lunes, 31 de octubre de 2011
Las Intermitencias De La Muerte
Los hogares para la
tercera y cuarta edad, esas benefactoras instituciones creadas en atención a la
tranquilidad de las familias que no tienen tiempo ni paciencia para limpiar
los mocos, atender los esfínteres fatigados y levantarse de noche para poner
la bacinilla, tampoco tardarán, tal como ya lo habían hecho los hospitales y
las funerarias, en dar con la cabeza en el muro de las lamentaciones. Haciendo
justicia a quien se debe, tenemos que reconocer que la incertidumbre en que se
encuentran divididos, es decir, continuar o no continuar recibiendo huéspedes,
era una de las más angustiantes que podrían desafiar los esfuerzos equitativos
y el talento planificador de cualquier gestor de recursos humanos.
Principalmente porque el resultado final, y esto es lo que caracteriza los
auténticos dilemas, siempre iba a ser el mismo. Habituados hasta ahora, tal
como sus quejosos colegas de la inyección intravenosa y de la corona de flores
con cinta morada, a la seguridad resultante de la continua e imparable rotación
de vidas y muertes, unas que venían entrando, otras que iban saliendo, los hogares
de la tercera y cuarta edad no querían ni pensar en un futuro de trabajo en que
los objetos de sus cuidados no mudarían nunca de cara y de cuerpo, salvo para
exhibirlos más lamentables cada día que pasase, más decadentes, más tristemente
descompuestos, el rostro encogido, arruga tras arruga, igual que una pasa de
uva, los miembros trémulos y dubitativos, como un barco que inútilmente
anduviese en busca de la brújula que había caído en el mar. Un nuevo huésped
siempre era motivo de regocijo para los hogares del feliz ocaso, tenía un nombre
que iba a ser necesario retener en la memoria, hábitos propios traídos del
mundo exterior, manías que eran sólo suyas, como un cierto funcionario retirado
que todos los días tenía que lavar a fondo el cepillo de dientes porque no
soportaba ver restos de pasta dentífrica, o aquella anciana que dibujaba árboles
genealógicos de su familia y nunca acertaba con los nombres que deberían colgar
de las ramas. Durante algunas semanas, hasta que la rutina nivelase la
atención debida a los internados, él sería el nuevo, el benjamín del grupo, y
lo sería por última vez en su vida, aunque durase tanto como la eternidad,
esta que, como del sol suele decirse, brilla para todos los habitantes de este
país afortunado, nosotros que veremos extinguirse el astro del día y seguiremos
vivos, nadie sabe cómo ni por qué. Ahora, sin embargo, el nuevo huésped,
excepto si ocupa alguna vacante que todavía existiera y que redondea el
presupuesto del hogar, es alguien cuyo destino se conoce de antemano, no lo
veremos salir de aquí para morir en casa o en el hospital, como sucedía en
los viejos tiempos, mientras otros huéspedes cerraban con llave apresuradamente
la puerta de sus habitaciones, para que la muerte no entrara y se los llevara
también a ellos, ya sabemos que todo esto son cosas de un pasado que no
volverá, pero alguien del gobierno tendrá que pensar en nuestra suerte, a
nosotros, empresario, gerente y empleados de los hogares del feliz ocaso, el
destino que se nos presenta es que no haya nadie que nos recoja cuando llegue
la hora en que tengamos que bajar los brazos, mire que ni siquiera somos señores
de lo que de alguna manera también era nuestro, al menos por el trabajo que
nos costó durante años y años, aquí deberá sobreentenderse que los empleados
han tomado la palabra, lo que queremos decir es que no habrá sitio para estos
que somos en los hogares del feliz ocaso, salvo si despedimos a unos cuantos
huéspedes, al gobierno se le había ocurrido la misma idea cuando aquel debate
sobre la plétora de los hospitales, que la familia reasuma sus obligaciones,
dijeron, pero para eso sería necesario que todavía se encontrase en ella a
alguien con suficiente tino en la cabeza y bastante energía en el resto del
cuerpo, dones cuyo plazo de validez, como sabemos por experiencia propia y por
el panorama que el mundo ofrece, tienen la duración de un suspiro si lo
comparamos con esta eternidad recientemente inaugurada, el remedio, salvo
opinión más experta, sería multiplicar los hogares del feliz ocaso, no como
hasta ahora, aprovechando viviendas y palacetes que tuvieron tiempos mejores,
sino construyendo de raíz grandes edificios, con la forma de un pentágono, por
ejemplo, de una torre de babel, de un laberinto de cnosos, primero barrios,
después ciudades, después metrópolis, o, usando palabras más crudas,
cementerios de vivos en donde la fatal e irrenunciable vejez sería cuidada como
