viernes, 11 de noviembre de 2011

La intermitencia de la muerte

En el comunicado oficial, finalmente difun­dido cuando la noche ya iba avanzada, el jefe del gobierno ratificaba que no se había registrado nin­guna defunción en todo el país desde el inicio del nuevo año, pedía comedimiento y sentido de la res­ponsabilidad en los análisis e interpretaciones que del extraño suceso pudieran ser elaborados, recorda­ba que no se debería excluir la posibilidad de que se tratara de una casualidad fortuita, de una altera­ción cósmica meramente accidental y sin continui­dad, de una conjunción excepcional de coinciden­cias intrusas en la ecuación espacio-tiempo, pero que, por si acaso, ya se habían iniciado contactos ex­ploratorios ante los organismos internacionales com­petentes para habilitar al gobierno en una acción tanto más eficaz cuanto más concertada pudiera ser. Enunciadas estas vaguedades pseudocientíficas, destinadas también a tranquilizar, por lo incompren­sibles, el desbarajuste que reinaba en el país, el primer ministro concluía afirmando que el gobierno se encontraba preparado para todas las eventuali­dades humanamente imaginables, decidido a enca­rar con valentía y con el indispensable apoyo de la ciudadanía los complejos problemas sociales, eco­nómicos, políticos y morales que la extinción defi­nitiva de la muerte inevitablemente suscitaría, en el caso, más que previsible, de que llegara a confir­marse. Aceptaremos el reto de la inmortalidad del cuerpo, exclamó con tono arrebatado, si es ésa la vo­luntad de dios, a quien agradeceremos por siempre jamás, con nuestras oraciones, que haya escogido al buen pueblo de este país como su instrumento. Significa esto, pensó el jefe del gobierno al termi­nar la lectura, que estamos con la soga al cuello. No se podía imaginar hasta qué punto la soga iba a apretarle. Todavía no había pasado media hora cuando, en el coche oficial que lo conducía a casa, recibió una llamada del cardenal, Buenas noches, señor primer ministro, Buenas noches, eminencia, Le telefoneo para decirle que me siento profunda­mente consternado, También yo, eminencia, la si­tuación es muy grave, la más grave de cuantas el país ha vivido hasta hoy, No se trata de eso, De qué se trata entonces, eminencia, Es deplorable desde todos los puntos de vista que, al redactar la decla­ración que acabo de escuchar, usted no tuviera en cuenta aquello que constituye los cimientos, la viga maestra, la piedra angular, la llave de la bóveda de nuestra santa religión, Eminencia, perdone, recelo no comprender adonde quiere llegar, Sin muerte, óigame bien, señor primer ministro, sin muerte no hay resurrección, y sin resurrección no hay iglesia, Demonios, No he entendido lo que ha dicho, repí­talo, por favor, Estaba callado, eminencia, proba­blemente habrá sido alguna interferencia causada por la electricidad atmosférica, por la estática, o un problema de cobertura, el satélite a veces falla, decía usted que, Decía lo que cualquier católico, y usted no es excepción, tiene obligación de saber, que sin resurrección no hay iglesia, además, cómo se le me­tió en la cabeza que dios podría querer su propio fin, afirmarlo es una idea absolutamente sacrílega, tal vez la peor de las blasfemias, Eminencia, no he dicho que dios quiera su propio fin, No con esas exactas palabras, pero admitió la posibilidad de que la inmortalidad del cuerpo resultara de la volun­tad de dios, no es necesario estar doctorado en ló­gica trascendental para darse cuenta de que quien dice una cosa dice la otra, Eminencia, por favor, créame, fue una simple frase de efecto destinada a impresionar, un remate del discurso, nada más, bien sabe que la política tiene estas necesidades, Tam­bién la iglesia las tiene, señor primer ministro, pero nosotros meditamos mucho antes de abrir la boca, no hablamos por hablar, calculamos los efectos a dis­tancia, nuestra especialidad, si quiere que le dé una imagen que se comprenda mejor, es la balística, Estoy desolado, eminencia, En su lugar yo también lo estaría. Como si estuviera