Creo
que estoy muerto. He llegado a esta conclusión, después de estudiar con
detenimiento lo que me sucede.
Ahora
me encuentro bien. Hasta hace poco me sentía transportado dentro de un
recipiente de un lugar a otro y antes, pasé por un estrecho conducto, que bien
pudiera ser la boca del infierno, por las llamas que lo rodeaban. No es que las
viera claramente, pero supe que estaban allí, lo mismo que sentí caer el sol y
ahora noto los movimientos aquí y allá.
Me parece que floto en agua.
La verdad es que, si estoy muerto, me
encuentro de maravilla. He de reconocer que es un descanso. Liberado del dolor
y de la angustia, estoy mucho mejor que en la cama del hospital, con tubos
metidos por todas partes, soportando los movimientos torpes y la ineptitud de
los equipos sanitarios y las falsas lágrimas de los deudos, quienes aseguraban
entre hipos, a todo el que quería escuchar, que “Está sufriendo mucho... Cuanto
antes muera mejor...” Pero yo no quería morir. Al contrario. A pesar del dolor,
en cuanto notaba la falsa mejoría de las drogas, me empecinaba en seguir con
vida y me hacía mucho daño oírles decir aquello. Claro que reconozco que les
estaba causando problemas... En cuanto dejé de respirar, se apresuraron a
meterme en el frigorífico, para evitar recuperaciones, supongo. Eso lo recuerdo
bien porque aún podía sentir el frío... No duró mucho, la verdad, pronto empecé
a sentir sueño y se me quitaron los dolores y el temblor... Allí tuve tiempo de
soñar toda mi vida.
Me
vi de niño, correteando por las proximidades de la mina, esperando la salida de los hombres. Mi
padre y mi abuelo venían juntos. El viejo me acariciaba a veces el pelo, mi
padre no. Apenas me miraba de reojo, como a una mosca molesta, pero yo creía
que le gustaba verme y por eso iba cada tarde a la bocamina. Mientras aguardaba
a los míos, veía salir a los hombres cansados y sucios. Andaban agresivos e
irritables y aunque alguno bromeaba y hasta reía, la mayoría marchaba hacia el
pueblo con la cabeza gacha y la piqueta al hombro.
Una
tarde, sin que yo llegara a saber el motivo, dos mineros se enzarzaron en una
pelea. Los compañeros quisieron separarlos, pero el asunto debía ser serio,
porque se libraban constantemente de los que querían detenerlos y volvían a
engancharse con fiereza. Uno de ellos echó mano al cinto y tomó la navaja, el
otro, dando un paso atrás, el hacha que había abandonado momentos antes junto
al muro. Hubo un instante de perplejidad por parte de sus camaradas. Fue
suficiente. El cuchillo buscó el estómago, pero se perdió en el vacío. El
hacha, empuñada con ambas manos, encontró la cintura. El cuerpo se partió en
dos con un ruido que, aún hoy, después de muerto, si es que lo estoy, me
estremece, haciendo mover las aguas en las que floto. Aquel sonido espantoso
detuvo el tiempo. El tronco cayó, mientras las piernas se mantuvieron unos
momentos indecisas, sin saber cuál habría de ser su papel ante un hecho tan
insólito. Mientras, los ojos y la boca del agonizante aún se movían, queriendo
implorar ayuda.
Era
una tierra dura. La mina hacía la vida difícil y las gentes eran broncas y
salvajes. Aún así, yo era feliz y estaba deseando cumplir doce años para que me
admitieran como ayudante de picador.
De
repente, sin que en el valle nos enterásemos demasiado porqué, estalló la
guerra y con ella las miserias, los odios, las venganzas... Yo tenía dieciséis
años. Ya era un minero con experiencia. Opinaba y bebía con los hombres vino
caliente con azúcar... Era un chico listo, que leía todos los libros de la
escuela, los de la iglesia y los del ayuntamiento. Hablaba muy bien y, cuando
había que dar un mitin, me elegían por unanimidad.
Un
día llegaron los guardias, detuvieron a mi padre y lo molieron a palos. Luego
vinieron por mí. Mi hermano pequeño corrió por los montes, huyendo. Hizo bien,
se libró del terror de la cárcel y de las torturas, que a mí me dejaron cojo
para toda la vida. Busqué apoyos entre las gentes que yo creía que me
apreciaban. Todos me volvieron la espalda. Al final, casi me hicieron creer que
aquella estúpida guerra la había empezado yo ... Enfermo y acabado, se
olvidaron de mí durante los primeros años. Seguramente aquello me salvó de la
muerte, pero no de la persecución. No pude moverme del pueblo, ni hablar con
nadie, durante meses y meses... Mi novia de siempre decidió casarse conmigo,
por venganza de los que habían asesinado a su padre. Lavó la ropa de todo el
pueblo, hasta que el cura, desbordado por el papeleo que constantemente le
pedían desde la capital, sobre la vida y milagros de los habitantes de la aldea
y, a falta de otra persona capacitada, me ofreció unos cuartos por hacerle de
escribiente. Me apresuré a aceptar. Eso me ayudó mucho. Al ver que el sacerdote
no huía de mí como de Satanás, algunos empezaron a encargarme trabajos y, con el
tiempo, volvieron a admitirme en la mina, a cambio de presentarme, una vez al
mes, en el cuartelillo, donde debía dar explicaciones de todas mis andanzas de
treinta días.
