No cuento ni conseja, sino historia.
La costa de L*** es temible para los navegantes. No hay
abra, no hay ensenada en que puedan guarecerse. Ásperos acantilados, fieros
escollos, traidoras sirtes, bajíos que apenas cubre el agua, es cuanto allí
encuentran los buques si tuercen poco o mucho el derrotero. Y no bien se acerca
diciembre y las tempestades del equinoccio, retrasadas, se desatan furiosas, no
pasa día en que aquellas salvajes playas no se vean sembradas de mil despojos de
naufragio.
Favorable para la caza la estación en que el otoño cede
el paso al invierno, con frecuencia la pasábamos en L***, y más de una vez
sucedió que Simón Monje -alias el Tío Gaviota- nos trajese a vender barricas de
coñac o cajas de botellas pescadas por él sin anzuelo ni redes. El apodo de
Simón dice bien claro a qué oficio se dedicaba desde tiempo inmemorial el viejo
ribereño.
Las gaviotas, como todos saben, no abaten el vuelo
sobre la playa sino al acercarse la tormenta y alborotarse el mar. Cuando la
bandada de gaviotas se para graznando cavernosamente y se ven sobre la arena
húmeda millares de huellas de patitas que forman complicado arabesco, ya pueden
los marineros encomendarse a la Virgen, cuya ermita domina el cabo: mal tiempo
seguro. A la primera racha huracanada, al primer bandazo que azota el velamen de
la lancha sardinera, Simón Monje salía de su casa, y así que la mar se atufaba
por lo serio en las largas noches del mes de Difuntos, solía verse vagar por los
escollos una lucecica. El farol de Gaviota, que pescaba.
No era bien visto en la aldea Simón. Al fin y a la
postre, mientras los demás se rompían el cuerpo destripando terrones o exponían
la vida saliendo a la costera del múgil, él, en unos cuantos días revueltos,
garfiñaba, sabe Dios cómo, lo suficiente para prestar onzas a rédito y pasar
descansadamente el año. Además, el aspecto de Gaviota confieso que también a mí
me parecía antipático y una miaja siniestro... Cara amarilla, nariz ganchuda,
barba saliente que con la nariz se juntaba, mirar torvo y receloso, párpados
amoratados, greñas color ceniza, componían una cabeza repulsiva, aunque con
rasgos inteligentes. Sin embargo, aparte de su equívoca profesión de pescador de
despojos, no daba Simón pretexto a las murmuraciones de la aldea. Puntual en el
pago del canon de la renta de su vivienda, foro nuestro, servicial y respetuoso
con los señores, moro de paz con sus iguales, demostraba además una devoción
extraordinaria, desviviéndose por el culto de la Virgen de la ermita. Gracias a
Simón, la lámpara no se apagaba nunca, sobraba la cera y dos veces al año se
celebraba en el santuario función solemne costeada por el viejo. Una de las
funciones se verificaba invariablemente durante el mes de Ánimas y en sufragio
de las almas de los náufragos cuyos restos escupía a veces el oleaje contra los
escollos o sobre el playal. Y esta misa de Difuntos la oía Gaviota postrado, la
faz contra el suelo, barriendo el piso con las canas, repitiendo por centésima
vez la súplica de perdón de su horrendo pecado que no se resolvía a confesar,
pues el que se confiesa ha de restituir, y si él restituyese tendrá que
despojarse de su oro, y su oro lo tenía aún más adentro en el corazón que el
remordimiento y que el temor de la divina Justicia...
En la estación veraniega, mientras el mar luce sonrisa
de azur, mientras el arenal es de oro, las olas fosforecen de noche y las algas
flotan suavemente bajo el cristal del agua nítida, Gaviota olvida a ratos la
historia terrible y disfruta en paz sus ganancias. Lo malo es que llega octubre,
que el celaje se espesa en cúmulos de plomo, que gimen y rugen el viento y la
resaca, y que la bruma, al desgarrar sus densos tules en los picos de los
peñascos, finge fantasmas envueltos en sudarios blanquecinos... Y viene el mes
de los muertos, el mes en que el otro mundo se pone en relación con nosotros, el
mes en que la atmósfera se puebla de espíritus invisibles, en que un vaho de
lágrimas, ascendiendo del Purgatorio, humedece el aire..., y entonces Gaviota, a
cada viaje a la playa en busca de botín, siente el terror helarle más la sangre
en las venas, y sus dedos, que un día se ciñeron al pescuezo de un hombre vivo
aún para acabar de asfixiarle y quitarle a mansalva el cinto pletórico de
monedas, se crispan y se fijan paralizados, como si ya los agarrotase la agonía.
