lunes, 31 de octubre de 2011

Las Intermitencias De La Muerte

Los hogares para la tercera y cuarta edad, esas benefactoras instituciones creadas en atención a la tranquilidad de las familias que no tienen tiem­po ni paciencia para limpiar los mocos, atender los esfínteres fatigados y levantarse de noche para po­ner la bacinilla, tampoco tardarán, tal como ya lo habían hecho los hospitales y las funerarias, en dar con la cabeza en el muro de las lamentaciones. Ha­ciendo justicia a quien se debe, tenemos que reco­nocer que la incertidumbre en que se encuentran divididos, es decir, continuar o no continuar reci­biendo huéspedes, era una de las más angustiantes que podrían desafiar los esfuerzos equitativos y el talento planificador de cualquier gestor de recursos humanos. Principalmente porque el resultado fi­nal, y esto es lo que caracteriza los auténticos dile­mas, siempre iba a ser el mismo. Habituados hasta ahora, tal como sus quejosos colegas de la inyec­ción intravenosa y de la corona de flores con cinta morada, a la seguridad resultante de la continua e imparable rotación de vidas y muertes, unas que venían entrando, otras que iban saliendo, los hoga­res de la tercera y cuarta edad no querían ni pensar en un futuro de trabajo en que los objetos de sus cuidados no mudarían nunca de cara y de cuerpo, salvo para exhibirlos más lamentables cada día que pasase, más decadentes, más tristemente descom­puestos, el rostro encogido, arruga tras arruga, igual que una pasa de uva, los miembros trémulos y du­bitativos, como un barco que inútilmente anduvie­se en busca de la brújula que había caído en el mar. Un nuevo huésped siempre era motivo de regocijo para los hogares del feliz ocaso, tenía un nombre que iba a ser necesario retener en la memoria, hábi­tos propios traídos del mundo exterior, manías que eran sólo suyas, como un cierto funcionario retira­do que todos los días tenía que lavar a fondo el ce­pillo de dientes porque no soportaba ver restos de pasta dentífrica, o aquella anciana que dibujaba ár­boles genealógicos de su familia y nunca acertaba con los nombres que deberían colgar de las ramas. Durante algunas semanas, hasta que la rutina ni­velase la atención debida a los internados, él sería el nuevo, el benjamín del grupo, y lo sería por últi­ma vez en su vida, aunque durase tanto como la eternidad, esta que, como del sol suele decirse, bri­lla para todos los habitantes de este país afortuna­do, nosotros que veremos extinguirse el astro del día y seguiremos vivos, nadie sabe cómo ni por qué. Ahora, sin embargo, el nuevo huésped, excepto si ocupa alguna vacante que todavía existiera y que redondea el presupuesto del hogar, es alguien cuyo destino se conoce de antemano, no lo veremos sa­lir de aquí para morir en casa o en el hospital, co­mo sucedía en los viejos tiempos, mientras otros huéspedes cerraban con llave apresuradamente la puerta de sus habitaciones, para que la muerte no entrara y se los llevara también a ellos, ya sabemos que todo esto son cosas de un pasado que no volverá, pero alguien del gobierno tendrá que pensar en nuestra suerte, a nosotros, empresario, gerente y em­pleados de los hogares del feliz ocaso, el destino que se nos presenta es que no haya nadie que nos recoja cuando llegue la hora en que tengamos que bajar los brazos, mire que ni siquiera somos seño­res de lo que de alguna manera también era nues­tro, al menos por el trabajo que nos costó durante años y años, aquí deberá sobreentenderse que los empleados han tomado la palabra, lo que queremos decir es que no habrá sitio para estos que somos en los hogares del feliz ocaso, salvo si despedimos a unos cuantos huéspedes, al gobierno se le había ocu­rrido la misma idea cuando aquel debate sobre la plétora de los hospitales, que la familia reasuma sus obligaciones, dijeron, pero para eso sería necesario que todavía se encontrase en ella a alguien con su­ficiente tino en la cabeza y bastante energía en el resto del cuerpo, dones cuyo plazo de validez, co­mo sabemos por experiencia propia y por el pano­rama que el mundo ofrece, tienen la duración de un suspiro si lo comparamos con esta eternidad re­cientemente inaugurada, el remedio, salvo opinión más experta, sería multiplicar los hogares del feliz ocaso, no como hasta ahora, aprovechando vivien­das y palacetes que tuvieron tiempos mejores, sino construyendo de raíz grandes edificios, con la for­ma de un pentágono, por ejemplo, de una torre de babel, de un laberinto de cnosos, primero barrios, después ciudades, después metrópolis, o, usando pa­labras más crudas, cementerios de vivos en donde la fatal e irrenunciable vejez sería cuidada como Dios quisiera, hasta no se sabe cuándo, pues sus días no tendrán fin, el problema es peliagudo, y sentimos que es nuestro deber llamar la atención de quien por derecho corresponda, porque, con el paso del tiempo, no sólo habrá más personas de edad en los hogares del feliz ocaso, sino que también será ne­cesaria cada vez más gente para ocuparse de ellos, re­sultando que el romboide de las edades dará rá­pidamente una vuelta de pies a cabeza, una masa gigantesca de viejos en la parte de arriba, siempre creciendo, engullendo como una serpiente pitón a las nuevas generaciones, las cuales, a su vez, con­vertidas en su mayoría en personal de asistencia y administración de los hogares del feliz ocaso, des­pués de haber empleado la mayor parte de su vida cuidando vejestorios de todas las edades, ya sean las normales, ya sean las matusalénicas, multitudes de padres, abuelos, bisabuelos, trisabuelos, tetrabuelos, pentabuelos, hexabuelos, y por ahí, ad infinitum, se unirán, una tras otra, como hojas que se desprenden de los árboles y caen sobre las hojas de los otoños pretéritos, mais oü sont les neiges d'antan, al hormiguero interminable de los que, poco a poco, consumirán la vida perdiendo los dientes y el pelo, de las legiones de los de la mala vista y mal oído, de los herniados, de los bronquíticos, de los que se fracturaron el cuello del fémur, de los parapléjicos, de los caquécticos, ahora inmortales, que no son capaces ni de retener la baba que les chorrea por la barbilla, ustedes, señores que nos gobiernan, quizá no nos quieran creer, pero lo que se nos viene encima es la peor de las pesadillas que alguna vez un ser humano pudo haber soñado, ni siquiera en las oscuras cavernas, cuando todo era terror y tem­blor, se vería una cosa igual, lo decimos nosotros que tenemos la experiencia del primer hogar del feliz ocaso, es cierto que entonces todo era muy pe­queño, pero para alguna cosa nos ha de servir la imaginación, si quiere que le hablemos con fran­queza, con el corazón en la mano, antes la muerte, señor primer ministro, antes la muerte que seme­jante suerte.

José Saramago

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