sábado, 22 de octubre de 2011

La esfinge sin secreto


Una tarde, estaba yo sentado en la terraza del Café de la Paix contemplando el esplendor y la miseria de la vida parisiense y maravillándome, mientras tomaba mi vermú, del extraño panorama de orgullo y de pobreza que pa­saba ante mí, cuando oí que me llamaban por mi nombre. Me volví y vi que era lord Murchison. No nos habíamos vuelto a ver desde que íbamos juntos a la Universidad, hacía casi diez años, así es que estuve encantado de haber dado de nuevo con él, y nos estrechamos cordialmente la mano. En Oxford habíamos sigo grandes amigos. Yo le estimaba muchísimo, siendo como era bien parecido, muy alegre y honrado. Solíamos decir de él que hubiera sido el compañero perfecto si no hubiera dicho siempre la ver­dad, pero creo que en realidad le admirábamos más por su franqueza. Le encontré muy cambiado. Parecía preo­cupado y confuso, y daba la impresión de que le inquie­taba alguna incertidumbre. Yo tuve la sensación de que no podía tratarse del escepticismo moderno, pues Mur­chison era el más firme de los conservadores, y creía en el Pentateuco con tanta seguridad como en la Cámara de los Pares; así es que saqué la conclusión de que se trataba de una mujer, y le pregunté si se había casado.
-No entiendo suficientemente bien a las mujeres -replicó.
-Mi querido Gerald -dije yo-, las mujeres están para ser amadas, no para ser comprendidas.
-Yo no puedo amar si no puedo confiar -contestó.
-Creo que hay un misterio en tu vida, Gerald -ex­clamé; cuéntamelo todo.
-Vamos a dar un paseo en coche -respondió-; hay demasiada gente aquí. No, un coche amarillo no, de cual­quier otro color... Ese verde oscuro nos valdrá.
Y unos minutos después íbamos al trote de los caballos por el bulevar, camino de la Madeleine.
-¿Adónde te parece que vayamos? -pregunté yo.
-¡Oh, adonde tú quieras! -contestó él-; al restau­rante del Bois de Boulogne; cenaremos allí y me dirás cómo te van las cosas.
-Yo quiero que me hables primero de tu vida -dije-. Cuéntame tu misterio.
Sacó de su bolsillo un pequeño estuche de piel marro­quí con cierre de plata y me lo entregó. Lo abrí. Dentro había una fotografía de una mujer. Era alta y delgada, y extrañamente pintoresca, con sus grandes ojos indecisos y sus cabellos sueltos. Parecía una clairvovante1, y estaba envuelta en ricas pieles.
1 «Vidente», «adivinadora». En francés en el original.
-¿Qué piensas de esa cara? -dijo-, ¿te parece sin­cera?
La examiné cuidadosamente. Me parecía el rostro de alguien que tuviera un secreto, pero yo no hubiera po­dido decir si ese secreto era bueno o malo. Su belleza era una belleza moldeada a base de misterios -de hecho, una belleza psicológica, no plástica- y la débil sonrisa que jugueteaba en sus labios era demasiado sutil para ser realmente dulce.
-Y bien -exclamó impaciente-, ¿qué dices?
-Es la Gioconda envuelta en pieles de cebellina2 -respondí-. Cuéntame todo lo referente a ella. -Ahora no -dijo-; después de la cena.
Y se puso a hablar de otras cosas.
Cuando el camarero nos hubo servido el café y los ci­garrillos recordé a Gerald su promesa. Se levantó de su asiento, recorrió dos o tres veces la habitación, y arrella­nándose en un sillón, me contó la siguiente historia:
«Una tarde, aproximadamente a las cinco -dijo-, es­taba yo paseando por Bond Street. Había una tremenda aglomeración de carruajes, y el tráfico estaba casi dete­nido. Cerca de la acera estaba parado un pequeño coche amarillo tirado por un solo caballo que, por alguna razón, atrajo mi atención. Al pasar junto a él se asomó la cara que te mostré esta tarde. Me fascinó inmediatamente. Toda aquella noche no hice más que pensar en ella, y estuve paseando arriba y abajo esa maldita calle todo el día siguiente, escudriñando todos los carruajes, y espe­rando que fuera el amarillo de un caballo; pero no pude encontrar ma belle inconnue y, finalmente, empecé a pensar que no era más que un sueño.
