Ocurren en el mundo cosas así; se diría que
la casualidad, inteligente, se complace en arreglarlas... o en desarreglarlas.
En el presente caso, la casualidad dispuso que Juaniño de Rozas y Culás de
Bonsende, oyendo toda la vida hablar el uno del otro, contar el otro las
proezas del uno, hartos de alabanzas a la guapeza recíproca, no se hubiesen
encontrado, lo que se dice encontrarse cara a cara, jamás.
Cierto que concurrían a las mismas fiestas;
es indudable que allí pudieran haberse tropezado; imposible negar la hipótesis;
pero fuese porque, lo repito, la casualidad es el diantre, o porque a veces la
ayudamos nosotros, hay que consignar el hecho, ya tan comentado.
Juaniño de Rozas no había cruzado la palabra
con Culás de Bonsende, y las respectivas parroquias ya lo hallaban extraño,
shocking, diríamos si el ambiente no lo vedara.
Los que conocen tan sólo a la España
superficial y epidérmica creen que esto de la guapeza y la fanfarronería
pertenece al Sur, como el sol, las naranjas y las palmeras. Los valientes, que
comparten con el buen vino el privilegio de durar poco, parecen pintables en
pandereta, pero no acompañables con gaita; y, sin embargo, los que hemos nacido
en tierras de nublado cielo, sabemos hasta qué punto nuestros temerones achican
a los majos andaluces, hasta en la hipérbole, que es la forma retórica de los
guapos.
Paisanos somos de aquel soldadito, al cual se
propusieron tomar el pelo unos cuantos del mediodía, contándole cómo el uno
había escabechado a más de veinte mambises y el otro había defendido él solo un
fortín, rechazando a cuatrocientos de negrada.
-Y tú, ¿qué hiciste, gallego? -preguntaron,
irónicos, al ver que el soldadito escuchaba sin despegar los labios.
-¿Yo? -respondió él, levantando la cabeza-.
Yo..., ¡morrín en todas las batallas!
No sé si serían capaces de esta homérica
respuesta Juaniño y Culás; pero si lo eran de repetir, a su modo, el célebre
reto del Romancero:
Y siquiera salgan tres,
y siquiera salgan cuatro,
y siquiera salgan cinco;
y siquiera salga el diablo...
cantando en tono irónico, de desafío, al
pasar de noche por el sitio más oscuro, requiriendo la garrota claveteada:
Yo soy hombre para dos...
Esta noche ha de haber leña...
o cualquiera otro de los retos que atesora la
musa popular.
No obstante, por muchas canciones que den al
viento, es imposible probar la guapeza cantando; llega un día en que es preciso
también solfear, y de firme. Los gallegos guapos, profesionales, tienen,
respecto a los andaluces, la desventaja de trabajar para un público más
escamón, crédulo solamente en lo supersticioso, y de tejas abajo,
desconfiadísimo. Por algún tiempo se sostendrá una reputación sin pruebas
positivas; al cabo habrá que darlas, o caer del pedestal entre solapada burla.
Juaniño y Culás llegaron a comprender que el hecho de no haberse afrontado los
comprometía seriamente ante los mozos rifadores, los sesudos viejos petrucios,
las mociñas, hipócritamente cándidas y las viejas medrosicas, que a todo se
persignan exclamando:
-¡Asús, Asús me valga, mi madre la Virguene!
Las dos parroquias tenían su honor; el
consabido honor de andar a porrazos, puesto en manos de Culás y de Juaniño, sus
campeones; no era cosa de sufrir que lo empañasen no administrándose una
rociada de las de padre y muy señor mío, con el fin de aquilatar cuál de las
dos parroquias, la de la tierra baja o la de la alta, la ribereña o la
montañesa, puede preciarse de tener hombres más hombres, ¡rayo!
Ya principiaba en las romerías el juego de
dichos, insultillos y burletas. Como los héroes de Homero, los mozos de Rozas y
de Bonsende se ejercitaban en la inventiva, esperando el instante en que
Aquiles se midiese con Héctor. Había risotadas ofensivas, fumaduras de
tagarnina impertinentes, escupiduras de costado y puños que apretaban mocas y
cardeñas, o que, con sentido más modernista, se deslizaban en la faltriquera,
cerciorándose de que estaba allí, cargado y brillante, el revólver... Porque
estos adelantos de la civilización han llegado a las idílicas aldeas, y el
comercio de navajas y armas de fuego es activo y fructuoso, y cada noche, en
las carreteras, resuenan detonaciones, no se sabe contra quién...