«Confesarse, restituir», sugiere la conciencia; pero el instinto repite:
«Adquirir, adquirir más», y afianzando el farolillo, dejando que la áspera brisa
seque el sudor del miedo en las sienes, allá va Gaviota entre las tinieblas a
espigar lo que lanzan los abismos...
Bien se acuerdan en la parroquia de L***; el último
merodeo de Simón fue la noche de Difuntos del año pasado. Aunque pudiesen
olvidar lo que a Gaviota sucedió no olvidarían la tempestad tan horrible que se
llevó el campanario de la ermita y arrancó de cuajo muchos pinos del pinar que
la rodea. Frenético, delirante, el Océano quería tragarse la orilla; el trueno
asordaba, el rayo cegaba y el empuje del vendaval parecía estremecer las rocas
hasta sus profundas bases, alzando montañas líquidas que empezaban por ser una
línea gris en el horizonte; luego, un monstruo de enormes fauces y cabellera
blanquísima, galopando hacia tierra como para devorarla. Ninguna barca salió a
la mar; las mujeres acudieron al santuario a pedir por los que en ella
anduviesen, y como si la Virgen hubiese extendido la mano, al anochecer se quedó
el viento y se adormecieron las olas. A poco, si los de la aldea no se hubiesen
encerrado en sus casuchas, podrían ver la luz del farolillo de Gaviota oscilando
entre las tinieblas por lo más escabroso de la orilla.
Al pie de los bajos que llamaremos de Corveira fijóse
la vagarosa luz. Simón la había dejado en el hueco de una peña y registraba el
playazo. Conocía perfectamente los sitios adonde las corrientes traen la presa,
y tanto los conocía, que cabalmente había sido «allí»... Los dientes de Simón
castañeteaban: ¡aquella noche de noviembre pertenecía a los muertos! Saltando de
charco en charco y de escollo en escollo, dirigióse a un recodo del cantil,
donde su mirada penetrante distinguía un bulto de extraña forma, probablemente
un mueble, un lío de ropa, señal cierta del desastre de una gran embarcación.
Frío espanto clavó a la arena los pies de Gaviota al advertir que no era sino un
cuerpo humano..., el cuerpo de un náufrago. Entre las sombras blanqueaba
vagamente el rostro, negreaba la vestimenta, se dibujaban y acusaban las
formas...
El primer impulso de Simón fue huir. Duró un instante.
La codicia se la disfrazaba de humanidad. «Puede estar vivo, y quién sabe si «a
éste» lo salvo.» Cogió el farolillo y acercóse titubeante como un ebrio. Llegó
la claridad a la cara del náufrago: un rostro juvenil, tumefacto, congestionado,
helado. «Bien muerto está...» Entonces reparó en el traje rico, en la cadena de
oro que cruzaba el chaleco: el infeliz, sin duda, se había arrojado vestido al
agua, y los dedos ganchudos del Gaviota deslizáronse, afanosos, hasta los
bolsillos del chaleco, repletos, abultados. Probablemente en esta tarea hizo el
peso de Simón jugar los músculos pectorales del cadáver que ya se creían
inmóviles hasta el solemne día del Juicio. Sólo así explicaron los médicos que
el rígido brazo pudiera erguirse de pronto y la yerta mano caer sobre las
mejillas de Simón.
A la gente de L***, la explicación no le satisface; es
más, no la comprende siquiera. ¿Quién mueve el brazo de un difunto para
abofetear a un criminal empedernido sino esa misma fuerza que alza en el mar la
ola y agrupa en el cielo las nubes: la fuerza de la eterna Justicia?
Guardó cama dos días el Tío Gaviota: uno vivo, otro de
cuerpo presente: al tercero lo enterraron. Se había confesado con muchas
lágrimas y ejemplar arrepentimiento.
Emilia Pardo Bazán
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