Dios quisiera, hasta no se sabe cuándo, pues sus días no tendrán fin, el
problema es peliagudo, y sentimos que es nuestro deber llamar la atención de
quien por derecho corresponda, porque, con el paso del tiempo, no sólo habrá
más personas de edad en los hogares del feliz ocaso, sino que también será necesaria
cada vez más gente para ocuparse de ellos, resultando que el romboide de las
edades dará rápidamente una vuelta de pies a cabeza, una masa gigantesca de
viejos en la parte de arriba, siempre creciendo, engullendo como una serpiente
pitón a las nuevas generaciones, las cuales, a su vez, convertidas en su
mayoría en personal de asistencia y administración de los hogares del feliz
ocaso, después de haber empleado la mayor parte de su vida cuidando
vejestorios de todas las edades, ya sean las normales, ya sean las matusalénicas,
multitudes de padres, abuelos, bisabuelos, trisabuelos, tetrabuelos, pentabuelos,
hexabuelos, y por ahí, ad infinitum, se unirán, una tras otra, como hojas que
se desprenden de los árboles y caen sobre las hojas de los otoños pretéritos, mais oü sont les neiges d'antan, al
hormiguero interminable de los que, poco a poco, consumirán la vida perdiendo
los dientes y el pelo, de las legiones de los de la mala vista y mal oído, de
los herniados, de los bronquíticos, de los que se fracturaron el cuello del
fémur, de los parapléjicos, de los caquécticos, ahora inmortales, que no son
capaces ni de retener la baba que les chorrea por la barbilla, ustedes, señores
que nos gobiernan, quizá no nos quieran creer, pero lo que se nos viene encima
es la peor de las pesadillas que alguna vez un ser humano pudo haber soñado, ni
siquiera en las oscuras cavernas, cuando todo era terror y temblor, se vería
una cosa igual, lo decimos nosotros que tenemos la experiencia del primer hogar
del feliz ocaso, es cierto que entonces todo era muy pequeño, pero para alguna
cosa nos ha de servir la imaginación, si quiere que le hablemos con franqueza,
con el corazón en la mano, antes la muerte, señor primer ministro, antes la
muerte que semejante suerte.
José Saramago
viernes, 28 de octubre de 2011
Comiendo en Vietnam
Para mí uno de los mayores placeres de viajar es la comida. Por unos días dejo mí café con leche matinal, mi cerdo, mi pulpo y mi empanada en casa (ya parezco Pimpinela) y me lanzo a la aventura. Es una delicia compartir otros olores, sabores y costumbres a la hora de sentarse a la mesa. Vayámonos a Vietnam. Empecemos por desayunar con el rico café vietnamita y todo lo demás con que lo acompañan, desde una tortilla francesa a variadas sopas. Almorcemos alguno de sus ricos pescados o mariscos. Y para cenar, hagámonos con unos palillos y probemos unos rollitos vietnamitas ( que te haces tú mismo, mezclando los ingredientes a tu gusto) como hay mucho budista los vegetales están muy bien vistos. Puedes probar a comer en la calle, como ellos, aunque si tienes el culo grande, te resultará difícil encajarlo en sus minúsculas sillas. También podemos pasarnos por alguno de sus mercados a la busca de alguna exótica fruta o simplemente disfrutar contemplado aquello que pasará de refilón por nuestras vidas pero quedará ahí para siempre.
miércoles, 26 de octubre de 2011
Romanos y germanos 2500 años después
El
príncipe Constantino, embajador de Bizancio en
el Caribe, le escribe a la
princesa Eudocia, su hermana menor, quien reside
en la capital bizantina.
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Querida Eudocia: Nuestro Augusto Soberano acaba de notificarme que a partir de hoy representaré a Bizancio en todo el Caribe. Aunque tendré mucho más trabajo, este reconocimiento es un estímulo para seguir conociendo a estos países tan diferentes al nuestro. Pronto iré a Constantinopla para mi ceremonia de ascenso, así que tendré el placer de abrazarte a ti y a nuestro padre. ¡Estoy muy feliz! Acá en América he comprendido que gran parte de sus discordias actuales comenzaron en el año 753 antes de Cristo, cuando se fundó Roma. Los orígenes de esta ciudad fueron modestos, pero poco a poco empezó a conquistar las tierras que tenía cerca... y luego capturó territorios y reinos más lejanos. En el siglo primero después de Cristo, ya Roma era dueña de todos los países con playas en el Mar Mediterráneo. Es decir, dominaba el norte de África, Medio Oriente, Asia Menor y todos los países del sur de Europa, como Grecia, España, Italia, Portugal y Francia. También poseía Inglaterra, partes de Alemania y mucho más. La cultura romana se convirtió en la más potente del mundo