Aproximadamente una semana después, fui invitado a cenar a casa de madame de Rastail. La cena iba a ser a las ocho, pero a las ocho y media estábamos todavía es­perando en el salón. Por fin, el criado abrió la puerta y anunció a lady Alroy. Era la mujer a quien había estado yo buscando. Entró muy lentamente, pareciendo un rayo de luna vestida de encaje gris, y para mi inmenso gozo se me pidió que la acompañara al comedor. Después de habernos sentado, observé con la mayor inocencia:
-Creo que la he visto en Bond Street hace algún tiempo, lady Alroy.
Se puso muy pálida y me dijo en voz baja:
-Por favor, no hable tan alto, pueden oírle.
Me sentí desdichado por haber hecho tan malos co­mienzos, y me sumergí temerariamente en el tema del teatro francés. Ella hablaba muy poco, siempre con la misma voz baja musical, y parecía como si temiera que alguien estuviera escuchando. Me sentí apasionada y es­túpidamente enamorado, y la indefinible atmósfera de misterio que la rodeaba excitaba mi más ardiente curio­sidad. Cuando iba a marcharse, lo que hizo muy pronto después de acabada la cena, le pregunté si podría ir a visitarla. Ella vaciló un instante, lanzó una mirada alre­dedor para ver si había alguien cerca de nosotros y luego dijo:
-Sí, mañana, a las cinco menos cuarto.
Pedí a madame de Rastail que me hablara de ella; pero todo lo que pude saber fue que era una viuda y que tenía una hermosa casa en Park Lane; y como algún pelmazo científico empezó una disertación sobre las viudas, po­niéndolas como ejemplo de la supervivencia de los más aptos en la vida matrimonial, abandoné la reunión y me fui a casa.
Al día siguiente, llegué a Park Lane puntualmente a la hora, pero el mayordomo me dijo que lady Alroy acababa de salir. Me fui al club, sintiéndome muy desgraciado y muy desconcertado, y después de mucho considerarlo le escribí una carta, preguntándole si podía tener la espe­ranza de que se me permitiera probar suerte alguna otra tarde. No obtuve respuesta en algunos días, pero final­mente recibí una pequeña nota diciéndome que estaría en casa el domingo a las cuatro, y con esta extraordinaria posdata: «Por favor, no vuelva a escribirme aquí; se lo ex­plicaré cuando le vea.» Aquel domingo me recibió, y es­tuvo sumamente encantadora; pero cuando me iba, me pidió que si en alguna ocasión volvía a escribirle, dirigiera mi carta a mistress Knox, a la atención de la biblioteca Whittaker, de Green Street.
-Hay razones -dijo- por las que no puedo recibir cartas en mi propia casa.
Durante toda la temporada la vi con frecuencia, y la atmósfera de misterio nunca la abandonaba. Yo a veces pensaba que estaba bajo el poder de algún hombre, pero parecía tan inaccesible que no podía creerlo. Era real­mente muy difícil para mí llegar a ninguna conclusión, pues ella era semejante a uno de esos extraños cristales que se ven en algunos museos, que en un momento son transparentes y en el siguiente son opacos. Finalmente, me decidí a pedirle que fuera mi esposa; estaba harto y cansado del incesante sigilo que imponía a todas mis vi­sitas y a las pocas cartas que le enviaba. Le escribí con ese fin a la biblioteca para preguntarle si podría reci­birme el lunes siguiente a las seis. Respondió que sí, y yo me sentí transportado al séptimo cielo. Estaba loco por ella, a pesar de su misterio, pensaba yo entonces -a con­secuencia de él, me doy cuenta ahora-. No; era a la mujer en sí a quien amaba. El misterio me turbaba, me enloquecía.»
-¿Por qué me puso el azar en la pista de ese misterio?
-¿Lo descubriste, entonces? -exclamé.
-Eso me temo -respondió-, puedes juzgar por ti mismo:
«Cuando llegó el lunes fui a almorzar con mi tío, y hacia las cuatro me encontraba en Mary Lebone Road. Mi tío, como sabes, vive en Regent's Park. Yo quería ir a Piccadilly, y acorté atravesando muchas viejas callejue­las. De pronto, vi frente a mí a lady Àlroy, con el rostro completamente cubierto por un velo y andando muy de prisa. Al llegar a la última casa de la calle, subió los es­calones, sacó un llavín y entró.
