martes, 4 de octubre de 2011

Los gatos de Ulthar

Se dice que en Ulthar, que se alza más allá del río Skai, a ningún hombre le está permitido el matar un gato; y eso es algo que puedo muy bien creer cuando contemplo al que se enrosca ronroneando ante el fuego. Ya que el gato es un ser críptico, y está cerca de cosas extrañas que resultan invisibles para el hom­bre. Es el alma del viejo Egipto, el portador de cuentos sobre las olvidadas ciudades de Meros y Ofir. Es de la estirpe de los seño­res de la jungla y heredero de los secretos del África antigua y siniestra. La esfinge es su prima, y el gato habla su lenguaje; aunque el primero es más viejo que la segunda y recuerda cuanto ella ha olvidado.
            En Ulthar, antes de que los ciudadanos prohibieran matar gatos, vivían un viejo campesino y su esposa, y disfrutaban ten­diendo trampas y dando muerte a los gatos de sus vecinos. Por qué lo hacían no se sabe, excepto que hay quien aborrece los maullidos de los gatos durante la noche, y le enferma que mero­deen por patios y jardines durante el crepúsculo. Pero, por lo que fuese, ese anciano y su mujer gozaban atrapando y matando a cualquier gato que se aproximara a su chabola; y a juzgar por algunos de los sonidos que se oían tras la caída de la noche, algunos ciudadanos suponían que el medio de muerte empleado debía ser sumamente peculiar. Pero la gente no discutía tales cosas con el viejo y su esposa; tanto por la expresión que se leía habitualmente en sus rostros marchitos como por el hecho de que su casa fuera tan pequeña y estuviera tan oculta en la oscuri­dad, bajo corpulentos robles, al fondo de un patio descuidado. Realmente, por mucho que los propietarios de gatos odiaran a esa gente extraña, aún los temían más, y en vez de encararlos como asesinos brutales se limitaban a cuidarse de que sus queri­das mascotas, o sus cazadores de ratones pudieran extraviarse por la alejada chabola bajo los oscuros árboles. Cuando a causa de algún descuido inevitable se perdía un gato, y aquellos soni­dos se alzaban en la oscuridad, el damnificado podía lamentarse impotente o consolarse dando gracias a la suerte de que no se tratase de uno de sus hijos el perdido, ya que la gente de Ulthar era sencilla y no conocía el origen de los gatos.
            Un día, una caravana de extraños vagabundos del sur pene­tró en las estrechas calles adoquinadas de Ulthar. Oscuros viaje­ros eran, distintos a las demás gentes errabundas que pasaban por el pueblo un par de veces al año. En la plaza del mercado leían el porvenir a cambio de plata y compraban hermosas bara­tijas a los comerciantes. Nadie sabría decir cuál era la tierra natal de esos viajeros; pero se les había visto rezar extrañas plegarias y los costados de sus carros estaban decorados con exóticas figuras de cuerpo humano y cabezas de gatos, halcones, carneros y leo­nes. Y el jefe de la caravana lucía un tocado con dos cuernos y un curioso disco entre ambos.
            En esa pintoresca caravana figuraba un muchachito sin padre ni madre, con tan sólo un diminuto gatito a su cargo. La plaga no había sido benévola con él, aun cuando le había dejado esa pequeña cosa peluda para consolarse en su pena; y cuando uno es muy joven puede encontrar gran alivio en las vivaces trastadas de un gatito negro. Así que el niño a quien el pueblo oscuro llamaba Menes sonreía más a menudo de lo que lloraba al sentarse jugando con su gracioso minino en los peldaños de un carro exóticamente decorado.
            La tercera mañana de estancia de los trotamundos en Ulthar, Menes no pudo encontrar a su gato; y mientras sollozaba a solas en la plaza del mercado, algunos lugareños le hablaron del anciano y su esposa, así como de los sonidos que se oían durante la noche. Y cuando escuchó tales cosas, el sollozo dejó paso a la reflexión, y finalmente a un ruego. Tendió sus brazos hacia el sol y oró en una lengua que los ciudadanos no podían entender; aunque tampoco se cuidaron demasiado de comprenderla, ya que su atención estaba mayormente vuelta al cielo y a las extra­ñas formas que iban tomando las nubes. Resultaba muy curioso, porque según el muchachito hubo completado su petición, parecieron formarse sobre las cabezas las sombrías, nebulosas formas de seres exóticos; de híbridas criaturas coronadas con discos flanqueados por cuernos. La naturaleza es pletórica en tales ilusiones, listas para impresionar a los imaginativos.