occidental; su idioma, el latín, era la lengua universal. Pero Roma empezó a debilitarse poco a poco debido, entre otras razones, a las invasiones de las tribus bárbaras del norte. Estas tribus tenían nombres diferentes como visigodos, lombardos, ostrogodos, vándalos, etcétera, pero el nombre general era “germanos”, hoy conocidos mayormente como “alemanes”. Los germanos conquistaron partes del Imperio Romano, pero ocurrió un fenómeno que pocas veces ha sucedido en la historia: no pudieron asimilar y dominar a los pueblos conquistados. La cultura romana era tan fuerte que ocurrió lo contrario: las tribus conquistadoras adoptaron la cultura y la lengua de los conquistados. Es decir: se “romanizaron”. Y fue así que la cultura latina continuó dominando todos los aspectos de la civilización europea y el latín siguió siendo la lengua universal, utilizada durante la Edad Media en las universidades, las ciencias, las artes, la política y la Iglesia. La visión latina del mundo era la dominante. Las potencias europeas fueron latinas: Francia durante la Edad Media, Italia durante el Renacimiento, España en los siglos XVI y XVII. Y Francia, nuevamente, a partir de la segunda mitad del siglo XVII. Pero el emperador francés, Napoleón Bonaparte, fue derrotado en un pueblito belga llamado Waterloo en el 1815. Ese día terminó el predominio de la cultura latina que había comenzado hacía 2500 años -en el 753 antes de Cristo- y comenzó la supremacía de Inglaterra, que es un país germánico (los “anglos” y los “sajones” fueron tribus germanas que conquistaron Inglaterra). En el 1918, al terminar la Primera Guerra Mundial, la supremacía europea pasó a manos de un nuevo país que no está en Europa, pero que es anglosajón: los Estados Unidos de América. En fin, querida Eudocia, se han invertido los papeles. Las culturas latinas ya no son las dominantes. Desde Waterloo las culturas germánicas han llevado la voz cantante. Es un fenómeno reciente, de sólo dos siglos, que no será permanente. Quizás los países latinos de Europa ya no piensan en liberarse de la hegemonía germánica, pero es evidente que lo mismo no sucede en América. Aunque los países latinos del sur están pasando por un momento de debilidad, una vez se dejen de estupideces y acaben de unirse, formarán una potentísima nación que empezará en México y terminará en Argentina. Se quitarán de encima a los anglosajones que les hacen la vida imposible. Y así comenzará un nuevo ciclo de 2500 años de supremacía latina. No tengo dudas. Te besa tu hermano, Constantino Cartas Bizantinas-Luis López Nieves |
Aquellas furiosas mujeres
Las
mujeres celtas eran muy desinhibidas por el contacto que mantenían con los
hombres desde su infancia. Tenían muy poco de pudorosas, a pesar de lo cual les
gustaba adornarse y cuidar su físico. Se lavaban dos veces o más al día, lo que
no hacían ni las damas romanas, trenzaban
sus largos cabellos rubios o
pelirrojos y llevaban muchos adornos. En ocasiones cosían pequeñas
campanas en los bordes de sus vestidos con el fin de llamar la atención. Para
las fiestas se cubrían con capas muy
vistosas, en las que aparecían rayas o cuadros acompañados de bordados de oro y plata.
Cuando
deseaban sentirse bonitas se pintaban las uñas de las manos y los pies, daban color a sus
mejillas con una hierba llamada «ruan» y oscurecían sus ojos con el jugo de las
bayas. Tan exquisito concepto de la coquetería desaparecía en ellas en el momento que participaban en la guerra o veían
en peligro a su familia.
Esto
es lo que escribió el comentarista romano Ammanianus Marcellinus
sobre las mujeres celtas: Un ejército
entero de extranjeros sería
incapaz de detener a un puñado de galos si éstos
pidiesen ayuda a sus mujeres. Las he visto surgir de sus cabañas convertidas en unas furias: hinchado el blanco cuello, rechinando los dientes y esgrimiendo una estaca
sobre sus cabezas, prontas a golpear
salvajemente, sin olvidarse de las patadas y los mordiscos, en unas
acciones tan fulminantes que se diría que
todo en ellas se ha convertido en una especie de catapulta. Unas lobas
en celo no lucharían tan rabiosamente para
proteger a su camada como ellas...
Esto
obedecía al hecho de que las mujeres empezaban a trabajar desde que se
sostenían sobre sus pies, amaban a los suyos con más pasión que a su
propia persona y conocían el manejo de las armas desde la niñez. Debemos recordar que las tribus celtas eran viajeras, luego sabían que les
aguardaban muchas luchas, sin
olvidarse de la cantidad de animales salvajes que merodeaban por todas partes, en especial lobos,
osos y serpientes.