Nacieron
mis seis hijos... Demasiadas bocas que mantener. Empezaba la emigración...
Aburrido, cansado y lleno de rencor, me
fui a Suiza. Tras de mí, los chicos y su madre.
Veinte
años allá, viviendo de la ilusión de volver... Pero volver a una tierra libre,
donde pudiera hablar o pensar sin
miedo... Donde nadie me preguntara a dónde iba y por qué... Regresaría,
sí, pero no al terruño en el que no me había sentido amado. Lo haría a una gran
ciudad, cerca del mar, donde la mayoría de los habitantes fueran extranjeros...
Donde nadie me conociera y volviera a perseguirme.
Y
eso hicimos. Cuando llegó el tiempo de la jubilación escogí un lugar cualquiera
frente al Mediterráneo. Me sentí desplazado, desarraigado, extraño en una
tierra que, perteneciendo a mi país, no era la mía. Pero viví en paz.
Enfermé
y morí. No dije nada sobre qué hacer con mi cadáver. Es duro hablar de eso
cuando aún se respira. Además, me daba igual. Total, después de muerto... Así
que, por lo que he deducido, debieron incinerarme. Normal, es más barato y
además te ahorras el coñazo de llevar flores a la tumba una vez al año.
El
problema debió de venir después, cuando les pusieron en las manos el recipiente
con mis cenizas. ¿Qué hacer con semejante pufo? El más pequeño sugirió
tímidamente, que podían tirarse al inodoro... Los otros, más cosmopolitas, le
miraron con lástima, frunciendo los labios con un cierto desprecio, que yo
sentí sin ver. “Bestia ignorante... Hay que arrojarlas al mar, imbécil, que es
lo progre. Hasta hay un barco que se dedica a hacerlo por un módico precio y,
además, así veríamos la costa desde fuera, cosa que nunca hemos hecho...”
Y
eso debió de ocurrir. Y aquí estoy desde hace rato, esperando remojarme lo
suficiente para integrarme en las aguas y volver al círculo.
Pero
no sé qué sucede. Empiezo a estar inquieto. Sigo flotando y, aunque aprovecho las
bajadas, tratando de que me cubra la próxima ola, el agua siempre se las apaña
para echarme fuera. Si en vez del mar, fuera una mujer, diría que no quiere
abrazarme...
Ya
se ha hecho de noche. Una tenue claridad, que supongo de la luna, hace brillar
las aguas. Sospecho que algo pasa. Es más, estoy seguro. El mar no me quiere y
no sé por qué. ¿Será quizás porque no pertenezco a este lugar?. ¿Pudiera ser
que la materia de la que estoy hecho le sea extraña y no me acepte?. Y si así
fuera, ¿qué sería de mí? ¿Flotaría eternamente sin regresar jamás a la rueda?
Eso me desazona. No tengo muy claro qué ocurrirá más tarde, pero ahora, igual
que el bebé se nota empujado fuera del útero materno, sin conocer el futuro, y
ha de salir sin remedio, así me siento. Sólo que no debo salir, sino entrar,
integrarme, formar parte...
Empieza
a nacer la luz. Sigo aquí. ¡Dios!. ¡Tengo
miedo! Por vez primera, después de dejar la vida, siento miedo... No
deseo quedarme así para siempre, viendo cambiar la luz, pasar las nubes, nadar
los peces... Si hubiera muerto en mi tierra, me habrían sepultado en el pequeño
cementerio de la colina. En el pueblo no hay hornos crematorios, ni recipientes
con cenizas, ni mar... Pero... allí me hicieron sufrir, me maltrataron, me
echaron... Mas fueron sólo algunos hombres, no todos, y desde luego no fue la
montaña, ni el río, ni los robles, ni las flores del campo, ni el canto de los
pájaros, ni el juegos de los niños...
Si
el sol quisiera... Tal vez, en una nube, flotando sobre las capas de aire,
atravesaría la península y allá, junto a la gran peña que domina la aldea, me
convertiría en gotas y, una a una, caería sobre la tierra..... y descansaría
mis cenizas en el regazo de mi madre.
Ara Antón
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