            Esa noche los vagabundos abandonaron Ulthar y nunca vol­vieron a ser vistos. Y los lugareños se vieron turbados al advertir que en todo el pueblo no podía encontrarse un solo gato. El familiar gato había desaparecido de cada hogar; gatos grandes y pequeños, negros, grises, listados, amarillos y blancos. El viejo Kranón, el burgomaestre, juraba que el pueblo oscuro se los había llevado en venganza por la muerte del gatito de Menes, y maldijo tanto a la caravana como al mozuelo. Pero Nith, el enjuto notario, aventuró que el viejo campesino y su mujer resultaban más sospechosos, ya que su aversión a los gatos era de sobra conocida, y cada vez parecía más audaz. No obstante, nadie osó quejarse a la siniestra pareja, aun cuando el pequeño Atal, el hijo del ventero, juró haber visto al crepúsculo a todos los gatos de Ulthar en ese maldito patio bajo los árboles, desfi­lando lenta y solemnemente en círculo alrededor de la choza, de a dos, como ejecutando algún desconocido rito de las bestias. Las gentes no sabían si prestar atención a alguien tan pequeño; y aunque temían que la maligna pareja hubiera embrujado a los gatos para matarlos, prefirieron no encararse con el viejo campe­sino hasta que pudieran pillarle fuera de su oscuro y repulsivo patio.
            Así que todo Ulthar se acostó lleno de rabia impotente; y cuando la gente despertó al alba... ¡mirad! ¡Cada gato había vuelto a su hogar! Grandes y pequeños, negros, grises, listados, amarillos y blancos, ninguno se había perdido. Los gatos apare­cían muy gordos y lustrosos, atronando de ronroneos satisfe­chos. Los ciudadanos hablaban entre sí sobre el asunto, no poco maravillados. De nuevo, el viejo Kranón insistió en que habían sido retenidos por el pueblo oscuro, ya que no hubieran regre­sado vivos de la choza del viejo y su mujer. Pero todos estaban de acuerdo en algo: en que la renuncia de los gatos a comer sus raciones de carne o beber sus platillos de leche resultaba suma­mente curioso. Y durante dos días completos, los lustrosos, los perezosos gatos de Ulthar no tocaron su comida, limitándose a dormitar junto al fuego o al sol.
            Transcurrió una semana completa antes de que los puebleri­nos se percataran de que no se encendían luces tras las polvo­rientas ventanas de la choza bajo los árboles. Entonces el enjuto Nith apostilló con que nadie había visto al viejo o a su mujer desde la noche en que desaparecieron los gatos. Una semana más tarde, el burgomaestre decidió sobreponerse a sus miedos y acudir, como a un deber, a la morada extrañamente silenciosa; aunque tomó la precaución de hacerse acompañar por Shang el herrero y Thul el picapedrero a modo de testigos. Y cuando hubieron echado abajo la endeble puerta, tan sólo hallaron esto: dos esqueletos humanos, mondos y lirondos, sobre el suelo de tierra, así como gran número de curiosos escarabajos escabullén­dose por los rincones en sombras.
            Subsecuentemente, hubo muchas discusiones entre los ciu­dadanos de Ulthar. Zath, el alguacil, discutió largo tiempo con Nith, el enjuto notario; y Kranón y Shang y Thul fueron acosa­dos a preguntas. Incluso Atal, el hijo del ventero, fue interro­gado a fondo y recibió una golosina a modo de recompensa. Se habló del viejo campesino y de su esposa, de la caravana de oscuros vagabundos, del pequeño Menes y su gatito negro, de la plegaria de Menes y del cielo durante tal oración, de lo que hicieron los gatos la noche de la partida de la caravana, y de lo que más tarde fue hallado en la choza bajo los árboles oscuros en aquel patio repulsivo.
            Y por fin los lugareños aprobaron esa señalada ley que es comentada por los mercaderes en Hatheg y discutida por los viajeros en Nir; a saber, que en Ulthar nadie puede matar a un gato.

H.P. Lovecraft


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