Los Celtas-Manuel Yáñez Solana
Los Celtas-Manuel Yáñez Solana
sábado, 22 de octubre de 2011
La esfinge sin secreto
Una tarde, estaba yo
sentado en la terraza del Café de la Paix contemplando el esplendor y la miseria de la vida parisiense y
maravillándome, mientras tomaba mi vermú, del extraño panorama de orgullo y de
pobreza que pasaba ante mí, cuando oí que me llamaban por mi nombre. Me volví
y vi que era lord
Murchison. No nos habíamos vuelto a ver desde que
íbamos juntos a la Universidad, hacía casi diez años, así es que estuve
encantado de haber dado de nuevo con él, y nos estrechamos cordialmente la
mano. En Oxford
habíamos sigo grandes amigos. Yo le estimaba
muchísimo, siendo como era bien parecido, muy alegre y honrado. Solíamos decir
de él que hubiera sido el compañero perfecto si no hubiera dicho siempre la verdad,
pero creo que en realidad le admirábamos más por su franqueza. Le encontré muy
cambiado. Parecía preocupado y confuso, y daba la impresión de que le inquietaba
alguna incertidumbre. Yo tuve la sensación de que no podía tratarse del
escepticismo moderno, pues Murchison era el más firme de los conservadores, y
creía en el Pentateuco con tanta seguridad como en la Cámara de los Pares; así
es que saqué la conclusión de que se trataba de una mujer, y le pregunté si se
había casado.
-No entiendo suficientemente
bien a las mujeres -replicó.
-Mi querido Gerald -dije yo-, las mujeres están para ser amadas, no para ser
comprendidas.
-Yo no puedo amar si no
puedo confiar -contestó.
-Creo que hay un misterio
en tu vida, Gerald
-exclamé; cuéntamelo todo.
-Vamos a dar un paseo en
coche -respondió-; hay demasiada gente aquí. No, un coche amarillo no, de cualquier
otro color... Ese verde oscuro nos valdrá.
Y unos minutos después
íbamos al trote de los caballos por el bulevar, camino de la Madeleine.
-¿Adónde te parece que
vayamos? -pregunté yo.
-¡Oh, adonde tú quieras!
-contestó él-; al restaurante del Bois de
Boulogne; cenaremos allí y me dirás cómo te van las cosas.
-Yo quiero que me hables
primero de tu vida -dije-. Cuéntame tu misterio.
Sacó de su bolsillo un
pequeño estuche de piel marroquí con cierre de plata y me lo entregó. Lo abrí.
Dentro había una fotografía de una mujer. Era alta y delgada, y extrañamente
pintoresca, con sus grandes ojos indecisos y sus cabellos sueltos. Parecía una
clairvovante1, y estaba
envuelta en ricas pieles.
1 «Vidente»,
«adivinadora». En francés en el original.
-¿Qué piensas de esa cara?
-dijo-, ¿te parece sincera?
La examiné cuidadosamente.
Me parecía el rostro de alguien que tuviera un secreto, pero yo no hubiera podido
decir si ese secreto era bueno o malo. Su belleza era una belleza moldeada a
base de misterios -de hecho, una belleza psicológica, no plástica- y la débil
sonrisa que jugueteaba en sus labios era demasiado sutil para ser realmente
dulce.
-Y
bien -exclamó impaciente-, ¿qué dices?
-Es la Gioconda envuelta en pieles de cebellina2
-respondí-. Cuéntame todo lo referente a ella. -Ahora no -dijo-; después de la
cena.
Y se puso a hablar de
otras cosas.
Cuando el camarero nos
hubo servido el café y los cigarrillos recordé a Gerald su promesa. Se levantó de su asiento, recorrió dos o tres veces la
habitación, y arrellanándose en un sillón, me contó la siguiente historia:
«Una tarde,
aproximadamente a las cinco -dijo-, estaba yo paseando por Bond Street. Había una tremenda aglomeración de carruajes, y el tráfico estaba casi
detenido. Cerca de la acera estaba parado un pequeño coche amarillo tirado por
un solo caballo que, por alguna razón, atrajo mi atención. Al pasar junto a él
se asomó la cara que te mostré esta tarde. Me fascinó inmediatamente. Toda
aquella noche no hice más que pensar en ella, y estuve paseando arriba y abajo
esa maldita calle todo el día siguiente, escudriñando todos los carruajes, y
esperando que fuera el amarillo de un caballo; pero no pude encontrar ma belle inconnue y, finalmente, empecé a
pensar que no era más que un sueño.
Aproximadamente una semana
después, fui invitado a cenar a casa de madame de Rastail. La cena iba a ser a las ocho, pero a las ocho y media
estábamos todavía esperando en el salón. Por fin, el criado abrió la puerta y
anunció a lady Alroy. Era la mujer a quien había estado yo buscando. Entró muy
lentamente, pareciendo un rayo de luna vestida de encaje gris, y para mi
inmenso gozo se me pidió que la acompañara al comedor. Después de habernos
sentado, observé con la mayor inocencia:
-Creo que la he visto en Bond Street hace algún tiempo, lady Alroy.
Se puso muy pálida y me
dijo en voz baja:
-Por favor, no hable tan
alto, pueden oírle.
Me sentí desdichado por
haber hecho tan malos comienzos, y me sumergí temerariamente en el tema del
teatro francés. Ella hablaba muy poco, siempre con la misma voz baja musical, y
parecía como si temiera que alguien estuviera escuchando. Me sentí apasionada y
estúpidamente enamorado, y la indefinible atmósfera de misterio que la rodeaba
excitaba mi más ardiente curiosidad. Cuando iba a marcharse, lo que hizo muy
pronto después de acabada la cena, le pregunté si podría ir a visitarla. Ella
vaciló un instante, lanzó una mirada alrededor para ver si había alguien cerca
de nosotros y luego dijo:
-Sí, mañana, a las cinco
menos cuarto.
