Los hogares para la
tercera y cuarta edad, esas benefactoras instituciones creadas en atención a la
tranquilidad de las familias que no tienen tiempo ni paciencia para limpiar
los mocos, atender los esfínteres fatigados y levantarse de noche para poner
la bacinilla, tampoco tardarán, tal como ya lo habían hecho los hospitales y
las funerarias, en dar con la cabeza en el muro de las lamentaciones. Haciendo
justicia a quien se debe, tenemos que reconocer que la incertidumbre en que se
encuentran divididos, es decir, continuar o no continuar recibiendo huéspedes,
era una de las más angustiantes que podrían desafiar los esfuerzos equitativos
y el talento planificador de cualquier gestor de recursos humanos.
Principalmente porque el resultado final, y esto es lo que caracteriza los
auténticos dilemas, siempre iba a ser el mismo. Habituados hasta ahora, tal
como sus quejosos colegas de la inyección intravenosa y de la corona de flores
con cinta morada, a la seguridad resultante de la continua e imparable rotación
de vidas y muertes, unas que venían entrando, otras que iban saliendo, los hogares
de la tercera y cuarta edad no querían ni pensar en un futuro de trabajo en que
los objetos de sus cuidados no mudarían nunca de cara y de cuerpo, salvo para
exhibirlos más lamentables cada día que pasase, más decadentes, más tristemente
descompuestos, el rostro encogido, arruga tras arruga, igual que una pasa de
uva, los miembros trémulos y dubitativos, como un barco que inútilmente
anduviese en busca de la brújula que había caído en el mar. Un nuevo huésped
siempre era motivo de regocijo para los hogares del feliz ocaso, tenía un nombre
que iba a ser necesario retener en la memoria, hábitos propios traídos del
mundo exterior, manías que eran sólo suyas, como un cierto funcionario retirado
que todos los días tenía que lavar a fondo el cepillo de dientes porque no
soportaba ver restos de pasta dentífrica, o aquella anciana que dibujaba árboles
genealógicos de su familia y nunca acertaba con los nombres que deberían colgar
de las ramas. Durante algunas semanas, hasta que la rutina nivelase la
atención debida a los internados, él sería el nuevo, el benjamín del grupo, y
lo sería por última vez en su vida, aunque durase tanto como la eternidad,
esta que, como del sol suele decirse, brilla para todos los habitantes de este
país afortunado, nosotros que veremos extinguirse el astro del día y seguiremos
vivos, nadie sabe cómo ni por qué. Ahora, sin embargo, el nuevo huésped,
excepto si ocupa alguna vacante que todavía existiera y que redondea el
presupuesto del hogar, es alguien cuyo destino se conoce de antemano, no lo
veremos salir de aquí para morir en casa o en el hospital, como sucedía en
los viejos tiempos, mientras otros huéspedes cerraban con llave apresuradamente
la puerta de sus habitaciones, para que la muerte no entrara y se los llevara
también a ellos, ya sabemos que todo esto son cosas de un pasado que no
volverá, pero alguien del gobierno tendrá que pensar en nuestra suerte, a
nosotros, empresario, gerente y empleados de los hogares del feliz ocaso, el
destino que se nos presenta es que no haya nadie que nos recoja cuando llegue
la hora en que tengamos que bajar los brazos, mire que ni siquiera somos señores
de lo que de alguna manera también era nuestro, al menos por el trabajo que
nos costó durante años y años, aquí deberá sobreentenderse que los empleados
han tomado la palabra, lo que queremos decir es que no habrá sitio para estos
que somos en los hogares del feliz ocaso, salvo si despedimos a unos cuantos
huéspedes, al gobierno se le había ocurrido la misma idea cuando aquel debate
sobre la plétora de los hospitales, que la familia reasuma sus obligaciones,
dijeron, pero para eso sería necesario que todavía se encontrase en ella a
alguien con suficiente tino en la cabeza y bastante energía en el resto del
cuerpo, dones cuyo plazo de validez, como sabemos por experiencia propia y por
el panorama que el mundo ofrece, tienen la duración de un suspiro si lo
comparamos con esta eternidad recientemente inaugurada, el remedio, salvo
opinión más experta, sería multiplicar los hogares del feliz ocaso, no como
hasta ahora, aprovechando viviendas y palacetes que tuvieron tiempos mejores,
sino construyendo de raíz grandes edificios, con la forma de un pentágono, por
ejemplo, de una torre de babel, de un laberinto de cnosos, primero barrios,
después ciudades, después metrópolis, o, usando palabras más crudas,
cementerios de vivos en donde la fatal e irrenunciable vejez sería cuidada como
Dios quisiera, hasta no se sabe cuándo, pues sus días no tendrán fin, el
problema es peliagudo, y sentimos que es nuestro deber llamar la atención de
quien por derecho corresponda, porque, con el paso del tiempo, no sólo habrá
más personas de edad en los hogares del feliz ocaso, sino que también será necesaria
cada vez más gente para ocuparse de ellos, resultando que el romboide de las
edades dará rápidamente una vuelta de pies a cabeza, una masa gigantesca de
viejos en la parte de arriba, siempre creciendo, engullendo como una serpiente
pitón a las nuevas generaciones, las cuales, a su vez, convertidas en su
mayoría en personal de asistencia y administración de los hogares del feliz
ocaso, después de haber empleado la mayor parte de su vida cuidando
vejestorios de todas las edades, ya sean las normales, ya sean las matusalénicas,
multitudes de padres, abuelos, bisabuelos, trisabuelos, tetrabuelos, pentabuelos,
hexabuelos, y por ahí, ad infinitum, se unirán, una tras otra, como hojas que
se desprenden de los árboles y caen sobre las hojas de los otoños pretéritos, mais oü sont les neiges d'antan, al
hormiguero interminable de los que, poco a poco, consumirán la vida perdiendo
los dientes y el pelo, de las legiones de los de la mala vista y mal oído, de
los herniados, de los bronquíticos, de los que se fracturaron el cuello del
fémur, de los parapléjicos, de los caquécticos, ahora inmortales, que no son
capaces ni de retener la baba que les chorrea por la barbilla, ustedes, señores
que nos gobiernan, quizá no nos quieran creer, pero lo que se nos viene encima
es la peor de las pesadillas que alguna vez un ser humano pudo haber soñado, ni
siquiera en las oscuras cavernas, cuando todo era terror y temblor, se vería
una cosa igual, lo decimos nosotros que tenemos la experiencia del primer hogar
del feliz ocaso, es cierto que entonces todo era muy pequeño, pero para alguna
cosa nos ha de servir la imaginación, si quiere que le hablemos con franqueza,
con el corazón en la mano, antes la muerte, señor primer ministro, antes la
muerte que semejante suerte.
José Saramago
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