sábado, 15 de octubre de 2011

El Regazo

Creo que estoy muerto. He llegado a esta conclusión, después de estudiar con detenimiento lo que me sucede.
Ahora me encuentro bien. Hasta hace poco me sentía transportado dentro de un recipiente de un lugar a otro y antes, pasé por un estrecho conducto, que bien pudiera ser la boca del infierno, por las llamas que lo rodeaban. No es que las viera claramente, pero supe que estaban allí, lo mismo que sentí caer el sol y ahora noto los  movimientos aquí y allá. Me parece que floto en agua.
 La verdad es que, si estoy muerto, me encuentro de maravilla. He de reconocer que es un descanso. Liberado del dolor y de la angustia, estoy mucho mejor que en la cama del hospital, con tubos metidos por todas partes, soportando los movimientos torpes y la ineptitud de los equipos sanitarios y las falsas lágrimas de los deudos, quienes aseguraban entre hipos, a todo el que quería escuchar, que “Está sufriendo mucho... Cuanto antes muera mejor...” Pero yo no quería morir. Al contrario. A pesar del dolor, en cuanto notaba la falsa mejoría de las drogas, me empecinaba en seguir con vida y me hacía mucho daño oírles decir aquello. Claro que reconozco que les estaba causando problemas... En cuanto dejé de respirar, se apresuraron a meterme en el frigorífico, para evitar recuperaciones, supongo. Eso lo recuerdo bien porque aún podía sentir el frío... No duró mucho, la verdad, pronto empecé a sentir sueño y se me quitaron los dolores y el temblor... Allí tuve tiempo de soñar toda mi vida.
 Me vi de niño, correteando por las proximidades de la  mina, esperando la salida de los hombres. Mi padre y mi abuelo venían juntos. El viejo me acariciaba a veces el pelo, mi padre no. Apenas me miraba de reojo, como a una mosca molesta, pero yo creía que le gustaba verme y por eso iba cada tarde a la bocamina. Mientras aguardaba a los míos, veía salir a los hombres cansados y sucios. Andaban agresivos e irritables y aunque alguno bromeaba y hasta reía, la mayoría marchaba hacia el pueblo con la cabeza gacha y la piqueta al hombro.
Una tarde, sin que yo llegara a saber el motivo, dos mineros se enzarzaron en una pelea. Los compañeros quisieron separarlos, pero el asunto debía ser serio, porque se libraban constantemente de los que querían detenerlos y volvían a engancharse con fiereza. Uno de ellos echó mano al cinto y tomó la navaja, el otro, dando un paso atrás, el hacha que había abandonado momentos antes junto al muro. Hubo un instante de perplejidad por parte de sus camaradas. Fue suficiente. El cuchillo buscó el estómago, pero se perdió en el vacío. El hacha, empuñada con ambas manos, encontró la cintura. El cuerpo se partió en dos con un ruido que, aún hoy, después de muerto, si es que lo estoy, me estremece, haciendo mover las aguas en las que floto. Aquel sonido espantoso detuvo el tiempo. El tronco cayó, mientras las piernas se mantuvieron unos momentos indecisas, sin saber cuál habría de ser su papel ante un hecho tan insólito. Mientras, los ojos y la boca del agonizante aún se movían, queriendo implorar ayuda.
Era una tierra dura. La mina hacía la vida difícil y las gentes eran broncas y salvajes. Aún así, yo era feliz y estaba deseando cumplir doce años para que me admitieran como ayudante de picador.
 De repente, sin que en el valle nos enterásemos demasiado porqué, estalló la guerra y con ella las miserias, los odios, las venganzas... Yo tenía dieciséis años. Ya era un minero con experiencia. Opinaba y bebía con los hombres vino caliente con azúcar... Era un chico listo, que leía todos los libros de la escuela, los de la iglesia y los del ayuntamiento. Hablaba muy bien y, cuando había que dar un mitin, me elegían por unanimidad.