Pedí a madame de Rastail que me hablara de ella; pero todo
lo que pude saber fue que era una viuda y que tenía una hermosa casa en Park Lane; y como algún pelmazo científico empezó una disertación sobre las
viudas, poniéndolas como ejemplo de la supervivencia de los más aptos en la
vida matrimonial, abandoné la reunión y me fui a casa.
Al día siguiente, llegué a
Park Lane puntualmente a la hora, pero el mayordomo me dijo que lady Alroy acababa de salir. Me fui al club, sintiéndome muy desgraciado y
muy desconcertado, y después de mucho considerarlo le escribí una carta,
preguntándole si podía tener la esperanza de que se me permitiera probar
suerte alguna otra tarde. No obtuve respuesta en algunos días, pero finalmente
recibí una pequeña nota diciéndome que estaría en casa el domingo a las cuatro,
y con esta extraordinaria posdata: «Por favor, no vuelva a escribirme aquí; se
lo explicaré cuando le vea.» Aquel domingo me recibió, y estuvo sumamente
encantadora; pero cuando me iba, me pidió que si en alguna ocasión volvía a
escribirle, dirigiera mi carta a mistress Knox, a la atención
de la biblioteca Whittaker, de Green Street.
-Hay razones -dijo- por
las que no puedo recibir cartas en mi propia casa.
Durante toda la temporada
la vi con frecuencia, y la atmósfera de misterio nunca la abandonaba. Yo a
veces pensaba que estaba bajo el poder de algún hombre, pero parecía tan
inaccesible que no podía creerlo. Era realmente muy difícil para mí llegar a
ninguna conclusión, pues ella era semejante a uno de esos extraños cristales
que se ven en algunos museos, que en un momento son transparentes y en el
siguiente son opacos. Finalmente, me decidí a pedirle que fuera mi esposa;
estaba harto y cansado del incesante sigilo que imponía a todas mis visitas y
a las pocas cartas que le enviaba. Le escribí con ese fin a la biblioteca para
preguntarle si podría recibirme el lunes siguiente a las seis. Respondió que
sí, y yo me sentí transportado al séptimo cielo. Estaba loco por ella, a pesar
de su misterio, pensaba yo entonces -a consecuencia de él, me doy cuenta
ahora-. No; era a la mujer en sí a quien amaba. El misterio me turbaba, me
enloquecía.»
-¿Por qué me puso el azar
en la pista de ese misterio?
-¿Lo descubriste,
entonces? -exclamé.
-Eso me temo -respondió-,
puedes juzgar por ti mismo:
«Cuando llegó el lunes fui
a almorzar con mi tío, y hacia las cuatro me encontraba en Mary Lebone Road.
Mi tío, como sabes, vive en Regent's Park. Yo quería ir a Piccadilly, y acorté atravesando
muchas viejas callejuelas. De pronto, vi frente a mí a lady Àlroy, con el rostro completamente cubierto por un velo y andando muy
de prisa. Al llegar a la última casa de la calle, subió los escalones, sacó un
llavín y entró.
«Aquí está el misterio»,
me dije.
Y avancé apresuradamente y
examiné la casa. Parecía una especie de casa de viviendas de alquiler. En el umbral
de la puerta estaba su pañuelo, que se le había caído; lo recogí y me lo metí
en el bolsillo. Luego empecé a considerar qué debía hacer. Llegué a la
conclusión de que no tenía ningún derecho a espiarla, y me dirigí en coche a mi
club. A las seis fui a visitarla. Estaba reclinada en un sofá, con un vestido
de tarde de tisú de plata sujeto con unas extrañas adularias que siempre
llevaba. Estaba muy bella.
-Me alegro mucho de verle
-dijo-; no he salido en todo el día.
La miré lleno de asombro,
y sacando el pañuelo de mi bolsillo se lo entregué.
-Se le cayó a usted esto
en Cumnor Street
esta tarde, lady Alroy -dije con toda
calma.
Me miró aterrorizada, pero
no hizo ninguna intención de coger el pañuelo.
-¿Qué estaba haciendo
allí? -pregunté.
-¿Qué derecho tiene usted
a hacerme preguntas? -respondió ella.
-El derecho de un hombre
que la ama -repliqué-, he venido aquí a pedirle que sea mi esposa.
Ella ocultó el rostro
entre las manos y estalló en un mar de lágrimas.
-Debe decírmelo -continué.
Se levantó, y mirándome
directamente a la cara, replicó:
-Lord Murchison, no hay nada que decirle.
-Usted fue a reunirse con
alguien -exclamé-; ese es su misterio.
Ella se puso terriblemente
pálida, y dijo:
-No fui a reunirme con
nadie.
-¿No puede decir la
verdad? -exclamé.