A la salida de misa, funcionaban activamente
las lenguas. Se convenía en que si Juaniño y Culás no se daban prisa a
despachar aquel cuento, sería difícil, en la primera fiesta, contener a los
demás mozos, impedir que se enredasen, según andaban de alborotados... Y todos
convenían en que, a suceder tal desdicha, muchos emplastos había que aplicar al
día siguiente y no pocos pesos que aflojar para que se certificasen de leves y
curables, en cortos días, heridas gravísimas, y evitar que más de cuatro
rapaces de bien fuesen "echados" a presidio...
En vista de esto, Culás, el más vivo de los
dos guapos, vio claramente que no era posible retrasar el encuentro; había
llegado la hora...
Como el matador remolón en la plaza de toros,
sintió la voluntad colectiva sustituyéndose a su voluntad personal, y decidió,
aquella misma tarde, decirle dos palabrillas a Juaniño, que tornaría de la
feria por el camino del crucero.
Bajo el crucero mismo se apostó, encendiendo
un papel y sacando fumadas lentas, con ademán despreciativo. Lo que pensase en
su alma Culás de Bonsende, eso lo sabrá Dios, pues sabe hasta lo que la policía
ignora; pero el gesto era gallardo, la mano no temblaba, ni en el tostado
semblante había rastro de palidez. Las patillas rojas del mozo relumbraban como
hilado cobre a los últimos rayos del sol, y sus ojos verdes, de gato joven,
relucían fieros.
Volvía Juaniño de la feria cabalgando un jaco
peludo que acababa de mercar. Como era un mocetón hercúleo, las piernas casi le
arrastraban, porque el fracatrús pertenecía a la exigua y resistente raza del
país.
Al oír las pisadas del caballejo, Culás tiró
el cigarro y empezó a silbar, desdeñoso, atravesándose en el angosto camino. Y
como Juaniño, sin hacer caso del obstáculo, intentase pasar, el de a pie abrió
los brazos y gritó ásperamente, con claridad y estridencia de gallo arrogante:
-¡Ey! ¡No se pasa! ¡Bajarse del caballo, que
aquí está un amigo!
La salvaje ironía de la última frase fue bien
comprendida... Juaniño pensó para su chaqueta:
"Vamos... No hay remedio... Milagro que
no fue antes..."
Pausado, frío, descabalgó y amarró al castaño
más próximo su ridícula montura. No había pronunciado palabra, ni Culás añadió
ninguna a las ya articuladas. Así que sujetó al jaco, volvióse, y preguntó
lacónico:
¿Qué se ofrece?
El ademán fue la respuesta... Culás hacia
molinetes con su garrote en el aire.
Juaniño asintió. No valía aplazar. No sentía,
en el fondo de su alma, ni chispa de malquerer contra Culás. No mediaba ni una
rapaza bonita, ni un vaso de vino, ni una brisca mal jugada. No pleiteaban. No
se habían hablado. Y era necesario que se agarrasen. Lo exigía el honor de dos
parroquias. El único honor que ellos conocían.
Y cayeron el uno sobre el otro. Juaniño,
especie de gigantón, parecía deber llevar ventaja; sólo que Culás era más ágil,
más diestro. Sin sospechar ni en el nombre del jiu-jitsu, poseía sus tretas.
Asestó cierto golpe al tórax ancho, y Juaniño se tambaleó, aturdido, pronto a
desplomarse. Más antes tuvo tiempo de descargar, maquinalmente, el puño sobre
la cabeza de su adversario, que se doblegó como un muñeco de goma.
Ambos cayeron al suelo. Volvieron a erguirse.
La lucha se reanudó entre sofocadas interjecciones.
Se habían propuesto no emplear armas. No era
cosa para dejar el pellejo. ¡Si no se querían mal! Pero al recibir otro porrazo
cruel en la cara, Culás, viendo estrellas y círculos rojos ante sus pupilas
cegatas, echó mano al cuchillo... ¡Juaniño se derrumbó! No hubo sangre. La
herida sangraba por dentro.
Culás se alzó. Él, en cambio, estaba como un
carnero degollado: por narices y boca arrojaba hilos purpúreos. Corrió a
lavarse en una fuente. Y corrió más después, porque comprendía que, no se sabe
cómo, había matado a un hombre, y la justicia le echaría mano... No quedaba más
recurso que esconderse unos días, arreglar en Marineda el asunto y embarcar
para Buenos Aires.
Emilia Pardo Bazán
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