«Aquí está el misterio», me dije.
Y avancé apresuradamente y examiné la casa. Parecía una especie de casa de viviendas de alquiler. En el um­bral de la puerta estaba su pañuelo, que se le había caído; lo recogí y me lo metí en el bolsillo. Luego empecé a considerar qué debía hacer. Llegué a la conclusión de que no tenía ningún derecho a espiarla, y me dirigí en coche a mi club. A las seis fui a visitarla. Estaba reclinada en un sofá, con un vestido de tarde de tisú de plata sujeto con unas extrañas adularias que siempre llevaba. Estaba muy bella.
-Me alegro mucho de verle -dijo-; no he salido en todo el día.
La miré lleno de asombro, y sacando el pañuelo de mi bolsillo se lo entregué.
-Se le cayó a usted esto en Cumnor Street esta tarde, lady Alroy -dije con toda calma.
Me miró aterrorizada, pero no hizo ninguna intención de coger el pañuelo.
-¿Qué estaba haciendo allí? -pregunté.
-¿Qué derecho tiene usted a hacerme preguntas? -res­pondió ella.
-El derecho de un hombre que la ama -repliqué-, he venido aquí a pedirle que sea mi esposa.
Ella ocultó el rostro entre las manos y estalló en un mar de lágrimas.
-Debe decírmelo -continué.
Se levantó, y mirándome directamente a la cara, re­plicó:
-Lord Murchison, no hay nada que decirle.
-Usted fue a reunirse con alguien -exclamé-; ese es su misterio.
Ella se puso terriblemente pálida, y dijo:
-No fui a reunirme con nadie.
-¿No puede decir la verdad? -exclamé.
-Ya la he dicho -respondió.
Yo estaba loco, furioso; no sé lo que dije, pero le dije cosas terribles. Por último, salí precipitadamente de la casa.
Me escribió una carta al día siguiente; se la devolví sin abrir, y emprendí un viaje a Noruega con Alan Colville. Volví al cabo de un mes, y lo primero que vi en el Mor­ning Post fue la noticia de la muerte de lady Àlroy. Había cogido un enfriamiento en la ópera, y había muerto a los cinco días de congestión pulmonar. Yo me encerré y no quise ver a nadie. ¡Tanto la había querido!, ¡tan loca­mente la había amado! ¡Dios mío, cómo había amado yo a aquella mujer!»
-¡,Fuiste a la casa de aquella calle? -pregunté.
-Sí -respondió.
«Un día fui a Cumnor Street. No pude evitarlo; la duda me torturaba. Llamé a la puerta y me abrió una mujer de aspecto respetable. Le pregunté si tenía habi­taciones para alquilar.
-Bueno, señor -replicó-, se supone que los salones están alquilados; pero hace tres meses que no veo a la señora y como debe la renta, puede usted quedarse con ellos.
-¿Es esta la señora? -dije, enseñándola la fotografía.
-Es ella, con toda seguridad -exclamó-; ¿y cuándo va a volver, señor?
-La señora ha muerto -repliqué.
-¡Oh, señor, espero que no sea así! -dijo la mujer-; era mi mejor inquilina. Pagaba tres guineas a la semana sólo por sentarse en mis salones de vez en cuando.
-¿Se reunía con alguien? -pregunté.
Pero la mujer me aseguró que no, que siempre iba sola y no veía a nadie.
-¿Qué demonios hacía aquí? -exclamé.
-Simplemente se estaba sentada en el salón, señor, le­yendo libros, y a veces tomaba el té -contestó la mujer.
Yo no sabía qué decir, así que le di una libra y me marché.»
-Ahora bien, ¡,qué crees tú que significaba todo eso? ¿No irás a creer que la mujer decía la verdad?
-Pues sí lo creo.
-Entonces, ¿por qué iba allí lady Alroy?
-Mi querido Gerard -respondí-, lady Alroy era simplemente una mujer con la manía del misterio. Al­quiló aquellas habitaciones por el placer de ir allí con el velo echado, e imaginarse que era un personaje de no­vela. Tenía pasión por el ocultamiento, pero era mera­mente una esfinge sin secreto.
-¿Realmente lo crees así?
-Estoy seguro de ello -repliqué.
Sacó el estuche de piel marroquí, lo abrió y miró la fotografía.
-Sigo cuestionándomelo -dijo al fin.

Oscar Wilde

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