-Ya la he dicho
-respondió.
Yo estaba loco, furioso;
no sé lo que dije, pero le dije cosas terribles. Por último, salí
precipitadamente de la casa.
Me escribió una carta al
día siguiente; se la devolví sin abrir, y emprendí un viaje a Noruega con Alan Colville. Volví al cabo de un mes, y lo primero que vi en el Morning Post fue la noticia de la
muerte de lady Àlroy. Había cogido un enfriamiento en la ópera, y había muerto a los
cinco días de congestión pulmonar. Yo me encerré y no quise ver a nadie. ¡Tanto
la había querido!, ¡tan locamente la había amado! ¡Dios mío, cómo había amado
yo a aquella mujer!»
-¡,Fuiste a la casa de
aquella calle? -pregunté.
-Sí -respondió.
«Un día fui a Cumnor Street. No pude evitarlo; la duda me torturaba. Llamé a la puerta y me abrió
una mujer de aspecto respetable. Le pregunté si tenía habitaciones para
alquilar.
-Bueno, señor -replicó-,
se supone que los salones están alquilados; pero hace tres meses que no veo a
la señora y como debe la renta, puede usted quedarse con ellos.
-¿Es esta la señora?
-dije, enseñándola la fotografía.
-Es ella, con toda
seguridad -exclamó-; ¿y cuándo va a volver, señor?
-La señora ha muerto
-repliqué.
-¡Oh, señor, espero que no
sea así! -dijo la mujer-; era mi mejor inquilina. Pagaba tres guineas a la semana
sólo por sentarse en mis salones de vez en cuando.
-¿Se reunía con alguien?
-pregunté.
Pero la mujer me aseguró
que no, que siempre iba sola y no veía a nadie.
-¿Qué demonios hacía aquí?
-exclamé.
-Simplemente se estaba
sentada en el salón, señor, leyendo libros, y a veces tomaba el té -contestó
la mujer.
Yo no sabía qué decir, así
que le di una libra y me marché.»
-Ahora bien, ¡,qué crees
tú que significaba todo eso? ¿No irás a creer que la mujer decía la verdad?
-Pues sí lo creo.
-Entonces, ¿por qué iba
allí lady Alroy?
-Mi querido Gerard -respondí-, lady Alroy
era simplemente una mujer con la manía del misterio. Alquiló aquellas
habitaciones por el placer de ir allí con el velo echado, e imaginarse que era
un personaje de novela. Tenía pasión por el ocultamiento, pero era meramente
una esfinge sin secreto.
-¿Realmente lo crees así?
-Estoy seguro de ello
-repliqué.
Sacó el estuche de piel
marroquí, lo abrió y miró la fotografía.
-Sigo cuestionándomelo
-dijo al fin.
Oscar Wilde
jueves, 20 de octubre de 2011
Musa Gümüş
Musa Gümüş es un caricaturista turco. Nació en Gaziantep en 1963. Se graduó en administración y dirección de empresas , trabajó como caricaturista para diverasas revistas, hizo de guionista para un programa de radio y ahora trabaja de profesor en una escuela de arte en Estambul.
Vía: http://musagumus.blogspot.com/
martes, 18 de octubre de 2011
Acuérdate
Acuérdate de Urbano Gómez, hijo de don Urbano, nieto de Dimas, aquél que dirigía las pastorelas y que murió recitando el "rezonga ángel maldito" cuando la época de la gripe. De ésto hace ya años, quizá quince. Pero te debes acordar de él. Acuérdate que le decíamos "el Abuelo" por aquello de que su otro hijo, Fidencio Gómez, tenía dos hijas muy juguetonas: una prieta y chaparrita, que por mal nombre le decían "la Arremangada", y la otra que era rete alta y que tenía los ojos zarcos y que hasta se decía que ni era suya y que por más señas estaba enferma del hipo. Acuérdate del relajo que armaba cuando estábamos en misa y que a la mera hora de la Elevación soltaba un ataque de hipo, que parecía como si estuviera riendo y llorando a la vez, hasta que la sacaban fuera y le daban tantita agua con azúcar y entonces se calmaba. Esa acabó casándose con Lucio Chico, dueño de la mezcalera que antes fue de Librado, río arriba, por donde está el molino de linaza de los Teódulos.
Acuérdate que a su madre le decían "la Berenjena" porque siempre andaba metida en líos y de cada lío salía con un muchacho. Se dice que tuvo su dinerito, pero se lo acabó en los entierros, pues todos los hijos se le morían recién nacidos y siempre les mandaba cantar alabanzas, llevándolos al panteón entre música y coros de monaguillos que cantaban "hosannas" y "glorias" y la canción esa de "ahí te mando Señor otro angelito". De eso se quedó pobre, porque le resultaba caro cada funeral, por eso de las canelas que les daba a los invitados del velorio. Sólo le vivieron dos, el Urbano y la Natalia, que ya nacieron pobres y a los que ella no vio crecer, porque se murió en el último parto que tuvo, ya de grande,pegada a los cincuenta años.
