo roto. Después, por impedir que se cayera la Mascota, me disloqué un dedo en la silla de Napoleón en Santa Elena, un bronce pesadí­simo, y casi me caí enredado en un tapiz del Japón.
Luego, todos los días tenía disgustos con los sirvientes.
Cada día había alguna escena entre ellos y los adornos de la casa.
-Señora - decía la mucama -, Francisco le ha roto un dedo a Fidias.
-¿Cómo ha hecho usted eso Francisco?
-Señora; si ese Fidias es muy malo de sacudir.
Otra vez dejaba Fidias de ser maltratado y apa­recía el busto de Praxíteles sin nariz. Francisco se la había echado abajo de un plumerazo; o bien le to­caba el turno a Mercurio, que se quedaba cojo de algún porrazo. Ya sabes que Mercurio tiene un pie en el aire.
Bismarck, el rey Guillermo y Moltke, en barro pintado, se han escapado hasta ahora casi ilesos, gracias a que su pequeña estatura les permite escon­derse tras del reloj de la sala. Pero un gran elefante de porcelana cargado de una torre, pierde cada ocho días la trompa que le vuelven a pegar con goma.
Otro día, se le ocurre al mismo Francisco lim­piar con kerosene el cuadro del Descendimiento.
En fin, he pasado estos últimos años en cuidar jarrones, cortinas, cuadros, relojes, candelabros, arañas, bronces y mármoles, y en echar gallegos la calle con plumero y todo para que vayan a romperle las narices a su abuela.
No te puedes imaginar los tormentos que he su­frido con mis objetos de arte; bástame decirte que muchas veces al volver a mi casa he deseado, en el fondo de mi alma, encontrarla quemada y hallar fundidos en un solo lingote a Cavour, a la casta Su­sana, al Papa Pío nono, a madama Recamier y otros bronces notables de mi terrible colección.
¿Y las flores, las macetas, los ramos, los árboles enteros que mandan a casa y que la señora coloca en mi estudio como si tal cosa? El patio es un bosque; creo que hay en él toda la flora y fauna argentinas: leones, tigres y millones de sabandijas. Los cactus no me dejan ir a mi cuarto, me enredo en los hele­chos y unos malditos arbustos que hay con puntas y que están ahora de moda, tienen obstruida la puerta del comedor al cual no se puede entrar sin careta, a menos de exponerse a perder un ojo. Ya estuve a punto de quedarme tuerto, a causa de un alisum espinosum.
Mire Juan -le dije al portero-: al primero que venga aquí con árboles, con bronces o con vasijas de loza, péguele un balazo. Ya no hay donde poner nada. Para pasar de una pieza a otra es necesario volar. Uno de mis amigos, muy aficionado a los adornos, ha tenido que alquilar una barraca para depositar sus estatuas y sus cuadros. Yo tengo una estatua de la caridad que es el terror de cuantos me visitan; no sé qué arte tiene para hacer que tropiecen con ella. En casa de otro amigo se perdió hace poco una criatura que había ido con su mamá. Cuando ésta quiso retirarse se buscó al niño en todas partes sin hallarlo; al fin se oyó un llanto lastimero que pa­recía venir del techo y voces que decían: ¡aquí estoy! ¡aquí estoy! El pobre niño se había metido en un rincón del que no podía salir porque le cerraban el paso un chifonier, dos biombos, una ánfora de no sé donde, los doce Pares de Francia, ocho caballeros cruzados, un camello y Demóstenes de tamaño na­tural, en zinc bronceado.
¡Vaya usted a limpiar una casa así! Lo primero que se me ocurre al entrar a un salón moderno es pensar en un buen remate o en un terremoto que simplifique la vida.
Tengo intención de pasar aquí una temporada, y estaría del todo contento si no fuera la espantosa expectativa de volver a mi bazar. Algunas noches sueño con mis estatuas y creo que, sabiendo ellas el odio que les tengo, me pagan en la misma moneda y me atacan en mi cama. Hasta he pensado alguna vez en fingirme loco y arrojar a la calle por la ventana los bustos de los hombres más célebres, los cua­dros, las macetas, las arañas y los espejos. En fin, tengo un consuelo: no ocurre casamiento, cumplea­ños o bautismo en casa de amigos, que no me pro­porcione el placer de soltarle al beneficiado algún león de alabastro, un oso de bronce o los gladiado­res de hierro antiguo. ¡A incomodar a otra parte y allá se las avenga el novio, el bautizado o el que festeja un aniversario!
Excuso decirte que cuando un sirviente torpe echa abajo un armario lleno de loza y cristales, no quepo en mi de contento.
Escríbeme pronto y no te olvides de comuni­carme en el acto, si por acaso quiebra la casa de La­coste o la de algún otro bandolero de su estirpe.
Te recomiendo, además, que si puedes hacerme robar durante mi ausencia algunos pedestales con sus correspondientes bustos, varios cuadros y todos los muebles de mi escritorio, no dejes de hacerlo.
Sobre todo, por favor, hazme sustraer las pal­meras que obstruyen los pasadizos y el alisum espi­nosum que está en la puerta del comedor y al cual profeso la más corrosiva ojeriza.
En el último caso puedes recurrir al incendio. ¡Te autorizo! Tu amigo,
BALDOMERO TAPIOCA

P. D. Si el día 1º de Año me mandan tarjetas de felicitación, cartas o telegramas, toma todo ello del escritorio, haz un paquete y mándalo a Francia, diri­gido al presidente Carnot, con una carta insultante, diciéndole que su nación tiene la culpa de que, a más de todas las mortificaciones criollas que so­portamos, tengamos todavía que aguantar la moda francesa de las felicitaciones del año nuevo.

Eduardo Wilde

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