calculando el tiempo que tardaría la granada en caer, el cardenal hizo una pausa, luego, en un tono más suave, más cordial, dijo, Me gustaría saber si dio a conocer la declara­ción a su majestad antes de leerla ante los medios de comunicación social, Naturalmente, eminencia, tratándose de un asunto de tanto melindre, Y qué dice el rey, si no es secreto de estado, Le pareció bien, Hizo algún comentario al acabar, Estupendo, Estupendo, qué, Es lo que dijo su majestad, estu­pendo, Quiere decirme que también blasfemó, No soy competente para formular juicios de esa natu­raleza, eminencia, vivir con mis propios errores ya me cuesta demasiado trabajo, Tendré que hablar con el rey, recordarle que, en una situación como ésta, tan confusa, tan delicada, sólo la observancia fiel y sin desfallecimientos de las probadas doctrinas de nuestra santa madre iglesia podrá salvar al país del pavoroso caos que se nos viene encima, Vuestra eminencia decidirá, está en su papel, Le pregunta­ré a su majestad qué prefiere, si ver a la reina madre siempre agonizante, postrada en un lecho del que no volverá a levantarse, con el inmundo cuerpo re­teniéndole indignamente el alma, o verla, por mo­rir, triunfadora de la muerte, en la gloria eterna y resplandeciente de los cielos, Nadie dudaría la res­puesta, Sí, pero al contrario de lo que se cree, no son tanto las respuestas lo que me importa, señor primer ministro, sino las preguntas, obviamente me refiero a las nuestras, fíjese cómo suelen tener, al mismo tiempo, un objetivo a la vista y una inten­ción que va escondida detrás, si las hacemos no es sólo para que nos respondan lo que en ese momen­to necesitamos que los interpelados escuchen de su propia boca, es también para que se vaya preparan­do el camino de las futuras respuestas, Más o me­nos como en la política, eminencia, Así es, pero la ventaja de la iglesia es que, aunque a veces no lo pa­rezca, al gestionar lo que está arriba, gobierna lo que está abajo. Hubo una nueva pausa, que el primer ministro interrumpió, Estoy casi llegando a casa, eminencia, pero, si me lo permite, todavía me gus­taría exponerle una breve cuestión, Dígame, Qué hará la iglesia si nunca más muere nadie, Nunca más es demasiado tiempo, incluso tratándose de la muerte, señor primer ministro, Creo que no me ha respondido, eminencia, Le devuelvo la pregunta, qué hará el estado si no muere nadie nunca más, El estado tratará de sobrevivir, aunque dudo mucho que lo consiga, pero la iglesia, La iglesia, señor pri­mer ministro, está de tal manera habituada a las res­puestas eternas que no puedo imaginarla dando otras, Aunque la realidad las contradiga, Desde el principio no hemos hecho otra cosa que contrade­cir la realidad, y aquí estamos, Qué dirá el papa, Si yo lo fuera, que dios me perdone la estulta vanidad de pensarme como tal, mandaría poner en circula­ción una nueva tesis, la de la muerte pospuesta, Sin más explicaciones, A la iglesia nunca se le ha pedi­do que explicara esto o aquello, nuestra otra espe­cialidad, además de la balística, ha sido neutralizar, por la fe, el espíritu curioso, Buenas noches, emi­nencia, hasta mañana, Si dios quiere, señor primer ministro, siempre si dios quiere, Tal como están las cosas en este momento, no parece que pueda evitarlo, No se olvide, señor primer ministro, que fue­ra de las fronteras de nuestro país se sigue murien­do con toda normalidad, y eso es una buena señal, Cuestión de punto de vista, eminencia, tal vez fue­ra nos estén mirando como un oasis, un jardín, un nuevo paraíso, O un infierno, si fueran inteligen­tes, Buenas noches, eminencia, le deseo un sueño tranquilo y reparador, Buenas noches, señor pri­mer ministro, si la muerte decide regresar esta no­che, espero que no tenga la ocurrencia de elegirlo a usted, Si la justicia en este mundo no es una pa­labra vana, la reina madre debería irse antes que yo, Le prometo no denunciarlo mañana ante el rey, Cuánto se lo agradezco, eminencia, Buenas noches, Buenas noches.

José Saramago

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