La debes haber conocido, pues era muy discutidora y cada rato andaba en pleito con las vendedoras en la plaza del mercado porque le querían dar muy caros los jitomates, pegaba gritos y decía que la estaban robando. Después, ya pobre, se le veía rondando entre la basura, juntando rabos de cebolla, ejotes ya sancochados y alguno que otro cañuto de caña "para que se les endulzara la boca a sus hijos". Tenía dos, como ya te digo, que fueron los únicos que se le lograron. Después no se supo ya de ella. Ese Urbano Gómez era más o menos de nuestra edad, apenas unos meses más grande, muy bueno para jugar a la rayuela y para las trácalas. Acuérdate que nos vendía clavellinas y nosotros se las comprábamos, cuando lo más fácil era ir a cortarlas al cerro. Nos vendía mangos verdes que se robaba del mango que estaba en el patio de la escuela y naranjas con chile que compraba en la portería a dos centavos y que luego nos las revendía a cinco. Rifaba cuanta porquería y media traía en el bolso: canicas ágata, trompos y zumbadores y hasta mayates verdes, de esos a los que se les amarra un hilo en una patapara que no vuelen muy lejos.
Nos traficaba a todos, acuérdate.
Era cuñado de Nachito Rivero, aquel que se volvió tonto a los pocos días de casado y que Inés, su mujer, para mantenerse tuvo que poner un puesto de tepeche en la garita del camino real, mientras Nachito se vivía tocando canciones todas refinadas en una mandolina que le prestaban en la peluquería de don Refugio.
José Mª González-Serna Sánchez
Departamento de Lengua y Literatura Española
IES Carmen Laffón (San José de La Rinconada, Sevilla)
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Y nosotros íbamos con Urbano a ver a su hermana, a bebernos el tepeche que siempre le quedábamos a deber y que nunca le pagábamos, porque nunca teníamos dinero.
Después hasta se quedó sin amigos, porque todos al verlo, le sacábamos la vuelta para que no fuera a cobrarnos.
Quizá entonces se vio malo, o quizá ya era de nacimiento. Lo expulsaron de la escuela antes del quinto año, porque lo encontraron con su prima "la Arremangada" jugando a marido y mujer detras de los lavaderos, metidos en un aljibe seco. Lo sacaron de las orejas por la puerta grande entre el risón de todos, pasándolo por una fila de muchachos y muchachas para avergonzarlo. Y él pasó por allí, con la cara levantada, amenazándolos a todos con la mano y como diciendo: "Ya me las pagarán caro".
Y después a ella, que salió haciendo pucheros y con la mirada raspando los ladrillos, hasta que ya en la puerta soltó el llanto; un chillido que se estuvo oyendo toda la tarde como si fuera un aullido de coyote.
Sólo que te falle mucho la memoria, no te has de acordar de eso.
Dicen que su tío Fidencio, el del molino, le arrimó una paliza que por poco lo deja parálisis, y que él, de coraje, se fue del pueblo.
Lo cirto es que no lo volvimos a ver sino cuando apareció de vuelta aquí convertido en policía. Siempre estaba en la plaza de armas, sentado en la banca con la carabina entre las piernas y mirando con mucho odio a todos. No hablaba con nadie. No saludaba a nadie. Y si uno lo miraba, él se hacía el desentendido como si no conociera a la gente. Fue entonces cuando mató a su cuñado, el de la mandolina. Al Nachito se le ocurrió ir a darle una serenata, ya de noche, poquito después de las ocho y cuando las campanas todavía estaban tocando el toque de Animas. Entonces se oyeron los gritos y la gente que estaba en la Iglesia rezando el rosario salió a la carrera y allí los vieron: al Nachito defendiéndose patas arriba con la mandolina y al Urbano mandándole un culatazo tras otro con el máuser, sin oir lo que le gritaba la gente, rabioso, como perro del mal. Hasta que un fulano que no era ni de por aquí se desprendió de la muchedumbre y fue y le quitó la carabina y le dio con ella en la espalda, doblándolo sobre la banca del jardín donde se estuvo tendido.
Allí lo dejaron pasar la noche. Cuando amaneció se fue. Dicen que antes estuvo en el curato y que hasta le pidió la bendición al padre cura, pero que él no se la dio.
Lo detuvieron en el camino. Iba cojeando, y mientras se sentó a descansar llegaron a él. No se opuso. Dicen que él mismo se amarró la soga en el pescuezo y que hasta escogió el árbol que más le gustaba para que lo ahorcaran.