Un día llegaron los guardias, detuvieron a mi padre y lo molieron a palos. Luego vinieron por mí. Mi hermano pequeño corrió por los montes, huyendo. Hizo bien, se libró del terror de la cárcel y de las torturas, que a mí me dejaron cojo para toda la vida. Busqué apoyos entre las gentes que yo creía que me apreciaban. Todos me volvieron la espalda. Al final, casi me hicieron creer que aquella estúpida guerra la había empezado yo ... Enfermo y acabado, se olvidaron de mí durante los primeros años. Seguramente aquello me salvó de la muerte, pero no de la persecución. No pude moverme del pueblo, ni hablar con nadie, durante meses y meses... Mi novia de siempre decidió casarse conmigo, por venganza de los que habían asesinado a su padre. Lavó la ropa de todo el pueblo, hasta que el cura, desbordado por el papeleo que constantemente le pedían desde la capital, sobre la vida y milagros de los habitantes de la aldea y, a falta de otra persona capacitada, me ofreció unos cuartos por hacerle de escribiente. Me apresuré a aceptar. Eso me ayudó mucho. Al ver que el sacerdote no huía de mí como de Satanás, algunos empezaron a encargarme trabajos y, con el tiempo, volvieron a admitirme en la mina, a cambio de presentarme, una vez al mes, en el cuartelillo, donde debía dar explicaciones de todas mis andanzas de treinta días.
Nacieron mis seis hijos... Demasiadas bocas que mantener. Empezaba la emigración... Aburrido,  cansado y lleno de rencor, me fui a Suiza. Tras de mí, los chicos y su madre.
 Veinte años allá, viviendo de la ilusión de volver... Pero volver a una tierra libre, donde pudiera hablar o pensar sin   miedo... Donde nadie me preguntara a dónde iba y por qué... Regresaría, sí, pero no al terruño en el que no me había sentido amado. Lo haría a una gran ciudad, cerca del mar, donde la mayoría de los habitantes fueran extranjeros... Donde nadie me conociera y volviera a perseguirme.
 Y eso hicimos. Cuando llegó el tiempo de la jubilación escogí un lugar cualquiera frente al Mediterráneo. Me sentí desplazado, desarraigado, extraño en una tierra que, perteneciendo a mi país, no era la mía. Pero viví en paz.
Enfermé y morí. No dije nada sobre qué hacer con mi cadáver. Es duro hablar de eso cuando aún se respira. Además, me daba igual. Total, después de muerto... Así que, por lo que he deducido, debieron incinerarme. Normal, es más barato y además te ahorras el coñazo de llevar flores a la tumba una vez al año.
El problema debió de venir después, cuando les pusieron en las manos el recipiente con mis cenizas. ¿Qué hacer con semejante pufo? El más pequeño sugirió tímidamente, que podían tirarse al inodoro... Los otros, más cosmopolitas, le miraron con lástima, frunciendo los labios con un cierto desprecio, que yo sentí sin ver. “Bestia ignorante... Hay que arrojarlas al mar, imbécil, que es lo progre. Hasta hay un barco que se dedica a hacerlo por un módico precio y, además, así veríamos la costa desde fuera, cosa que nunca hemos hecho...”
Y eso debió de ocurrir. Y aquí estoy desde hace rato, esperando remojarme lo suficiente para integrarme en las aguas y volver al círculo.
Pero no sé qué sucede. Empiezo a estar inquieto. Sigo flotando y, aunque aprovecho las bajadas, tratando de que me cubra la próxima ola, el agua siempre se las apaña para echarme fuera. Si en vez del mar, fuera una mujer, diría que no quiere abrazarme...
 Ya se ha hecho de noche. Una tenue claridad, que supongo de la luna, hace brillar las aguas. Sospecho que algo pasa. Es más, estoy seguro. El mar no me quiere y no sé por qué. ¿Será quizás porque no pertenezco a este lugar?. ¿Pudiera ser que la materia de la que estoy hecho le sea extraña y no me acepte?. Y si así fuera, ¿qué sería de mí? ¿Flotaría eternamente sin regresar jamás a la rueda? Eso me desazona. No tengo muy claro qué ocurrirá más tarde, pero ahora, igual que el bebé se nota empujado fuera del útero materno, sin conocer el futuro, y ha de salir sin remedio, así me siento. Sólo que no debo salir, sino entrar, integrarme, formar parte...
 Empieza a nacer la luz. Sigo aquí. ¡Dios!. ¡Tengo  miedo! Por vez primera, después de dejar la vida, siento miedo... No deseo quedarme así para siempre, viendo cambiar la luz, pasar las nubes, nadar los peces... Si hubiera muerto en mi tierra, me habrían sepultado en el pequeño cementerio de la colina. En el pueblo no hay hornos crematorios, ni recipientes con cenizas, ni mar... Pero... allí me hicieron sufrir, me maltrataron, me echaron... Mas fueron sólo algunos hombres, no todos, y desde luego no fue la montaña, ni el río, ni los robles, ni las flores del campo, ni el canto de los pájaros, ni el juegos de los niños...
 Si el sol quisiera... Tal vez, en una nube, flotando sobre las capas de aire, atravesaría la península y allá, junto a la gran peña que domina la aldea, me convertiría en gotas y, una a una, caería sobre la tierra..... y descansaría mis cenizas en el regazo de mi madre. 

Ara Antón

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