Tú te debes acordar de él, pues fuimos compañeros de escuela y lo conociste como yo.Acuérdate que a su madre le decían "la Berenjena" porque siempre andaba metida en líos y de cada lío salía con un muchacho. Se dice que tuvo su dinerito, pero se lo acabó en los entierros, pues todos los hijos se le morían recién nacidos y siempre les mandaba cantar alabanzas, llevándolos al panteón entre música y coros de monaguillos que cantaban "hosannas" y "glorias" y la canción esa de "ahí te mando Señor otro angelito". De eso se quedó pobre, porque le resultaba caro cada funeral, por eso de las canelas que les daba a los invitados del velorio. Sólo le vivieron dos, el Urbano y la Natalia, que ya nacieron pobres y a los que ella no vio crecer, porque se murió en el último parto que tuvo, ya de grande,pegada a los cincuenta años.
La debes haber conocido, pues era muy discutidora y cada rato andaba en pleito con las vendedoras en la plaza del mercado porque le querían dar muy caros los jitomates, pegaba gritos y decía que la estaban robando. Después, ya pobre, se le veía rondando entre la basura, juntando rabos de cebolla, ejotes ya sancochados y alguno que otro cañuto de caña "para que se les endulzara la boca a sus hijos". Tenía dos, como ya te digo, que fueron los únicos que se le lograron. Después no se supo ya de ella. Ese Urbano Gómez era más o menos de nuestra edad, apenas unos meses más grande, muy bueno para jugar a la rayuela y para las trácalas. Acuérdate que nos vendía clavellinas y nosotros se las comprábamos, cuando lo más fácil era ir a cortarlas al cerro. Nos vendía mangos verdes que se robaba del mango que estaba en el patio de la escuela y naranjas con chile que compraba en la portería a dos centavos y que luego nos las revendía a cinco. Rifaba cuanta porquería y media traía en el bolso: canicas ágata, trompos y zumbadores y hasta mayates verdes, de esos a los que se les amarra un hilo en una patapara que no vuelen muy lejos.
Nos traficaba a todos, acuérdate.
Era cuñado de Nachito Rivero, aquel que se volvió tonto a los pocos días de casado y que Inés, su mujer, para mantenerse tuvo que poner un puesto de tepeche en la garita del camino real, mientras Nachito se vivía tocando canciones todas refinadas en una mandolina que le prestaban en la peluquería de don Refugio.
José Mª González-Serna Sánchez
Departamento de Lengua y Literatura Española
IES Carmen Laffón (San José de La Rinconada, Sevilla)
19
Y nosotros íbamos con Urbano a ver a su hermana, a bebernos el tepeche que siempre le quedábamos a deber y que nunca le pagábamos, porque nunca teníamos dinero.
Después hasta se quedó sin amigos, porque todos al verlo, le sacábamos la vuelta para que no fuera a cobrarnos.
Quizá entonces se vio malo, o quizá ya era de nacimiento. Lo expulsaron de la escuela antes del quinto año, porque lo encontraron con su prima "la Arremangada" jugando a marido y mujer detras de los lavaderos, metidos en un aljibe seco. Lo sacaron de las orejas por la puerta grande entre el risón de todos, pasándolo por una fila de muchachos y muchachas para avergonzarlo. Y él pasó por allí, con la cara levantada, amenazándolos a todos con la mano y como diciendo: "Ya me las pagarán caro".
Y después a ella, que salió haciendo pucheros y con la mirada raspando los ladrillos, hasta que ya en la puerta soltó el llanto; un chillido que se estuvo oyendo toda la tarde como si fuera un aullido de coyote.
Sólo que te falle mucho la memoria, no te has de acordar de eso.
Dicen que su tío Fidencio, el del molino, le arrimó una paliza que por poco lo deja parálisis, y que él, de coraje, se fue del pueblo.
Lo cirto es que no lo volvimos a ver sino cuando apareció de vuelta aquí convertido en policía. Siempre estaba en la plaza de armas, sentado en la banca con la carabina entre las piernas y mirando con mucho odio a todos. No hablaba con nadie. No saludaba a nadie. Y si uno lo miraba, él se hacía el desentendido como si no conociera a la gente. Fue entonces cuando mató a su cuñado, el de la mandolina. Al Nachito se le ocurrió ir a darle una serenata, ya de noche, poquito después de las ocho y cuando las campanas todavía estaban tocando el toque de Animas. Entonces se oyeron los gritos y la gente que estaba en la Iglesia rezando el rosario salió a la carrera y allí los vieron: al Nachito defendiéndose patas arriba con la mandolina y al Urbano mandándole un culatazo tras otro con el máuser, sin oir lo que le gritaba la gente, rabioso, como perro del mal. Hasta que un fulano que no era ni de por aquí se desprendió de la muchedumbre y fue y le quitó la carabina y le dio con ella en la espalda, doblándolo sobre la banca del jardín donde se estuvo tendido.
Allí lo dejaron pasar la noche. Cuando amaneció se fue. Dicen que antes estuvo en el curato y que hasta le pidió la bendición al padre cura, pero que él no se la dio.
Lo detuvieron en el camino. Iba cojeando, y mientras se sentó a descansar llegaron a él. No se opuso. Dicen que él mismo se amarró la soga en el pescuezo y que hasta escogió el árbol que más le gustaba para que lo ahorcaran.
Juan Rulfo
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